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La sexualidad humana,por su carácter no instintivo,requiere ser educada
LA SEXUALIDAD HUMANA, POR SU CARÁCTER NO INSTINTIVO, REQUIERE SER EDUCADA
«Dijo Tobías a su hijo: Guárdate, hijo mío, de toda impureza y nunca cometas el delito de conocer una mujer distinta de la tuya» (Tob 4, 13)
La primera manifestación de la condición personal o esponsalicia de la sexualidad humana, que se va a considerar, es que los impulsos eróticos y venéreos humanos no son instintivos, sino que -por su variedad significativa y por su dependencia respecto de las decisiones biográficas de cada ser humano- participan de la irrepetibilidad personal y de la libertad que caracterizan a la afectividad espiritual.
En efecto, según se verá a continuación, la sexualidad humana se diferencia del sexo de los animales, por una parte, en que no se ordena simplemente a conjuntar las propiedades genéticas de la pareja para transmitirlas a la prole, sino que trasciende el ámbito de lo biológico en unas peculiaridades irrepetibles que confieren a la inclinación sexual de cada persona un carácter propio y diferenciado. Además, el sexo humano se distingue del sexo animal en que no se desencadena automáticamente, en cuanto que la configuración particular con que cada ser humano determina la genérica inclinación biosexual y psicosexual que recibe por nacimiento, es fruto de su libertad.
También se tratará en el presente capítulo el contenido de esa `cultura´ que la sexualidad humana requiere para lograr una integración equilibrada y madura en la personalidad del individuo. Como es lógico, esta referencia será muy sucinta, puesto que resultaría improcedente volver a desarrollar los significados amorosos de la inclinación sexual que se han expuesto en la primera parte, o anticipar detalladamente sus propiedades personalistas, que serán el objeto del resto de esta segunda parte.
Finalmente, se pondrán de manifiesto las dos exigencias pedagógicas que el sentido amoroso del sexo y su posición de elemento básico de la afectividad personal imponen a la tarea educativa que debe ejercitarse respecto de esta dimensión de la persona: a saber, emplear una pedagogía de signo positivo y proponer una ascesis integradora que supere por sublimación las dificultades que en este orden puedan presentarse.
1. LA SEXUALIDAD HUMANA NO ES INSTINTIVA
Ante todo, conviene advertir que la sexualidad humana manifiesta su condición personal en que no es instintiva, esto es, ni simple -uniforme, repetitiva- ni automática. Y se puede afirmar que esta propiedad confiere al sexo humano una condición personal, si se considera que constituye una semejanza con el modo de proceder de la afectividad espiritual. En efecto, como atinadamente indujo la teología católica al tratar de los ángeles, entre las criaturas espirituales tiene que haber una distinción más radical que la que existe entre los individuos de la misma especie animal. Pues éstos poseen una idéntica forma de vida que se reproduce materialmente con variaciones accidentales; mientras que aquéllas, por su inmaterialidad y su consiguiente inmortalidad, son irrepetibles -no se reproducen, a diferencia de los mortales, que tienen que asegurar la pervivencia de la especie-: esto es, tienen formas de vida sustancialmente diferentes, viniendo a constituir cada una como su propia especie dentro de un género de vida común (cf Sto. Tomás de Aquino, S.Th., I, q. 50, a. 4). Y por esto, el modo de actuar de cada ser angélico se diferencia sustancialmente del que es propio de las restantes criaturas espirituales.
Además, las criaturas espirituales, por poseer naturalezas incorpóreas, y por tanto incorruptibles o inmortales (cf ibidem, a.5), tampoco necesitan actuar para continuar existiendo. Y esto, que les permite tratar a las demás criaturas de modo liberal, desinteresado o no utilitarista -es decir, no vivir para su propia conservación, sino sentirse universalmente interesados por el bien ajeno-, les hace también capaces de hacer propias sus inclinaciones naturales, asumiéndolas libremente: pues la naturaleza que han recibido, al no necesitar de la actuación del sujeto para su pervivencia, no les impele a actualizar sus virtualidades de manera necesaria. De ahí que a las criaturas espirituales se las denomine personales, es decir, se les atribuya personalidad: una manera de actuar que se entiende como propia, tanto en el sentido de distinta, irrepetible o insustituible, como en el sentido de ser consecuencia del ejercicio de su libertad.
Pues bien, en el ser humano -espiritual y corporal a la vez-, esas notas personalistas no aparecen solamente en el plano espiritual de su conducta, como podría deducirse de una concepción dualista de los principios que integran su naturaleza; sino que, como se verá a continuación, en la misma inclinación sexual de su corporeidad existe una clara redundancia de esas propiedades del espíritu: una variedad o riqueza significativa que convierte a cada ser humano en sexualmente irrepetible, y una exigencia de ser integrada personalistamente desde la libertad, que no se dan en el sexo animal112.
a) VARIEDAD SIGNIFICATIVA DE LA SEXUALIDAD HUMANA
Para comprender que la sexualidad humana no es uniforme ni repetitiva, conviene advertir que los procesos biológicos que se ordenan a la transmisión de la vida humana, aunque se produzcan de manera uniforme, no se desencadenan por la percepción de la capacidad generadora actual del individuo del otro sexo, sino que se despiertan como consecuencia de un tipo de conocimiento que no existe en el orden animal: la sensación estética de la complementariedad sexual psicosomática de la persona que suscita esa atracción.
Esto quiere decir que la atracción sexual entre los humanos no se refiere a la otra persona de manera meramente utilitaria, como a un instrumento para llevar a término el propio deseo de paternidad/maternidad biológica, y que se abandona en cuanto éste ha sido satisfecho. Es una atracción que se origina por motivos metabiológicos o estéticos y que, por eso, permanece aun después de la satisfacción biosexual, puesto que, propiamente, ya se satisface en la contemplación estética de los valores sexuales psicosomáticos de la otra persona, valorándolos por sí mismos y no sólo como medios para la propia realización parental. Es decir, la atracción sexual humana destaca a la persona complementaria por encima de su utilidad coprocreativa. La presenta como fin de la propia psicoafectividad. Y confiere a la conjunción sexual biofísica un carácter de medio de expresión del afecto a la otra persona y de aceptación del que ésta le ofrece: justo al contrario de lo que sucede en el orden animal, en que lo biológico prima sobre lo psíquico, lo emplea como un instrumento suyo y lo convierte en una mera prolongación sensorial del orden biofísico113.
La atracción sexual humana es una inclinación que induce a la comunión interpersonal estable con la persona sexualmente complementaria; que no se consume una vez realizado el acto de conjunción procreativa, sino que se consuma en él como expresión de la total donación al cónyuge y de su plena aceptación; y que, por su condición amorosa comunional (vt), su prolongación en la relación interpersonal con los hijos es también de comunión. Si impulsa a la conjunción biosexual y a la comunidad de vida y de bienes con la otra persona, no lo hace de manera sólo utilitaria, sino como donación a ella y como aceptación de su masculinidad o feminidad, constituyendo las relaciones comunitarias y maritales concretas en expresiones de esa comunión afectiva interior que se mantiene por encima de ellas.
Por eso, según se tratará ampliamente en el siguiente capítulo, la afectividad sexual humana no es relacional en sentido meramente conjuntivo, como sucede a los animales, que no participan interiormente de las perfecciones del individuo con el que se unen sexualmente; sino que es amorosa o comunionalmente relacional, capaz de interesarse por otras formas de ser, y buscarlas no para utilizarlas, sino por sí mismas, enriqueciéndose mediante la comunión con ellas. Y esta capacidad humana de enriquecimiento, que en el plano transformador de la afectividad se manifiesta en una amplia diversidad de aptitudes, gustos y aficiones intelectuales y prácticas, en el orden interpersonal de la afectividad ocasiona una variedad que diversifica a los humanos (también sexualmente) de modo auténticamente personal o irrepetible114.
De ahí que la inclinación humana a la conjunción sexual trascienda el sentido utilitario que ésta tiene en el orden meramente biológico y adquiera una significación verdaderamente comunional según la cual el varón y la mujer se buscan mutuamente por sí mismos y no sólo como compañeros de subsistencia ni como medios para su paternidad o maternidad. Y de ahí también que la inclinación humana a la transmisión de la vida rebase el carácter repetitivo con que ésta se produce en el orden zoológico y vegetal, y posea un sentido creativo que se efectúa a través de la relación de comunión entre padres e hijos, la cual resulta recíprocamente enriquecedora para éstos y aquéllos. De este modo, la sexualidad humana, aun siendo una inclinación corporal, contiene esa variedad y virtualidad comunional que son propias de la afectividad espiritual y que manifiestan la subordinación que existe en la naturaleza humana, de lo biológico respecto de lo psicoespiritual.
En efecto, la sexualidad humana, por ser una inclinación psico-somática de una criatura que, por ser también espiritual, es sustancialmente diversa de los restantes seres humanos, no se agota en la mera multiplicación de individuos del género humano sino que se prolonga en su ordenación al enriquecimiento interior de éstos. A diferencia de lo que sucede en la sexualidad animal y vegetal, en que la multiplicación de los individuos es un medio para la mera perpetuación de la especie, la inclinación sexual humana busca esta multiplicación como medio para el surgimiento de otros seres personales que, viviendo en comunión, puedan enriquecerse interiormente. El fin de la sexualidad animal es la especie viviente, que instrumentaliza a sus individuos como medio de pervivencia; el fin de la sexualidad humana es la persona -el enriquecimiento del cónyuge y de la prole mediante la propagación y la pervivencia terrena o temporal del género humano115- puesto que, por la inmortalidad del alma humana, la mera perpetuación del género humano resultaría asegurada con la existencia de una sola persona116.
Esto explica que los seres humanos, a diferencia de los animales, experimenten la atracción biosexual de modo permanente y no sólo en los momentos de fertilidad biológica femenina: pues aunque esos periodos puedan acentuar la atracción, no se puede hablar propiamente de épocas de celo en la sexualidad humana como, en cambio, sí sucede en la sexualidad de los animales. Y esto, a su vez, muestra que la biosexualidad humana no se ordena sólo a la procreación, sino también a la educación de la prole y a fomentar la comunión afectiva estable de los progenitores, que hace posible esa educación. Esta realidad explica también que la afectividad sexual humana no sea una mera proyección psico-afectiva de su biosexualidad, como acontece a la sensibilidad sexual animal, sino una dimensión superior; y que por esta razón, de modo inverso al que existe en el ámbito animal, la afectividad condicione a la biosexualidad y constituya un factor más importante que ésta para la realización nupcial de la persona.
Esta ordenación de la sexualidad humana al bien de la persona explica, finalmente, que la proyección social de la masculinidad y feminidad no se restrinja a asegurar la pervivencia del género humano, como sucede a los grupos animales, cuya organización es por eso tan elemental: es decir, que la psicoafectividad masculina o femenina no se agote en su posible proyección nupcial, sino que tenga relevancia en cuestiones políticas, culturales, científicas, técnicas, artísticas y religiosas que los animales no necesitan para realizarse y que, consiguientemente, ni forman parte del horizonte de sus intereses, ni se encuentran entre los elementos que motivan su agrupación.
En efecto, en el mundo animal, como las naturalezas animales, por no trascender el ámbito de la vida material, no son inmortales, la existencia de sus individuos no tiene una importancia por sí misma, sino sólo relativa a la pervivencia de su especie. Y esto ocasiona que la inclinación sexual animal se ordene exclusivamente a garantizar ésta. Es decir, como acertadamente puso de manifiesto Aristóteles, la vida material constituye un modo de ser que, aun cuando supere el orden mineral, está afectado por las limitaciones propias de la materia. En sus escritos sobre el alma, el Filósofo señala que la vida de los vegetales y animales está en movimiento, es decir, constituye un acto imperfecto que busca su plenitud mediante la corrupción de otros -imponiéndoles la propia forma de ser, transformándolos, destruyendo la forma de ser de éstos para extraer de ellos la energía necesaria con que desarrollar las propias virtualidades específicas- y la generación de otros individuos sustancialmente idénticos que aseguren la pervivencia temporal de la especie y hagan realidad otras virtualidades accidentales de ésta.
Por eso la actuación conservadora y reproductora de los individuos de cada especie vegetal y animal -al tener como término a su propia especie y estar cerrada al enriquecimiento comunional interespecífico: es decir, por carecer de universalidad afectiva- es simple, uniforme y repetitiva, y no admite más variedad que la que proviene de las diferencias accidentales que distinguen a los individuos de cada especie. Y de ahí también que, como se verá en el subapartado siguiente, la actuación de cada especie vegetal y animal, al ser necesaria para que la respectiva forma de vida continúe existiendo, no se produzca de modo libre sino automático.
Esto explica que la sexualidad animal sólo se despierte en los periodos de fertilidad, y no fuera de los momentos de celo, ya que no se ordena al enriquecimiento cultural de los individuos de la especie, sino sólo a garantizar la pervivencia de la especie. Por idéntico motivo, la sensibilidad sexual animal es una mera redundancia de su biosexualidad y se subordina a ésta. Y por eso, finalmente, la proyección `social´ de la sexualidad animal -su organización en grupos- es muy pobre, puesto que se ordena simplemente a garantizar la subsistencia de la especie, y ésta no requiere la complejidad enriquecedora de las estructuras que integran el entramado social humano.
En los tres capítulos siguientes, nos ocuparemos de estas peculiaridades de la sexualidad humana, que manifiestan su mayor variedad y universalidad afectivas, asemejándola a la afectividad trascendental o espiritual y distinguiéndola de la sexualidad animal: primero, que la educación de la prole humana requiere la conjunción sexual estable y exclusiva del varón y la mujer; después, que la comunión afectiva de los cónyuges contiene unas virtualidades superiores a las de su mera conjunción marital; y, finalmente, que la masculinidad y feminidad humanas no se agotan en su ejercicio matrimonial-familiar ni en la proyección social de esta dedicación a la familia, sino que contienen unas virtualidades sociales de carácter tal que constituyen a la socialidad asexual en la proyección superior de la afectividad masculina o femenina de las personas.
No obstante, se han mencionado aquí estas propiedades personalistas de la sexualidad humana para subrayar el contraste que existe entre la universalidad o riqueza y la variedad afectivas de esta inclinación, y el modo germinal con que se despierta: es decir, para hacer notar que necesita ser educada -esto es, cultivada y especificada- mediante la clarificación intelectual de su genérico contenido natural y la libre asunción y el desarrollo específico de la significación originaria de éste. Pues esta variedad afectiva, al no proceder meramente de las diferencias genéticas entre unas personas y otras, sino sobre todo de la configuración cultural irrepetible que resulta de la educación recibida y del ejercicio de la libertad, no se transmite por generación; y por ello, cada ser humano debe adquirirla delimitando personalmente esos impulsos afectivos que inicialmente experimenta de manera genérica e indefinida.
Es decir, la inclinación sexual humana es una tendencia cultivable y no un instinto básico que se ordene de manera definida, uniforme y automática a la mera perpetuación existencial de la especie, como acontece en el orden animal. Pues, aparte de que la inclinación a la conservación individual es más básica que el impulso a la conservación temporal del género, la tendencia sexual no es experimentada por los humanos, en su despertar, de una manera específica, sino genérica o indefinida, que no contiene explícitamente las virtualidades particulares que rebasan el nivel básico o genérico de la atracción sexual psicosomática. De ahí que esa inclinación necesite ser especificada cognoscitiva y afectivamente -ser cultivada mediante hábitos rectos- para alcanzar los objetivos a que se ordena por naturaleza.
b) LAS VIRTUALIDADES NATURALES DE LA SEXUALIDAD HUMANA NO SE HACEN EFECTIVAS AUTOMÁTICAMENTE, SINO
LIBREMENTE
Parece claro, por tanto, que los humanos reciben una inclinación sexual que contiene unas virtualidades que, por su riqueza e irrepetibilidad, pueden calificarse como personales. Sin embargo, conviene reparar también en que esas virtualidades, por encontrarse inicialmente en estado germinal, sólo pueden conseguirse -esto es, actualizarse y desarrollarse- como tarea personal.
Cabría entender este contraste entre la irrepetibilidad y riqueza virtuales de la sexualidad humana y su insuficiente configuración en el inicio de la biografía de cada persona, en sentido peyorativo, esto es, como un defecto de origen con el que los humanos estaríamos marcados desde nuestro nacimiento: es decir, como una consecuencia del pecado original117. Sin embargo, a mi entender, esa doble peculiaridad de la sexualidad humana no constituye de suyo algo negativo, sino más bien todo lo contrario, aunque su existencia permita, en el actual estado de naturaleza caída, que las consecuencias del pecado original se abran paso más fácilmente en el ámbito sexual de la personalidad cuando ésta no se encuentra debidamente dispuesta desde el punto de vista moral: es decir, cuando la persona llega a la pubertad sin una arraigada disposición a respetar el auténtico sentido de las inclinaciones impresas por el Creador en su naturaleza y, consiguientemente, sin el firme deseo de poner los medios para discernirlas prudentemente antes de ejercitarlas.
En efecto, esa indiferenciación inicial de la inclinación sexual humana no es algo negativo para un ser dotado de la riqueza intelectual que le permite descubrir el significado nupcial -amoroso y personalista- del sexo y dirigirlo conforme a él. Al contrario, esta propiedad es la que permite que la configuración efectiva particular e irrepetible de la sexualidad de cada ser humano sea conseguida libremente, como fruto de las propias decisiones personales. Para un ser inteligente y libre no supone una deficiencia que su inclinación sexual no sea instintiva, esto es, que su recto ejercicio admita una variedad cultural amplísima y no se produzca automática y necesariamente. Pues eso es lo que permite que, dentro de la condición común de la inclinación humana a la complementación sexual y a la donación parental, exista una diferenciación que puede calificarse como verdaderamente personal, por ser -esa irrepetibilidad sexual de cada persona- fruto de su libertad.
Es decir, el ser humano no recibe genéticamente un instinto ni una capacidad `estimativa´ definida que dirija su afectividad, porque posee algo mucho mejor: una afectividad psicoespiritual abierta y libre, así como una inteligencia racional y sapiencial con la que descubrir tanto la significación genérica amorosa y personalista de sus impulsos sexuales psicosomáticos, como el modo personal o irrepetible en que ha de ejercitar esa inclinación sexual genérica que ha recibido por nacimiento118. Además, este modo genérico o indefinido de despertarse las tendencias humanas posibilita una amplitud de posibilidades que permite que ninguna de ellas determine a la afectividad a actualizarse de manera automática o necesaria. Es decir, la rectitud meramente genérica de las inclinaciones afectivas humanas, aunque implique el riesgo de que se malogren, es lo que permite que su rectitud actual sea personal. Por eso, esa indefinición inicial constituye algo positivo, ya que si no se desencadenan rectamente de modo necesario o automático, es para que puedan actualizarse libremente119.
En cambio, para los vivientes meramente materiales o no personales (cuya capacidad cognoscitiva sensorial no es universal ni está penetrada por el influjo sapiencial del espíritu, y que carecen de libertad), sí supondría una deficiencia que sus inclinaciones sensibles no estuvieran bien definidas desde el inicio y que éstas pudieran no responder automáticamente ante los estímulos adecuados. Y por eso, la restricción que supone para los animales que su naturaleza no trascienda el ámbito de la materia, ocasiona por una parte que cada especie animal busque su pervivencia interesándose sólo por las escasas realidades de su entorno que estén relacionadas con la limitada misión que le corresponde en el ecosistema en que se mueve; y que ese reducido horizonte de intereses y de aptitudes, que les inhabilita para el progreso cultural, se corresponda con el hecho de que cada animal pueda disponer al poco tiempo de su nacimiento de toda la escasa `sabiduría´ que necesita para cumplir sus funciones: es decir, que su instinto aprenda fácilmente cuanto requiere para cumplir su misión.
Asimismo, el hecho de que los animales carezcan de la libertad que proviene del espíritu, ocasiona que sus impulsos se desencadenen según su orientación natural de forma automática y necesaria, es decir, de un modo inmediato, que no requiere de la mediación cultural. Pues, como se ha apuntado antes, la vida material -al necesitar, por ser corruptible, de una actuación conservadora y reproductora que asegure su pervivencia- no trasciende la inmediatez de las necesitades biofísicas. Y por eso, por ejemplo, cualquier intervención humana encaminada a lograr el adiestramiento de un animal para una tarea hacia la que no se ordena por instinto, sólo puede resultar eficaz si tiene en cuenta las inclinaciones naturales del animal correspondiente y se realiza procurando que éste asocie esa tarea a sus intereses instintivos.
En cambio, la incorruptibilidad o inmortalidad del espíritu humano redunda, en el orden psicocorpóreo, en que el ser humano es capaz de no dejarse absorber afectivamente por sus necesidades inmediatas biofísicas, de integrarlas en una perspectiva de futuro, de esperar. Y esta capacidad de trascender el orden de los intereses inmediatos confiere a la dimensión utilitaria de su psicoafectividad una amplitud universal que se manifiesta en que su corporeidad no está inicialmente especializada en casi nada, para poder servir para todo y adaptarse a cualquier situación120. De este modo, la amplitud o variedad virtual de la afectividad psico-corpórea del ser humano resuelve la dificultad que encontraría la libertad afectiva de la dimensión espiritual de la naturaleza humana (que, por ser incorruptible, no necesita actuar para continuar existiendo) para dominar impulsos corporales que se desencadenaran con la necesidad propia del comportamiento de los vivientes corruptibles, cuya pervivencia depende absolutamente de su actividad.
Es decir, esta genérica indeterminación inicial de la corporeidad humana no es algo negativo sino el correlato corpóreo de la vocación humana a la libertad. Precisamente porque la persona recibe un cuerpo dotado de unas virtualidades riquísimas -cuya orientación natural genérica debe aprender con la educación y la experiencia, esto es, con la cultura-, puede asumir con libertad esa orientación natural genérica y determinar libremente el modo particularísimo de emplearlas para la misión irrepetible que a cada persona corresponde.
Todo esto permite entender que la inclinación sexual humana -como su condición no instintiva ocasiona que no se encuentre madura en el inicio y que su ejercicio recto no se produzca de forma automática- necesite para su realización natural de la intervención clarificadora y directiva de las instancias superiores de la persona: es decir, ser comprendida intelectualmente en sus significaciones propias y asumida y dirigida libremente conforme a esos significados internos. No es que la sexualidad personal carezca de una significación y orientación naturales, sino que tiene que aprenderlas progresivamente y desarrollarlas y especificarlas libre y responsablemente. Y por eso, a diferencia de lo que sucede a la sexualidad animal, los impulsos sexuales eróticos y venéreos del ser humano no se bastan a sí mismos para alcanzar el desarrollo a que se ordenan por naturaleza: abandonados a su espontaneidad impulsiva, podrían deslizarse hacia un ejercicio antinatural y frustrante, porque son tendencias que requieren ser vividas de forma esponsalicia o libre, de modo personalista.
Las personas humanas no deben, pues, abandonarse a la espontaneidad de sus impulsos sexuales si pretenden que éstos se ejerciten de manera natural. Han de ser integrados paulatinamente desde las instancias superiores de la personalidad. Y esta tarea, lejos de suponer una labor represiva, constituye precisamente el cauce necesario para la maduración personalista de la dimensión sexual de cada individuo. De ahí la importancia capital de la educación sexual tanto para la persona como para la sociedad; y de que, para facilitarla, todas las instancias educadoras -sobre todo los padres, pues su función en este campo es insustituible-, lejos de inhibirse en una cuestión tan crucial, coordinen esfuerzos para proporcionar al individuo la necesaria orientación sobre el sentido de su biosexualidad y de su psicosexualidad, en cada momento del proceso de la maduración de su personalidad sexual (cf GS, 51; CF, 16-17; AH; CEC, 2344; DF, art. 5,c).
Se trata de una formación que debería impartirse siempre. Es preciso empezar desde pequeños y hasta la maduración psicosomática de la sexualidad, para que puedan prepararse a cumplir su vocación sexual al matrimonio o al celibato: «Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio» (GS, 49; cf GE, 1). Pero no se debe olvidar que, a partir de esa maduración, la persona necesita seguir siendo ayudada para que sepa ejercitar con sentido solidario e integrador sus virtualidades masculinas o femeninas asexuales en el trabajo y la vida social; y, si ha contraído matrimonio, para que acierte a orientar rectamente sus aptitudes conyugales y parentales121.
2. CONTENIDO DE LA EDUCACIÓN SEXUAL
Una vez mostrado por qué resulta imprescindible la educación sexual, hace falta delimitar en qué debe consistir esta tarea, de la que depende en gran medida la maduración afectiva de los seres humanos. No basta querer orientar. Hay que saber hacerlo (cf SH, 96), máxime tratándose de un aspecto tan íntimo y nuclear de la personalidad y que condiciona las restantes dimensiones afectivas del individuo.
No se hará aquí una exposición detallada de los contenidos que han de integrar esta enseñanza, entre otras razones porque, en el fondo, éste es el tema del presente estudio en su conjunto. Y sobre todo porque, aparte de las monografías existentes que responden con acierto a los principios de la antropología cristiana, puede contarse con la reciente publicación, por parte del Consejo Pontificio para la Familia, primero, de una resumida, asequible y práctica síntesis de las enseñanzas del magisterio de la Iglesia sobre la educación sexual, dirigida especialmente a los padres (cf SH) y, después, de unas orientaciones relativas a la preparación remota y próxima de las personas para el matrimonio (cf PM). No obstante, además de remitir a esas autorizadas exposiciones de los elementos integrantes de la educación sexual y de los criterios que han de presidir esa tarea formativa, parece conveniente subrayar aquí sus aspectos más fundamentales, así como los principios pedagógicos relativos a esta cuestión tradicionalmente más descuidados.
De modo sintético, se podría establecer que educar sexualmente a una persona consiste en enseñarle el sentido amoroso y el carácter personal o esponsalicio de la sexualidad; o, lo que es lo mismo, ponerla en condiciones de discernir cuándo es amor o egoísmo secundar un impulso biosexual o psicosexual, y de comprender que ser varón o mujer no es una mera cuestión biológica sino un elemento determinante de la vocación de la persona al amor -en el celibato o en el matrimonio- y que, por tanto, afecta nuclear e íntimamente a la persona y posee una dignidad personal que impide éticamente sacrificar sus leyes internas, cualesquiera que sean los motivos o circunstancias que puedan aducirse.
Dicho de otro modo, teniendo en cuenta los distintos factores -intelectuales y afectivos- que intervienen en la conducta personal, la educación sexual de los seres humanos ha de ser una tarea que se encamine a potenciar la plenitud funcional de cada uno de sus elementos integrantes: a saber, el conocimiento teórico acerca de la sexualidad y la capacidad de ponerlo en práctica; y esto último requiere, a su vez, la prudencia deliberativa y la rectitud afectiva122.
a) ENSEÑANZA DEL SIGNIFICADO NUPCIAL DEL CUERPO
Por lo que se refiere a facilitar la comprensión intelectual de la sexualidad, conviene advertir que la función educativa resultaría insuficiente si se limitara a proporcionar una instrucción de la inteligencia que dejara indiferente a la afectividad (cf SH, 1, 68, 95, 122-123). Por eso la información sexual que debe proporcionarse sería inadecuada si sólo ofreciera un conocimiento meramente fenomenológico de los modos en que la sexualidad puede ejercitarse: es preciso además contrastar esos procesos con el significado antropológico que contienen, a fin de permitir el necesario discernimiento ético que motive positiva o negativamente la afectividad de los educandos123.
Concretamente, la formación intelectual sobre la sexualidad humana debe poner al educando en condiciones de entender la doble orientación de la masculinidad y feminidad a la integración interpersonal y a la donación parental y solidaria: una orientación que puede y no debe malograrse (cf SH, 83-86), que encuentra en el matrimonio y en el celibato sus cauces de realización (cf JG, 16.I.1980, 5) y que se ejercita con estilos distintos y complementarios según se trate del varón o de la mujer (cf SH, 80-82, 66).
Por tanto, respecto de la orientación matrimonial del cuerpo humano, la educación sexual no debe limitarse a la mera transmisión de una información sobre la fisiología de las facultades generadoras (a lo que suelen reducirse, por desgracia, las campañas de `educación sexual´ promovidas en el mundo occidental por distintas instancias de poder). Ésta debe, ciertamente, proporcionarse: de forma progresiva, con claridad y naturalidad, y teniendo en cuenta que, por las consecuencias del pecado original en la afectividad humana, es necesario actuar con los educandos con extrema delicadeza y prudencia u oportunidad: pues tan negativo resultaría un retraso en la intervención educativa como el ofrecimiento de detalles innecesarios según las edades, que pudieran suscitar una curiosidad malsana (cf SH, 75, 123, 126).
Pero si se pretende que esta información fisiológica resulte formativa, ha de ir acompañada de la explicación del significado antropológico y ético de esos fenómenos. De otro modo, podría inducirse a entender la sexualidad como una realidad despersonalizada, arbitrariamente manipulable (cf SH, 135-141). Por tanto, es preciso que, junto a esa información, se ofrezcan las orientaciones que ayuden a interpretar el sentido honda y establemente comprometedor -personalista- de esos procesos que expresan biofísicamente el doble sentido amoroso -parental y esponsal- de la dimensión nupcial de la afectividad124.
Asimismo, esta enseñanza del carácter personalista de la sexualidad ha de conducir al interesado a comprender la primacía que en la sexualidad humana tiene lo afectivo sobre lo biosexual, y la proyección solidario-amistosa de la masculinidad o feminidad sobre su proyección nupcial; a entender la importancia de la rectitud espiritual para el equilibrio de la afectividad sexual; y por fin, a captar la necesidad de ejercitar la sexualidad de modo no instintivo, sino controladamente, desde la libertad: desde una libertad que no ignore las auténticas exigencias internas de las inclinaciones sexuales, sino que las secunde y proteja respecto de posibles desviaciones (cf SH, 16).
Por otra parte, para conseguir que el educando supere la propensión a la satisfacción inmediata y al egocentrismo y capte la importancia de respetar el sentido natural profundo y comunional de su propia capacidad generadora y afectiva, es preciso mostrarle la magnitud de la repercusión individual y social del ejercicio de la sexualidad, así como la significación trascendente o religioso-moral de esa inclinación amorosa a la que el Creador ha querido asociar la propagación de la vida a fin de subrayar su particular providencia y consideración respecto de cuanto a ésta concierne (cf SH, 98-101).
Parte del respeto a la sexualidad, que se deriva de la valoración antropológica y trascendental de su inclinación a la integración y donación personales, es el sentido de pudor y modestia que protegen prudentemente la intimidad corporal respecto de su posible profanación mediante el desencadenamiento prematuro, superficial y pasajero de los impulsos sexuales. Por eso, si no se debe iniciar el proceso generador más que como expresión de afecto al cónyuge y de modo abierto a la vida, habrá que enseñar a controlarlo evitando los estímulos que lo activan. Y si, por otra parte, no se debe entregar el corazón cuando todavía no se ha madurado psíquicamente, ni a nadie que no haya alcanzado esa madurez (lo que en los varones suele suceder a partir de los 21 años y, en las mujeres, un poco antes), será necesario enseñar a guardarlo, evitando esos noviazgos prematuros que tan graves perjuicios ocasionan125.
Todo esto pone de manifiesto la necesidad de que los educadores cuenten con una adecuada preparación antropológica y ética acerca del lenguaje del cuerpo humano. Y su ausencia explica que en determinados momentos se haya tendido a omitir el deber educativo en materia sexual (cf SH, 1 y 47), convirtiendo el sexo en una especie de tabú sociológico que debía quedar relegado al fuero de las convicciones privadas; y que, en momentos de depravación moral, éste haya sido tratado impúdicamente, al presentar como educación sexual lo que no es más que una información sobre el modo de obtener satisfacciones venéreas inmediatas y hedonistas o egoístas, es decir, desvinculadas de la procreación-educación y del amor esponsal (cf SH, 135-141).
b) ESTIMULACIÓN PERSONALISTA DE LA AFECTIVIDAD SEXUAL
El primer requisito de la educación sexual de los seres libres consiste, por tanto, en ayudarles a que comprendan el significado antropológico genérico -esto es, amoroso (unitivo y donativo) y esponsalicio o personalista (profunda y establemente comunional)- de la inclinación natural del sexo, y las consiguientes exigencias éticas de esos principios. Sin embargo, esta formación teórica ético-antropológica, aunque resulta imprescindible, no basta para que los interesados sean capaces de discernir éticamente en la práctica los diferentes impulsos venéreos y eróticos que, en concreto, puedan experimentar. Pues, si faltaran las debidas disposiciones afectivas, se tendería a ignorar las concretas exigencias éticas de los correspondientes conocimientos teóricos que se poseen.
De ahí que la educación sexual, además de proporcionar una instrucción ético-antropológica, deba fomentar la capacidad afectiva del educando para aceptar en concreto las exigencias éticas de su inclinación sexual. Pues sólo así el interesado será capaz de atender unas consideraciones que suponen el esfuerzo de rechazar cualquier actividad venérea egoísta o el apegamiento erótico a una persona con quien resulte imposible establecer una adecuada comunión afectiva. Ahora bien, esta faceta práctica de la educación sexual debe ejercitarse de modo que no coarte la libertad del educando, sino que la fomente; es decir, facilitando que el sujeto llegue a querer secundar el sentido recto de su sexualidad, primero, porque advierta su conveniencia y, también, porque cuente con la suficiente rectitud afectiva como para desearlo.
Es decir, para ayudar al educando a que quiera secundar la orientación natural del sexo sin que este influjo resulte coactivo, ante todo es preciso que «las exigencias éticas... no se impon(gan) a la voluntad como obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal» (VS, 36). Y, para conseguirlo, hace falta, primero, ayudar al educando a que prevea las consecuencias de adoptar una decisión recta o de elegir una dirección desordenada (cf SH, 69); y, después, subrayar de forma práctica esa advertencia mediante el apoyo afectivo a su conducta ordenada y, en el caso contrario, con la reprobación oral y no cooperación en la realización de la decisión desviada.
Además de esta estimulación directa de la rectitud afectiva sexual del educando mediante el fomento de su sentido de responsabilidad sexual, conviene también predisponer al educando hacia la rectitud sexual (cf SH, 32, 50 y 78) favoreciendo su rectitud afectiva, ya desde la infancia, en los aspectos más básicos de la personalidad -esto es, en sus actividades profesionales y culturales-, aprovechando los vínculos familiares, sociales o religiosos que permitan ejercer esa suerte de influencia. En efecto, si el interesado adoptara una actitud materialista en el trabajo y el descanso, que constituyen las materias más elementales de la dimensión utilitaria de la psicoafectividad (vt), propendiendo -como los animales- hacia la búsqueda caprichosa de satisfacciones inmediatas, se incapacitaría para el autocontrol y los proyectos a largo plazo, no sólo en esos terrenos sino también en el orden sexual (cf SH, 16 y 86): su mirada corta le impediría sentirse motivado por la advertencia de las consecuencias negativas de su actuación sexual desordenada (reaccionaría con el `¡Cuán largo me lo fiáis!´, que dijo don Juan Tenorio); y, aun en el caso de que llegara a valorarlas, no se sentiría con fuerzas para secundar esas exigencias éticas que habría entendido como aceptables.
Existe también otro modo de fomentar indirectamente la natural ordenación de la sexualidad al amor, que, si bien no es tan elemental, resulta absolutamente decisivo para la eficacia y el enfoque positivo de la ascesis sexual que se requiere para la maduración sexual. En efecto, como -según se mostrará en el próximo capítulo- la dimensión utilitaria de la sexualidad humana se subordina a su dimensión amorosa y depende de ella en el orden de la motivación, toda intervención educativa que fomente las actitudes amorosas asexuales del educando -su generosidad solidario-amistosa psíquica y espiritual- redunda beneficiosa y decisivamente, por sublimación, en la predisposición al amor de sus impulsos sexuales, como se verá más ampliamente en el siguiente apartado.
De todo esto se desprende la importancia de que padres, educadores y gobernantes fomenten en los educandos, en la medida de sus respectivas posibilidades, actitudes de responsabilidad en los estudios, de austeridad en el modo de descansar y divertirse, de solidaridad en los asuntos domésticos y civiles, y de lealtad en las relaciones sociales, así como su crecimiento moral-religioso (cf SH, 52-55, 106-108). Todas las instancias educativas deben intervenir, de un modo u otro, en las mencionadas facetas de la educación sexual de las personas que dependen de ellos. Pero si se tiene en cuenta el contenido de esta función educativa, resulta evidente el papel preponderante e insustituible que corresponde a los padres en estas tareas (cf SH, 23-25, 41-47, 113-120, 145), especialmente en sus aspectos más prácticos e íntimos (cf SH, 133).
Ellos son quienes mejor conocen el estado de desarrollo psicosexual de sus hijos, sus peculiaridades positivas y negativas, así como las dificultades ambientales concretas que, en este sentido, éstos puedan encontrar. Y ellos son, por ser padres y esposos, quienes mejor pueden acreditar con su ejemplo la verdad del sentido conyugal y parental del cuerpo humano (cf SH, 43 y 93). Y por tanto, al demostrarles con sus vidas que las tendencias de la masculinidad y feminidad pueden enfocarse libre y donativamente, son ellos quienes mejor pueden preparar el terreno para que entiendan y aprecien ese otro cauce de realización -el más sublime- del significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad, que es el celibato por el Reino de los cielos (cf FC, 16; SH, 34-36).
Por todo ello, deben ser los padres quienes, de modo más inmediato y constante, enseñen a sus hijos el lenguaje amoroso y personalista o esponsalicio de la sexualidad, les planteen con claridad y totalidad las consiguientes exigencias éticas, y les hagan conscientes de que sólo una sexualidad recta llena, mientras que la sexualidad light o egoísta resulta frustrante. De este modo podrán llegar a tiempo de que sus hijos, con la fuerza de la verdad asimilada y de las virtudes arraigadas, sean capaces de vencer el permisivismo que les impediría aceptar su particular vocación amorosa al matrimonio o al celibato, así como perseverar en ella de forma crecientemente satisfactoria.
3. MODO DE IMPARTIR LA EDUCACIÓN SEXUAL
Conviene ahora desarrollar las principales consecuencias pedagógicas que se desprenden del hecho de que, según se acaba de exponer, la educación sexual, al ser necesaria por la condición libre o no predeterminada de la corporeidad humana, deba realizarse de manera personalista, esto es, de forma que respete y estimule la libertad y la responsabilidad de los educandos: evitando en absoluto imponer coactivamente cualquier opción sexual (cf SH, 51), ciñiéndose a exponer el significado antropológico de cada situación y a proponer las correspondientes exigencias éticas, y contando -en el caso de que los consejos no sean secundados por el educando- con la fuerza correctiva de su responsabilidad personal: pues, al facilitar que asuma las consecuencias de su actuación desordenada, su afectividad se irá apartando de esa orientación antinatural.
Podrían resumirse estas consecuencias afirmando que, para estimular de forma personalista la afectividad del educando, hay que actuar de manera doblemente positiva: mostrándole los valores sexuales positivos por los que merece la pena realizar una determinada ascesis sexual, y ayudándole a descubrir la repercusión de proponerse esos valores, en otras facetas de su personalidad, que el interesado pueda desear desarrollar. Esta doble didáctica, que aquí se denominará como pedagogía del sentido positivo y de la sublimación, es necesaria en toda labor educativa, si se desea conseguir una formación auténticamente liberal (no liberalista) del educando. Pero, en el caso de la educación sexual, este estilo pedagógico resulta especialmente imprescidible.
En efecto, como la inclinación sexual es, en su nivel espontáneo, una de las tendencias más básicas y elementales de la persona, sus impulsos venéreos y eróticos se presentan de forma particularmente intensa y atractiva y, simultáneamente, se muestran más dificultosamente controlables por la voluntad; con lo cual, aparece como más costoso decidirse a integrar personalistamente esos impulsos mediante la asunción libre y consciente de su significación auténtica y el rechazo de sus posibles desviaciones. Por eso, para encauzar adecuadamente estas peculiaridades de la tendencia sexual y contrarrestar eficazmente sus posibles desviaciones, es preciso emplear la mencionada pedagogía del sentido positivo y de la sublimación: del sentido positivo, para desvanecer, con la consideración del auténtico significado de esos impulsos, el ilusorio atractivo de dejarse arrastrar hacia una conducta sexual despersonalizada; y de la sublimación, para compensar la intensidad impulsiva de esos requerimientos sexuales espontáneos con el refuerzo motivador que para la afectividad humana supone intensificar el atractivo de sus auténticos valores sexuales mediante su integración en los valores superiores de la persona.
a) PEDAGOGÍA DEL SENTIDO POSITIVO
En la introducción de esta segunda parte, se apuntaba que la condición personal de la sexualidad humana exige que su ejercicio natural sea considerado como un `bien honesto´, es decir, como un valor que merece la pena por sí mismo, y no como un `bien útil´ que deba su dignidad a su utilidad para conseguir otros valores de la persona, y que pueda ser sacrificado por ellos. Por esta razón, para que la orientación sexual de los educandos resulte personalista -esto es, para que enseñe la dignidad personal del sexo-, es preciso que los criterios éticos que se propongan estén debidamente fundamentados en el valor que contienen para la realización sexual del interesado. De lo contrario, si se fundamentaran las normas éticas que se proponen, solamente en valores extra-sexuales de índole familiar (complacer a los padres), social (ajustarse a las normas establecidas) o moral-religiosa (agradar a Dios), la rectitud ética en materia sexual podría ser entendida, en unos casos, como un valor relativo y, en otros, como un disvalor sexual (cf SH, 69).
En efecto, al desconocerse el fundamento antropológico sexual de los criterios éticos concernientes a la sexualidad, éstos podrían entenderse en clave positivista, es decir, como dependientes de los intereses momentáneos de las personas o de la sociedad; y cuando los impulsos sexuales se experimentaran como contrarios a esas normas éticas, la rectitud sexual podría ser considerada como una actitud volitiva represivamente negativa respecto de las inclinaciones sexuales que se experimentan.
Presupuestos de la comprensión de la castidad como afirmación gozosa
En cambio, al advertir que los criterios de valoración de la sexualidad se desprenden de las exigencias internas de esa dimensión personal del ser humano, se entiende que el arbitrio personal no debe sacrificar los valores del sexo por otros valores de la persona, porque son personales -y, por ende, irrenunciables- todos ellos; que realmente no pueden contradecirse entre sí cuando siguen su orientación natural, puesto que unos y otros están llamados a conjuntarse, como exigencia ética de su unidad ontológica o constitutiva; que aceptar las leyes sexuales, rechazando los impulsos que las contrarían, es una afirmación de la orientación natural del sexo; y que represión sería, más bien, secundar esos impulsos que frustrarían su inclinación natural126.
Por lo tanto, cada intervención educativa en materia sexual, independientemente de las motivaciones extra-sexuales a que en cada caso se vea oportuno aludir, debe mostrar la conveniencia para la realización sexual del educando, que posee la propuesta ética que se plantea. Pues de esta forma se pone al interesado en condiciones de vivenciar sus decisiones como una positiva afirmación de su inclinación sexual natural, y nunca como una represión (cf SH, 4). Podrían resumirse en cuatro los aspectos en los que la educación de la sexualidad ha de plantearse de manera positiva para que contribuya a su ejercicio personalista por parte del educando:
1º) Deben evitarse los errores que suyacen a la versión maniquea del sexo, mostrando que la inclinación sexual, por ser natural, ha de entenderse como un valor positivo; y enseñando a enfocar su ejercicio recto como un positivo desarrollo de lo que hay de natural en esa inclinación (cf SH, 22). La educación sexual debe insistir, por tanto, en los contenidos positivos de la sexualidad, de forma que el educando entienda los valores a los que ésta se ordena -el valor de la paternidad y de la maternidad y el valor de la complementación intersexual- y aprenda a ejercitarlos, superando los obstáculos que puedan presentarse. No se trata, pues, de un planteamiento represivo de la sexualidad, sino `gozosamente afirmativo´ de sus virtualidades naturales127.
2º) No cabe duda de que una parte de esta tarea educativa ha de ser la prevención ante los planteamientos culturales rechazables que el educando puede encontrar, así como las conductas sexuales negativas en que podría incurrir (cf SH, 45-46). Pero este rechazo de las posibles desviaciones de la sexualidad ha de plantearse como una victoriosa afirmación de la inclinación natural de esa dimensión de la persona y no como represión. Además, para reforzar este aprendizaje, conviene mostrar en concreto las consecuencias negativas, individuales y sociales, del ejercicio antinatural de la sexualidad, aprovechando las abundantes oportunidades que -por desgracia y por suerte- suelen presentarse a este respecto con ocasión de la vida social y de las noticias que ofrecen los medios informativos: la frustración personal y los desórdenes sociales que se derivan del abuso de la sexualidad han de objetivarse siempre que sea posible, para hacer ver las causas de esos graves perjuicios y para animar a no reprimir lo más noble de la corporeidad: su capacidad de amar, de darse y aceptar, de hacer feliz y agradecer los dones que se reciben, de transmitir a otros lo recibido y de convivir y construir con los demás.
3º) A su vez, la apreciación de la finalidad natural de la capacidad generadora y afectiva facilita inculcar al educando la necesidad y el consiguiente valor de integrar personalistamente -es decir, desde la libertad- los impulsos biosexuales y afectivos, puesto que éstos podrían desvirtuarse si se permitiera que se desencadenasen impulsiva o despersonalizadamente, esto es, sin conocimiento de su significado ni dominio de su ejercicio (cf SH, 13-16). En efecto, el respeto hacia la dimensión sexual de la personalidad conduce a valorar positivamente la necesidad de actuar con prudencia para evitar que aquélla se despierte desordenadamente o que pueda resultar provocativa para los demás, que son a lo que se ordenan, respectivamente, las virtudes del pudor y de la modestia (cf SH, 57).
4º) De poco serviría al educando la comprensión de los valores mencionados, si éstos aparecieran ante su mirada como un ideal inalcanzable; es decir, si no se le ayudase a vencer ese pesimismo antropológico, presente en los planteamientos permisivos y libertinos acerca de la sexualidad, que se deriva de la condición caída de la naturaleza humana después del pecado original. Es preciso, por tanto, mostrar que no sería realista una visión que atendiera sólo a la debilidad humana y que, en consecuencia, renunciara a la auténtica realización masculina o femenina y se conformara con un ejercicio desviado de la sexualidad. Pues ni la debilidad consiguiente al pecado original puede entenderse como una corrupción paralizadora de la totalidad de las energías positivas de la naturaleza humana; ni estas energías son el único recurso con que cuenta el individuo para superar las dificultades que pueda encontrar para realizarse como persona masculina o femenina (cf SH, 19-21, 62-63, 70-71 y 102).
Ahora bien, para que el educando se convenza de que la rectitud sexual es alcanzable ejercitando sus energías naturales con la ayuda divina, es menester que lo compruebe en el testimonio visible de quien se lo asegura. De ahí la importancia decisiva del ejemplo del educador, particularmente de sus padres, que son las personas a quienes, precisamente por ser sus padres, más les corresponde la educación de este aspecto de la personalidad de sus hijos (cf SH, 59-61).
La modestia y el autodominio sexuales, presupuestos de la donación e integración afectivas
En definitiva, la intervención educativa en materia sexual será acertada si contribuye a la efectiva actualización de las positivas virtualidades personalistas o esponsalicias de la condición sexuada del educando; esto es, si fomenta en él un ejercicio controlado o libre de sus impulsos sexuales y que consista en una orientación amorosa -donativa e integradora- de su intimidad masculina o femenina. Dicho de otro modo, se conseguirá una educación de la masculinidad o de la feminidad cuando el educando adquiera el sentido de su intimidad sexual; es decir, en la medida en que entienda y viva su masculinidad o feminidad corporal no como algo externo al núcleo de su intimidad personal, sino como algo íntimo y personalísimo, que debe actualizarse controladamente y que sólo debe ejercitarse como expresión de la total donación de sí (cf SH, 13-14).
Por eso crecer en madurez sexual equivale a consolidar ese sentido de pudor y de modestia sexuales que preservan la intimidad corporal de su profanación cosificante y que manifiestan el autodominio de los impulsos del cuerpo (su efectiva configuración esponsalicia), así como su orientación amorosa totalizante. En efecto, estas virtudes constituyen la manifestación adecuada del reconocimiento de que la biosexualidad y la psicosexualidad, abandonadas a su impulsividad espontánea o genérica, no son capaces de discernir los estímulos venéreos y eróticos que se les presenten; y de que el modo de no exponerse a su posible actualización ante los atractivos de personas con quienes no debe pretenderse la comunión interpersonal -a cuya expresión se ordenan de suyo esas conmociones y emociones-, es evitar los estímulos que las desencadenan.
Es decir, el pudor y la modestia expresan la prudente sabiduría del que ha llegado a ser consciente de la dignidad y los límites de la propia inclinación sexual; y entiende que su recta actualización exige -por decirlo en términos morales- huir de las ocasiones de pecado: una huída que salvaguarda el auténtico significado amoroso y personalista de esas tendencias y que, por lo tanto, no contiene una significación negativa, sino positiva128. Por consiguiente, podrá considerarse que se está logrando este objetivo cuando los educandos asimilan la importancia antropológica y trascendental de descubrir la orientación concreta que, en cada situación, deben imprimir a sus impulsos sexuales y de dirigirlos adecuadamente desde su libertad. Es decir, la educación sexual estará resultando acertada cuando los interesados entienden el autocontrol de sus tendencias sexuales como una integración personalizadora que éstas necesitan para ejercitarse según su inclinación originaria, y juzgan la espontaneidad impulsiva como una imprudencia despersonalizante que puede conducir a la desnaturalización de su sexualidad.
Dicho resumidamente, la ascesis sexual habrá sido asimilada de forma personalista por el educando cuando éste comprenda 1º) que el esfuerzo necesario para controlar el cuerpo, no es algo represivo, sino justamente lo contrario, a saber, integrar personalistamente la corporeidad, demostrar la condición libre y personal del ser humano; 2º) que, por el contrario, constituiría una represión permitir que las tendencias inferiores anularan a las superiores; y 3º) que, en todo caso, podría hablarse de represión cuando la voluntad pretendiera imponer al sexo una dirección contraria a su natural inclinación esponsalicia -amorosa y personalista-.
b) PEDAGOGÍA DE LA SUBLIMACIÓN
El sentido positivo de la ascesis sexual es, pues, el primer aspecto que la educación sexual debe inculcar para lograr una afectividad sexual personalista, es decir, afirmativa y libre. Ahora bien, para compensar la intensidad con que pueden experimentarse los requerimientos espontáneos del sexo, es preciso, además, reforzar la inclinación de éste hacia su recto ejercicio mediante la integración de los valores sexuales en los valores superiores de la persona.
El fomento de la rectitud sexual, potenciando las actitudes solidarias y amistosas psico-espirituales del educando
En efecto, una adecuada didáctica de la ascesis sexual no debe desconocer las influencias recíprocas de las distintas dimensiones de la afectividad humana; ni que la conexión existente entre ellas ocasiona que las inferiores necesiten, para su ejercicio recto, del desarrollo de las superiores. Esta estructura de la personalidad humana -que es la causa de que los impulsos inferiores no se basten a sí mismos para desencadenarse de modo natural, y de que, para conseguirlo, necesiten ser integrados en el conjunto de la afectividad del individuo- explica que la ascesis sexual haya de plantearse de forma superadora; es decir, enmarcándola en el contexto más amplio de la vocación de la persona al amor, de forma que pueda vencerse más fácilmente el egoísmo sexual mediante una sobreabundancia afectiva del individuo129.
En consecuencia, resultaría insuficiente un planteamiento educativo que se dirigiera a evitar el desorden sexual y desatendiera el fomento de la generosidad afectiva del educando en los restantes aspectos de su personalidad (cf SH, 49). Y de igual forma, resultarían poco eficaces aquellos esfuerzos dirigidos a corregir las desviaciones sexuales, que se limitaran a combatir sus manifestaciones en lugar de apuntar a las raíces afectivas asexuales de esos fenómenos (cf SH, 72). Por tanto, la educación sexual ha de tener en cuenta y enseñar que los problemas sexuales se resuelven por superación: los relativos a la biosexualidad, potenciando la afectividad; los problemas afectivos conyugales, incrementando la generosidad solidaria y amistosa en las ocupaciones laborales y culturales que el individuo desempeña en su entorno familiar y social; y todos ellos, fomentando la vitalidad religiosa de la persona.
Forma adecuada y manera inoportuna de enseñar la moral revelada, en materia sexual
En los capítulos sucesivos, se mostrarán debidamente las formas en que las dimensiones afectivas superiores repercuten en las inferiores. Por ello, no se detallarán ahora los principios pedagógicos que, en este sentido, conviene tener en cuenta para facilitar la adquisición de la madurez sexual. No obstante, teniendo en cuenta que, en consonancia con los planteamientos mencionados en el capítulo introductorio, en ocasiones se restringe la intervención educativa en materia sexual a la insistencia en la importancia de los medios religiosos, no parece superfluo adelantar, a título de advertencia preliminar, algunas nociones relativas a la prudencia con que se ha de aludir a las motivaciones religiosas para que este recurso no resulte inoportuno ni contraproducente.
Ciertamente, la influencia operativa del espíritu en el cuerpo ocasiona que, para que la educación sexual de la persona resulte eficaz, todo este proceso de formación ética deba ir acompañado, simultánea e inseparablemente, del recurso a la dimensión trascendente o religioso-moral del individuo. Se puede comprender fácilmente en qué medida el recurso a la religiosidad resulta imprescindible si se tiene en cuenta la unidad sustancial del espíritu y el cuerpo humanos, y la consiguiente repercusión que la maduración de la dimensión superior del ser humano -la espiritualidad- tiene en la actitud personalista que se adopte respecto de las dimensiones corporales de la personalidad.
Esta necesidad de la rectitud espiritual para la maduración sexual se comprende también al advertir que las convicciones y actitudes religiosas desempeñan una decisiva función supletoria y subsidiaria respecto de aquellos aspectos de la formación ética de la persona, que todavía se encuentren insuficientemente maduros (cf SH, 19-21, 62-63, 70-71, 102). Por estos motivos, que se desarrollarán más pormenorizadamente en el capítulo quinto, renunciar al refuerzo que suponen para la motivación los estímulos espirituales o trascendentes, o al recurso a los remedios sobrenaturales, constituiría un grave error pedagógico que disminuiría considerablemente la eficacia de la educación sexual ético-antropológica que se proporcionara a los individuos.
No obstante, esta realidad no debe hacer olvidar que, según se apuntaba desde una perspectiva histórica en el capítulo introductorio, si faltara una adecuada formación ético-antropológica en materia sexual, limitarse al recurso a la religión, por una parte resultaría insuficiente para la formación sexual de la persona y, por otra, podría incluso inducir a adoptar una actitud negativa en el orden espiritual, por considerar la religión como contraria a las aspiraciones naturales de la persona. En efecto, si la tarea educadora se limitara a presentar unas metas sin razonarlas, la rectitud sexual que se propusiera aparecería como un deber moral pero no como un valor sexual. Y cuando esa rectitud resultara costosa -lo que empieza a suceder a partir de la pubertad-, el educando carecería de la motivación, preciosísima entonces, de entender que ese esfuerzo vale la pena por sí mismo, y no sólo por otros motivos que, en esas circunstancias, pueden vivenciarse como ajenos a la propia sexualidad. Con lo que, además, tendería a sentirse inducido a rechazar esas normas morales que, aparte de incómodas y difíciles, le resultarían insuficientemente convincentes, por no entender su racionalidad.
Así lo advierte Juan Pablo II, a propósito de las reticencias existentes en diversos ambientes católicos para entender y aceptar la inmoralidad intrínseca de la contracepción: «Una explicación inadecuada e insuficiente es responsable, por lo menos parcialmente, del hecho de que a muchos católicos les resulte difícil aplicar esta enseñanza. El reto consiste en hacer que sea más conocida y apreciada la dignidad y la alegría de la sexualidad humana vivida de acuerdo con la verdad del significado nupcial del cuerpo. Tanto en los programas de preparación para el matrimonio, como en todos los demás esfuerzos pastorales encaminados a apoyar el matrimonio y la vida familiar, habría que presentar a las parejas la verdad plena del plan de Dios, a fin de que vivan su amor conyugal con integridad» (JD al 5º grupo de obispos USA en visita `ad limina´, 8.VI.1993, 4).
Según puede observarse en este texto, el Romano Pontífice pone de manifiesto los dos extremos a los que se opone una adecuada orientación sexual: proponer las exigencias éticas sin explicarlas adecuadamente -lo que sucede cuando no se muestra su fundamento antropológico-; y dejar de presentarlas en su integridad. Es decir, no basta transmitir íntegramente el sentido moral del sexo humano. Es preciso mostrar, inseparablemente, su fundamento antropológico. De lo contrario, se dificultaría la maduración sexual de los educandos e incluso su disposición hacia la rectitud espiritual.
Modo de ayudar en el orden sexual a personas de conducta sexual desordenada y refractarias a lo religioso
Estas consideraciones adquieren especial importancia cuando se pretende ayudar a personas que manifiestan una disposición religiosa negativa, en gran medida tal vez como consecuencia de haberse dejado arrastrar por un inadecuado ejercicio de su sexualidad. Pues en tales supuestos, los interesados no estarían en condiciones ni de entender ni de sintonizar con las argumentaciones de índole espiritual o trascendente; y peor aún, podría acentuarse su reticencia respecto de las realidades religiosas.
En relación a lo primero, Jesucristo advirtió en la sexta bienaventuranza sobre la necesidad de la limpieza de corazón para ver a Dios. Por su parte, S. Pablo subrayó esta advertencia cuando escribió que «el hombre carnal (animalizado o embrutecido por el desorden del materialismo hedonista) no percibe (no es capaz de saborear ni paladear) las cosas del Espíritu de Dios. Le parecen tonterías y no puede entenderlas porque hay que juzgarlas espiritualmente» (1 Cor 2, 14). Respecto de lo segundo, el Evangelio recoge la siguiente enseñanza pedagógica del Señor, expresada de manera tan rotunda e inequívoca que no parece dar cabida a excepciones: «No déis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen con sus patas y, revolviéndose, os destrocen»130.
Con esto, no se pretende dar a entender que, en esos supuestos, estaría justificado ocultar las exigencias éticas de la sexualidad para no suscitar reticencias. Lo que se está procurando mostrar es que -con educandos moralmente mal dispuestos- resultaría contraproducente presentarlas recurriendo a argumentos de índole religiosa, puesto que lo prudente en tales casos sería proporcionar una adecuada explicación racional que mostrase el fundamento antropológico natural de esas exigencias éticas.
Es decir, la educación sexual, para resultar adecuada y eficaz, ha de prestar tanta atención al deber de plantear íntegramente la orientación ética que debe dirigir la conducta sexual de las personas, como a la necesidad de justificarlas oportunamente: siempre, en el orden antropológico y, cuando existan las debidas disposiciones, en el plano trascendental. Si faltara esa prudencia educativa, podría malograrse el noble empeño de procurar ayudar a quienes, manteniendo una conducta sexual desordenada, se mostraran refractarios respecto de las consideraciones de índole moral-religiosa. Pues en estos casos, además de los medios sobrenaturales que el educador pueda emplear, la intervención educativa ha de ceñirse a la doble influencia que se señaló en el segundo apartado del presente capítulo: esto es, a facilitar que el sujeto advierta lo perjudicial de su postura, porque se le muestre racionalmente y porque no se contribuya a ahorrarle sentimentaloidemente la instructiva experiencia de los desagradables efectos del libertinaje131.
Por tanto, mientras el educando no se encuentre en buena disposición religiosa, lo prudente desde el punto de vista dialógico es favorecer la responsabilidad del interesado, esto es, que advierta claramente en el orden intelectual las consecuencias de sus decisiones porque no se impida que tenga que responder existencialmente de ellas, experimentándolas. Y para estimular este mecanismo de autocorrección que el Creador ha insertado en la libertad humana para cuando pueda ser mal ejercitada, y no desaprovechar lo que resta de positivo en la persona después del mal uso de su libertad, además de evitar, como se ha dicho, cualquier intervención proteccionista, que fomentaría que el interesado prosiguiera en sus desvaríos, es preciso ayudarle a advertir las causas de los perjuicios que experimenta, apoyándose en argumentos de índole antropológica hasta conseguir que entienda el desenfoque de su conducta.
Entonces, esto es, cuando el interesado haya llegado a admitir que su conducta desordenada le perjudica seriamente, será el momento adecuado para mostrarle la raíz moral de su actuación equivocada y la necesidad del recurso a lo trascendente para que sus esfuerzos psicosomáticos resulten eficaces. Pues sólo entonces estará en condiciones de comprender el lenguaje del amor -de la entrega sincera y generosa a los demás- y por tanto, de entenderse con el Dios-Amor o, lo que es equivalente, de valorar positivamente y aceptar planteamientos de índole religiosa132.
De esta forma el itinerario educativo podrá tal vez parecer a primera vista más largo. Pero no se debe olvidar que es el único camino que puede resultar eficaz, por ajustarse a la condición personal del individuo en el respeto de su libertad (no se le enfrenta con lo que ni quiere oír, ni es capaz de apreciar en esa situación) y el fomento de su responsabilidad (le ayuda a vivenciar, a través de sus consecuencias, el error de la opción que hizo objeto de su voluntad).