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Autor: | Editorial:



Carácter nupcial de la tendencia sexual humana
CAPÍTULO II

CARÁCTER NUPCIAL DE LA TENDENCIA
SEXUAL HUMANA



«Ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6)

Después de mostrar que la espiritualidad del alma humana repercute en el carácter no instintivo de sus dimensiones corporales, conviene considerar ahora otra consecuencia de esa acción personalizante del espíritu en la corporeidad humana, a saber, la profundidad y estabilidad de los aspectos donativo y unitivo de la inclinación sexual humana, así como su carácter vinculante: propiedades que, como se verá también, reclaman, para su ejercicio recto, la previa existencia de un compromiso volitivo matrimonial de carácter exclusivo y definitivo.
Según se indicó en la primera parte, la sexualidad humana coincide con la de los otros vivientes en su doble significación unitiva y generadora. Sin embargo, como se explicará a continuación, la sexualidad humana manifiesta su peculiaridad superior en el hecho de que su ordenación a la unión y a la generación está revestida, por una parte, de un carácter profundo y permanente y, por otra, de una condición relacional de índole recíprocamente amorosa y vinculante que son otra redundancia del espíritu en el orden sexual, que la distinguen de la sexualidad animal y que explican el carácter matrimonial y familiar que son imprescindibles para que un consorcio sexual entre personas sea propiamente humano.
En el capítulo siguiente se tratarán algunas consecuencias éticas que, por el carácter profundo o estable y esponsaliciamente amoroso de la sexualidad humana, se plantean a las personas en el ejercicio de su masculinidad o feminidad en el orden conyugal y parental. Ahora interesa reparar especialmente en las exigencias que esas propiedades de los aspectos unitivo y donativo de la afectividad nupcial de las personas imponen a la voluntad, a fin de mostrar que su realización resultaría imposible sin un compromiso volitivo auténticamente matrimonial y familiar, es decir, de uno con una y hasta la muerte.
En el segundo apartado del presente capítulo se procurará explicar esto, a saber, que la sexualidad humana no se satisface sino en su realización matrimonial-familiar. Previamente, se dedicará un epígrafe, de carácter propedéutico, a explanar las diferencias que existen entre la relación unitiva de mera conjunción y la relación de comunión. Después, una vez mostrado el fundamento antropológico de la unidad e indisolubilidad de la comunidad propiamente matrimonial y del carácter definitivo de las relaciones familiares, se considerarán en el último apartado las exigencias éticas que de ahí se derivan en el orden jurídico y en las relaciones sociales entre las personas.


1. CONJUNCIÓN Y COMUNIÓN SEXUALES

Para facilitar la comprensión de las consideraciones que se harán en los dos apartados siguientes, parece necesario efectuar algunas aclaraciones que permitan entender el sentido de los términos `conjunción´ y `comunión´, así como el alcance antropológico y ético de la diferencia que existe entre los dos tipos de relación unitiva que esas palabras expresan. Conviene advertir, no obstante, que la lectura de las consideraciones contenidas en este apartado, puede suponer una cierta dificultad para quienen estén menos acostumbrados a la especulación antropológica. Sin embargo, teniendo en cuenta su trascendencia en orden a entender las virtualidades de la afectividad humana y, derivadamente, para discernir la autenticidad del amor sexual, resulta inevitable afrontar estos temas, si se pretende clarificar suficientemente cuestiones hoy especialmente debatidas. Valga por tanto la advertencia como estímulo para superar el esfuerzo que pueda suponer adentrarse en esta suerte de cuestiones.


a) LA RELACIÓN MERAMENTE CONJUNTIVA

La relación de mera conjunción es la unión que se establece entre vivientes corpóreos -humanos o no- por el hecho de realizar juntos algo exterior a ellos. Pues bien, este tipo de relación meramente operativa afecta unitivamente a los que se conjuntan, de una manera puramente externa, instrumental y pasajera.


La conjunción une externamente

En efecto, su unión es sólo exterior porque los que se conjuntan no resultan recíprocamente afectados en su intimidad afectiva, en el sentido de que quede en la afectividad de cada uno algo del otro como fruto de su conjunción. Pues, por una parte, su coincidencia se da en intereses que se refieren a realidades externas a ellos mismos -los objetos con que protegerse o alimentarse, los hijos que perpetúen la especie-, cuya consecución no les transforma interiormente, sino que, simplemente, les permite conservar o perpetuar lo que ya son. Además, la unión conjuntiva es meramente exterior porque la complementariedad de los que se asocian para alcanzar esos objetivos externos es también exterior a la afectividad de ambos, ya que se da en aptitudes físicas o intelectuales, sin que llegue a existir una complementariedad interior -esto es, una reciprocidad afectiva-, sino una mera afinidad. Y finalmente, porque estas capacidades que quienes se conjuntan ponen en juego para mantenerse o perpetuar la especie tampoco se transforman por el hecho de conjuntarse133.
Es decir, los que se conjuntan no resultan interior y recíprocamente afectados por su unión una vez que ésta concluye, porque el efecto de su actuación conjunta queda fuera de ellos, en lo realizado por ellos: las energías que han empleado para producir algo juntos quedan plasmadas unitivamente en lo realizado, no en sí mismos; y, en el supuesto generativo, la intimidad genética de cada uno resulta unida a la del otro en la prole y no en el con-progenitor. Y esto es así porque su conjunción se realiza mediante acciones transitivas: esto es, por medio de actividades -como transformar el entorno para poder después aprovecharlo, o engendrar una nueva vida- cuyo resultado es exterior a los agentes; y no a través de operaciones propiamente inmanentes o contemplativas, en las que el agente se transforma porque el objeto de éstas es interiorizado formalmente por el que obra, de manera teleológicamente intencional, esto es, como fin.


Sentido instrumental y pasajero de la relación conjuntiva

De ahí que los que se conjuntan tengan respecto de su unión un interés meramente instrumental y pasajero: no buscan la unión por sí misma, sino para otra cosa. Es decir, su intencionalidad no descansa en las acciones transitivas a través de las cuales se efectúa la unión, sino en el resultado o término de esas acciones transitivas. Dicho de otro modo, la conjunción no es el objeto final del deseo de quienes se conjuntan porque las acciones con las que aquélla se realiza, por su carácter cinético (del griego, kínesis o movimiento, que Aristóteles definió como «el acto del ente que está en potencia, en cuanto que está en potencia»: Física, III, 1,201 a 10, y, santo Tomás de Aquino, como «acto imperfecto y de lo imperfecto»: In Metaphys., XI, 9,2305), son actos imperfectos que, como tales, no se ejercen por sí mismos, sino por sus efectos. Lo que buscan quienes se conjuntan, y satisface su deseo y les produce gozo es el efecto o término de su conjunción, y no la conjunción misma.
Por eso también, a diferencia de las operaciones inmanentes, que son instantáneas por tener el fin como objeto (ver tiene lo visto), las acciones transitivas por las que se realiza la conjunción no son coactuales con su término, sino sucesivas (se camina mientras no se ha alcanzado la meta). De ahí que la conjunción esté afectada intrínsecamente por la temporalidad y que, por eso, quienes se conjuntan abandonen su unión en la medida en que alcanzan el objetivo que motivó su conjunción. Es decir, la mera conjunción operativa es de suyo pasajera: podrá ser más o menos duradera, según requiera más o menos tiempo para lograr su objetivo, pero no trasciende la temporalidad puesto que las acciones mediante las que se realiza y, consiguientemente, la misma unión se acaban al alcanzar su término. Por esta razón, si el único fin del consorcio sexual humano fuera la procreación y asegurar la pervivencia de los hijos, el compromiso matrimonial no sería indisoluble, sino que sólo afectaría al tiempo necesario para cumplir ese objetivo: y esto en el supuesto de que hubiera habido descendencia.
La conjunción es, pues, una relación meramente utilitaria y pasajera, esto es, que no se busca por sí misma ni definitivamente, sino por un objetivo común, respecto del cual ambos contienen aptitudes complementarias. Además, esta condición instrumental de la relación conjuntiva se corresponde a su vez con el carácter utilitario y contingente de los bienes que a través de ella se buscan como término de la actuación conjunta: otros individuos que perpetúen la especie (aquí el individuo engendrado cumple una función instrumental respecto de la conservación de la especie), o recursos para mantener la propia vida terrena (en este caso, el agente es el fin de la actividad conservadora). Por expresarlo en terminología clásica, el objetivo o término de la mera conjunción operativa es, de suyo, el `bien útil´: aquél que se busca para satisfacer las necesidades terrenas; no es el `bien honesto´, que se busca por sí mismo, como un fin en sí mismo, y cuya contemplación satisface a la psicoafectividad o a la afectividad espiritual134.
Por eso, la conjunción operativa es una relación propia de vivientes corpóreos en tanto que corpóreos, puesto que está motivada por la complementariedad en aptitudes para aquellos intereses que, en último término, se refieren a su vez a los dos tipos de necesidades que existen en el orden biofísico: el interés generativo, que es altruista puesto que se ordena a la necesidad de conservar la especie; o el interés productivo, que es de carácter utilitarista porque considera a los objetos como bienes de consumo con los que asegurar la conservación individual. Esto no obsta para que, en el orden humano, la conjunción operativa pueda ser ocasión de que se establezcan otros vínculos afectivos de índole amorosa; o que, incluso, ella misma se ejerza como expresión de afecto entre las personas. Pero, de suyo, la conjunción operativa no une a los que la establecen más que de modo externo, instrumental y pasajero.


Conjunción utilitaria y actitudes utilitaristas

Ahora bien, la relación conjuntiva no debe confundirse con la actitud utilitarista que, según se acaba de señalar, es una de las razones que pueden motivar que varios individuos se agrupen para obtener los medios necesarios para su pervivencia terrena. Pues la actitud utilitarista no es propiamente relacional respecto de los bienes de consumo sobre los que se proyecta; ya que, al consistir el modo de utilizarlos en una transformación, prescinde de su alteridad y los emplea para el solo provecho propio.
Así, por ejemplo, la nutrición es una actividad utilitarista, de índole no relacional. Y es natural -es decir, recto y bueno- que lo sea, pues se trata de una inclinación impresa por Dios en el viviente corpóreo para asegurar su pervivencia terrena. El hecho de que tenga como término al individuo que se alimenta, no significa que responda a una actitud egoísta, puesto que la conservación individual, de suyo, se ordena a su vez a diversas funciones donativas dentro del ecosistema (mejorar el entorno con su actuación o engendrar nuevas vidas). Pero los seres humanos, por no poseer esta inclinación de forma instintiva, pueden desvirtuarla y enfocarla hedonistamente, por ejemplo, comiendo solamente por gusto, esto es, en contra de lo conveniente para mantenerse. Y este ejemplo es trasladable a cualesquiera actividades por las que el ser humano transforma el mundo terreno: no son actividades que, por referirse a seres impersonales, puedan ser consideradas al margen de las exigencias éticas. Pues, si se ignorara el destino universal de los bienes terrenos, el uso abusivo de éstos, por contradecir el derecho de las demás personas a emplearlos para su mantenimiento y desarrollo humano, ya no sería un ejercicio del dominio otorgado por el Creador al ser humano respecto de las criaturas inferiores a él (cf Gn 1, 28), sino que constituiría un desorden moral (cf EV, 42 y 52).
En cambio, en la conjunción utilitaria, los que la establecen mantienen entre sí una actitud relacional o comunitaria135 en la que cada uno ha de tener en cuenta al otro, ya que ninguno podría conseguir su objetivo -utilitarista o altruista, según los casos- si el otro no alcanzara el suyo, puesto que ambos pretenden un objetivo común, respecto del cual son complementarios: es decir, la consecución de algo que sólo puede ser efectuado entre ambos. Por eso, el sexo animal, así como la sexualidad humana, no deben entenderse como inclinaciones individualistas o utilitaristas, ni en su ejercicio ni en su finalidad. En su modo de ejercerse son, de suyo, inclinaciones conjuntivas, esto es, que se refieren al otro sexo de forma relacional utilitaria (por su complementariedad para la generación) y no de manera individualista; y por ello, constituyen el ámbito más básico y elemental de socialidad, el primer lugar para descubrir al otro (CF, 20), a quien -por su complementariedad co-procreativa- hay que tener en cuenta, respetar en sus intereses y, más aún, ocuparse de que los consiga. Tampoco son inclinaciones individualistas en su finalidad, puesto que el efecto de la conjunción sexual es exterior a los que se conjuntan: el objetivo de su inclinación no es su propio bien, sino la subsistencia de la especie.
Este carácter no individualista -esto es, relacional en su ejercicio y transitivo en su finalidad- de la inclinación sexual viene ilustrado y subrayado por el hecho de que el placer que se produce en el ejercicio de las facultades generadoras acompaña progresivamente la relación unitiva según se acentúa ésta; y se consuma al completarse la unión en su momento transitivo y virtualmente generativo. Y entonces, al consumarse la unión generativa, el deseo sexual se consume, desaparece. De ahí que sea antinatural cualquier planteamiento utilitarista y hedonista de la actividad sexual. Pues, por tratarse de una inclinación constitutivamente relacional, la desconsideración respecto del interés del individuo sexualmente complementario desvirtuaría su significación conjuntiva. Y, por ser una inclinación aptitudinalmente transitiva, el hedonismo sexual, que erige el placer en fin, excluiría su originario sentido donativo o transitivo.
Las virtualidades sexuales propias o ajenas no deben, por tanto, tratarse como un objeto de consumo, como una cosa con la que satisfacer -en solitario o recíprocamente- la propia concupiscencia al margen de su natural significación unitiva y transitiva (cf CF, 13), según propone el utilitarismo hedonista. La concupiscencia o deseo sexual debe satisfacerse como consecuencia de un ejercicio de esas facultades que sea relacional respecto de las capacidades complementarias, y aptitudinalmente altruista respecto de la conservación del género. Es decir, son aptitudes relacionales que han de conjuntarse para la generación, y no usarse consumistamente para el placer sexual: pues éste es, por naturaleza, consecuencia de la unión virtualmente generativa, y no un fin que haya de presidir el ejercicio de la sexualidad.
En cambio, «el utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las `cosas´ y no de las `personas´; una civilización en que las personas se usan como si fueran cosas» (CF, 13). Por eso, la entraña individualista y hedonista del utilitarismo sexual explica que ignore la responsabilidad con que ha de ejercerse la sexualidad. Pues si el sexo se ejercita de modo no relacional -sin tener en cuenta la alteridad del sexo complementario-, ya no existe razón alguna para tener que responder ante nadie de sus consecuencias. Además, al ejercitarlo para satisfacer la propia concupiscencia, se induce a excluir su interna condición generativa. Y así, «el proyecto del utilitarismo, basado en una libertad orientada con sentido individualista, o sea, una libertad sin responsabilidad, constituye la antítesis del amor» (CF, 14).


Formas no sexuales de relación conjuntiva

De conjunción son también las relaciones que existen entre los miembros de un colectivo animal; o las relaciones laborales que mantienen quienes son meramente compañeros: es decir, entre aquellas personas cuya complementariedad en aptitudes utilitarias les induce a asociarse externa y provisionalmente, así como de forma utilitaria, esto es, para conseguir objetivos útiles que solos no podrían alcanzar; pero que no han llegado a interesarse por ellas mismas, por encima de la utilidad de conjuntarse en sus distintas capacidades para obtener determinados objetivos comunes.
Asimismo, pueden considerarse conjuntivas las relaciones meramente comerciales y las que surgen con ocasión del intercambio de conocimientos científicos y técnicos. Pues en ambos casos el interés de cada uno por el otro no es propiamente recíproco, sino que se dirige más bien al objeto que se desea adquirir; además, porque lo que cada uno adquiere, aunque pertenezca al otro, no es ninguna propiedad interna de su personalidad, sino algo externo a ésta; y, finalmente, porque la relación comercial y la comunicativa no se buscan por sí mismas, desapareciendo una vez conseguido el objetivo que se pretendía, a no ser que esas relaciones se aprovecharan para llegar a quererse.

b) LA COMUNIÓN INTERPERSONAL

Podría definirse la unión de comunión como la dinámica relación de donación y recepción recíprocas que se establece, momentánea o duraderamente, entre dos personas que -movidas por el deseo de contribuir al bien ajeno o, simplemente, por el impulso de satisfacer los propios sentimientos- ponen a disposición de la otra, que lo consiente, algún aspecto estético o energético de su intrasferible intimidad biofísica, psíquica o espiritual136 y reciben de la otra la correlativa donación afectiva -energética o estética- que su consentimiento comporta.


Reciprocidad teleológica de la comunión

Como la conjunción comunitaria externa, la comunión afectiva es una relación dinámica. No consiste en una mera semejanza cualitativa ni en una simple complementariedad interna entre individuos, sino que se establece cuando dos personas se refieren mutuamente en sus afectos: no es algo constitutivo o estático, sino operativo o dinámico. Es cierto que la comunión requiere una cierta afinidad interior -en gustos o ideales-, que puede ser de índole sentimental o de orden espiritual, así como una diversidad personal (cf CL, 20). Sin esta afinidad y diversidad no podría surgir un recíproco interés por complementarse internamente en su mutua diversidad. Pero mientras este interés recíproco no sea efectivo -actual u operativo-, no puede decirse que exista la comunión afectiva.
Además, la comunión requiere reciprocidad afectiva, esto es, una dinamicidad afectiva que sea bilateral. Por tanto, tampoco puede hablarse de comunión cuando sólo existe un unilateral afecto de un individuo hacia otro: mientras la persona implicada en ese afecto no lo consienta, no se produce la relación comunional. Este interés recíproco o bilateral puede originarse, fundamentalmente, de dos maneras, según prevalezca en la motivación el aspecto de la afinidad o el aspecto de la diversidad (cf SH, 9). En el primer caso, la reciprocidad afectiva se produce de forma biunívoca, es decir, mediante idénticos deseos de mutua complementación afectivo-energética por parte de personas interiormente afines: es lo que acontece en la amistad. En cambio, cuando lo que motiva la comunión es la diversidad complementaria de sus integrantes, se produce una reciprocidad unívoca. Ya no se trata de la coincidencia en intereses semejantes, sino de la coincidencia entre dos intereses distintos -uno estético y otro energético- que son correlativos o complementarios.
Esto último es lo que sucede inicialmente en la relación solidaria o servicial, es decir, cuando alguien que necesita sentirse útil encuentra a alguien necesitado de su ayuda; y cuando alguien admira a otro, que le acepta; y también, en los dos tipos de comunión que se derivan del ejercicio de la sexualidad, a saber, en la comunión esponsal entre un varón y una mujer y en la comunión entre padres e hijos. En todos ellos se da una comunión amorosa que se caracteriza por la coincidencia de afectos correlativos, esto es, distintos y complementarios por sí mismos: a saber, la concordancia de un afecto formalmente receptivo y energéticamente difusivo que tiene por objeto la plenitud ajena en tanto que ajena -gozándose en su contemplación, alabanza y custodia, si ya ha sido conseguida, o en el esfuerzo de ayudarle a realizarla-; con otro afecto formalmente difusivo y energéticamente receptivo que tiene como objeto hacer partícipe a otro de la propia plenitud, manifestándosela, o confiarle su precariedad y permitirle que le ayude a remediarla.
Es decir, para que se establezca la comunión no es preciso que exista esa idéntica reciprocidad afectiva que existe en la amistad. Basta que, como sucede en la comunión sexual, el deseo de agradar de una de las partes provoque agrado en la otra, y ésta lo manifieste, otorgando así a la primera un apoyo energético-afectivo; o bien que, como acontece en la comunión paterno/materno-filial, los impulsos donativos de los padres sean aceptados por los hijos. No obstante, en estos dos supuestos de reciprocidad afectiva unívoca, el trato entre las partes, por su carácter prolongado, suele ocasionar también que ambas descubran en la otra algún aspecto estético que admirar y algún valor energético en que apoyarse. Con lo que su comunión unívoca inicial tiende a realimentarse convirtiéndose en biunívoca, o sea, en amistad.
Pero -insistimos porque es lo que más afecta a los dos tipos de comunión que surgen del ejercicio de la sexualidad- para que pueda hablarse de comunión, basta que ambos den y reciban algo `personal´ de modos diversos y complementarios: que uno -el amante- se entregue energéticamente y reciba en el orden estético, y que otro -el amado- se dé estéticamente y reciba en el orden energético. Ambos dan y reciben, pero de modos diversos y complementarios. Y por eso, Juan Pablo II afirma que la obligación de ayudar al cónyuge «no es unilateral sino recíproca» (CM, 7; cf MD, 29-30; JG, 6.II.1980, 5-6). En efecto, el amante se entrega afectivamente (de ahí su nombre) al otorgar su apoyo energético a los valores estéticos de la persona amada; y se enriquece formalmente al participar contemplativamente en la plenitud ajena. Por su parte, la persona amada confía su plenitud estética al amante, manifestándosela, y se enriquece energéticamente con el afecto de aquél (de ahí que se la denomine amada).
Mientras ambas partes mantengan sus diversos y complementarios intereses, su comunión unívoca perdurará: dependiendo su mayor o menor duración o bien de la pervivencia de sus necesidades correlativas, o bien, como se ha dicho, de que el trato suscitado por su interés inicial unívoco ocasione nuevas reciprocidades que vengan a consolidar y hacer estable su afecto recíproco originario, convirtiéndolo en una comunión biunívoca o amistosa137.
Ahora bien, tanto la comunión amistosa como las que se derivan de la inclinación sexual, tienen en común que en todas ellas existe una reciprocidad `teleológica´ (de telos, fin), que es una de las notas que distinguen a la comunión o comunidad amorosa de la conjunción o comunidad exterior. Pues si, en ésta, cada uno se interesa por el otro de forma meramente instrumental -en orden a conseguir en común algo externo o interno, que es lo que realmente les importa-, en la relación comunitaria amorosa cada uno es en sí mismo el `fin´ de los intereses afectivos del otro. Es decir, la comunión se inscribe en un orden de intereses afectivos que no existe en el mundo animal. No procede de afectos instrumentales, sino amorosos. No se mueve en el plano de lo `útil´, sino de lo `estético´. No está motivada por la utilidad que las cosas puedan reportar para la propia conservación individual o específica, sino por la belleza sensible o espiritual de las criaturas (cf CF, 20).
No obstante, que la comunión surja como relación bilateral no significa que pueda mantenerse como una relación binaria que se agote en sus integrantes iniciales. Que la comunión no esté marcada por la instrumentalidad, no quiere decir que sea una relación centrípeta cerrada a la fecundidad. Tanto en el caso de la amistad como en los supuestos de comunión esponsal y paterno/materno-filial, «la comunión genera comunión» (CL, 32), pues su condición amorosa la constituye en una relación centrífuga que tiende de suyo a expresarse y prolongarse en la donación conjunta a terceras personas, estableciendo con ellas una nueva comunión que consolida, amplía y enriquece la primera.
Tanto la conjunción como la comunión contienen un doble sentido donativo y unitivo. Lo que las distingue es que, mientras que la conjunción contiene un sentido donativo-receptivo y una significación unitiva o integradora que son meramente externos y que están marcados por el signo de la instrumentalidad, la relación comunional, en cambio, comporta una donación-aceptación y una integración que son íntimas y de índole amorosa. En el primer caso, se da un actuar juntos en orden a un interés común externo, un mero coexistir. En el segundo, no sólo se convive con el otro, sino que se vive para él y por él: «El hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir `uno al lado del otro´, o simplemente `juntos´, sino que son llamados también a existir recíprocamente, `el uno para el otro´» (MD, 7; cf JG, 9.I.1980, 2; CF, 15).


La comunión une interiormente

En efecto, este carácter no instrumental o utilitario de la relación amorosa ocasiona que la comunión, mientras dure, una de forma íntima a quienes se relacionan comunionalmente. No se trata ya de hacer juntos algo exterior, sino de abrirse mutuamente su intimidad personal, entregándose algún aspecto de ella sin perderlo y, simultáneamente, adoptando como propio algún aspecto personal de la vida del otro. Es decir, a diferencia de la comunidad meramente conjuntiva, la comunión afecta interiormente a los que se quieren porque el término del afecto de cada uno son los valores personales o intransferibles del otro: esto es, alguna o varias de sus cualidades internas -efectivas o en estado virtual-, valoradas y apreciadas en sí mismas, por encima de la utilidad que pudieran tener para realizar en común algo externo.
Mientras se mantienen, las relaciones de comunión unen íntimamente a los interesados porque son relaciones afectivas que valoran al otro por lo que es o puede llegar a ser, y no por lo que tiene o posee exteriormente, ni por la sola utilidad que sus valores personales puedan reportar en orden a conseguir algo externo que constituyera el objetivo final de los propios deseos: el amado resulta `útil´ por sí mismo, y no en orden a otro objetivo (cf CF, 15; CL, 37). Por eso la comunión no se produce, de suyo, cuando alguien transfiere a otro algún objeto que posee, salvo que esa entrega se realice como expresión de una donación interior -como regalo- o vaya acompañada de una donación afectiva. Tampoco surge la comunión cuando varios trabajan o se divierten juntos, ni cuando alguien enseña a otro los conocimientos o habilidades adquiridas, salvo que, como en el supuesto anterior, esa convivencia o esa enseñanza sean expresión o vayan acompañadas del afecto. Aunque estas actividades pueden ser ocasión del mutuo afecto de quienes las realizan, de suyo no lo presuponen, y pueden restringirse al plano de la mera conjunción utilitaria.
La comunión se funda, más bien, en los valores intransferibles de la persona: a saber, en valores que ni pueden comunicarse (pasando a estar en el otro de la misma manera, como sucede a los conocimientos científico-técnicos), ni pueden perderse al entregarlos (como acontece, por su materialidad, a los objetos de consumo); sino que sólo pueden disfrutarse mientras perdure la comunión. De ahí que no pueda considerarse que existe este tipo de relación afectiva más que cuando dos personas se toman recíprocamente como objeto de sus deseos de amar o ser amado: es decir, de su capacidad de darse afectivamente, entregando sin perderlos sus valores intransferibles, y de su capacidad de aprovechar sin alterarlos, respetuosamente, los valores personales del otro, poseyéndolos contemplativamente.
Concretamente, se establece una relación de comunión cuando una persona pone a disposición de otra la plenitud estética o energética de la dimensión física, psíquica o espiritual de su personalidad; y cuando, simultáneamente, el otro acepta la entrega de esos valores ajenos, sintiéndolos como propios en un vivir por el otro que se corresponde con el vivir para él del otro, que le hace suyo lo propio. Esto es, cuando una persona se entrega o confía afectivamente a otra sin perderse -y es aceptada o acogida por ésta-, en esa especie de locura cuerda que es el amor, en la que el ser personal encuentra la razón y la plenitud de su existencia (cf EV, 81).
De comunión es, por tanto, la relación servicial, así como la relación de amistad: esto es, las que existen entre personas que se interesan recíprocamente por los valores internos del otro y no sólo por la ayuda que se puedan prestar para satisfacer juntos comunes intereses externos (cf SH, 9); y que se dan a sí mismas, en lugar de limitarse a una entrega de objetos, que no colmaría ese deseo de autodonación que late en el corazón humano y que tan bien expresa Pedro Salinas, en La voz a tí debida, cuando exclama: «¡Cómo quisiera ser eso que te doy y no quien te lo da!». Es, pues, una relación afectiva que podrá tener una base meramente sentimental, y entonces se aprecia al otro en sí mismo, pero no por sí mismo sino por el agrado que su compañía produce; o que puede estar motivada también espiritualmente, es decir, que busca desinteresadamente el bien para el otro, con amor de benevolencia.


Efectos permanentes de la relación comunional

Por lo tanto, esto es, porque la comunión se refiere a la intimidad personal de los que la establecen, su amorosa relación comunitaria les coimplica de manera profunda mientras perdura. Y esta recíproca interiorización de quienes se aman se ve subrayada por el hecho de que los actos mediante los que se efectúa la comunión, no son acciones transitivas, cuyo efecto queda fuera del agente, sino operaciones inmanentes-trascendentes, esto es, acciones cuyo efecto enriquece de formas distintas y complementarias al individuo que las realiza y a la persona hacia quien el acto amoroso se dirige. Es decir, la comunión no sólo está motivada por los valores intransferibles o íntimos de la persona, sino que se efectúa mediante actos íntimos, a saber, mediante actos de amor que además de repercutir enriquecedoramente en el otro, afectan interiormente -enriqueciéndole también- al que los ejerce.
En efecto, en las cuatro modalidades fundamentales del amor, hay enriquecimiento: en la donación estética o manifestación de los propios valores, puesto que se recibe el afecto o aprobación energética del otro; en la donación afectiva energética, porque, al poner las propias energías a disposición de la consecución de la realización del otro, se recibe su agradecimiento y, más adelante, se sienten como propios los valores que el otro alcance; en la recepción o aceptación contemplativa, porque las energías afectivas del que contempla amorosamente, se apropian intencionalmente de la plenitud formal ajena; y, finalmente, en la aceptación de la ayuda ajena, puesto que el desarrollo de los propios valores virtuales pasa a contar con la energía afectiva del otro.
Y así, el amante y el amado, al tomarse mutuamente como objeto de sus deseos mediante actos afectivos distintos y complementarios, se introducen recíprocamente cada uno en el otro. Es decir, por concernir a aspectos personales del individuo, la comunión introduce en cada uno algo personal del otro; y porque esta penetración se produce con hondura también, este tipo de relación les afecta de manera profunda. Y por eso, cada uno de los que viven en comunión resulta afectado profundamente por los valores más profundos del otro.
Amar y ser amado son, por tanto, actividades hondadamente comprometedoras. Pues la afectividad de quienes se deciden a establecer una comunión amorosa, no resulta inalterada, sino que o bien se transforma y amplía -en el caso del amante- con los valores estéticos del otro, determinándose su sensibilidad y aficionándose a ellos; o bien, en el caso del amado, se intensifica con la energía afectiva del amante, dependiendo afectivamente de él y sabiendo que la perfección formal que alcance pertenece también a la otra persona.
Por eso cuando una persona toma a otra como objeto o como término de sus intereses estéticos o afectivo-energéticos (de contemplación de la perfección ajena o de manifestación de la propia plenitud, de recepción o de donación de energía afectiva), si ese deseo es aceptado por la otra persona, su interior unión produce en ambas una recíproca inmanencia -en el orden formal o en el plano energético de su afectividad psíquica o espiritual- que les marca para siempre, incluso aunque, por diversos motivos, desaparezca el amor que les unió: una huella que será más o menos intensa, según la magnitud de los valores implicados o la intensidad y duración de la unión. El amor puede desvanecerse; haber amado permanece.


La comunión puede ser momentánea o duradera

Ahora bien, que la comunión produzca un efecto permanente, más o menos profundo, en la afectividad del amante y del amado, no significa que ella misma sea necesariamente duradera. Los efectos de la comunión son un resultado estático. Pero la comunión misma, según se hizo notar antes, es una relación dinámica cuya disolución o mantenimiento dependen, respectivamente, de su carácter espontáneo o deliberativamente reflexivo, y de que se restrinja al orden meramente sentimental o incluya la dimensión espiritual de las personas.
Es cierto que, a diferencia de la conjunción exterior, la comunión, al realizarse mediante operaciones (vt), se produce de forma instantánea, escapando así de la imperfección de la distensión temporal. Y por eso, la comunión no se busca de la forma instrumental y pasajera con que se ejerce la mera conjunción exterior, que pierde su sentido y se termina cuando ha alcanzado su objetivo: la comunión, al ser coactual con su objeto, se busca por sí misma y no tiene por qué abandonarse una vez conseguida. Además, esta condición no instrumental y atemporal de la comunión se corresponde a su vez con el carácter no utilitario ni contingente de los bienes que a través de ella se buscan como fin de la relación amorosa: valores estéticos o energéticos que se disfrutan o utilizan, respectivamente, de manera respetuosa; es decir, `bienes honestos´ que la psicoafectividad o la afectividad espiritual buscan como un fin en sí mismo, perfecciones que son agradables mientras existan en sí mismas o que son útiles por sí mismas, y que se resisten a ser tratadas como instrumentos para la conservación biológica del individuo o del género.
La relación de comunión, pues, se funda en intereses que tienen como objeto bienes honestos (los valores), esto es, valiosos en sí mismos y no meramente concupiscibles (fungibles) ni útiles para otra cosa (para engendrar o para producir bienes de consumo), como sucede en las relaciones conjuntivas o meramente utilitarias; es decir, en valores que puedan ser ofrecidos de una manera tal que el donante no los pierda al entregarlos, sino que puedan ser transferidos de modo no biológico138. Por eso, la comunión es una relación propia de vivientes que trascienden la temporalidad de lo puramente biofísico y poseen una dignidad personal única e irrepetible (cf CF, 19); de seres que, por rebasar el orden meramente biológico o utilitario, son capaces de traspasar los límites de sus perfecciones naturales e, interesándose teleológicamente por los valores ajenos, enriquecerse con ellos de manera indefinida hasta alcanzar la plenitud cuasiinfinita que están llamados a contener intencionalmente para desarrollar la imagen divina que se encierra virtualmente en la naturaleza personal de cada uno.
Es decir, la comunión es una relación propia de seres que, por trascender lo meramente biofísico, no se agotan en su individualidad sino que son personales: esto es, de seres que necesitan relacionarse amorosamente con los demás -dar y recibir, amar y ser amados-; que saben que su propia plenitud o felicidad dependen de que los otros consigan la suya. Dicho de otro modo, la comunión es el tipo de relación que se corresponde con el valor no instrumental que, en el mundo visible, sólo posee la persona humana: esa criatura que, por ser imagen de Dios, «no tiene su fin ni su término en otro o en otros, sino solamente en Dios para el cual existe» y que, por tanto, posee «dignidad de sujeto y valor de fin» (AS, 38).
De ahí que, como señala Juan Pablo II, «sólo las personas son capaces de existir `en comunión´» (CF, 7): pues sólo ellas, por contener valores no fungibles, son dignas de afecto respetuoso y capaces de interesarse por los valores no fungibles de otras personas. Además, por su espiritual inmaterialidad incorruptible, sólo las personas han sido creadas `por sí mismas´, esto es, son honorables, dignas de honor (cf CF, 15); y teniendo asegurada su pervivencia, pueden `olvidarse´ de sí mismas y abrirse desinteresadamente a los demás: es decir, al poder ser conscientes de su verdad -de haber recibido de Dios una naturaleza que no pueden perder- sólo las personas pueden y deben vivir para los demás -en el amor-, hasta el extremo de que no podrían realizarse como personas sino «en la entrega sincera de sí mismas a los demás» (GS, 24): «Sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada... El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada, porque sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf Dt 6, 5; Lev 19, 18) y puesto por Cristo en el centro mismo del ethos evangélico» (MD, 29).
No obstante, la relación comunional, como se apuntaba poco antes y se advirtió al definirla, puede ser momentánea o duradera. Que comporte un respetuoso interés recíproco por valores perdurables y que se realice mediante actos instantáneos que no pierden su razón de ser al alcanzar su fin, no significa que estos actos con que la comunión se efectúa, hayan de mantenerse indefinidamente puesto que las necesidades de enriquecimiento interior con determinados valores ajenos o de efusión de los propios valores, pueden desvanecerse. Esto es así porque, de una parte, la dimensión espiritual de la afectividad, aunque se pueda actualizar con tensión de totalidad, en su etapa temporal puede retractarse. Y sobre todo porque la psicoafectividad humana se encuentra durante la vida terrena en una tensión de crecimiento -estimulada por el imperativo de cumplir las funciones biofísicas- que provoca unas necesidades afectivas, de saberse útil y de sentirse valorado, que unas veces son momentáneas y otras, duraderas, según sean las aptitudes y el estado interior en que se encuentren las personas susceptibles de satisfacerse recíprocamente de modo sentimentalmente comunional.
De ahí que no toda relación sentimental espontánea acabe arraigando en una comunión duradera. Pues si respondiera a necesidades afectivas fugaces o pretendiera unos valores que no se encontrasen establemente afianzados en la persona requerida, la relación afectiva desaparecería en cuanto se sintieran satisfechas esas necesidades efímeras o cuando alguno, por falta de capacidad, dejara de complementar los impulsos afectivos del otro139. Por eso, para que una comunión sentimental espontánea nazca con vocación de permanencia debe, ante todo, fundarse en necesidades estables de las personas que la establezcan y dirigirse a valores arraigados en esos individuos, que sean capaces de satisfacer duraderamente aquellas necesidades. De este modo además, al establecerse un trato prolongado, se hace posible que se descubran otros aspectos de su personalidad, en que puedan ser también complementarios y que realimenten su comunión inicial, ampliándola.


La complementariedad psicoafectiva no es capaz de satisfacer las exigencias de la comunión sexual

Ahora bien, esta complementariedad psicoafectiva estable en determinados aspectos de la personalidad puede ser suficiente para que se mantengan unas relaciones amistosas que no requieran una convivencia estrecha y permanente. Pues por tratarse de relaciones que se restringen a aspectos parciales de las personas y ya arraigados en ellas, y que no requieren la exigencia del compromiso a un ejercicio continuado, los implicados pueden corresponder fácilmente -espontáneamente y sin esfuerzo- a los requerimientos ajenos, cada vez que éstos se produzcan.
Sin embargo, en el tipo concreto de relación que es la comunión sexual psicosomática, la espontaneidad sentimental resultaría totalmente insuficiente para satisfacer los deseos nupciales que espontáneamente suscita esta dimensión de las personas. Esto es así porque la masculinidad y la feminidad no son un aspecto parcial de las personas, sino una dimensión que afecta a la totalidad de sus características psicosomáticas y que, derivadamente, condiciona el ejercicio de la afectividad espiritual. Y por eso, una relación afectiva que se funde en lo sexual plantea tales exigencias que las personas implicadas se verían abocadas a la frustración si no apuntalaran su espontaneidad sentimental poniendo en juego no sólo su racionalidad deliberativa psico-cerebral, sino especialmente su afectividad espiritual.
En efecto, la atracción sexual espontánea impulsa naturalmente a una complementación en lo psíquico y en lo somático que sea absorbente -incompatibilizable con otras personas- e indefinida -temporalmente incondicional-. Tiende de suyo a provocar una total absorción psíquica en lo sexual porque, como la sexualidad afecta a todos los aspectos de la psicoafectividad, desear para sí a una persona por su particular masculinidad o feminidad, induce naturalmente a que no quede ningún resquicio de la propia psicoafectividad que no resulte ordenado hacia los irrepetibles valores psicosexuales de esa persona y tienda a dirigirse hacia los de otra. Absorción que no podría hacerse efectiva sin implicar intencionalmente toda la existencia temporal. Y otro tanto sucede en el plano biosexual por el hecho de que, entre los humanos, esta atracción, por su modo estético de despertarse y su dependencia de los valores psicosexuales, es duradera y exclusivista: es decir, quedaría insatisfecha con una mera conjunción momentánea y resultaría insustancial y neurotizante si se ejercitara simultáneamente -flirteando- con personas diversas.
Esta tensión de la inclinación masculina y femenina hacia la totalidad donativa y receptiva en la dimensión sexual de lo psicosomático, por requerir para hacerse efectiva una convivencia sexualmente omnicomprensiva y temporalmente ininterrumpida, no podría alcanzar su adecuado cumplimiento si los afectados por una recíproca atracción espontánea no discernieran suficientemente si sus peculiaridades caracterológicas y sus proyectos existenciales serían realmente compatibles -al menos, sustancialmente- en esa estrecha e ininterrumpida comunión que se precisa para satisfacer las humanas exigencias de la masculinidad y de la feminidad.


Realización sexual y comunión afectiva espiritual

Sin embargo, la superación airosa de este `test de compatibilidad sentimental profunda´, con ser absolutamente imprescindible para la buena marcha de una comunión sexual, resulta de todo punto insuficiente para la pervivencia de este tipo de relación dinámica, tan singularmente exigente por sus susodichas propiedades. En efecto, que dos personas sean virtualmente complementarias no significa que ambas vayan a sentirse espontáneamente impulsadas a hacer efectiva su complementariedad cada vez que una de ellas la requiera. Pues si lo primero es suficiente para que se acoplen cuando ambas coincidan en sus deseos correlativos espontáneos, la espontaneidad sentimental, por sus fluctuaciones, no garantiza la permanente coincidencia actual en sus sentimientos.
De ahí que para satisfacer la natural inclinación a la totalidad donativa y receptiva -integral y temporal-, que como redundancia del espíritu está impresa en la dimensión sexual de la corporeidad humana, sea preciso que las personas impriman a su complementariedad sentimental el sentido altruista y comprometedor -esponsalicio- que sólo puede aportar la dimensión espiritual de su afectividad. Nadie puede comprometerse a sentir en el futuro el mismo agrado que ahora experimenta ante los requerimientos sexuales de otra persona, ya que el estado de sus sentimientos no depende sólo de su voluntad sino también de su situación biofísica. A lo que sí puede comprometerse es a esforzarse por satisfacer los deseos ajenos con independencia del propio estado anímico psicosomático. Pero este compromiso no equivale al deseo cerebralmente reflexivo de prolongar temporalmente una relación sentimentalmente agradable, mientras lo sea; sino que procede de una instancia afectiva, de índole altruista, distinta de la psicoafectividad -la afectividad espiritual-, que es capaz de apreciar a otra persona no ya por el propio beneficio interior que le puedan reportar los valores ajenos en sí mismos, sino por sí misma, porque le desea el bien, porque la quiere.
Sólo por la dimensión espiritual de su afectividad el ser humano es capaz de `sentir´ como propio el bien ajeno en tanto que ajeno y amar al otro desinteresadamente, con ese amor de gratuidad (la caridad, de járitas que en griego significa gratuidad) que Tomás de Aquino, refiriéndose al libro II de la Retórica de Aristóteles, define como «desear el bien a alguien» (S. Th., I-II, q. 26, a. 4, c) y Juan Pablo II, como «entrega de sí. Es salir de sí mismo para ir al encuentro del otro. Significa, en cierto sentido, olvidarse de sí mismo por el bien del otro» (JD a las familias en Asti, Italia, 25.IX.93, 2). En efecto, la inmaterialidad incorruptible del espíritu es lo que permite al hombre superar el instinto de conservación y vivir en el olvido de sí, y -sabiéndose amado por Dios- participar de su desinteresada manera de amar a los demás, amándoles como Dios les ama, esto es, por sí mismos, aceptándoles en su diversidad y entregándoles lo que piden140.
En cambio, lo que desea la psicoafectividad es más bien el efecto benéfico que puedan reportarle los valores internos ajenos. Al ser una inclinación de la dimensión psíquica del cuerpo, está marcada por el impulso de conservación con que los seres corruptibles luchan contra la muerte. Y por eso, primariamente, no desea el bien a otro, sino que desea para sí el bien interior ajeno. No pretende primariamente que el otro se satisfaga en sus deseos -aunque, por su complementariedad, los tenga en cuenta como término de los propios deseos-, sino que se complace en satisfacer los propios sentimientos. La psicoafectividad se complace en su pasión amorosa, busca el amor, sentir el amor. No pretende el bien para el otro, sino que busca en él lo que le agrada; y deja de tenerle por compañero sentimental cuando el sentimiento se esfuma, cuando deja de atraerle.
Por ello, sólo el amor espiritual es capaz de comprometerse a querer al otro de forma sostenida y de garantizar el cumplimiento de un compromiso afectivo que puede no resultar siempre sentimentalmente atrayente. Pues sólo él es capaz de hacer que el corazón humano trascienda los propios intereses y se mueva de manera intencionalmente altruista, pretendidamente servicial; y por tanto, de comprometerse esponsaliciamente (de sponsus, promesa, compromiso) a satisfacer desinteresadamente, siempre que sean razonables, los requerimientos sexuales ajenos y a excluir cualquier satisfacción sexual propia con valores sexuales de otras personas (cf JG, 13.II.1980, 5).
Es decir, por sí sola, la sexualidad humana no se basta a sí misma para satisfacer su originaria tensión esponsalicia, esto es, sus personalistas exigencias de exclusividad e indisolubilidad que se derivan, a modo de redundancia, del carácter espiritual -además de corporal- de la naturaleza humana. Para no desvirtuarse, la biosexualidad y la afectividad sexual necesitan autotrascenderse, esto es, contar con la ayuda de la afectividad espiritual. Y por eso, sólo un compromiso espiritual de integral y definitiva donación y aceptación sexual es capaz de preservar de la frustración a la natural inclinación a la exclusividad y a la incondicionalidad temporal que está impresa en el nivel biofísico y psíquico de esta dimensión corporal del varón y de la mujer.
De ahí que, si faltara ese compromiso excluyente e irrevocable, los sentimentalmente amantes no prodrían denominarse esposos (de spondeo, prometer, obligarse) ni cónyuges (de coniungo, vincularse), porque realmente sólo habrían consentido en relacionarse sexualmente mientras les pluguiera. Pero no habrían comprometido su futuro, aunque pudiesen desear que la relación perdurara indefinidamente; ni se habrían obligado a entregarse; ni estarían marcados por el vínculo -sólo disoluble por la muerte de uno de ellos- que se deriva de una recíproca decisión espiritual excluyente e irrevocable.


Las pasiones requieren ser asumidas volitivamente para hacer efectiva su virtual condición esponsalicia -amorosa y libre-

Por eso cuando un consorcio sexual carece de este compromiso, o cuando éste deja de hacerse efectivo, la comunión sexual se ve afectada por el utilitarismo al que propenden las pasiones cuando no están impregnadas por el amor espiritual o benevolente. Y, entonces la relación tiende a extinguirse, en el primer supuesto; o, si el afecto mutuo arraigó en los corazones y se comprometieron, a convertirse en relación dialéctica141.
En efecto, los sentimientos o pasiones, aunque pertenezcan a una dimensión corpórea superior a la biofísica, son actos de órganos corporales -del sistema nervioso- que, por este carácter corpóreo, están marcados por las características inmanentistas de los seres que han de mirar por sí mismos para subsistir. Por eso, aunque la redundancia del espíritu en ellos ocasione que se interesen respetuosamente por valores ajenos no fungibles142, sus impulsos son individualistamente interesados: es decir, valoran lo ajeno en sí mismo pero no por sí mismo, sino por su capacidad de satisfacer las propias necesidades impulsivas.
Es decir, las pasiones humanas no comportan un aprecio al sujeto como tal. Y esto no sólo en el caso de los sentimientos efusivos -deseos de honor o de poder- que, de suyo, se ordenan a la propia autosatisfacción; sino también en el supuesto de los deseos receptivos, puesto que éstos se dirigen a los valores de la persona y no a la persona misma: se refieren a `objetos´ y no a `sujetos´. En efecto, estos deseos o bien consisten en la referencia afectiva unilateral143 a determinados `valores´ estéticos de otra persona, esto es, a unos `objetos´ y no a la `persona´ misma como sujeto amable por sí mismo; o bien pretenden encontrar el afecto de otra persona, pero no por sí mismo, sino `en función´ del apoyo energético que de aquél pueda derivarse en orden a satisfacer las personales necesidades interiores.
Es cierto que los sentimientos conllevan una tensión trascendente objetiva, puesto que no sería posible difundir los propios valores sin ofrecerlos a alguien; ni se podría desear participar en los valores ajenos, si no existiera una previa aprobación interior de éstos. Y por esto, pueden fundar una relación comunional, según se ha dicho antes. Pero en ellos predomina subjetivamente el aspecto `inmanente´ sobre el `trascendente´ porque lo que primariamente se pretende en el caso de los impulsos efusivos es la realización de los propios valores; y, si se trata de deseos receptivos, la intención se centra en buscar para sí lo bueno de alguien, y no que el otro obtenga el bien. Es decir, no son afectos intencionalmente benevolentes porque el efecto inmanente es su objetivo intencional, mientras que el efecto trascendente es un mero presupuesto que puede estar más o menos explícitamente presente en la conciencia del agente.
Por otra parte, conviene advertir que este tipo de sentimientos espontáneos o reactivos carecen, en su modo de producirse, de carácter propiamente subjetivo o personal. Pues en ellos el individuo no `se´ da ni acepta libremente al otro, sino que es arrastrado por sus impulsos efusivos, o absorbido por la atracción que en él ejercen los valores sensibles ajenos. En efecto, las reacciones espontáneas de la psicoafectividad no constituyen de suyo operaciones personales en que se manifieste la condición activa o creativa del ser libre. Son, más bien, actos espontáneo-naturales, y respecto de ellos el sujeto se comporta más pasiva que activamente, como subraya su denominación de `pasiones´.
Es verdad que esos impulsos contienen una virtual tensión personalista o esponsalicia que los distingue de los sentimientos animales. Pues por su carácter no instintivo, no arrastran automática y necesariamente al sujeto que los experimenta, y permiten que el individuo los haga propios con su consentimiento espiritual, autoimplicándose reflexivamente en ellos, sintiéndose subjetiva o personalmente concernido en esos sentimientos que ha hecho propios mediante una libre y responsable decisión, y viviéndolos como actos suyos y no sólo como actos que se produzcan en él. Pero esa virtual tensión personalista o esponsalicia de las pasiones humanas puede también no llegar a hacerse efectiva. Esto sucede cuando el individuo que las experimenta no se decide a controlarlas desde su voluntad y se deja arrastrar por ellas. Y entonces el individuo, al no asumir sus pasiones desde su afectividad espiritual, no llega a vivirlas de modo personal -como el sujeto activo y responsable de ellas-, ni se plantea ejercitarlas desde un compromiso volitivo.
Estas características de la psicoafectividad humana -su condición intencionalmente inmanentista y su carácter pasional- explican la necesidad de que los sexualmente amantes se quieran también espiritualmente -altruista y comprometidamente- para alcanzar la realización sexual que desean. De lo contrario, si su relación se restringiera al plano meramente romántico o sentimental, resultaría incapaz de satisfacer las exigencias de integralidad e incondicionalidad temporal que la masculinidad y feminidad plantean para realizarse comunionalmente, y se quedaría en una «relación amorosa pasajera», que es la una de las definiciones del término `romance´, que aparecen en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española.
Sólo el amor espiritual es capaz de proponerse como fin el beneficio ajeno que se deriva de la comunión sentimental, y de buscar el propio enriquecimiento sólo como un efecto o consecuencia de la autodonación personal. Dicho de otro modo, sólo el amor espiritual es capaz de amar esponsaliciamente -es decir, libre y desinteresadamente- a una persona por sí misma y, consiguientemente, de comprometerse a quererla en la totalidad integral y temporal de su personalidad: esto es, de comprometerse a buscar su bien por encima de los propios intereses, o sea, cuando sus necesidades psicoafectivas no resulten espontáneamente complementarias con las propias.


Desnaturalización utilitarista de la relación sexual

De ahí que cuando los sentimentalmente amantes no se comprometen a quererse altruistamente, su comunión sentimental propenda al utilitarismo y tienda a desaparecer. Pues la dependencia de su comunión de los vaivenes anímicos de cada uno, les llevaría a no ser capaces de satisfacerse recíprocamente cuando no se sintieran motivados, o a pretender imponer sus deseos desconsideradamente, sin atender las necesidades ajenas. Y de este modo, el desencanto ante los valores ajenos y el rechazo ante sus pretensiones les conduciría, más pronto o más tarde, a la ruptura.
En efecto, un ser humano espiritualmente despersonalizado, tendería a desvirtuar sus sentimientos personalistas, primando hedonistamente su impulso hacia la propia plenitud psicoafectiva en detrimento del sentido relacional y donativo que también contienen naturalmente (cf SH, 16). Por ejemplo, el afán de ser reconocido en sus valores, llevaría a alguien así, a afectarlos, provocando rechazo; su deseo de sentirse útil, le impediría descubrir las necesidades ajenas, pretendiendo ser requerido en lo que no fuera necesitado; su ansia de enriquecerse con la contemplación de los valores personales ajenos, le conduciría a aproximarse a los demás tratando de imponerles la convivencia; y, finalmente, su deseo de ser ayudado, le impulsaría a exigir este apoyo de forma irrespetuosa.
Este oscurecimiento del aspecto relacional de los impulsos psicoafectivos, que la atrofia del espíritu ocasiona, se vería agravado por el hecho de que la psicoafectividad humana tiene que habérselas con las cosas y con las personas. Y si bien es natural que se dirija a aquéllas de modo utilitarista -eso sí, teniendo en cuenta que ha de usarlas sin perjudicar a los restantes seres humanos-, resultaría inadmisible que adoptara con las personas esa actitud. Y esto sería difícilmente evitable para alguien espiritualmente apagado y absorbido por los intereses terrenos. Pues en tal caso, al adoptar una actitud materialista o cosificante respecto de los demás seres humanos, el individuo se encontraría tan hedonistamente pendiente de sí que tendería a tratar consumista o utilitaristamente a las personas.
Una actitud así ignoraría que «amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente» (CF, 11). Es decir, no tendría en cuenta más que los propios intereses efusivos, tratando de imponerlos en contra de los deseos de las demás personas. Y pretendería apropiarse dominativa y posesivamente de sus valores, entendiéndolos como objetos meramente materiales susceptibles de compraventa, prostituyéndolos, mirándolos con `lujuria´, que -como pone de relieve su común etimología con el término `lujo´- es un modo posesivo o avaricioso de tratar la sexualidad: «Un modo de mirar y pensar que está dominado por la concupiscencia. Mediante ésta el hombre tiende a apoderarse de otro ser humano, que no es suyo, sino que pertenece a Dios» (CF, 20).
Todo esto explica el carácter efímero que aqueja a los consorcios afectivos marcados por el egoísmo psicoespiritual. No existe en ellos una recíproca compenetración afectiva que se realimente de manera creciente, sino una progresiva utilización hedonista de sus complementarios intereses afectivos, en la que éstos se van consumiendo recíprocamente hasta dejar de resultar complementarios y convertirse en insoportablemente incompatibles: pues cuando el yo se absolutiza en sentido egoísta, «se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada uno quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses» (EV, 20).
Y es que la mera coincidencia recíproca en sentimientos espontáneos o reactivos complementarios, no garantiza, en absoluto, el establecimiento de una comunión sexual satisfactoria. Esta coincidencia puede ser la base de una relación amorosa con tal de que los interesados consientan sus sentimientos de modo recíprocamente autodonativo y hetero-receptivo. Pero esos deseos también pueden ser despojados de su natural sentido amoroso y conducir a una suerte de conjunción utilitarista en que dos personas se instrumentalizan materialista y hedonistamente en sus valores personales sin darse ni aceptarse recíprocamente en el orden afectivo. Y entonces, la frustración de sus impulsos iniciales resulta inevitable.


2. LA INCLINACIÓN SEXUAL HUMANA CONTIENE UNA TENSIÓN
DE DOBLE TOTALIDAD, INTEGRAL Y TEMPORAL

La exposición que se acaba de hacer acerca de las peculiaridades y diferencias de la unión conjuntiva y comunional, va a permitir mostrar que la inclinación sexual humana se distingue del impulso sexual animal en su carácter comprometedor. Es decir, hará posible comprender que en la sexualidad humana hay una segunda nota personalista o esponsalicia, que consiste en el carácter nupcial de los intereses sexuales humanos: una propiedad que se manifiesta parcialmente en el modo profundo y estable con que el ser humano ejerce el aspecto conjuntivo de su sexualidad y, sobre todo, en la tensión exclusivista y temporalmente incondicional que está presente en el sentido comunional que impregna sus tendencias sexuales.
Dicho de otro modo, se va a considerar ahora que el amor sexual personal, para ser verdadero, debe poseer la cuatro notas con que lo caracterizaba Pablo VI en su encíclica Humanae vitae, n. 9: además de ser fecundo como el de los animales, debe ser psicosomáticamente total (exclusivista, de uno con una) y fiel (indisoluble o irrevocable hasta la muerte de alguno de los integrantes de la pareja); y que, para serlo, debe hacerse humano, esto es, espiritual y corporal, puesto que si los impulsos sexuales no fueran integrados espiritualmente desde la voluntad, se frustrarían en su ordenación originaria a la totalidad y fidelidad esponsales y, consiguientemente, en su tensión a la comunión definitiva con los hijos.
En el primer apartado del anterior capítulo, se pusieron de relieve dos peculiaridades personalistas de la psicoafectividad humana, su libertad y variedad. Una libertad que se deriva de su capacidad de distanciarse de las necesidades inmediatas, de su facultad de superar la dinámica de la busqueda de satisfaciones biofísicas y de elaborar proyectos a largo plazo, proponiéndose ideales más profundos. Y una variedad que procede de la capacidad de dirigirse a la realidad de manera estética -no utilitaria-, de gozar en la comunión respetuosa con otros seres, en tanto que distintos, enriqueciéndose interiormente con la plenitud ajena e interesándose por su conservación y desarrollo.
Estas peculiaridades, que son manifestación, en el orden afectivo, de la condición personalista de la dimensión psíquica del cuerpo humano, encuentran también su correspondencia en el plano cognoscitivo. Pues el conocimiento sensorial del ser humano, por trascender la utilidad inmediata que las cosas pueden prestarle sin ser transformadas previamente (esto es, como alimento o protección), es intelectual o más profundo: es decir, puede captar otras utilidades internas de los objetos (aprovechables mediante su previa transformación) y dar lugar al progreso científico-técnico. Además, la sensibilidad humana es también capaz de trascender la utilidad de los objetos e interesarse por ellos estéticamente, es decir, por sí mismos y no para transformarlos en orden a su ulterior utilización consumista.
Pues bien, ahora conviene considerar que estas peculiaridades de la dimensión psíquica de la naturaleza humana también configuran de una manera personalista -nupcialmente esponsalicia- los aspectos unitivo y generativo de la inclinación sexual humana. Pues, por trascender el plano de los intereses inmediatos, la unión con la pareja y la donación a los hijos son profundas y estables, puesto que incluyen una dimensión -la psicointelectual- que no se transmite de manera instintiva, como sucede en el orden animal, y en la que los cónyuges han de conjuntarse para educar este aspecto de la personalidad de sus hijos. Además, la peculiaridad comunional o metautilitaria de la afectividad sexual humana ocasiona, por una parte, que la relación sexual entre personas contenga un primario sentido donativo interesponsal que, secundariamente, se expresa y prolonga en la común donación a los hijos. Y después, que la relación entre padres e hijos no sea beneficiosa sólo para éstos, como parece obvio a simple vista, sino también para aquéllos, según habrá ocasión de destacar.
Es decir, entre los humanos, por fundamentarse en un plano cualitativamente superior -el de la psicoafectividad-, la relación con la pareja es profunda y establemente conjuntiva y, además, recíproca y permanentemente donativa o enriquecedora, esto es, amorosa; y la relación entre los padres y la prole es profunda y establemente donativa y, además, recíproca y permanentemente enriquecedora o amorosa. Dicho de otro modo, la masculinidad y feminidad humanas trascienden la mera significación unitiva y generadora que es propia del sexo animal, porque contienen un sentido nupcial, esto es, conyugal y parental, que expresa, en el orden de su proyección sexual, su natural significado esponsalicio.
Hay, pues, un contraste entre la pobreza y fugacidad unitivas y donativas de la sexualidad animal y la estabilidad y riqueza de las relaciones afectivas de la sexualidad humana, que pone de relieve la condición personalista de ésta y explica lo que ya se apuntó en el apartado anterior, a saber, su ordenación a ejercitarse en un contexto matrimonial y familiar. En efecto, como se explicó al tratar de la comunión, los sentimientos sexuales humanos contienen unas exigencias de exclusividad e indisolubilidad que no podrían cumplimentarse sin la existencia de un compromiso volitivo o espiritual que entregue la sexualidad propia y acepte la ajena de modo integral y definitivo. Ahora conviene ilustrar más detenidamente esta cuestión. Pero, para subrayar este carácter comprometedor de la sexualidad humana, parece oportuno no limitarse a desarrollar lo que ya se ha señalado acerca de las exigencias que se derivan de la condición comunional del sexo humano, sino que conviene además advertir que, en el orden conjuntivo, esas exigencias personalistas aparecen ya en cierto modo. Y esto merece también ser destacado.
Por esta razón, aunque el aspecto conjuntivo de la inclinación sexual humana y su aspecto comunional sean aptitudinalmente indisociables, en este epígrafe se estudiarán por separado a fin de calibrar en qué medida está marcado cada uno de ellos por esta ordenación al compromiso que, según se viene diciendo, es una de las notas personalistas de la masculinidad y feminidad.


a) LOS ASPECTOS UNITIVO Y PROCREATIVO DE LA CONJUNCIÓN SEXUAL HUMANA SON PROFUNDOS Y ESTABLES

Para advertir el carácter personalista de los aspectos unitivo y procreativo de la sexualidad humana, conviene reparar ante todo en las propiedades diferenciales que ésta tiene ya en su dimensión utilitaria o conjuntiva: a saber, en su natural ordenación a ejercitarse de forma profunda y establemente comprometedora a fin de responder a las necesidades de instrucción intelectual y prolongada manutención que la prole humana ha de satisfacer para alcanzar su viabilidad: unas necesidades que se derivan de la condición personal de su corporeidad psicosomática.
En esta primera aproximación a la índole comprometedora de la inclinación sexual humana, se prescindirá, por tanto, del sentido comunional de la masculinidad y feminidad para reparar en las peculiaridades personalistas que ya están presentes en su aspecto conjuntivo: a saber, la necesidad de que los esposos conjunten prolongadamente sus virtualidades paternales y maternales hasta que su progenie sea viable, esto es, hasta que alcance el desarrollo físico e intelectual que un ser humano requiere para solventar por sí mismo sus necesidades biofísicas. Es decir, se reservará para después el estudio de la necesidad de afecto mutuo entre los esposos y de proveer a la educación de la afectividad de sus hijos, a fin de subrayar ahora que la condición personalista de la inclinación sexual humana no proviene sólo de que ésta posea un carácter comunional que no existe en el orden animal, sino también de que, en su misma dimensión utilitaria -en la que coincide con los animales-, contiene una profundidad y estabilidad de la que éstos carecen.
Por eso, desde este punto de vista meramente utilitario o conjuntivo, la tensión hacia el compromiso de la inclinación sexual humana se desprende, más que de las peculiaridades unitivas de la masculinidad y de la feminidad, de las exigencias que impone el cumplimiento del objetivo al que la conjunción sexual se ordena por naturaleza: a saber, la propagación del género. Es decir, son las necesidades de la progenie humana las que establecen las condiciones en que debe efectuarse la conjunción sexual del varón y la mujer.
En efecto, según se explicó en el epígrafe anterior, en la conjunción se pretende como objetivo algo exterior a los que se conjuntan y, por eso, el interés recíproco entre ellos es de índole instrumental. Aunque su conjunción contenga un sentido relacional -puesto que no podrían conseguir ese objetivo exterior que asegure su conservación individual o la pervivencia temporal del género, sin atender a los deseos del otro-, lo que primariamente buscan quienes se conjuntan no es satisfacer al compañero, sino alcanzar ese común objetivo externo. Lo relacional es, desde el punto de vista de sus intenciones, un mero requisito. Es preciso cumplimentarlo. Pero no constituye la motivación fundamental de su conducta.
A esta visión conjuntiva parece responder la distinción entre fin primario y secundario del matrimonio, que, sin excluir su significación comunional, ha predominado en los planteamientos doctrinales de la teología y la canonística católicas hasta los tiempos del Concilio Vaticano II. Distinción acertada en su orden pero que, como se verá después, requería ser completada, como hizo el último Concilio al integrarla en un planteamiento de índole comunional.


Prolongación instructiva de la paternidad y maternidad humanas

Pues bien, como lo que se pretende ahora es mostrar el carácter personalista de la dimensión conjuntiva de la sexualidad humana, es preciso centrar la atención en su ordenación natural a ejercitarse de forma profunda y establemente comprometedora, que le adviene por las especiales exigencias de la condición personal del fruto de su ejercicio: a saber, por las peculiares necesidades de protección y aprendizaje de la prole. Es decir, se trata ahora de fijarse en que la sexualidad humana se diferencia de la de los animales porque el ejercicio de la dimensión parental de las personas, al no restringirse al orden procreativo y necesitar su prolongación instructiva, requiere para su adecuado cumplimiento un compromiso volitivo profunda y establemente conjuntivo.
En efecto, el ser humano tiene como singularidad psicosomática la capacidad de mantenerse no sólo aprovechando las virtualidades que las realidades del entorno le ofrecen de manera inmediata, sino ampliando sus recursos por medio del descubrimiento intelectual de aquellas utilidades que las cosas pueden reportarle debidamente transformadas. Esta peculiaridad pone de relieve el error de los planteamientos demográficos neomalthusianos. En efecto, evitar artificialmente que surjan nuevos seres humanos -en lugar de mejorar la distribución de recursos y combatir la ignorancia- para subsanar una supuesta falta de recursos energéticos, agrava el problema, porque supone prescindir de la riqueza inherente a cada persona humana como «ser solucionador de problemas» (la expresión es del profesor Leonardo Polo; cf EV, 91; FM).
Ahora bien, como estos conocimientos que la persona necesita para valerse por sí misma, no se reciben de manera instintiva, la progenie humana no resultaría viable sin una prolongada instrucción intelectual, con la correspondiente manutención y protección. De ahí que la prole humana -por contener en su naturaleza dimensiones que trascienden el orden de lo meramente biofísico, de cuyo desarrollo depende la misma viabilidad biológica de la persona- no llegaría a valerse por sí misma sin una prolongada instrucción intelectual, con la correspondiente manutención y protección. Y esta exigencia de ser instruidos y duraderamente atendidos por sus progenitores no se vería satisfecha con la mera conjunción procreativa y momentánea de éstos, sino que requiere un compromiso volitivo entre ellos que sea estable, esto es, que incluya la conjunción de ambos en el orden psicológico de su personalidad.
Observando el comportamiento sexual de los vivientes, se advierte que su conjunción sexual es, en general, más íntima y duradera según aumenten las necesidades de protección y aprendizaje de cada especie viviente. Es decir, ordinariamente, cuanto más simple es la misión de una especie en el ecosistema, más autosuficientes son las crías desde su nacimiento (menos dura la relación educativa paterno/materno-filial), y menor es la conjunción sexual de sus progenitores; y cuanto más rica y compleja sea la función de esa especie dentro del ecosistema, más necesidades de aprendizaje y protección tienen las crías, y más intensa y estable es la unión de la pareja.
Y así, en el caso del hombre, la universal amplitud y la riqueza de su misión en el mundo creado, se corresponde con el hecho de que, como decía Aristóteles, su mente sea inicialmente como una tabla rasa en la que no hay nada escrito: su configuración instintiva y su capacidad de supervivencia en el momento de nacer son mínimas, según se ha señalado en el capítulo anterior, y necesita la máxima protección y depende absolutamente del aprendizaje. Por eso, las exigencias educativas de la prole humana ocasionan que la inclinación parental de los cónyuges no se satisfaga con la mera donación procreativa a los hijos, sino que deba prolongarse en una donación a la prole más profunda que no puede efectuarse sino con la constancia en el ejercicio educativo de la paternidad/maternidad.
Es decir, la paternidad y maternidad humanas superan en profundidad y duración a la paternidad y maternidad animales porque, al no reducirse al orden biológico y contener una dimensión donativa más honda -la psicointelectual-, no se limitan a un periodo temporal restringido, ya que ese aprendizaje psicointelectual requiere -por su amplitud- una prolongada enseñanza y ocasiona que, para facilitarlo, el desarrollo corporal se produzca de forma muy lenta.

La conjunción sexual humana incluye lo psicointelectual

En consecuencia, como la prole humana no es viable sin una adecuada instrucción, sus padres tampoco se realizarían parentalmente con una decisión volitiva que tuviera como objeto su mera conjunción procreativa; sino que han de asumir una conjunción sexual más profunda y estable, de índole psicológica, que permita la instrucción de la prole procreada, además de su manutención y protección iniciales. Es decir, tienen que habérselas con el tiempo, comprometiéndose mutuamente en un común proyecto de vida duradero que haga posible la formación intelectual de su progenie.
No sucede así a la inclinación sexual animal que, por no trascender las condiciones de parcialidad y temporalidad que se derivan de su condición meramente corporal o material, no es comprometedora ni profunda. Y no necesita serlo, por dos razones: por una parte, porque la prole no requiere la ayuda de los padres más que durante un período temporal más o menos breve; y después, porque su sensibilidad sexual no es más que una derivación cognoscitivo-afectiva de su inclinación biosexual (que es meramente espacio-temporal y se mueve en la lógica de las necesidades inmediatas) y se subordina a ésta hasta el extremo de resultar irrelevante fuera del orden biofísico.
En cambio, la sexualidad humana, aunque se ejercite en el espacio y en el tiempo, trasciende la parcialidad y brevedad que, respectivamente, son propias de éstos, mediante su carácter profundo y prolongado, tanto en el orden conyugal como en el procreativo. Pues, por la necesidad que tienen los seres humanos de desarrollar su capacidad intelectual para pervivir, la inclinación sexual personal no se ordena meramente a la procreación y la manutención inicial de la prole, sino al enriquecimiento cultural de los hijos. Para lo cual, es decir, para hacer posible esa formación, la donación procreativa a los hijos debe prolongarse en su instrucción, y la conjunción procreativa de los cónyuges, en su conjunción psíquica.
Esto explica la mayor amplitud del horizonte de los intereses conjuntivos del varón y de la mujer, así como la perspectiva de futuro con que valoran sus respectivas virtualidades maternales o paternales procreativo-educativas: no sólo tienen en cuenta la virtual condición coprocreativa del posible cónyuge, sino sus aptitudes psicointelectuales para realizar la duradera misión materna o paterna que éste habría de asumir si tuvieran descendencia.
Más aún, es el convencimiento de la existencia en la otra persona de estos valores psíquicos el factor utilitario más determinante para el establecimiento de esa comunidad de vida ordenada al servicio de la vida que comienza, que es el consorcio sexual humano. Y esto, es decir, que en el aspecto conjuntivo de los intereses sexuales tenga más importancia lo psíquico que lo biofísico, señala la subordinación del aspecto procreativo de la dimensión parental de la sexualidad humana al aspecto formativo de ésta; y advierte que aquél no debería ejercitarse cuando no se pudiera cumplir éste, pues, por exponerse a la superficialidad parental, supondría un ejercicio irresponsable de la paternidad o de la maternidad.
Que el interés sexual del varón por la mujer -y viceversa- se mantenga vigente por encima de sus impulsos generadores manifiesta que la conjunción sexual humana se ordena a algo más que a procrear nuevas vidas, esto es, a formarlas. Es decir, pone de relieve que la dimensión paternal o maternal de su sexualidad conjuntiva no se agota en la procreación sino que -al contribuir a la unión estable de los padres mediante un interés psíquico entre ellos más duradero- se prolonga en facilitar la instrucción de la prole.
Todo ello manifiesta que la relación paterno/materno-filial es a nivel humano, por su profundidad y duración, más sólida y consistente que en el orden animal; y que, por eso, necesita de un contexto familiar estable para encontrar el cumplimiento a que por naturaleza se ordena. Y otro tanto sucede en el orden esponsal. En efecto, que el mutuo interés sexual entre del varón y la mujer no se restrinja al orden biofísico, subraya también la necesidad de su conjunción psico-intelectual estable y profunda para dar respuesta cumplida a las necesidades de los hijos que hayan podido procrear.
Es decir, como la donación procreativo-formativa requiere, a su vez, la previa conjunción sexual psico-somática de los esposos, la profundidad y estabilidad de la dimensión parental de la sexualidad humana se corresponde en el orden conyugal con el hecho de que la psicosexualidad y la biosexualidad del ser humano se proyecten hacia la persona del otro sexo con una tensión de duración y estabilidad incomparablemente mayor que la que existe en el reino animal, induciéndoles a establecer una comunidad de vida que haga posible la viabilidad de su posible descendencia.
Puesto que la crianza, el mantenimiento y la formación de la prole humana requieren la suma de tareas diversas respecto de las que el varón y la mujer son aptitudinalmente complementarios, ambos resultan recíprocamente necesarios para asegurar esa viabilidad de su progenie, que es exigencia de su inclinación parental. Y por eso, después de conseguirse la procreación, como cada cónyuge continúa siendo útil al otro por sus peculiaridades parentales psico-diferenciales, el mutuo interés utilitario perdura entre ellos.
De todo esto se deriva que las decisiones libres que han de dirigir el ejercicio de la sexualidad -integrándolo personalista o esponsaliciamente-, deban respetar esa tensión del aspecto conjuntivo de la inclinación sexual humana a establecer una relación profunda y estable con alguien del otro sexo y con la posible descendencia: «La estructura psico-biológica de la sexualidad humana es un dato objetivo que... no deja de orientar al encuentro profundo y estable entre el hombre y la mujer en el matrimonio, haciéndoles responsables de la vida que nace de tal encuentro» (JA, 28.VIII.1994). Es decir, son las propiedades personalistas de la sexualidad humana las que exigen, para su auténtica realización, la profundidad y estabilidad del compromiso volitivo matrimonial. Y por consiguiente, no cabría que un planteamiento volitivo diferente -que, en virtud de preferencias individuales o sociales, prescindiera de esas exigencias- pudiera resultar satisfactorio para la realización parental de los cónyuges, eficazmente educativo para la prole, o socialmente beneficioso.
Por eso la sexualidad humana necesita ejercitarse en una conjunción duradera y profunda para conseguir la realización eficaz de su ordenación natural a la formación de los hijos. Y por ello, si ese tipo de unión no existiera o fallara, los padres se verían frustrados en el plano psíquico de su inclinación parental, los hijos se verían perjudicados gravísimamente y se ocasionaría una distorsión social que constituiría un verdadero cáncer para la sociedad: pues no se debe olvidar que toda la organización social depende de la vitalidad de su célula básica y que, por tanto, el Estado ha de estar a su servicio. Como recordaba a este respecto Juan Pablo II, citando al Estagirita, la familia es, genética y teleológicamente, una institución anterior a la sociedad: «`El hombre, por su naturaleza -decía Aristóteles-, está más inclinado a vivir en pareja que a asociarse políticamente, puesto que la familia es algo anterior y más necesario que el Estado´ (Ética a Nicómaco, VIII, 12). La Declaración universal de los derechos del hombre se hace intérprete de este dato, cuando presenta a la familia como `el elemento natural y fundamental de la sociedad´ (art. 16)» (JA, 28.VIII.1994, 1).
Por consiguiente, para que la indiferenciación inicial de la inclinación sexual personal no sea ocasión de que ésta se desvíe hacia planteamientos ligeros e irresponsables -por restringirse a la superficialidad de lo biosexual, o por efímeros-, que desvirtuarían su profundidad y estabilidad virtuales, es preciso cultivarla con constancia en la línea de su esponsalicia orientación natural a la responsabilidad: es decir, hasta conseguir que arraigue en los impulsos biosexuales y psicosexuales de la persona su ordenación natural hacia la conjunción esponsal duradera y profunda y hacia la donación parental procreativa y educativa.
Y por esos motivos, se entiende también que éste es uno de los aspectos más básicos en que la inclinación sexual de la persona necesita ser ilustrada educativamente e integrada desde la libertad, a fin de que la indiferenciación en que se encuentra inicialmente no ocasione que su virtual ordenación natural a la profundidad y estabilidad se frustre por un ejercicio irresponsable y superficial de la sexualidad.


b) LÍMITES DE LA VISIÓN MERAMENTE CONJUNTIVA O UTILITARIA DE LA SEXUALIDAD HUMANA

La necesidad que tiene la prole humana de ser instruida para ser viable, y mantenida mientras se consigue su viabilidad, ha permitido ya comprender que la conjunción sexual de sus padres debe mantenerse al menos hasta que ese proceso se consume; y que, teniendo en cuenta la decisiva dependencia de los humanos respecto de la familia para su constitución psicosomática, durante los largos años que ésta tarda en producirse, sus padres no se realizarían parentalmente si no prolongaran su unión de forma duradera: esto es, al menos mientras su hijo menor no pudiera valerse por sí mismo.
Es decir, un planteamiento conjuntivo de la sexualidad permite comprender que los humanos deban ejercitarla de forma más profunda y cuantitativamente más duradera que los animales. Pero no explica su carácter exclusivista y temporalmente incondicional puesto que, como se indicó al tratar de la conjunción, ésta une de forma instrumental. Y por eso, un planteamiento así no sólo no excluye la pluralidad conjuntiva -es decir, que se cuente con más de una persona para ser padre o madre-, sino tampoco que se enfoque la unión conyugal de forma pasajera: esto es, que se afronte de manera más o menos duradera, pero admitiendo que pueda extinguirse una vez conseguido el fin al que se ordena: es decir, cuando los hijos se valgan por sí mismos.
Por lo tanto, esta perspectiva utilitaria -la necesidad de una conjunción sexual prolongada para asegurar la viabilidad de la progenie humana- no justifica el carácter totalmente unitario e indisoluble que, a diferencia de otras culturas, se postula en la moral católica como absolutamente irrenunciable para cualquier consorcio sexual que se pretenda como verdaderamente humano. Pues, aunque desde este punto de vista resultarían rechazables los flirteos, no resultaría totalmente evidente el perjuicio afectivo de los consorcios poligámicos y poliándricos estables; y, desde luego, no habría razón suficiente para excluir la separación de los cónyuges cuando no hubieran tenido descendencia o cuando sus hijos pudieran valerse por sí mismos.
Ahora bien, admitir como plausible un consorcio sexual no monogámico ni indisoluble sería para los humanos afectivamente frustrante y utilitariamente problemático. De una parte, porque no satisfaría las necesidades psicoafectivas de los esposos ni de la prole. Y después porque, derivadamente, ocasionaría serias dificultades en el orden utilitario a los esposos que se separaran y a los padres ancianos. Examinemos más detenidamente ambos aspectos, comenzando por la consideración de los perjuicios psicoafectivos que la falta de unidad conyugal ocasionaría a los esposos y a la prole.


Perjuicios afectivos del consorcio sexual no monogámico

En efecto, las aspiraciones de comunión de la afectividad conyugal no sólo se oponen a los consorcios sexuales momentáneos o meramente procreativos, sino que reclaman la unión exclusiva -de uno con una- de los esposos. Y otro tanto sucede por las necesidades de educación afectiva de los hijos, que trascienden sus exigencias de instrucción y manutención: «la verdadera educación es a la vez espiritual, intelectual y moral» (JM para la Cuaresma de 1995, 7.IX.1994, 2).
Pues aunque la poligamia y la poliandria hacen posible la manutención e instrucción intelectual de la prole, sin embargo, este tipo de consorcios no permiten establecer una relación de comunión entre los cónyuges, puesto que la persona que comparte su sexualidad con varias del otro sexo no se entrega plenamente a ninguna de ellas, y éstas se encuentran en situación de inferioridad respecto de aquélla.
Además, la poligamia y la poliandria, por constituir una discordancia afectiva respecto de la unidad genética de la que procede cada persona, dificultan la armonía necesaria para crear un ambiente que resulte educativo para la afectividad de todos y cada uno de los hijos144.
Asimismo, en el caso de la poligamia, se disminuiría la dedicación del varón a ayudar diferenciadamente a cada mujer en la educación afectiva de los hijos que hubiera procreado con cada una. Y, en el supuesto poliándrico, aparte de que resultaría complicado conocer el origen paterno de cada hijo -con lo que los varones tenderían a desentenderse de la prole-, la mujer tendría muy difícil compaginar las distintas preferencias educativas que cada varón pudiera aportarle.


Perjuicios afectivos del consorcio sexual provisional

Por otra parte, una perspectiva meramente utilitaria de la sexualidad humana tampoco permite comprender el carácter indisoluble que ha de tener el compromiso matrimonial para responder a las exigencias afectivas de los miembros de una familia, tanto en el plano de las relaciones conyugales como en el de las relaciones entre los padres y los hijos.
Pues, según se verá enseguida, los esposos son complementarios no sólo en el orden utilitario -esto es, para procrear y educar a la prole- sino también por sí mismos. Cada uno ve en los distintos valores sexuales psíquicos y morfológicos del otro una riqueza que plenifica todas las dimensiones de su psicoafectividad. Y por ello, su afectividad se vería insatisfecha si no existiera una entrega del corazón y del cuerpo que fuera plena, no sólo en sentido exclusivo sino también en sentido definitivo: es decir, que les mantuviera unidos por encima de su complementariedad procreativa y educativa.
Dicho de otro modo, por su tensión amorosa, la afectividad de los esposos se sentiría frustrada con una conjunción procreativa y educativa meramente utilitarias, es decir, que no fueran expresión y consecuencia de la total comunión esponsal: de una total y definitiva entrega que sea consecuencia de la valoración del conyuge por sí mismo y no sólo por su utilidad para la propia realización parental. Además, esta falta de sentido comunional ocasionaría que los esposos, para evitar los perjuicios económicos que se derivarían de que se separaran al independizarse sus hijos, se vieran obligados a mantener su convivencia cuando ya no existiría la única motivación altruista que la presidía -la educación de su progenie-; con lo que su convivencia tendería entonces a convertirse en una relación conflictiva, por individualista.
De igual forma, la afectividad parental y la filial no se desarrollarían si su ejercicio careciera del estilo amoroso o recíprocamente respetuoso y enriquecedor, que se deriva del carácter comunional o no meramente utilitario de las relaciones interpersonales y que trasciende la provisionalidad de lo útil vinculando a padres e hijos de manera definitiva. Por eso Juan Pablo II advierte que no cabe educación de los hijos sin fidelidad al compromiso de indisolubilidad matrimonial: «La pregunta sobre los hijos y su educación (que se formula a los novios en el rito católico del matrimonio, inmediatamente antes de que emitan el consentimiento) está vinculada estrictamente... con la promesa de amor, de respeto conyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación de los hijos -dos de los objetivos principales de la familia- están condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso» (CF, 10).
En efecto, la ausencia de actitud comunional entre los esposos les conduciría a ver en los hijos una mera carga, ignorando la riqueza comunional que, por su juventud y por su novedad irrepetible, éstos vienen a aportar a la familia (cf CF, 11, 15, 16). Esta perspectiva llevaría a los cónyuges a desvirtuar la significación procreativa de su unión marital, haciéndola artificialmente infecunda; y a las madres, a evitar esa dedicación prioritaria al trabajo doméstico, que en su aspecto educativo es absolutamente imprescindible para la maduración psicoafectiva de los hijos, pero que en el caso de separación conyugal les supondría un evidente perjuicio económico: con lo que ni los esposos se realizarían plenamente en el aspecto educativo de sus aspiraciones parentales, ni los hijos serían debidamente atendidos en la dimensión psicoafectiva de su personalidad.
Asimismo, la ausencia de sentido amoroso en las relaciones familiares llevaría a los esposos a tratar a sus hijos de forma instrumental, olvidando que éstos, por no ser una mera resultante de la unión genética de sus padres, poseen virtualmente una personalidad propia que ha de ser tratada y educada en el respeto de su alteridad (cf DV, II.4.c.). Esta falta de sentido respetuoso hacia la condición personal de los hijos tiene diversas manifestaciones. Por ejemplo, induce a ignorar la exigencia unitiva de la generación humana, es decir, a considerar plausible el recurso a la procreación artificial. Y lleva a plantear las relaciones con ellos de manera posesiva y dominativa, a pretender imponerles las propias preferencias y a proyectar en ellos las propias aspiraciones.
Asimismo, esta perspectiva instrumental conduce a los padres a tratar de asegurar que sus hijos no se desentiendan de ellos en su ancianidad mediante procedimientos nocivos a la afectividad de los hijos: evitando exigirles o corregirles; procurando atraer su interés hacia ellos con motivaciones económicas; o estructurando la familia de manera patriarcal, esto es, anulando la libertad de los hijos para escoger su pareja e impidiendo su autonomía socio-económica a fin de que, al casarse, no puedan constituir una familia verdaderamente independiente: lo cual debe evitarse, según advierte la Iglesia al afirmar que la función solidaria de la familia respecto de los ancianos debe establecerse de modo que no perjudique la necesaria autonomía del matrimonio ni la libertad de las personas para escoger su cónyuge: «El sistema de familia patriarcal, donde existe, debe ser estimado y ayudado a cumplir cada vez mejor su papel tradicional de solidaridad y de mutua asistencia, aun respetando al mismo tiempo los derechos de la familia nuclear y de la dignidad personal de cada miembro» (DF, art. 6,c); asimismo, «teniendo en el debido respeto el papel tradicional de las familias en ciertas culturas al guiar la decisión de sus hijos, toda presión que impida la libre elección de una determinada persona como cónyuge debe ser evitada» (DF, art. 2,a).
Además, una unión sexual que por ignorar lo afectivo pudiera ser disuelta al independizarse la prole, no sólo no atendería a la educación afectiva de los hijos mientras vivieran con sus padres, sino que éstos, después de casarse, tampoco contarían con los oportunos consejos de sus padres en orden a ejercer prudentemente la difícil tarea de constituir a su vez sus propias familias. En efecto, desde esta perspectiva meramente conjuntiva, la relación padres-hijos también se disolvería a partir del momento en que éstos contaran con autonomía psicosomática y autosuficiencia económica. Pues la intervención autoritativa y protectora de los padres, que es a lo que se ordena la conjunción sexual, ya no resultaría necesaria -ni conveniente145-, salvo de forma subsidiaria; y aquella otra faceta orientadora, por referirse más al plano afectivo que al instructivo y pertenecer al orden comunional, carecería de sentido en un planteamiento meramente conjuntivo de la misión educadora de los padres.
Todas estas limitaciones del planteamiento meramente conjuntivo del matrimonio ponen de manifiesto que la perspectiva puramente utilitaria de la sexualidad no responde a la dignidad personal del varón y de la mujer. Éstos, por su condición irrepetible, no deben ser tratados instrumentalmente, como algo intercambiable. Merecen ser apreciados como un fin en sí mismo y no como un medio para otra cosa. De igual manera, las necesidades personalistas de la prole reclaman una unión entre sus padres que sea superior a la meramente conjuntiva: «La persona humana, antes de alcanzar la madurez, tiene necesidad de mucha atención, de mucho cuidado espiritual y material. Profundamente dice Santo Tomás que no hay necesidad sólo de un `útero físico´ para la generación de una persona humana, sino también de un `útero espiritual´ (cf II-II, q. 10, a. 12). Sólo la comunión de amor que liga establemente al hombre y a la mujer puede asegurar este contexto educativo en el que le es posible a la persona crecer armoniosamente» (C. Caffarra, Ética..., cit., 105).


Perjuicios materiales de la unión sexual meramente utilitaria

Conviene tener en cuenta además que esta marginación de la afectividad en las relaciones familiares, que se deriva de un planteamiento meramente conjuntivo o utilitario de la sexualidad humana, también repercute negativamente en el mismo orden utilitario. En efecto, si el mantenimiento de la unión esponsal no tuviera otro soporte que el interés procreativo-instructivo, al cesar éste y, consiguientemente, la comunidad de vida de los esposos, éstos se verían seriamente perjudicados en sus necesidades terrenas individuales. Pues la especialización funcional que habrían adoptado para sacar adelante a sus hijos, les habría creado también una dependencia recíproca en sus necesidades materiales individuales, que no podrían satisfacer adecuadamente si se separaran. Además, un ambiente familiar no comunional induciría a los hijos, a desvincularse afectivamente de sus padres en cuanto éstos hubieran perdido para ellos interés utilitario pues, al no valorarles en su riqueza sapiencial y experiencial, considerarían un sacrificio inútil atenderles en sus necesidades.
Es decir, la ignorancia de la condición comunional de la sexualidad personal no sólo impide la realización de los miembros de cada familia en su afectividad amorosa, sino que además conduce a malograr las rectas virtualidades utilitarias del consorcio familiar, al convertir las relaciones familiares en un mundo de tensiones utilitaristas que perjudican -en sus justas aspiraciones utilitarias- a los miembros de la familia que sean en cada momento más débiles.
Todo esto manifiesta que la sexualidad humana requiere ser ejercida de forma totalmente definitiva y exclusivista, y no sólo de modo estable. Pero para entender la raíz antropológica de esta evidente conveniencia es preciso adoptar una perspectiva comunional. Pues es el punto de vista no utilitario el que hace posible captar que la psicosexualidad y biosexualidad humanas no admiten ser compartidas más que con una persona del sexo complementario, mientras ésta viva (cf AH, 6); y que, derivadamente, su ejercicio resultaría insustancial e insatisfactorio si se realizara -o se admitiera esta posibilidad- con otra u otras personas, simultánea o sucesivamente.
Ambos aspectos son aptitudinalmente inseparables, puesto que en la relación sexual el varón y la mujer han de comportarse simultáneamente como compañeros y como enamorados. Su unión es a la vez de conjunción y de comunión: es conjuntiva o utilitaria en el plano de los intereses terrenos, puesto que la diversidad sexual les hace complementarios en orden a su realización procreativo-educativa; pero, por su modo estético de despertarse, es de comunión. Y por eso el aspecto comunional de la inclinación sexual humana -su tensión a ejercitarse en una comunidad de amor- ha de informar el aspecto conjuntivo -su inclinación a complementarse en una comunidad de vida ordenada a la transmisión de la vida y a su educación- y convertirlo en cauce y materia de expresión del mutuo afecto.
De esta forma, el sentido amoroso de la inclinación sexual permite superar la visión meramente instrumental de los valores sexuales complementarios y entenderlos como una fuente de enriquecimiento interior. Asimismo, induce a los padres a valorar la novedad irrepetible de cada hijo y el valor psicoafectivamente enriquecedor de su juventud; y a los hijos, a apreciar a sus padres por sí mismos -por encima de los servicios materiales que puedan prestarles todavía- y por su riqueza sapiencial y experiencial. Y como consecuencia, ocasiona que cada cónyuge resulte útil al otro en el orden de sus necesidades terrenas individuales y que los hijos lo sean a sus padres cuando éstos puedan necesitarlo.
Es decir, estas consideraciones ponen de manifiesto que, para entender que el ejercicio de la sexualidad humana reclama un contexto familiar que se funde en un compromiso matrimonial totalizante, es menester reparar no ya en la capacidad de la afectividad humana de trascender el ámbito de los intereses inmediatos, sino en las peculiaridades comunionalmente amorosas de la afectividad conyugal, parental y filial de los seres humanos, que se derivan también de su condición personal. De ahí que sea necesario subrayar la condición personalista de la sexualidad humana, completando el entendimiento de sus peculiaridades diferenciales en el orden conjuntivo -su profundidad y estabilidad- con la comprensión de su índole amorosa comunional, que muestra paladinamente su carácter total y definitivamente vinculante, en los planos conyugal y parental-filial de la afectividad familiar.
No tiene nada de extraño, por tanto, que para salir al paso de los resabios utilitaristas que, en lo concerniente al sexo, la decadencia moral de Occidente ha importado de las culturas no cristianas, el magisterio de la Iglesia -sobre todo, a partir de la Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II- venga haciendo tanto hincapié en la índole aptitudinalmente comunional de la sexualidad humana146. Veamos, pues, los aspectos más destacables, desde un punto de vista antropológico, de esa doctrina moral que considera la conyugalidad no sólo como una comunidad de vida ordenada al servicio de la vida que comienza, sino también como una comunidad de amor conyugal que se prolonga en la comunión con los hijos.


c) LA UNIDAD E INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO, EXIGENCIAS DE LA REALIZACIÓN DE LAS NECESIDADES PSICOAFECTIVAS
DE LOS ESPOSOS Y DE LA PROLE

Las peculiaridades personalistas de la dimensión utilitaria o conjuntiva de la biosexualidad y psicosexualidad humanas -su profundidad y estabilidad- nos han permitido advertir que el ejercicio de la sexualidad humana requiere la responsabilidad de un compromiso volitivo duradero porque ella está afectada por el espíritu en el mismo orden sexual: es decir, porque entre la fisiología biosexual y psicosexual humana y animal existe una solución de continuidad que se debe no sólo a que el sexo humano debe ser integrado desde la libertad, sino sobre todo a que él mismo posee unas propiedades personalistas -profundidad y estabilidad- de que carece la sexualidad animal: no sólo es algo de la persona, sino que es personal.
Sin embargo, aunque la afectividad corporal humana difiere de la animal por esta facultad de plantear de modo profundo y duradero sus intereses utilitarios -de no limitarse a lo inmediato y momentáneo-, no es ésa su peculiaridad más acusada ni la que explica que el matrimonio deba establecerse entre un hombre y una mujer y de por vida. Su capacidad de apreciar la realidad de forma estética, amorosa o no utilitaria es su distintivo más personalista o esponsalicio y el fundamento corporal de la unidad e indisolubilidad matrimoniales. En efecto, el deseo de satisfacer las necesidades terrenas individuales y específicas o sexuales induce a establecer relaciones conjuntivas en las que se aprecia al compañero sólo de modo instrumental. En cambio, los impulsos estéticos se dirigen a la otra persona como a un fin, valorándola por sí misma, y permiten conferir a la conjunción utilitaria con ella -para mantenerse o para procrear- un sentido altruista de expresión del afecto que se le tiene.


La atracción sexual humana se despierta de forma no instrumental

En el orden sexual es evidente la influencia de esta capacidad estética de la psicoafectividad humana, que confiere a la atracción sexual un sentido amoroso o comunional que penetra los aspectos conjuntivos del sexo y confiere a éste una tensión de totalidad integral y temporal que exige de la voluntad un compromiso excluyente y definitivo.
Prueba de ello es que la atracción entre el varón y la mujer no se despierta inicialmente bajo el signo de la instrumentalidad, es decir, con un primario interés procreativo, como sucede entre los animales. La atracción del varón y de la mujer no les lleva inicialmente a interesarse cada uno por el otro de manera instrumental -esto es, considerándose recíprocamente como virtuales con-progenitores-, sino a apreciarse mutuamente como un fin en sí mismo, por encima de sus capacidades coprocreativas. Es una atracción que surge, de entrada, de una manera estética que constituye a cada sexo en un fin para el otro y que convierte a sus consiguientes deseos de conjuntarse psicosomáticamente para satisfacer sus necesidades terrenas individuales y procreativo-educativas, en expresiones de su comunión afectiva147.
En efecto, el modo humano de valorar las complementarias cualidades estéticas o afectivo-energéticas psicosexuales es amoroso o comunional. Se aprecian en sí mismas, esto es, por el beneficio interior que favorecerlas o recibirlas producen y no sólo por la utilidad que pudieran reportar en orden a satisfacer los propios impulsos biofísicos de mantenimiento individual o de propagación del género. Por su parte, la atracción biosexual tampoco se desencadena de forma instrumental. En lugar de despertarse en función del estado de fertilidad, como acontece en el mundo animal, la biosexualidad humana se estimula, de una parte, ante las propiedades estéticas de la morfología sexual del individuo del otro sexo y, también, ante las cualidades psicoafectivas de la otra persona. Es decir, en el desencadenamiento de los procesos biofísicos de los seres humanos, que se ordenan a la transmisión de la vida, intervienen unos factores psíquicos y somáticos que no son de índole instrumental o utilitaria, sino de carácter estético, amoroso o comunional. Son unos procesos cuya actualización no depende, neurológicamente, sólo del estado fisiológico de los órganos generadores, sino de la existencia o no de una mediación motivadora de índole amorosa.


El ejercicio de la sexualidad humana la determina en sentido exclusivista

Esta mediación estética condiciona en sentido determinativo a la genérica inclinación biosexual de cada ser humano, ocasionando que ésta se habitúe progresivamente a despertarse ante unos concretos valores sexuales psicosomáticos y que cada vez reaccione fisiológicamente menos ante otras cualidades sexuales que no le resultan familiares. Es decir, la inclinación sexual humana, por su condición no instintiva o repetitiva, se crea hábitos al actualizarse, adquiere una personalidad irrepetible. Y esto no sólo en el orden psíquico, sino también, por la dependencia de lo biosexual respecto de los factores estéticos somáticos y psíquicos, en el plano biofísico. De ahí que los impulsos sexuales espontáneos, ya sean de carácter erótico o venéreo, contengan por su condición comunional una tensión exclusivista y temporalmente incondicional que reclama, para satisfacerse, un contexto de ejercicio que sea de uno con una y de por vida. Es decir, vivir la sexualidad como persona requiere `familiarizarla´, profundizando en esa dirección con un sentido de fidelidad.
En efecto, los impulsos eróticos y venéreos son exclusivistas porque se dirigen de forma amorosa hacia los valores sexuales estéticos o energéticos psíquicos y somáticos de otra persona. Si estos valores, que afectan a todos los aspectos de la corporeidad, se buscaran sólo en orden a su utilidad exterior, podrían reemplazarse por los de otra persona sin que con ello se frustraran estas pretensiones utilitarias. Pero se buscan por sí mismos. Y por eso, cuando alguien desea sexualmente para sí a otra persona en su integralidad masculina o femenina, todo el horizonte afectivo de su inclinación sexual psicosomática se determina completamente en esa particular dirección, inhabilitándose para admitir en su corazón afectos venéreos o eróticos diferentes.
Es decir, los impulsos eróticos y venéreos humanos son refractarios a un ejercicio poligámico o poliándrico de la sexualidad porque contienen un sentido amoroso comunional que no se satisfaría desde una perspectiva meramente instrumental. Dicho de otro modo, la atracción sexual humana es exclusivista por poseer un carácter dialógico que induce a un trato de igualdad que no sería posible en la relación poligámica o poliándrica. En este sentido, resulta ilustrativo que esta condición exclusivista de la atracción sexual humana se corresponda, en el orden fisiológico, con el hecho de que las personas no copulen como los animales, sino cara a cara. Pues esta heterogeneidad fisiológica, que constituye una expresión corporal de la igual dignidad sexual del varón y la mujer y de la índole dialógica de la relación sexual entre personas, obliga a reparar en el carácter personalista de la sexualidad humana.


Los hábitos sexuales predisponen a la fidelidad comunional

Este modo exclusivista con que se producen los deseos sexuales humanos por su carácter amoroso, contiene también una proyección temporal que permite afirmar que «sólo se ama de verdad y a fondo cuando se ama para siempre» (JA, 10.VI.1994). En efecto, el hecho de que la actualización de la inclinación sexual genérica la determine en una dirección concreta ocasiona no sólo que quede momentáneamente absorbida por esos valores sexuales irrepetibles -excluyéndose que, mientras dura esa absorción, pueda dirigirse hacia otros-, sino también que resulte predispuesta a ejercitarse en lo sucesivo en esa misma dirección.
Según se explicó al tratar de la comunión, los actos amorosos interiorizan recíprocamente a quienes los ejercen dejando una huella -un hábito- en ellos, que les condiciona temporalmente en el sentido de que su afectividad para satisfacerse necesita profundizar en la dirección adoptada. De ahí que, como la condición sexual es permanente y corporalmente omnicomprensiva, el afecto nupcial hacia una determinada persona se proyecte con tensión de totalidad temporal, excluyendo ejercitarse con una pluralidad de personas no sólo simultáneamente, como se ha dicho antes, sino también sucesivamente: «El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero» (CEC, 1646).
Esta totalidad temporal que está impresa en el interés sexual humano facilita además no entender a la persona del sexo complementario como momentáneamente útil para satisfacer apetencias venéreas o eróticas individualistas o, en el mejor de los casos, los deseos de paternidad o maternidad. Pues su carácter no transitorio induce a considerarla como alguien valioso por sí mismo, con quien compartir duraderamente las propias virtualidades sexuales psicofísicas en orden a un común proyecto de vida altruistamente donativo y recíprocamente enriquecedor.
Todo esto manifiesta que la sexualidad humana no se ejercería de modo personal no sólo si se ejercitase de modo que dificultara la función educativa de su orientación parental, según se ha visto al tratar de su vertiente conjuntiva; sino tampoco si, en el orden comunional, se ejerciera sin la exclusividad e indisolubilidad que producen esa íntima y recíproca compenetración psicosomática que constituye a la pareja en «una sola carne» (Gen 2, 24) y que es la expresión y realización efectiva de la total donación y aceptación volitivas de los cónyuges (cf JA, 3.VII.1994, 1). Por eso, como advierte Clive Staples Lewis con la lucidez y expresividad que le caracterizan, al proclamar la unidad e indisolubilidad del matrimonio «la ley cristiana no impone sobre la pasión del amor algo que es ajeno a la naturaleza de esa pasión: exige que los enamorados se tomen en serio algo que su pasión por sí misma los impulsa a hacer» (Mero Cristianismo, cit., 121).


Otras exigencias éticas de la subordinación de lo biosexual respecto de lo psicosexual

La unidad e indisolubilidad con que la voluntad debe dirigir la inclinación sexual es, pues, una de las exigencias éticas de la condición amorosa comunional que está presente en la sexualidad humana. Pero no es la única. La peculiar correlación que existe en el orden humano entre lo psicoafectivo y lo biofísico plantea también otras exigencias éticas, muy relacionadas con aquélla, que parece conveniente señalar.
En efecto, la relación de dependencia y subordinación entre lo psíquico y lo biofísico se produce en el orden humano de modo inverso al que se observa en el orden animal. Aquí lo psíquico se subordina a lo biofísico hasta tal punto que los animales no se sienten biosexualmente atraídos por el sexo complementario más que momentáneamente -cuando son fértiles-, ni mantienen su convivencia cuando la viabilidad vital de la prole ya no lo requiere. Que existan algunas especies cuyo emparejamiento se asemeja a la monogamia, no desmiente esa afirmación, porque su estabilidad no se ordena al progreso cultural de la prole ni, derivadamente, de la especie, sino a garantizar la pervivencia de ésta que, por las peculiaridades que sus individuos tienen para crecer y reproducirse, es más difícil.
Su atracción sexual es una mera proyección cognoscitivo-afectiva de su capacidad generadora y, por eso, carece de sentido amoroso comunional y relaciona al macho y a la hembra de forma generalmente efímera y, en todo caso, meramente instrumental. Es decir, los impulsos sexuales animales no son capaces de constituir una verdadera comunión porque se restringen a lo conjuntivo y, en este ámbito, no existe un sentido de donación a la pareja, ya que no permanece en ella el fruto de esa conjunción (excepto en algunas hembras -cuando la fecundación es interna-, y de una manera ontológicamente extrínseca a ellas -el hijo está en ellas sin ser parte de ellas-, y provisionalmente, durante la gestación de la prole).
En cambio, en el orden humano, la psicoafectividad sexual no es una mera proyeción de la biosexualidad, sino una dimensión superior que condiciona y subordina a ésta y que la emplea como su principal medio de expresión corporal. Así lo prueba el hecho de que, de modo diverso a lo que acontece en el mundo animal, la atracción biosexual humana se experimente de modo ininterrumpido; es decir, de una forma peculiar que expresa el sentido amoroso comunional que le adviene por su natural dependencia del orden psíquico. En efecto, que la atracción biosexual entre el varón y la mujer se mantenga en los momentos infértiles manifiesta que la biosexualidad humana no sólo se ordena a la conjunción procreativo-educativa, sino también, e inseparablemente148, a expresar la comunión afectiva de la pareja y a fomentar -con su prolongada atracción biofísica- la indisolubilidad y exclusividad de esa comunión.
Además, esa peculiaridad pone de relieve que la afectividad sexual humana no es una mera redundancia de la función procreadora del sexo, sino que trasciende el ámbito biofísico en unas virtualidades axiológicas mucho más ricas, que constituyen a los valores psicosexuales de los cónyuges en más profunda y duraderamente unitivos que los biosexuales y, como se verá en el siguiente capítulo, en un factor más importante que éstos para la vida sexual de la pareja. De ahí que se pueda afirmar que la sexualidad humana contiene una doble finalidad. No sólo se ordena al bien de la prole, como sucede al sexo animal; sino también al bien de los cónyuges (cf CF, 12). Más aún, esta perspectiva comunional permite entender que entre estos fines no existe la jerarquización que se da en el orden conjuntivo, donde lo unitivo se subordina a lo generativo; sino una indisociabilidad en virtud de la cual la donación a la pareja no se sostendría sin la apertura a la donación a los hijos, ni ésta podría conseguirse sino como prolongación del amor de los esposos.
Pues bien, por su ordenación a la íntima unión del varón y la mujer en la unidad indivisible -irrevocable- de cada hijo y por su carácter unitivamente comprometedor en lo que se refiere a mantenerlos y educarlos intelectual y afectivamente, el encuentro marital entre las personas es la expresión biofísica más adecuada de la total y definitiva interiorización que la comunión afectiva sexual produce. Pero para ser una expresión adecuada del afecto sexual verdadero, este encuentro no puede ser privado de su natural ordenación a la unión procreativa y educativa. Si se impidiera voluntariamente que los gametos pudieran unirse, la relación biosexual se desvirtuaría en su natural significación unitiva totalizante y se convertiría en una superficial y efímera unión utilitarista en que sólo se pretende una fugaz satisfacción venérea.
Por eso, el acto sexual contraceptivo no puede expresar el amor recíproco de los cónyuges y lo dificulta, puesto que carece de la totalidad unitiva y donativa que sólo existe en la unión biosexual abierta a la procreación: «El cuerpo es parte constitutiva del hombre..., pertenece al ser de la persona y no a su tener. En el acto que expresa su amor conyugal, los esposos son llamados a hacer don de sí mismos el uno al otro: nada de lo que constituye su ser persona puede ser excluido de este don. Un amor centrado sobre todo en la persona, sobre el bien de la persona: sobre el bien que es el ser personal. Es este bien el que los cónyuges se dan recíprocamente. El acto contraceptivo introduce una limitación sustancial en el interior de esta recíproca entrega y expresa un rechazo objetivo a dar al otro, respectivamente, todo el bien de la feminidad o de la masculinidad. En una palabra: la contracepción contradice la verdad del amor conyugal» (JD a los participantes en un seminario de estudio sobre `La procreación responsable´, 17.IX.1983).
Una relación así no expresaría la tensión de totalidad con que se despiertan espontáneamente los impulsos psicosexuales. Y otro tanto sucedería si, como acontece en la fecundación artificial, el proceso unitivo fuera privado de alguno de sus momentos integrantes. Esa tensión de totalidad tampoco se haría efectiva si la unión biosexual no se planteara de forma no ya profunda y estable, sino además, excluyente e irrevocable. Pues para constituir una adecuada expresión biofísica de la integralidad donativa y receptiva que aptitudinalmente está presente en los afectos psicosexuales, la relación marital debe estar integrada en un planteamiento volitivo nupcialmente unitario e indisoluble.
En efecto, el ejercicio natural de la psicosexualidad humana requiere esa entrega plena del corazón que no existiría ni en la actitud poligámica/poliándrica ni en la apertura al cambio de pareja149. Consiguientemente, para que un ejercicio biofísico de la sexualidad humana pueda expresar esos afectos, no basta que sea natural en sentido meramente unitivo y procreativo, esto es, que respete en su totalidad el proceso generador -lo que excluye la anticoncepción y la FIVET-; sino que esa actividad, aunque parcial y momentánea, sea planteada volitivamente de forma exclusiva y temporalmente incondicional150.
Que el ejercicio de la biosexualidad deba ajustarse a la tensión de totalidad de lo psicoafectivo lo manifiesta el carácter ininterrumpido con que se produce la atracción biosexual. En efecto, que esta atracción, por su dependencia de las motivaciones estéticas -morfológicas y psíquicas-, se mantenga fuera de los momentos de fertilidad muestra que el encuentro marital entre las personas es aptitudinalmente comprometedor y absorbente. Pues como el varón y la mujer mantienen su atractivo biofísico por encima de su valor procreativo, esa atracción no podría satisfacerse si se pretendiera mantenerla con varias personas, simultánea o sucesivamente.
De ahí que las expresiones biosexuales del afecto deban ser exclusivas de quienes ya se hayan comprometido matrimonialmente. Y de ahí también que deban realizarse de manera íntima. De una parte porque la entrega biosexual constituye la donación más honda, total y comprometedora que en el orden biofísico puede realizar una persona. Y después porque el así denominado acto conyugal constituye una expresión externa de una intimidad afectiva que, a nivel psíquico, es lo más personal y exclusivista del individuo151. Por ambos motivos, este tipo de donaciones deben efectuarse con una plena intimidad que no sólo exprese y facilite esa totalidad impresa en su naturaleza sino que además favorezca la irrepetible peculiaridad que -como derivación de la singular personalidad de los miembros de cada pareja humana- debe adornarlas: es decir, que induzca a los esposos a tratar de aprender a expresarse biosexualmente su afecto atendiendo a sus propias preferencias mutuas, convencidos de la inutilidad didáctica que para ellos supondría el conocimiento de la particular intimidad sexual de otros matrimonios.


Expresiones utilitarias asexuales del afecto conyugal

Estas exigencias de la sexualidad humana subrayan su carácter amoroso comunional. Esto es, ponen de manifiesto que el interés humano por el otro sexo no se produce de forma instrumental o en orden a otro objetivo, sino que -aun cuando trascienda a las personas de los hijos- descansa en él e induce a beneficiarle. De esto se sigue, como ya se ha explicado, que la conjunción sexual procreativo-educativa pueda y deba ser asumida por la afectividad como medio de expresión de la interior comunión amorosa. Pero no es ésta la única materia de índole conjuntiva que las personas tienen para expresarse su mutuo afecto conyugal. La aportación de sus diferenciales aptitudes masculinas o femeninas para solventar sus necesidades psicosomáticas individuales es el otro cauce de expresión de su recíproco amor conyugal, así como otro motivo más por el que la unión conyugal no pierde su sentido cuando no ha habido descendencia.
Los seres humanos no sólo necesitan revestir de sentido estético sus funciones biofísicas generadoras, sino también aquellas actividades relacionadas de un modo u otro con su conservación individual. De ahí que el varón y la mujer se sientan recíprocamente atraídos por sus diferentes y complementarios modos de realizar tanto las actividades ordenadas a la producción, como las que se dirigen a reponer fuerzas físicas o psicointelectuales. Por eso la unión psicosomática del varón y la mujer no les enriquece sólo interiormente, sino también en el orden de sus necesidades utilitarias. En efecto, su unión no sólo resulta utilitariamente beneficiosa para los hijos, sino que constituye a cada uno en utilitariamente valioso para el otro, además de que pueda serlo en el plano interior y por su utilidad respecto de la propia realización procreativa o educativa de su inclinación parental.
Es decir, que los humanos planteen la comunión sexual con una aspiración a enriquecerse interiormente de manera recíproca y no sólo de forma instrumental, ocasiona también que aquélla les resulte recíprocamente beneficiosa en el orden de sus necesidades biofísicas individuales. Pues a diferencia de lo que sucede a los animales, que no necesitan sentirse ayudados paternal o maternalmente por su pareja, el varón y la mujer establecen una comunidad de vida que, aunque no tengan descendencia, mantiene su sentido como ámbito de expresión de su irrepetible comunión amorosa. No se trata sólo de que cada varón necesite genéricamente de alguna mujer -y viceversa- en el plano utilitario individual; sino de que, al establecer la convivencia, cada persona concreta se convierte en insustituible para la otra en el susodicho orden de necesidades.
Pues de igual manera que las relaciones maritales condicionan determinativamente en sentido recíproco a quienes las realizan, la convivencia doméstica predispone al varón y a la mujer a necesitar del particular estilo femenino o masculino de su pareja a la hora de satisfacer sus necesidades terrenas individuales. Y por eso, sus inclinaciones biofísicas individuales, al habituarse a satisfacerse con la impregnación de un determinado complemento estético femenino o masculino, se hacen refractarias al cambio de estilo familiar que conllevaría el abandono de su pareja.
Todas estas cualidades de la sexualidad humana expresan la tensión exclusivista que está impresa en la biosexualidad y en la psicosexualidad humanas. Una tensión que es consecuencia de su condición personal y que, con el sentido unitivo y procreativo del sexo, ha de ser respetada y cultivada para adecuarse a una visión integral de la sexualidad humana y conseguir su equilibrado desarrollo. Es decir, estas peculiaridades manifiestan que la conyugalidad humana posee una condición exclusiva y excluyente, puesto que se ordena a la entrega plena y total de una sola persona a una sola persona, en la que, mientras vivan los dos, se excluyen desde la perspectiva sexual a las demás personas, tanto en el presente como en el futuro.
Y así, un ejercicio de la sexualidad que no se correspondiera con un planteamiento volitivo matrimonial de carácter exclusivo y definitivo -esto es, con un compromiso matrimonial de uno con una y hasta la muerte-, resultaría dificultado en sus pretensiones naturales y resultaría frustrante y problemático. Pues, como señala Juan Pablo II, «el auténtico amor humano refleja en sí la lógica del amor divino. En esta perspectiva se comprende plenamente el deber de la fidelidad conyugal. `Tú eres todo para mí, me entrego totalmente a ti para siempre´: éste es el compromiso que brota del corazón de toda persona sinceramente enamorada» (JD a las familias de Asti, Italia, 25.IX.1993, 2).


Carácter comunional de la relación paterno/materno-filial

Ahora bien, esta tensión nupcial y familiar que está impresa, por su carácter amoroso comunional, en los impulsos sexuales humanos no aparece solamente en lo que podría denominarse su vertiente horizontal, esto es, en las relaciones de la pareja; sino que se manifiesta también en su dimensión vertical, es decir, en las relaciones entre padres e hijos.

El modo amoroso comunional con que el varón y la mujer, por la condición personalista de su sexualidad, se sienten inclinados a tratarse, se prolonga también en sus actitudes parentales. Y esto ocasiona, de una parte, que su relación con los hijos trascienda el orden utilitario y que, por eso, se mantenga cuando éstos pueden valerse por sí mismos; y de otra, que contenga una aspiración a que les resulte beneficiosa también a ellos -y no sólo a la prole-, tanto en el orden afectivo como en el plano de sus necesidades utilitarias asexuales.
Parece lógico que esto sea así. Pues como la conjunción generadora se ordena a ser expresión y consumación de la indisoluble unión amorosa de los cónyuges, resulta natural que la relación de éstos con el fruto de su amor tienda a plantearse de modo tan amoroso e incondicional como el que debe caracterizar sus relaciones esponsales: «Ser padres es el evento mediante el cual la familia, ya constituida por la alianza del matrimonio, se realiza `en sentido pleno y específico´ (FC, 69)» (CF, 7); por eso, «mediante la genealogía de las personas, la comunión conyugal se hace comunión de generaciones» (CF, 10).
Pues bien, para facilitar en los padres esta actitud no utilitaria en su forma de considerar a sus hijos, existe en la sexualidad humana una falta de correspondencia entre el modo ininterrumpido en que se sienten atraídos a unirse maritalmente y el carácter cíclico de la eficacia procreativa de su unión. En efecto, el varón y la mujer, a diferencia de los animales, se sienten naturalmente impulsados a ejercitar sus facultades generadoras también en los momentos previsiblemente no generativos del ciclo ginecológico de la mujer. Y esta diversidad impulsiva confiere a su unión un sentido de misterio que les induce a comprender no sólo la significación comunional o no meramente instrumental de su unión marital, sino también el carácter comunional de la procreación humana.
Como ya se ha señalado, que la naturaleza humana impulse a conjuntarse biosexualmente con independencia del estado de fertilidad femenina conduce, ciertamente, a los esposos a entender que su unión biofísica contiene un sentido amoroso recíproco que se mantiene por encima de que ésta resulte eficaz instrumentalmente, esto es, en orden a convertirles en padre y madre. Pero además, que la naturaleza no les impulse a unirse solamente cuando la unión pueda ser eficazmente generativa, les lleva también a comprender que el hijo no es una cosa que tenga que derivarse necesariamente de esa conjunción biofísica que los esposos tienen, efectivamente, derecho a realizar (cf DV, II, 8); sino una persona que puede aparecer o no ante ellos en función de factores que no dependen sólo de sus deseos, sino de la voluntad del Creador: «La paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a Él» (CF, 10).


Los humanos no se re-producen, pro-crean: el hijo como don

En efecto, el hecho de que la atracción biosexual humana se experimente con independencia tanto de que el varón o la mujer sean fértiles152, como del momento ovulatorio del ciclo femenino, induce a los esposos a adoptar respecto de su posible descendencia una actitud comunional, porque les lleva a descubrir que «el matrimonio no confiere a los cónyuges el derecho a tener un hijo, sino solamente el derecho a realizar los actos naturales que de suyo se ordenan a la procreación... El hijo no es algo debido y no puede ser considerado como un objeto de propiedad: es más bien un don, `el más grande´ y el más gratuito del matrimonio» (DV, II, 8). Cada ser humano es para sus padres un don o regalo gratuito de Dios porque su naturaleza no puede proceder, en su dimensión espiritual, de la actividad biosexual de sus padres (cf DV, intr., 5). Para que esta actividad origine un nuevo ser espiritual es imprescindible además una intervención divina (cf HG: DZ, 2327), puesto que el espíritu, por ser inmortal, no se reproduce.
Pues bien, la desconexión entre la atracción biosexual y la efectividad generativa de la conjunción marital a que se ordena esa atracción, despierta en los cónyuges aquella conciencia del misterio divino de la pro-creación humana que estuvo presente, a pesar de la ofuscación derivada del pecado original, cuando se produjo la primera procreación humana: «La primera mujer parturiente tiene plena conciencia del misterio de la creación, que se renueva en la generación humana. Tiene también plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: `He alcanzado de Yahveh un varón´ (Gen 4, 1)» (JG, 12.III.1980, 6). Es decir, esta desconexión induce a los esposos a ver a su hijo no como una simple re-producción repetitiva de las virtualidades genéticas de los padres, sino como fruto de una directa intervención divina de índole novedosa o `creadora´, y no meramente `conservadora´, a la que ellos han cooperado conjuntando sus peculiaridades genéticas153.
Ahora bien, difícilmente podría adoptarse esta actitud respecto de la prole ya procreada, si los esposos, olvidando el misterio divino que se encierra en esta `co-operación pro-creativa´, practicaran la contracepción. Pues, entonces, se erigirían en señores absolutos de la vida de los hijos que decidieran tener, ignorando el papel que les corresponde de servidores de esas vidas que Dios quisiera confiarles:

«En el origen de toda persona humana hay un acto creativo de Dios: ningún hombre viene a la existencia por azar; siempre es el término del amor creativo de Dios. De esta verdad fundamental de fe y de razón se deriva que la capacidad procreativa, inscrita en la sexualidad humana, sea -en su verdad más profunda- una co-operación con el poder creativo de Dios. Y se deriva asimismo que, de esta capacidad, el hombre y la mujer no sean árbitros, no sean dueños, estando llamados, en ella y a través de ella, a ser partícipes de la decisión creadora de Dios. Por tanto, cuando mediante la contracepción los esposos quitan al ejercicio de su sexualidad conyugal su potencial capacidad procreativa, se atribuyen un poder que pertenece sólo a Dios: el poder de decidir en última instancia la venida a la existencia de una persona humana. Se atribuyen la calificación de ser no los cooperadores del poder creativo de Dios, sino los depositarios últimos de la fuente de la vida humana. En esta perspectiva la contracepción ha de ser juzgada, objetivamente, tan profundamente ilícita que por ninguna razón puede ser justificada nunca. Pensar o decir lo contrario equivale a juzgar que en la vida humana se pueden dar situaciones en las que sea lícito no reconocer a Dios como Dios» (JD a los participantes en un seminario de estudio sobre `La procreación responsable´, 17.IX.1983).
El hijo, por tanto, es un regalo divino, un plus que aparece en su comunión esponsal no como una mera prolongación de ésta, sino como una riqueza novedosa que viene a ampliarla y a rejuvenecerla. Aunque su mantenimiento e instrucción supongan un esfuerzo, el hijo no es una mera carga, sino alguien único e irrepetible, una persona que, al serles confiada también en el orden psicoafectivo, les permitirá enriquecerse interiormente con su irrepetibilidad y con su juventud, es decir, con su modo distinto y más juvenil de captar la realidad; y que, si llega a quererles, les servirá además de ayuda en sus necesidades terrenas cuando puedan necesitarlo.
Por eso, la relación parental-filial humana se establece con carácter definitivo y con perspectiva de enriquecimiento mutuo: esto es, de que los padres se beneficien de los hijos y no sólo éstos de aquéllos. En efecto, los humanos, aunque genéticamente sólo nos diferenciemos de modo accidental, psicoespiritualmente somos específicamente distintos y sólo genéricamente semejantes. Por eso, la paternidad y la maternidad humanas -al rebasar el ámbito de lo biofísico- no son repetitivas sino creativas e inducen a los padres a enriquecerse interiormente mediante su permanente comunión con los hijos. Y como consecuencia de esta mutua vinculación afectiva, los hijos se sienten impulsados a corresponder en el orden utilitario cuando sus padres puedan necesitarles.
En cambio, las diferencias entre los individuos de la misma especie animal no son esenciales sino meramente accidentales. Y por eso, la inclinación a la prole de los animales es meramente donativa o unidireccional y, en consecuencia, efímera y fugaz. Es decir, no constituye vínculos familiares porque no es interiormente enriquecedora para los padres, ya que los hijos, al ser una mera reproducción de las virtualidades genéticas de los padres, no son capaces de aportarles otra riqueza sustancial que la que supone el aumento cuantitativo de la especie. Y, como consecuencia, la generación animal no induce a una correspondencia por parte de los hijos en el orden utilitario, cuando los padres puedan requerirlo.
Asimismo, este carácter efímero de la relación paterno/materno-filial entre animales ocasiona que la prole pase a equipararse enseguida, desde el punto de vista significativo, a los restantes miembros del correspondiente colectivo animal y no suponga desorden alguno la conjunción sexual entre padres e hijos adultos; mientras que, en el orden humano, el incesto contradice el carácter definitivo de la relación interpersonal entre padres e hijos, que es sexualmente desinteresada.


Cada ser humano merece la acogida respetuosa y temporalmente incondicional de sus padres

Este reconocimiento de la diversidad ontológica y trascendental que existe entre la re-producción animal o vegetal y la pro-creación o «genealogía de la persona» (CF, 9) es, pues, lo que induce a plantear la paternidad y maternidad de modo personalista, comprendiendo que éstas no se realizarían si se limitaran a la manutención biofísica o a la instrucción intelectual de la prole. Es decir, es lo que permite a los cónyuges entender que deben adoptar con cada hijo el mismo modo personalista con que ellos han de tratarse entre sí.
La relación educativa de los padres con los hijos no debe, por tanto, restringirse al orden instructivo o psicointelectual, sino que ha de atender a su dimensión psicoafectiva y plantearse de manera respetuosa e incondicional. En efecto, si el hijo es un don psicoespiritual y no una mera prolongación de las propiedades genéticas de los padres, merece ser educado en el respeto de su alteridad irrepetible, evitando en absoluto imponerle los propios gustos o preferencias, esto es, pretendiendo los padres proyectar en él sus personales aspiraciones. El hijo no es algo que les pertenezca, sino alguien que, por su dignidad personal y por el origen exclusivamente divino de su dimensión espiritual, sólo pertenece a Dios: «El hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie» (EV, 19).
Al ser engendrado, el hijo no recibe una predisposición instintiva, esto es, que tenga que seguir necesariamente y que excluya esa creatividad innovadora que siempre aparece en cada biografía humana. Por eso la educación que sus padres deben proporcionarle ha de respetar y fomentar la libertad de las decisiones con que cada hijo tiene que desarrollar sus irrepetibles virtualidades. Asimismo, esta consideración del hijo como persona que se les confía, y no como cosa de la que se pueda usar, induce a los padres a tratarle como alguien amable por sí mismo que, como «todo ser humano, ha de ser respetado por sí mismo y no puede quedar reducido a un puro y simple valor instrumental en beneficio de otros» (DV, I.5); es decir, a establecer con él una relación incondicional y definitivamente vinculante, que se mantiene aún cuando ya no les necesite en el orden utilitario y que, consiguientemente, conduce a la prole a considerar un honor y no una carga atender materialmente a sus padres cuando éstos puedan requerirlo.
Así, cuando los hijos fundan su propia familia, sus padres no se empobrecen comunionalmente: pues no sólo encuentran la alegría de haber consumado con ellos su misión de ayudarles a valerse por sí mismos, es decir, de haber cumplido el aspecto utilitario de su paternidad o maternidad; sino que, además, su comunión se enriquece en el aspecto afectivo, al ampliarse en la relación con los cónyuges de sus hijos y con los nietos. Pero, para que esto pueda producirse, es necesario que los padres fomenten de manera creciente su comunión esponsal y la mantengan de modo irrevocable. Pues de igual forma que la prole procede biofísicamente de la total unión genética de sus padres, así también su maduración afectiva no podría desarrollarse sino como consecuencia de la creciente e incondicional unión afectiva de éstos: «Este testimonio de unidad y de fidelidad es también la espera más natural de los hijos, que constituyen el fruto del amor de un solo hombre y de una sola mujer, y que exigen dicho amor con todas las fibras de su ser» (JA, 3.VII.1994, 2). ¿Cómo podrían los hijos aprender a querer a sus padres -apreciándoles por sí mismos, por encima de los servicios utilitarios que puedan prestarles- y considerar después un honor atenderles en sus necesidades, si no se educaran en un ambiente familiar presidido por un afecto desinteresado y una fidelidad incuestionable?
Esto explica que el deterioro de la comunión esponsal, que aqueja hoy a la cultura occidental, haya redundado en tan abundantes e inaceptables formas de marginación de los ancianos, «que son a la vez fuente de agudos sufrimientos para éstos y de empobrecimiento espiritual para tantas familias» (FC, 27) que pierden así la riqueza de ese diálogo intergeneracional que se produce cuando «el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable -aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia- y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro» (ibidem):
«Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de `pacto´ entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf Ex 20,12; Lev 19,3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad» (EV, 94).
Por lo demás, el reconocimiento de la dignidad personal del hijo, al que induce la comprensión de que no es un mero producto de la conjunción biofísica de los padres, impone también a éstos otras dos exigencias éticas en el plano de sus decisiones procreativas: el respeto a su integridad biofísica y la obligación de supeditar los deseos de aumentar la familia más a sus posibilidades de atender educativamente a más hijos que a la sobreabundancia de recursos materiales de la familia.
En primer lugar, esta consideración del hijo como un don gratuito que deben estar dispuestos a acoger siempre, y no un objeto que sea lícito pretender a toda costa, lleva a los esposos a entender que la posibilidad de ser padres no es ningún derecho y que, por tanto, no es legítimo pretenderlo atentando contra la integridad del proceso procreativo, mediante la cual toda persona tiene derecho a ser concebida: «El deseo del hijo no origina ningún derecho al hijo. Éste es persona, con dignidad de `sujeto´. En cuanto tal no puede ser querido como `objeto´ de derecho. El hijo es más bien sujeto de derecho: el hijo tiene el derecho a ser concebido en el pleno respeto de su ser persona» (AS, 25).
Por eso, los encomiables deseos de recibir el don del hijo, que puedan tener unos esposos, no justifican el recurso a una intervención médica que les suplante en alguno de los elementos que integran la conjunción procreativa natural. Pues esto, aparte de que privaría de su integridad a la paternidad/maternidad biofísica de éstos, atentaría a la dignidad personal del hijo, que exige que éste «venga a la existencia como don de Dios y fruto del acto conyugal, propio y específico del amor unitivo y procreativo entre los esposos» (AS, 22). Además expondría injustificadamente la integridad biofísica del hijo a riesgos graves y le despojaría de la seguridad acerca de su identidad originaria, sin tener en cuenta que «sólo a través de la referencia conocida y segura a sus padres pueden los hijos descubrir la propia identidad y alcanzar la madurez humana» (DV, II,1).
Nadie debe ser tratado como un producto susceptible de ser fabricado artificialmente, «sustituyendo el acto conyugal por una técnica» (SH, 32). Su dignidad personal reclama que su origen biofísico sea fruto de un acto de amor personal íntegro, y no de una eficiencia productiva: «La persona concebida deberá ser el fruto del amor de sus padres. No puede ser querida ni concebida como el producto de una intervención de técnicas médicas y biológicas; esto equivaldría a reducirlo a ser objeto de una tecnología científica. Nadie puede subordinar la llegada al mundo de un niño a las condiciones de eficiencia técnica mensurables según parámetros de control y de dominio» (DV, II.4).
En segundo lugar, la valoración de las dimensiones psicoafectivas y espirituales del hijo, por encima de los aspectos biofísicos de su naturaleza, ha de llevar a los esposos a hacer depender sus decisiones procreativas más de sus posibilidades de atender espiritual y psicoafectivamente a los hijos que puedan recibir, que de la abundancia de recursos económicos. En efecto, la inclinación biosexual humana no sólo contiene una significación conjuntiva (procreativo-instructiva), sino que se ordena también -como lo muestra su carácter ininterrumpido- a facilitar la educación personalista de la prole, fomentando la comunión psicoafectiva de los cónyuges, que hace posible esa tarea formativa. Por eso, al decidir la oportunidad de sus encuentros conyugales, los esposos no pueden limitarse a tener en cuenta si disponen de recursos materiales para mantener la posible descendencia, sino que han de considerar también sus posibilidades de atenderla psicoespiritualmente.
Más aún, teniendo en cuenta la finalidad comunional que se encierra en esta prolongación de la inclinación biosexual humana más allá de los momentos de fertilidad, los esposos habrán de subordinar los aspectos utilitarios de su misión parental a los aspectos afectivos de ésta. Pues de igual modo que, en el aspecto unitivo de la sexualidad, la conjunción marital debe estar acompañada de la comunión afectiva de la pareja, así como ser expresión suya y supeditarse a ella; así también la dimensión parental de la sexualidad humana debe prolongar su ejercicio procreativo-instructivo en la educación afectiva de los hijos y, por consiguiente, supeditar aquél a ésta. Por eso los esposos no se realizarían parentalmente si hicieran depender sus decisiones procreativas de los factores materiales más que de los psicoespirituales. Pues aunque un mínimo de medios materiales resulta imprescindible para facilitar que la personalidad madure sin estridencias, limitar los nacimientos para evitar gravámenes económicos que no afectarían a lo indispensable, supondría una sobrevaloración de lo material que repercutiría negativamente en el ambiente comunional de la familia.
Todas estas peculiaridades de la dimensión vertical de la sexualidad humana ponen de manifiesto que la relación parental-filial es a nivel humano, por su carácter recíprocamente amoroso y vinculante, incomparablemente más sólida y consistente que en el orden animal y que, por eso, necesita de un contexto familiar estable para encontrar el cumplimiento a que por naturaleza se ordena.


El carácter unitario e indisoluble de la decisión matrimonial es una exigencia del objeto de ésta

Es decir, tanto las exigencias esponsales de la sexualidad humana como las necesidades de su realización parental muestran paladinamente que la decisión matrimonial ha de asumir la unidad e indisolubilidad no porque sea un acto de la voluntad, sino por las exigencias internas del objeto sobre el que recae el consentimiento matrimonial. En efecto, las decisiones de la voluntad, aun cuando ésta sea una facultad espiritual, no tienen por qué vincular de modo definitivo, sino según sean las condiciones de la decisión adoptada. Y por eso, cuando se afirma que el vínculo auténticamente matrimonial es exclusivista e indisoluble, debe quedar claro que esta exclusividad e indisolubilidad pertenecen a tal vínculo no porque éste sea efecto de una decisión de la voluntad, puesto que en tal caso sería plausible una decisión sexual no exclusivista ni irrevocable; sino porque lo es de una decisión que, para ajustarse a las exigencias del objeto sobre el que versa, se ha realizado de forma psicosomáticamente omnicomprensiva y temporalmente incondicional (cf FC, 19).
Es decir, que deba ser definitivo el modo como se adopta esa decisión proviene de la materia sobre la que se va a decidir que, en este caso, requiere una totalidad donativa. Son esas propiedades personalistas o esponsalicias de la sexualidad humana, que manifiestan la redundancia del espíritu en la corporeidad del varón y de la mujer, las que reclaman, para su configuración plenificante, la existencia en el plano espiritual de un compromiso volitivo personal excluyente y definitivo que se corresponda con ellas. Para asegurar la mera viabilidad terrena de la prole humana no haría falta un compromiso volitivo así. Bastaría que, como ya se mostró en su momento, atendiera a la instrucción psicointelectual de los hijos y que se mantuviera mientras éstos no pueden valerse por sí mismos. Pero para satisfacer las exigencias amorosas conyugales y parentales-filiales, la sexualidad humana necesita ejercerse en un contexto familiar que proceda de un compromiso matrimonial exclusivo y definitivo.
La unidad e indisolubilidad del consorcio sexual personal -el matrimonio- son, pues, exigencias de la condición comunional que está impresa en la inclinación biosexual y psicosexual del varón y de la mujer: tanto en el orden esponsal -en el que sus relaciones requieren ser exclusivistas y definitivas-, como en el plano de las relaciones parentales-filiales, que han de establecerse de modo recíprocamente respetuoso y enriquecedor. Por eso mientras dos personas de sexos complementarios no hayan unido sus voluntades respecto de un consorcio sexual personal pleno, esto es, excluyente y permanente, no pueden encontrar una relación sexual natural y consistente, ni en el orden biofísico, ni en el plano afectivo.
En efecto, la falta de compromiso volitivo o matrimonial repercutiría, en el orden afectivo, en que no se llegaría a entregar plenamente el corazón, ya que se admitiría -al menos implícitamente- compartirlo con otras personas, sea simultáneamente (en el caso de las relaciones extramatrimoniales y de la poligamia), sea sucesivamente (en el caso del divorcio). Y esto no satisfaría la tensión de totalidad que está impresa en la afectividad sexual humana y desvirtuaría los afectos hacia la utilización hedonista del otro, en vez de orientarse a compartir la vida con él y a considerarle como cónyuge y con-progenitor. De esta forma, cada cónyuge, al no encontrar en el otro una actitud de donación temporalmente incondicional, se vería sometido a un permanente chantaje utilitarista, puesto que su mantenimiento de la convivencia no obedecería a una decisión donativa altruista, sino que dependería de que se encontrara satisfecho individualmente.
Como consecuencia de que faltara esa entrega exclusiva y excluyente, se ocasionaría en el plano biosexual o bien la ausencia de unión plena -la contracepción-, para evitar la prole que no se podría criar adecuadamente; o bien que, si la unión biosexual se consumase, ésta se convirtiera en fuente de serios problemas. Por eso cualquier relación biosexual que sea extramatrimonial, por más que se pretenda su consistencia, es insustancial y resulta insatisfactoria y abocada al fracaso. Y lo mismo sucede con las relaciones afectivas tanto entre gente que no está comprometida matrimonialmente, cuando no se plantean de modo serio, esto es, en orden al compromiso matrimonial; como, a fortiori, entre personas que están comprometidas matrimonialmente y que pretenden remediar su fracaso conyugal mediante un consorcio sexual con otra pareja: pues, si su compromiso anterior fue realmente matrimonial, mientras no desaparezca -con la muerte del cónyuge- su vinculación con éste, no podrían entregarse íntegramente154.
El ser humano se merece mucho más que un simple interés venéreo y que, incluso, un mero amor romántico o sentimental: se merece un amor esponsalicio -desinteresado y responsable- que sea capaz de revestir los impulsos venéreos y eróticos espontáneos, del carácter altruista y comprometido que sólo puede aportar el espíritu. De ahí la importancia de formar a las personas para que entiendan la profundidad y exclusividad con que deben actualizarse sus impulsos sexuales biofísicos y afectivos. Puesto que si permitieran un ejercicio sexual `espontáneo´ o meramente impulsivo, que se limitara a unos contactos biosexuales momentáneos y a unas experiencias eróticas pasajeras, éste además de problemático resultaría inconsistente, insustancial y frustrante para la persona.

3. IMPORTANCIA DE LA PROTECCIÓN DEL MATRIMONIO EN LAS
LEYES CIVILES Y EN LAS RELACIONES SOCIALES

Las anteriores consideraciones acerca de la condición personalista definitiva y excluyente de la inclinación sexual humana, así como lo que se expuso en la primera parte sobre la repercusión del ejercicio de la sexualidad en las personas y en la sociedad, ponen de manifiesto también la necesidad de que la unidad e indisolubilidad del matrimonio sean claramente reconocidas y estén debidamente protegidas en el trato social y en el orden jurídico; y que esta necesidad de tutelar social y jurídicamente la unidad e indisolubilidad matrimonial no se debe a motivos confesionales, sino a que estas propiedades son exigencias ineludibles del único consorcio sexual que es acorde con la dignidad de los cónyuges y de la prole y, por consiguiente, socialmente beneficioso (cf GS, 47). Es decir, esas consideraciones antropológicas permiten comprender que la unidad e indisolubilidad del matrimonio, con independencia de sus implicaciones religiosas y morales, son de suyo cuestiones éticas que, por su trascendencia decisiva en el orden civil, constituyen asuntos de carácter público y de interés social que, en consecuencia, deben ser reconocidos y tutelados en la práctica, tanto en el orden jurídico como en el trato social155.


a) EL CONSORCIO MATRIMONIAL DEBE SER RECONOCIDO Y TUTELADO JURÍDICAMENTE

Por lo que se refiere a la protección jurídica de la unidad e indisolubilidad del matrimonio, conviene advertir que es un deber que concierne a la autoridad pública por su inexcusable obligación de proteger el bienestar de los cónyuges y de la prole, como presupuestos básicos de todo el bien común de la sociedad; y no porque considere conveniente otorgar un mejor reconocimiento social a la concepción matrimonial de una determinada confesión religiosa: «No es necesario recurrir a la luz de la fe cristiana para entender estas verdades de fondo. Cuando la Iglesia las recuerda, no pretende introducir un Estado cristiano: quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca como deber primario suyo la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana» (JD a los participantes en el Simposio en Roma sobre el Derecho a la vida y Europa, 18.XII.1987).
En efecto, el contenido antropológico del matrimonio, por su totalidad y estabilidad, constituye las bases de la realización interpersonal de los cónyuges y de la adecuada educación de los hijos, contribuyendo así de manera insustituible al crecimiento y estabilidad de la sociedad156. Por eso los derechos de la familia y del matrimonio, como institución que posibilita la maduración de los esposos y el derecho de los hijos a ser educados por sus padres, son derechos fundamentales de la persona que deben ser reconocidos, respetados y protegidos por parte de la sociedad civil y de la autoridad pública (cf DV, III). Se trata de derechos inherentes a la naturaleza de las personas y que, por tanto, son inalienables y no pueden ser subordinados ni a los individuos ni a los padres, ni son concesión de la sociedad o del Estado. La autoridad pública, por estar al servicio de las personas, ha de estar también al servicio de la auténtica institución familiar (cf CF, 15), y debe garantizarle el reconocimiento legal, la ayuda estatal y la protección jurídica a que, como fundamento de la sociedad y primer bien común de los ciudadanos, la familia tiene derecho.
Ahora bien, este servicio que el Estado debe prestar a la unidad e indisolubilidad del matrimonio, como propiedades que constituyen a este consorcio sexual en socialmente constructivo, tiene dos aspectos que conviene delimitar adecuadamente: de una parte, corresponder a las prestaciones sociales que realiza el auténtico matrimonio, estableciendo para él un estatuto jurídico beneficioso; y de otra, protegerlo respecto de los comportamientos sexuales que desestabilizan la institución familiar157.


Discernimiento jurídico entre el matrimonio y otros consorcios sexuales

En relación a lo primero, el ordenamiento jurídico de una sociedad debe ser inequívoco respecto de presentar el consorcio matrimonial monogámico e indisoluble como el único cauce de ejercicio de la sexualidad que merece un estatuto jurídico beneficioso, porque sólo este pacto -por incluir la totalidad y estabilidad donativas- puede tener una trascendencia humana, demográfica y económica beneficiosas en el orden individual y social. Pues aunque no es imposible que los conviventes sexuales no matrimoniales puedan realizar algunos servicios individuales y prestaciones sociales concretas si lo desean, sin embargo que lo hagan no es una cuestión que se derive del modo como han elegido establecer su convivencia, sino más bien todo lo contrario, puesto que la precariedad de ésta a lo que les induce es a no realizarlas. Y por tanto, el hecho mismo de establecer algún consorcio de este tipo no sólo no merece en absoluto una consideración civil ni un estatuto legal -tampoco en el orden fiscal- que sean favorables, sino que -si no fuera por los efectos negativos que su penalización entrañaría- debería estar legalmente perseguido.
En efecto, estas opciones no sólo atentan contra la dignidad de quienes las adoptan, sino que sus perjuicios trascienden al plano social. De una parte, son socialmente improductivas en el orden humano y en el plano económico, pues, independientemente de las motivaciones subjetivas, la entraña objetivamente egoísta de estos consorcios sexuales conduce a quienes los realizan hacia la cerrazón a la fecundidad y hacia la disminución de sus posibilidades educativas respecto de la prole que puedan tener; y les dificulta asumir tantas tareas asistenciales que de modo natural realizan las verdaderas familias con sus parientes ancianos o disminuidos física o psíquicamente. Por eso ese tipo de consorcios no merecen los beneficios sociales de que disfrutan, lógicamente, quienes se han constituído en matrimonio. Además, son socialmente perniciosos, según se vió ampliamente en el capítulo III de la I Parte, al mostrar los serios problemas humanos y económicos que ocasionan, a no muy largo plazo, en toda la estructura social. Y por tanto, el Estado debería exigir a los interesados que asumieran las responsabilidades que en cada caso les correspondieran según los perjuicios ocasionados.
Es decir, el hecho de que ningún Estado deba obligar a nadie a contraer matrimonio, esto es, a casarse de forma monogámica e indisoluble, no puede inducir a otorgar los beneficios sociales del matrimonio a los consorcios sexuales no monogámicos ni indisolubles. Cuestión distinta es que, para evitar males mayores, pueda y deba regular las responsabilidades civiles recíprocas y con la posible prole, que hayan de asumir quienes convivan maritalmente sin contraer auténtico matrimonio y quienes habiéndose separado de su cónyuge legítimo hayan establecido un consorcio adulterino; así como los beneficios concretos que éstos podrán disfrutar según las prestaciones sociales que realicen. Pero que las consecuencias de estos consorcios no matrimoniales deban estar adecuadamente reguladas no debe llevar a equiparar -ni jurídica ni denominativamente- los consorcios mismos con el consorcio matrimonial: lo cual sucedería si, en lugar de tratar los pactos no matrimoniales según el espíritu del régimen contractual común, se les aplicaran los beneficios que el Derecho de Familia secular ha considerado necesario reconocer a quienes asumen las cargas matrimoniales.
En efecto, sería injusto sancionar como derechos situaciones objetivamente antisociales; es decir, admitir «cualquier equiparación jurídica de dichas uniones con el matrimonio» (UH, 13): pues su inclusión en el marco propio del Derecho de familia, aparte de que favorecería la desestabilización del matrimonio y fomentaría la proliferación de este tipo de uniones no esponsalicias, «supondría otorgarles una relevancia de institución social que no corresponde en modo alguno a su realidad antropológica» (ibidem), y adjudicarles previamente un conjunto de beneficios de índole humana y económica, que concede el Derecho de familia al pacto matrimonial auténtico en justa correspondencia al beneficio social que se comprometen a prestar las parejas estables, pero que no merecen de entrada unos consorcios que, por carecer de la totalidad del amor conyugal, dificultan afrontar eficazmente esas funciones educativas y asistenciales, y originan graves perjuicios sociales.
Lo que sí puede y debe hacer el Estado, según se ha apuntado ya y se desarrollará a continuación, es paliar los desórdenes de los consorcios sexuales inestables regulando las responsabilidades civiles que han de asumir los conviventes no matrimoniales y estimulándoles a desempeñar determinadas funciones asistenciales mediante la concesión de beneficios sociales concretos para aquéllos que las cumplan, en la medida en que las presten y mientras lo hagan. Pero no se debe olvidar que, según advirtió Jesucristo a los fariseos respecto del sentido paliativo y no aprobatorio con que debían entenderse ciertas leyes matrimoniales mosaicas (cf Mt 19, 7-8), el establecimiento de esta regulación obedece a que el Estado tiene la obligación de paliar un mal que no es conveniente penalizar, y no a que esas uniones merezcan un reconocimiento jurídico de realidades socialmente beneficiosas; y que, por tanto, sería injusto instituir un único régimen jurídico para realidades tan dispares.
Pocos errores sociales son tanto o más injustos -y peligrosos para la paz social- como esta falta de discernimiento jurídico, según demuestra la experiencia `suicida´ que, con la inclusión de la posibilidad de divorcio entre las propiedades esenciales de todo pacto sexual, se viene realizando en los países occidentales. En efecto, al establecer un único marco legal divorcista para todo tipo de consorcios sexuales, se han dinamitado por atenazamiento los fundamentos jurídicos de la estabilidad familiar y, derivadamente, de la misma estabilidad social. Pues con este régimen jurídico, no sólo se fomentan los pactos sexuales sin perspectiva de estabilidad, sino que se favorece que desistan fácilmente de sus promesas quienes se hayan comprometido de forma verdaderamente matrimonial.


Protección legal del matrimonio respecto de las conductas que atentan contra sus propiedades esenciales

La promoción del bien común y de los ciudadanos, a que se ordena la organización estatal, exige, pues, que el Estado instituya un ordenamiento jurídico que favorezca en todos los órdenes el auténtico matrimonio. Pero no debe limitarse a esto, según se ha apuntado también. La autoridad pública no debe obviar los perjuicios que las relaciones sexuales no conyugales ocasionan a la sociedad, a la institución familiar, a la prole que en ellas pueda procrearse y, en el caso de infidelidad matrimonial, al cónyuge inocente. Pues la tolerancia jurídica, que parece adecuada respecto del hecho mismo de que personas solteras adopten opciones sexuales desviadas, no puede lícitamente extenderse a las injusticias que ocasionen estos consorcios ni al adulterio, puesto que tanto éste como aquéllas lesionan derechos fundamentales de las personas, que la legislación debe proteger (cf DF, art. 1,a). Y por ello, el Estado tiene la obligación de intervenir adecuamente, con el objeto de contrarrestar en la medida de lo posible los daños causados.
Que no sea adecuado actuar punitivamente contra las relaciones sexuales desviadas que establezcan personas no afectadas por un compromiso matrimonial se entiende al considerar que el deber que concierne a la autoridad pública de «garantizar el bien común de las personas mediante el reconocimiento y la defensa de los derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad» (DV, III), no equivale a penalizar todas las acciones que los contrarían. Pues no se puede ignorar que la norma legal no siempre puede recoger íntegramente la ley moral, ya que «la ley civil a veces deberá tolerar, en aras del orden público, lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves» (ibidem). Sin embargo, «aunque, en ocasiones, la autoridad pública debe tolerar lo que no puede prohibir sin que se ocasione un mal más grave, jamás puede legitimar como un derecho lo que atenta radicalmente contra el derecho fundamental de los otros» (JD a un simposio organizado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, 12.XI.1994, 3).
Por estos motivos, la autoridad pública puede lícitamente, por ejemplo, tolerar -esto es, permitir sin aprobar, recomendar ni favorecer- las prácticas anticonceptivas no abortivas, en cuanto que no lesionan directamente derechos de terceras personas, porque si las persiguiera fomentaría la procreación extramatrimonial; y en cambio, no debe permitir ni el aborto quirúrgico, ni las tecnologías de efecto antiimplantatorio, como el DIU y los productos químicos que impiden la anidación como efecto primario o que actúan como antiimplantatorios en el caso de fallar su primer efecto anovulatorio, porque atentan contra un derecho fundamental de terceras personas. Igualmente, el Estado puede lícitamente no penalizar la transmisión de la vida humana fuera del matrimonio porque, de hacerlo, podría inducir a los padres a recurrir al aborto o, al menos, a desentenderse del sostenimiento de su prole; y por el contrario, debe tratar de impedir el grave atentado a los derechos humanos que supone la procreación artificial de vidas humanas, porque esta actitud de la autoridad no induciría a cometer males peores (cf DV, III; JD a los participantes en el Coloquio organizado en Roma por el Pontificio instituto `Utriusque iuris´, 26.IV.1986).
Aplicando estos principios a lo que concierne a la convivencia sexual no matrimonial de personas solteras, se entiende que no sea oportuno penalizarla directamente, porque eso supondría un modo de obligar a casarse. Y esto, además de constituir una coacción contraria a la dignidad de la persona, resultaría contraproducente para la misma estabilidad de la institución familiar que se pretendería tutelar, puesto que induciría a simular el consentimiento matrimonial.
Ante este tipo de supuestos que perjudican la institución matrimonial-familiar, el Estado debe más bien conjugar la tolerancia de la convivencia no auténticamente matrimonial -esto es, permitirla pero sin aprobarla, fomentarla ni favorecerla concediéndole el estatuto jurídico del matrimonio- con una intervención paliativa de los efectos perniciosos de esa convivencia, dirigida a regular -dentro del régimen contractual común- los derechos que correspondan estrictamente a las cargas que en cada caso se asuman, las obligaciones humanas y económicas que -mientras dure la convivencia o al suspenderla- cada parte ha de cumplir con la otra y con la posible descendencia que pueda surgir y, finalmente, las responsabilidades civiles y penales que hayan de derivarse del incumplimiento de los deberes que en cada caso se hayan asumido libremente.
Este procedimiento permite además respetar las convicciones sexuales de quienes, por pertenecer a confesiones religiosas que no reconocen la unidad o la indisolubilidad del matrimonio, estiman moralmente plausible el divorcio o un consorcio poligámico o poliándrico: no se impediría el establecimiento de esos consorcios `familiares´ y se les ofrecería que pudieran acogerse al régimen contractual común para que quedaran tutelados; pero -al no otorgarles los beneficios que merece el consorcio que posibilita el bien integral de las personas y que favorece el bienestar social- no se fomentarían y, además, quedarían legalmente establecidos los modos de paliar sus previsibles desórdenes.
Por lo que se refiere a las personas casadas, parece claro también que el Estado no debe obligar a mantener la convivencia matrimonial en contra de su voluntad, pues esto sería contraproducente: debe tolerar su separación y regularla adecuadamente, sin permitir legalmente que vuelvan a contraer matrimonio -disfrutanto de los beneficios sociales propios de este tipo de consorcio sexual-, salvo que se probara jurídicamente que su matrimonio había sido inválido. En cambio, respecto de la infidelidad matrimonial, parece evidente que la legislación no debe ser tolerante con los esposos que atenten contra sus compromisos de unidad e indisolubilidad, ya que los asumieron pública y libremente al casarse; sino que ha de penalizar el adulterio exigiendo responsabilidades tanto respecto del cónyuge como de la prole.
Teniendo en cuenta estos principios, salta a la vista que el ordenamiento jurídico que impera en Occidente respecto del matrimonio -y la mentalidad social que lo posibilita- que, por entender las exigencias naturales de la inclinación sexual humana como una cuestión confesional, otorga los beneficios civiles del matrimonio a las uniones sexuales antinaturales, y no admite `jurídicamente´ la posibilidad de que contraigan matrimonio indisoluble quienes libremente lo deseen, es uno de los más graves errores culturales de nuestra civilización. Pues cuando una opción sexual es contraria al significado nupcial de la dimensión corpórea de la persona humana, no sólo atenta contra la dignidad de las personas que la ejercen y de su posible descendencia, sino que, como ya se ha mostrado, repercute en la desestabilización de la sociedad.
Parece urgente, por tanto, superar la visión materialista del matrimonio, que postula el positivismo jurídico en boga en Occidente, haciendo ver el error de prescindir de las exigencias internas de la materia sobre la que versa el consentimiento nupcial, y de hacer depender la permanencia del vínculo jurídico matrimonial, de que los contrayentes mantengan su voluntad de convivencia. Pues, como suele advertir Juan Pablo II, el futuro de la civilización occidental depende, en gran medida, de que ésta vuelva a entender que la persona puede realizar decisiones definitivas y que determinadas materias exigen la irrevocabilidad del consentimiento: «¡Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia!» (CF, 17).


b) IMPORTANCIA DEL DISCERNIMIENTO ÉTICO-ANTROPOLÓGICO EN EL TRATO CON PERSONAS QUE MANTIENEN UNA
CONVIVENCIA SEXUAL INSUSTANCIAL

La regeneración moral de la sociedad requiere también que se tengan muy presentes la unidad e indisolubilidad del consorcio familiar auténticamente humano, a la hora de tratar y de aconsejar a personas que han emprendido un consorcio sexual insustancial, es decir, carente de compromiso personal pleno: uniones de hecho, `matrimonios´ no indisolubles, divorciados vueltos a `casar´, parejas homosexuales, etc. Según se verá a continuación, estos principios resultan importantes en un doble sentido: para no tratar como matrimonio a los consorcios sexuales que no lo sean; y para no aconsejar que contraigan matrimonio, a quienes excluyan alguna de sus propiedades esenciales.

Modo de tratar a las parejas que no se han comprometido en matrimonio indisoluble

No es infrecuente que personas que reprueban moralmente la convivencia sexual no matrimonial, admitan el trato con parejas así en sus relaciones familiares y sociales porque no ven otro camino para evitar una previsible tensión relacional con la persona con la que tienen un vínculo afectivo, y porque entienden que puede ser lícito seguir este sendero con tal de que se procure evitar el posible escándalo -manifestando el desacuerdo interior- y siempre que esta aceptación práctica de la situación se realice con la intención de propiciar unas buenas relaciones con los interesados, que permitan contribuir a que regularicen su situación, suspendiendo su convivencia o casándose cuando esto sea posible y conveniente; mientras que piensan que rehusar ese trato sería una postura éticamente equivocada en cuanto que podría ser interpretada como falta de afecto o como una indebida imposición de las propias convicciones religiosas y, en consecuencia, provocar una ruptura que impediría encontrarse en condiciones de prestar dicha ayuda.
Este enfoque de la cuestión parece antropológica y éticamente inaceptable porque presupone varios errores que confluyen en un planteamiento dilemático del problema, que se acaba resolviendo en perjuicio no sólo de los principios morales, sino también del verdadero bien de la respectiva pareja, de su posible prole y de la sociedad en general. En efecto, no parece adecuado este enfoque, en primer lugar, porque satisfacer una petición objetivamente desordenada no es el único camino para evitar tensiones con los que desean ser complacidos; puesto que, si éstos actúan de buena fe y poseen un mínimo de sentido de respeto a la discrepancia, no tomarán a mal que no se apruebe su unión, sobre todo si se les explica que se hace para no perjudicarles y se demuestra la verdad de esta afirmación prodigándose con ellos en detalles de aprecio.
Ese planteamiento tampoco parece acertado en el supuesto de que se prevea que la negativa a apoyar la unión inmoral podría ser mal interpretada aunque sin ocasionar una ruptura relacional: ante todo porque nunca es lícito incumplir el deber moral de no hacerse cómplice directo de un acto gravemente desordenado; pero también porque se estaría desconociendo que el buen deseo de evitar meras tensiones pasajeras no es un objetivo que pueda lícitamente anteponerse al deber de intentar ayudar a las personas relacionalmente cercanas para que rectifiquen sus errores.
Finalmente, el susodicho parecer resulta erróneo porque, en el caso de que los interesados llegaran a exigir firmemente la aceptación práctica de su unión como requisito para mantener las relaciones con sus parientes y amigos, no cabría éticamente ceder al chantaje puesto que con ello se estaría infringiendo el inexcusable deber de no favorecer directamente conductas que perjudican a otras personas (a los interesados, a su posible descendencia y a la sociedad), y no sólo renunciando a ejercitar circunstancialmente el derecho de ayudar al prójimo: renuncia ésta, que para ser legítima, además de no comportar la transgresión de aquel deber, debería tolerarse para evitar algo peor o salvaguardar un bien superior, lo cual tampoco se cumpliría en tales circunstancias porque se dejaría de hacer en el presente el bien cierto de testimoniar el carácter antinatural de esa unión, para tratar de conseguir en un futuro incierto otro bien enormemente improbable: que admitieran el diálogo sobre esta cuestión unas personas que, por su extrema falta de consideración hacia sus seres relacionalmente cercanos (si no lo fueran, no les importaría que no aceptaran su pretensión), están demostrando encontrarse completamente ofuscadas por la pasión; y de quienes, por tanto, no cabe sensatamente esperar en este punto actitud receptiva alguna, mientras no cambien de actitud.
En el fondo de estos errores, subyace una inadecuada contraposición entre el orden natural y el religioso, que obedece al desconocimiento práctico de que este tipo de consorcios no sólo son contrarios a las exigencias morales de determinadas confesiones religiosas, sino que además contradicen el bien de la naturaleza. Pues, en cuanto se advierte el carácter antinatural de estas relaciones, se entiende que es ilusorio pretender conseguir un bien favoreciendo un mal; que no supone falta de respeto alguna a la libertad religiosa ajena reprobar una conducta que se opone a unas exigencias ético-naturales que atañen a cualquier ser humano con independencia de su credo religioso; que esta postura tampoco supone ninguna coacción a su libertad, puesto que abstenerse de colaborar no es un modo de presionar activamente en sentido contrario, sino una forma de respetar la conciencia de quienes manifiestan convicciones que se juzgan equivocadas; que, por el contrario, sí supondría una coacción inaceptable que éstos pretendieran inducir a actuar en contra de sus convicciones a quien no las comparte; y sobre todo, que resulta éticamente inadmisible infringir el inexcusable y grave deber de no favorecer activamente un error moral grave, máxime cuando ese error, además de perjudicar a los que lo padecen, puede también repercutir muy negativamente en su posible descendencia y en la sociedad.
Es decir, la razón fundamental por la que resulta absolutamente inaceptable -esto es, siempre y en cualquier circunstancia- la pretensión de que sea tratado como normal un consorcio sexual desviado estriba en que lo que los conviventes irregulares pretenden de sus parientes y amigos no es simplemente que éstos acepten padecer una injusticia (p. ej., que no rechacen que la pareja les sea presentada como matrimonio) ni que cooperen indirectamente a ella mediante un acto objetivamente recto (p. ej., que les vendan unos muebles para su vivienda), sino que la favorezcan con su apoyo exterior: esto es, con una «especie de legitimación» social de un grave desorden, que, por más que vaya acompañada de la manifestación del propio desacuerdo, no deja de ser una participación activa, inmediata y directa en el sostenimiento de la susodicha relación inmoral, y que, por tanto, constituye un acto moralmente reprobable, según ha confirmado el magisterio eclesiástico reciente.
En efecto, las más recientes orientaciones pastorales de la Iglesia en relación con el modo de tratar a personas en situación matrimonial irregular, subrayan simultáneamente dos principios que han de conjugarse prudentemente: el deber de no aceptar esas situaciones, no ya interiormente o con las palabras, sino tampoco con los hechos; y la necesidad de desarrollar una adecuada solicitud pastoral con las personas que se encuentran en esa situación, para tratar de reconducirles a lo que en cada caso sea adecuado (cf CD, CH, PD, UH y FC, 79-84).
Es decir, estas directrices por un lado insisten en que la obligación ético-moral de no prestarse a apoyar socialmente una situación gravemente perniciosa no debe llevar -como suele suceder a veces- a incurrir en un extremismo inadecuado, esto es, a distanciarse de la persona con la que uno está vinculado y que se encuentra en ese error. Sino que, muy al contrario, como el rechazo del error ha de proceder del amor al que yerra, ese deber ha de inducir inseparablemente a fomentar el trato apostólico con ella de modo que -además de acreditar así que la propia postura no responde ni a una cerrazón rígida y coactiva ni a falta de afecto- se intente ayudarle a reenfocar su vida; e, incluso, a ponerse en contacto con la otra parte discretamente -es decir, de forma que quede claro que se hace a título personal puesto que no se les considera matrimonio-, cuando se estime conveniente para facilitar que ambos entiendan que se encuentran en una situación que contradice objetivamente la entrega total que -por su dignidad personal- se merecen ellos y su posible descendencia, y que es necesaria para el recto funcionamiento de la institución que fundamenta todo el entramado social: la familia.
Pero estas orientaciones advierten con igual fuerza que el modo de realizar este «acompañamiento espiritual... no puede expresar signo alguno, ni público ni privado, que significara una especie de legitimación de la nueva unión» (PD, objetivo 3º), como sucedería, por ejemplo, si se participara como invitado en la celebración de su unión legal o de otros actos sociales organizados por los conviventes irregulares, o se permitiera que la persona con la que existe un vínculo afectivo asista acompañada de su convivente a reuniones familiares o sociales que uno convoque. Pues estas actuaciones, con independencia del fin con que se realicen y por más que se manifieste que se está en desacuerdo con la respectiva unión irregular, constituyen objetivamente un apoyo social a esta convivencia: la legitimación social práctica de la respectiva unión irregular -esto es, su aceptación relacional-, que es precisamente -mucho más que la aprobación moral- el tipo de legitimación que van buscando los así conviventes para apuntalar socialmente su unión irregular y evitar las tensiones que sufrirían si no consiguieran desenvolverse con normalidad en su vida social.
Ante un consorcio sexual inconsistente, no parece, pues, lícito actuar de forma que se le otorgue un estatuto social de matrimonio. Sobre todo porque no lo es; pero también por los graves perjuicios que, apoyando esa relación, se favorecerían. Por eso el buen deseo de evitar una posible tensión relacional con los interesados, que dificultara poder intentar ayudarles a rectificar, no debe pretenderse mediante esa actuación que ellos reclaman como expresión de afecto, pero que objetivamente supone una legitimación social de la relación desordenada, y favorece este mal del que se les quiere apartar así como otros graves perjuicios que ese desorden suele ocasionar. Para intentar evitar que se molesten interpretando la falta de apoyo a su convivencia irregular como falta de afecto o, peor aún, como una ofensa personal, lo que hay que procurar es hacerles comprender esto último, explicándoselo oportunamente y prodigándose en muestras de afecto: a saber, que se adopta esta incómoda actitud precisamente por lo contrario, esto es, porque se les aprecia y, por lo tanto, no se desea favorecer una situación que, por su realidad antropológica desviada, puede ocasionar tan graves perjuicios a los mismos interesados, así como a su posible descendencia y a la sociedad.
Es decir, no se debe olvidar que procurar evitar tensiones constituye un deber moral en la medida en que sea una concreción del deber de ayudar al prójimo. Esto último es lo que hay que procurar siempre, en la medida de lo posible. Y por tanto, cuando una errónea actitud ajena impide evitar estas tensiones sin ocasionar graves perjuicios, resulta moralmente obligatorio renunciar a ese objetivo y, al mismo tiempo, procurar intensificar con el interesado las muestras de afecto -aunque no sean correspondidas e incluso sean rechazadas-, desde el convencimiento de que, de este modo, sus amenazas de ruptura definitiva dejarán de ser efectivas y será posible reanudar las relaciones en cuanto su ofuscación disminuya.
Por lo demás, no parece superfluo insistir en la importancia de explicar adecuadamente -a quien establece una relación sexual desviada, y en cuanto éste manifiesta su situación- los requisitos que son necesarios para que un consorcio sexual responda a las exigencias de la dignidad humana. Pues hay que tener en cuenta que este tipo de tensiones no suelen producirse sino cuando la petición de apoyo a la institucionalización social de la unión desordenada se produce después de un tiempo de condescendencia negligente por parte de la persona solicitada.
En efecto, si las relaciones de la persona solicitada con el miembro de la pareja con el que tiene vinculación fueran tan superficiales o esporádicas como para que el trato irregular que éste venía manteniendo fuera desconocido por aquélla, no existiría un compromiso tan serio como para que pudiera molestar una negativa que no fuera acompañada de la manifestación de los motivos de fondo por los que se declina la invitación. Y si el nivel de confianza de las relaciones entre la parte solicitante y la parte solicitada fuera tan intenso como para juzgar insuficiente una respuesta de esa índole, entonces no cabría pensar que el trato irregular de aquélla era desconocido por ésta ni, por tanto, que no ha dejado de actuar oportunamente desde que conoció la situación: puesto que si ésta hubiera reaccionado adecuadamente desde el primer momento, cuando la pasión no era tan arraigada, aquélla habría acabado respetando la discrepancia de su pariente o amigo y, en consecuencia, no se le habría ocurrido intentar implicarle al decidir institucionalizar socialmente su unión.
Tener claros estos principios morales es, pues, imprescindible para dar oportunamente las explicaciones que cada situación requiera. Pero también, para no ceder a las presiones que suelen padecerse en estos casos: sea por el empeño que ponen los interesados para conseguir la aceptación social de su convivencia, cuando viven en países en que este error no está plenamente arraigado; sea por la presión que supone que la institucionalización social de este desorden venga siendo temporalmente prolongada. Pues así será más difícil que los sentimientos hagan ignorar que, si se otorgara un estatuto de normalidad a un consorcio sexual antinatural, primero se ocasionarían graves perjuicios a esas personas a las que se pretende ayudar, pues se fomentaría el deterioro de su dignidad sexual y se facilitaría que perdurara una situación que, dejada a su evolución natural, no tardaría en disolverse; después, se haría cómplice de los perjuicios que puedan sufrir la posible prole y el bien común de la sociedad; y además, si se siguiera este modo de proceder para evitarse problemas egoístamente, más pronto o más tarde se vería progresivamente implicado en los desórdenes que suelen derivarse de este tipo de relaciones mal planteadas.


No deben contraer matrimonio los conviventes que no quieran o no puedan aceptar las propiedades de éste

Por otra parte, conviene advertir también que los principios mencionados plantean diversas exigencias éticas a la hora de aconsejar o no que contraigan matrimonio las personas que podrían llegar a casarse. Estas exigencias podrían resumirse afirmando que el sentido positivo o negativo del consejo en cuestión debe depender de que los interesados demuestren o no que pueden y quieren vivir matrimonialmente su sexualidad. Pues como advierte el ordenamiento jurídico de la Iglesia, si por falta de formación o de voluntad excluyeran la unidad, la indisolubilidad o la fecundidad del matrimonio, o si carecieran de capacidad psíquica para cumplir esos deberes, sólo aparentemente se casarían, es decir, su matrimonio sería nulo (cf CIC, c. 1095, & 2 y 3, respectivamente); y por tanto, resultaría improcedente e ilícito inducirles a adoptar un estatuto jurídico que no se adecuaría al contenido real de su proyecto relacional o a su capacidad psicosexual.
Este criterio tiene su importancia en los casos en que se ha producido un embarazo extramatrimonial. Actualmente, plantear la boda de los que lo han provocado, como solución del problema, suele ser para éstos y la prole un remedio peor que la enfermedad; puesto que la grave inmadurez sexual que hoy día suele ocasionar este tipo de situaciones, así como las interferencias de sus respectivas familias de sangre, que se producirían mientras no fueran económicamente autosuficientes, les dificultarían llegar a acoplarse en la estrecha y exigente convivencia matrimonial. Con lo que una boda así, al someter a sus componentes a una tensión para la que no están preparados, no sólo no facilitaría la integración afectiva que éstos pudieran alcanzar en un contexto más sereno, sino que agravaría, con las consiguientes desavenencias conyugales, los perjuicios ya ocasionados a la prole procreada extramatrimonialmente.
Además, según puede deducirse fácilmente de las circunstancias que acompañan a este tipo de situaciones, es difícil en estos casos garantizar que los interesados cuenten con la libertad necesaría para la validez del matrimonio, que es tan importante también para que puedan afrontar con decisión y constancia los problemas que habrán de encontrar. Por ambos motivos, en una situación así, parece aconsejable, más bien, que asuman responsablemente la crianza y educación del hijo, y que dejen de ejercitar mal el sexo; y, si -cuando esto se ha conseguido y cuentan con la necesaria autonomía económica- desean casarse, que entonces se planteen hacerlo. En cambio, si se trata de personas que, viviendo maduramente la sexualidad de modo habitual y teniendo proyecto de casarse, han provocado un embarazo prematrimonial, no parece que este desorden sexual esporádico haga desaconsejable que adelanten la fecha de una boda ya prevista, en cuanto dispongan de los recursos económicos suficientes para salvaguardar la necesaria autonomía matrimonial.
Conviene también tener muy en cuenta estas propiedades esenciales del matrimonio para acertar en el consejo que deba darse a los católicos solteros que deciden iniciar una convivencia marital estable sin contraer previamente matrimonio canónico e incluso sin legalizar civilmente su situación. Pues ambas situaciones pueden darse en personas con disposiciones nupciales muy diferentes que, en consecuencia, requieren tratamientos diversos. Por ejemplo, en ocasiones sucede que una pareja decide empezar a convivir de modo exclusivo, definitivo y fecundo, pero que, por haber abandonado la práctica religiosa, considera incoherente la celebración religiosa de su boda y opta por la formalización civil de su unión. A esto se puede sumar que -por no comprender el carácter público que, por su proyección social, es inherente al compromiso matrimonial; o por advertir la inconsistencia de éste en los ordenamientos jurídicos divorcistas- estime innecesaria o incluso rechace cualquier formalización jurídica de su compromiso.
En estos supuestos, la experiencia de la vida suele conducirles rápidamente a comprender que este tipo de convivencia no es un asunto privado, sino que posee de suyo una proyección y un carácter público porque «el matrimonio no es un acontecimiento que afecte solamente a quien se casa. Es por su misma naturaleza un hecho también social que compromete a los esposos ante la sociedad» (FC, 68); y por tanto, a que entiendan la necesidad de conferir a su decisión de entrega total, definitiva y fecunda, una configuración jurídico-social que exprese esta condición pública y que evite los perjuicios añadidos que se ocasionarían a la prole y a los mismos conviventes en el supuesto de que tuvieran que separarse sin contar con una justa regulación de las responsabilidades consiguientes.
Ahora bien, sin una oportuna intervención instructiva, resultaría más difícil que llegaran a comprender que el matrimonio canónico es la expresión pública adecuada a su decisión auténticamente nupcial: ante todo, porque la consagración bautismal ocasiona que no pueda haber matrimonio válido entre cristianos que no sea al mismo tiempo sacramento (cf FC, 68; CIC, c. 1055, & 2) y que, por ello, la decisión nupcial de los bautizados deba someterse a la autoridad pública de la Iglesia; y también porque en las sociedades en las que la institución matrimonial está aquejada por una regulación jurídica divorcista, la unión civil no sería acorde con sus deseos de entrega exclusiva e indisoluble, ni protegería jurídicamente esa unidad e indisolubilidad.
Por consiguiente, para facilitar la acción del Espíritu en orden a conducirles a que superen sus reticencias y acaben confiriendo a su compromiso el marco jurídico adecuado a la dimensión eclesial y al carácter total y definitivo que contiene, parece importante en estos casos hacer lo posible para explicar a los interesados lo que se acaba de señalar; así como aclararles adecuadamente que la práctica religiosa no es una condición para contraer válidamente matrimonio canónico, y exhortarles a descubrir en su decisión nupcial una ocasión y un estímulo que la Providencia les otorga para replantearse su vida religiosa en atención a la necesidad del auxilio divino para superar los obstáculos que se opondrán a la consecución de los deseos de entrega plena y definitiva, que por gracia divina ya poseen.
El abandono de la práctica religiosa no impide ni convierte en incongruente la formalización canónica de una auténtica decisión nupcial realizada por bautizados, mientras ese abandono no les lleve también a «rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados» (FC, 68). Pues como afirma Juan Pablo II, no puede considerarse como tal rechazo la imperfecta disposición de fe de los novios, sino la exclusión de las propiedades esenciales del matrimonio (cf ibidem). Esto es así porque «el sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto de los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador `al principio´. La decisión pues del hombre y de la mujer de casarse según este proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia» (ibidem).
Por estas razones, «el solo hecho de que en esta petición (de contraer canónicamente, hecha a la Iglesia) haya motivos de carácter también social, no justifica un eventual rechazo por parte de los pastores» (ibidem), puesto que -aparte de que los motivos sociales son inherentes al carácter social que, por naturaleza, posee el matrimonio (cf ibidem)- esos novios reúnen las condiciones necesarias para contraer válidamente en cuanto que «por razón de su bautismo, están ya realmente insertos en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y que, dada su recta intención (de expresar eclesialmente su decisión de entrega plena, definitiva y fecunda), han aceptado el proyecto de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente -al menos de manera implícita- acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio» (ibidem). Por consiguiente, el buen deseo de que la celebración del sacramento del matrimonio sea no sólo válida sino también fructuosa no debe llevar a los pastores a privar a esos bautizados del derecho a casarse que, en tal situación, poseen; sino a plantear con «toda su urgencia la necesidad de una evangelización y catequesis pre-matrimonial y post-matrimonial puestas en práctica por toda la comunidad cristiana» (ibidem) y que comience por aprovechar la mencionada petición de los novios para ayudarles a descubrir su fe, así como para nutrirla y hacerla madurar (cf ibidem).
Hasta tal punto es clara esta convicción eclesial, que la legislación canónica vigente admite que pueda ser canónicamente válido el pacto conyugal monogámico, indisoluble y abierto a la fecundidad, realizado sin forma canónica por católicos que se han apartado de la Iglesia con un acto formal (cf CIC, c. 1117): puesto que les exonera de la obligación de guardar esta forma canónica (casarse ante un ministro asistente y dos testigos), que la Iglesia católica empezó a exigir como condición de validez en su Código de Derecho Canónico de 1917 (cf c. 1098), concretando así otra exigencia, vigente en la Iglesia a partir del Concilio de Trento, que, atendiendo al carácter público del acto por el que dos personas se comprometen en matrimonio, establecía como requisito para la validez de ese acto, que se realizara de modo público (cf DZ 990-992).
No obstante, conviene tener en cuenta también que, de ordinario, la oposición a casarse, suele enmascarar una falta de disposición hacia una entrega plena, fiel y fecunda. Y por eso, si se observa que el desenfoque de una pareja así no está sólo en la forma jurídica de su convivencia marital, sino en su contenido, constituiría un error aconsejarles que contraigan matrimonio sin que hayan rectificado sus disposiciones, pensando que la situación mejoraría al contraerlo. Pues esa pareja que convive establemente, estaría demostrando una actitud incompatible con el matrimonio al no ejercitar su sexualidad de forma natural o fecunda, al admitir los flirteos con otras personas o la posibilidad de divorciarse en el momento en que así lo deseen. Y si decidieran `casarse´ sin rectificar esas actitudes, añadirían a su desviación sexual la simulación de unas disposiciones de las que carecen.
En efecto, como señala atinadamente C. S. Lewis, «si la gente no cree en el matrimonio permanente, tal vez sea mejor que vivan juntos sin casarse antes que hacer promesas que no tienen la intención de cumplir. Es verdad que viviendo juntos sin casarse serán culpables... de fornicación. Pero una falta no es enmendada añadiéndole otra: la falta de castidad no mejora añadiéndole el perjurio» (Mero Cristianismo, cit., 120-121). Por eso, en este tipo de supuestos, parece erróneo aconsejar que contraigan matrimonio. Lo adecuado es expresarles las condiciones de un consorcio sexual consistente y gratificante; advertirles que, cuanto más se prolongue su actual situación antinatural, menos capacidad tendrán para un auténtico matrimonio, en el caso de que más adelante quisieran remediarla; y mantenerse a la expectativa de la evolución de sus actitudes.
Una intervención con ese tipo de parejas, que sobrepasara el ámbito de la exposición de la verdad y de la animación a vivirla, podría resultar seriamente perniciosa en la medida en que, por la ascendencia del que interviene respecto de la pareja, pudiera suponer una coacción. Por eso en este tipo de situaciones, en que los interesados suelen encontrarse confusos, después de advertir, conviene mantenerse a la expectativa para poder discernir, en ese clima de pleno respeto a su libertad, qué es lo que realmente quieren: esto es, si sus disposiciones han derivado hacia la madurez y es conveniente aconsejarles que se casen, después de ayudarles a descubrir que hacerlo constituiría la expresión jurídico-social adecuada a su nueva disposición personal; o si, por el contrario, perdura el deterioro y conviene dejar que se extinga el romance y acaben rompiendo: lo que en una tal situación es lo más deseable para ellos, para los hijos que hayan podido tener y para la sociedad.


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