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Primacía de la afectividad en la vida sexual de las personas
PRIMACÍA DE LA AFECTIVIDAD EN LA
VIDA SEXUAL DE LAS PERSONAS
«Es del corazón de donde provienen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones...» (Mt 15, 19)
Se han considerado hasta ahora dos propiedades personalistas o esponsalicias de la sexualidad humana, que se derivan de la condición espiritual del principio vital personal y de su consiguiente inmortalidad: su riqueza virtual, que exige ser desarrollada e integrada desde la libertad; y su profundidad y estabilidad parental y conyugal, que requieren la existencia, en el orden volitivo, de un compromiso matrimonial exclusivo e indisoluble.
Al tratar de esta segunda propiedad, se ha puesto de manifiesto que, a diferencia de lo que acontece a los animales -cuya sensibilidad sexual es una mera derivación de su biosexualidad y se subordina a ella-, la afectividad sexual humana trasciende la finalidad meramente procreativa por su ordenación a la educación de los hijos y a la comunión afectiva de los cónyuges, que hace posible educarlos y se prolonga y expresa, y se enriquece, rejuvenece y perpetúa en la comunión con ellos. Es decir, ha quedado subrayado que la psicosexualidad humana -por pertenecer a un ser cuya existencia no se reduce al orden temporal y cuya realización existencial temporal no se restringe a su mera subsistencia vital- no es una simple `proyección´ psíquica de la capacidad generadora del ser humano, sino una `dimensión´ específica que contiene una riqueza de valores superior a la que existe en la dimensión biofísica de su sexualidad; y que, por esta superioridad, es la biosexualidad humana la que está condicionada por la afectividad -en vez de suceder a la inversa, como en acontece en el mundo animal-, según lo demuestra el hecho de sentirse atraída ininterrumpidamente por el sexo complementario.
Pues bien, parece oportuno ahora detenerse a considerar el alcance de esta peculiaridad personalista de la sexualidad humana; esto es, del hecho de que, por la presencia del espíritu en la naturaleza humana, los valores psicosexuales sean más importantes que los biosexuales para la realización sexual de las personas. Para mostrar la trascendencia de esta primacía de lo afectivo sobre lo biofísico en la sexualidad humana, se hará referencia, en primer lugar, a la necesidad de primar los valores afectivos al elegir la pareja, a fin de que la relación interpersonal en el noviazgo o en el matrimonio no acabe resultando insustancial y perecedera.
Después, se tratará otra consecuencia ética que esta primacía antropológica impone a los novios y esposos: es decir, la necesidad de fomentar su maduración afectiva, tanto para ser capaces de controlar adecuadamente su biosexualidad, como para conseguir que su atracción sexual recíproca no disminuya. Esta necesidad resultará debidamente subrayada, por una parte, al mostrar la importancia de la riqueza afectiva de los cónyuges para superar las posibles dificultades que puedan encontrar para conjuntarse biosexualmente de manera satisfactoria, y para compensar el inevitable declive biológico de ambos; y por otra, al considerar el modo positivo en que la continencia periódica repercute en las relaciones conyugales, cuando por motivos justos se ve conveniente practicarla. Con esta última referencia a los valores antropológicos (morales, psicoafectivos, socioeconómicos y biofísicos) de la práctica de la planificación familiar natural, y a los criterios para discernir éticamente la rectitud de su aplicación, concluirá este capítulo.
1. IMPORTANCIA DE LOS VALORES AFECTIVOS EN LA ELECCIÓN DE LA PAREJA
La prelación de los valores afectivos sobre los biofísicos en la sexualidad humana contiene importantes exigencias para los novios y esposos, respecto del modo de plantear sus relaciones interpersonales, a fin de que no resulten progresivamente insustanciales ni acaben frustrándose. Comencemos por referirnos a la necesidad de primar los valores afectivos al elegir la pareja.
a) NECESIDAD DE DISCERNIR LOS VALORES PSICOSEXUALES DE LA POSIBLE PAREJA, ANTES DE EMPRENDER UN NOVIAZGO
La primera consecuencia ética del hecho de que lo afectivo sea el factor más decisivo de la convivencia conyugal, atañe, lógicamente, al momento de la elección de la pareja. Conviene señalarlo porque, aunque en abstracto no es difícil que se reconozca la primacía de los valores afectivos sobre los biosexuales, en la práctica esa jerarquía puede resultar fácilmente oscurecida por la intensidad con que puede desencadenarse la atracción sexual.
En efecto, si no se contara con una adecuada educación sexual antes de que la posibilidad del noviazgo pudiera plantearse, los valores superficiales del otro sexo -el atractivo sensorial y el encanto espontáneo- podrían afectar a la sexualidad de la persona con tal intensidad que sus impulsos se desencadenaran de manera despersonalizada, es decir, de forma descontrolada y sin haber tenido en cuenta las peculiaridades afectivas de la otra persona. Con lo cual, sería inevitable el riesgo de tener que cortar el noviazgo en poco tiempo o de que la convivencia matrimonial futura resultara un fracaso. Pues si los valores biosexuales estéticos o energéticos y su derivación psicosexual espontánea -el encanto inicial que cada sexo ejerce en el otro- fueran los que primasen en la decisión de iniciar un noviazgo, sólo la buena suerte podría ocasionar que llegara a conseguirse un acoplamiento comunional, ya que nunca esos valores contienen la fuerza necesaria para compensar las dificultades de la convivencia con una personalidad que resulte discordante.
Además hay que tener en cuenta que el atractivo de esos valores elementales se extingue progresivamente con el envejecimiento. Por eso si este declive biológico no se viera compensado por el enriquecimiento en los valores afectivos, la frustración conyugal sobrevendría fácilmente cuando hubieran sido aquéllos los que motivaron la elección. Y entonces la atención tendería a dirigirse hacia alguna persona que pareciera poseer las cualidades que se añoraron en el cónyuge, incluso aunque el atractivo sensorial de esta otra persona fuera menor. Pues no hay que olvidar que, según se viene diciendo, la afectividad es el factor más importante de la sexualidad humana, y que la diversidad afectiva distingue a las personas del mismo sexo mucho más intensamente, desde el punto de vista sexual, que sus diferencias biosexuales, que son -comparativamente con las afectivas- prácticamente insignificantes en el caso de personas normalmente constituidas158.
Esta necesidad de conocer las peculiaridades psicoafectivas profundas de una persona antes de emprender un noviazgo, pone de relieve la importancia de contar con una adecuada educación sexual antes de que esa posibilidad pueda plantearse. Concretamente, antes de emprender un noviazgo resulta imprescindible disponer, de modo arraigado, de un sentido de prudencia ante la atracción sensorial y el encanto superficial que cada sexo despierta espontáneamente en su complementario, a fin de evitar que la sexualidad propia y ajena se desencadenen sea ciegamente, sea de forma descontrolada: esto es, o motivadas por unos valores sexuales aislados que no vayan acompañados de los otros valores indispensables para la integración conyugal, o de forma prematura.
De lo contrario, si faltara esa madurez, las personas se encontrarían inermes para defenderse de posibles enamoramientos que o bien fueran prematuros, o bien se despertasen respecto de personas con las que sería previsible que la relación no podría resultar positiva. Pues como escribió Paul Géraldy, «amarse es fácil cuando no nos conocemos... ¡El problema está en amarse cuando ya nos conocemos!». Por eso, para no tener que sufrir los serios perjuicios que suelen producir los desengaños afectivos en el noviazgo -y no digamos ya, en el matrimonio-, parece crucial elegir la pareja después de haber discernido la conveniencia o no de iniciar esa relación en atención a sus cualidades para la vida matrimonial: esto es, habiendo considerado los distintos factores que delimitan la previsibilidad de un futuro acoplamiento.
Parece obvio que este discernimiento previo resultaría imposible si los interesados no pusieran los medios necesarios para mantener el control de sus impulsos sexuales espontáneos, de forma que fueran capaces de emplear la racionalidad. Pero hay que tener en cuenta también que no bastaría que estuvieran en condiciones de querer discernir, sino que han de saber hacerlo. De ahí la importancia de que las personas cuenten desde su adolescencia con la formación sexual necesaria para discernir la capacidad nupcial de las personas, de forma que no incurran en el error de concebir las relaciones interpersonales sexuales como una caja de sorpresas de contenido imprevisible. Pues aunque el éxito en el noviazgo y en el matrimonio dependen también de la evolución de las actitudes de los interesados, el estado de éstas al término de la configuración psicológica juvenil de la personalidad, además de mostrar su actual aptitud nupcial, constituye un punto de referencia decisivo para conocer sus disposiciones afectivas más profundas.
b) CRITERIOS PARA DISCERNIR LA CAPACIDAD NUPCIAL DE LAS PERSONAS: `TEST DE CONYUGALIDAD´
Pues bien, en contra de lo que suele pensarse, no resulta difícil predecir cómo se desarrollaría la relación conyugal con una determinada persona, si se tiene en cuenta qué requiere el matrimonio de las tres dimensiones del ser humano: la biofísica, la psicoafectiva y la espiritual. Por consistir el matrimonio en una comunión afectiva, el discernimiento de la capacidad nupcial ha de centrarse principalmente en los niveles psicológico y espiritual de la afectividad humana. El aspecto biofísico tiene su importancia, en cuanto que la potencia biosexual es imprescindible para la expresión adecuada del afecto matrimonial, y por las repercusiones de esa dimensión en el nivel temperamental de la psicoafectividad. Sin embargo, según se explicó en el capítulo anterior, sólo la personalización volitiva de los intereses psicosexuales eróticos y venéreos espontáneos es capaz de lograr una comunión conyugal honda y duradera.
De ahí que para dilucidar la capacidad nupcial de una persona, sea preciso examinar sus aptitudes afectivas más hondas -las espirituales y psicocaracterológicas-, empezando por sus disposiciones espirituales o volitivas. Ahora bien, para conocer éstas no basta fijarse en las declaraciones de intenciones del interesado, sino que es preciso acreditar su fiabilidad -que quiere sinceramente y que es capaz de hacer efectivos sus propósitos- observando los efectos que las decisiones biográficas de la persona han tenido en la configuración caracterológica del aspecto comunional y conjuntivo de su psicoafectividad. Además, aunque las actitudes religiosas no formen parte directamente del compromiso matrimonial, también conviene prestar atención a esta dimensión trascendente de la afectividad espiritual, a fin de confirmar la existencia de aquella rectitud volitiva y para asegurar que ésta podrá mantenerse aun en los momentos más difíciles.
De todo esto se deduce que para averiguar la capacidad nupcial de la afectividad de una persona, hay que valorar su Aptitud temperamental o espontánea para integrarse matrimonialmente con su pareja, su Madurez psicosexual -diferencial y amorosa-, su Afinidad en lo concerniente a la vida matrimonial, y su Rectitud moral-religiosa. La agrupación ordenada de las siglas de estas cualidades (A.M.A.R.) muestra de forma pedagógica los requisitos de la comunión conyugal y el orden de importancia en que esas propiedades han de ser buscadas por quienes deseen que su convivencia matrimonial se desarrolle de modo sereno y enriquecedor. Pues aunque los cuatro valores resulten indispensables, dos aparecen como lo central de la relación sexual y otros dos, como factores periféricos.
Factores secundarios, aunque imprescindibles: complementariedad
temperamental y religiosidad
En los extremos de esa palabra se encuentran dos cualidades que no son lo nuclear de la comunión esponsal, pero que resultan absolutamente imprescindibles para su buen funcionamiento: la aptitud o capacidad temperamental para la convivencia matrimonial con una determinada persona, y la rectitud moral-religiosa.
Que lo temperamental -la atracción erótica y venérea espontáneas- no es lo más importante para la vida matrimonial se entiende al advertir que la comunión psicosexual necesita para mantenerse de la ayuda del amor espiritual. No obstante, para que las expresiones de este amor no exijan un constante vencimiento interior de índole voluntarista, el afecto espiritual debe contar a su vez con el apoyo de la espontaneidad impulsiva. De ahí que no parezca prudente establecer una relación sexual si no existe una recíproca atracción psico-somática espontánea. Pues aunque eso no baste ni, por lo que ya se ha explicado, deba ser el factor más decisivo de su establecimiento, es imprescindible para la buena marcha de la comunión matrimonial.
Lógicamente, además de este presupuesto psicosexual espontáneo, la comunión matrimonial requiere otra capacidad temperamental en sus integrantes: a saber, su normalidad psicológica. Esta aptitud es un requisito incluso más básico que el anterior en orden al buen funcionamiento de la vida matrimonial. Pues una salud psíquica gravemente disminuida incapacitaría para esa convivencia tan estrecha y exigente como es la vida conyugal (cf CIC, c. 1095, & 3). Y por eso, no parece prudente establecer un noviazgo antes de la edad en que suele completarse la configuración psicológica de la persona, lo que ordinariamente sucede alrededor de los veinte años: pues antes de esa edad pueden no haberse manifestado deficiencias psíquicas latentes que constituirían un obstáculo importante para la convivencia conyugal.
También se ha afirmado que para la integración afectiva de la pareja resulta indispensable la rectitud moral-religiosa de sus componentes. Según se desarrollará en el último capítulo, con esta afirmación no se pretende sostener ni que la religiosidad de los esposos forme directamente parte del compromiso matrimonial, ni que ambos tengan necesariamente que coincidir en sus creencias religiosas. Su decisión matrimonial tiene como materia, simplemente, la dimensión sexual de su corporeidad. Pero no se debe ignorar que la clave del cumplimiento de ese compromiso volitivo es la rectitud de la afectividad espiritual o voluntad, y que la religiosidad es una de las dimensiones de ésta.
Es decir, la influencia de la rectitud moral-religiosa en la integración matrimonial se desprende, primero, del hecho de que los afectos psíquicos se desvirtuarían utilitaristamente si no contaran con la intervención subsidiaria del amor espiritual; y después, de que no parece previsible que la voluntad pueda mantenerse recta en su vertiente intramundana, sin la energía altruista y responsable que ella no es capaz de encontrar sino en su relación con Dios. De ahí la importancia de conocer las disposiciones religiosas de la pareja en orden a calibrar su capacidad de hacer efectivas sus decisiones volitivas; y que sea posible predecir la inhabilidad nupcial de una persona cuando se comprueba su irreligiosidad: pues difícilmente respetaría de forma sostenida al cónyuge quien no respetase al Creador de la sexualidad y, derivadamente, careciera de los principios morales necesarios para suplir los altibajos de la psicoafectividad sexual, así como para rechazar sus consiguientes requerimientos desviados.
No obstante, aunque este factor sea tan importante, tampoco es suficiente para que pueda acreditarse la existencia de una suficiente capacidad nupcial, pues hay personas con una buena disposición moral-trascendente, y todavía inmaduras en el aspecto intramundano de su afectividad psicoespiritual y, por tanto, poco preparadas para la vida matrimonial. De ahí que para discernir la capacidad nupcial de las personas, convenga prestar la máxima atención a los factores que se indican seguidamente.
Centralidad de las aptitudes psicosexuales voluntariamente adquiridas:
madurez y afinidad psicosexuales
En efecto, teniendo en cuenta que la hondura y estabilidad de la comunión conyugal depende de la habitual orientación altruista de la voluntad de los interesados, se puede afirmar que sus cualidades psicoafectivas comunionales y conjuntivas -las que aparecen en el centro de la palabra AMAR: su madurez y afinidad- han de constituir el factor más importante para la elección de la pareja. Esto es así por dos razones. De una parte, porque estos aspectos profundos o caracterológicos de la psicoafectividad del varón y de la mujer -al ser consecuencia del efecto que han tenido en lo temperamental las decisiones volitivas adoptadas hasta ese momento con la influencia de la educación recibida- son los que mejor pueden acreditar la existencia de una rectitud espiritual habitual. Y por otra parte, porque estas aptitudes psicosexuales voluntariamente adquiridas son las que permitirán que las decisiones volitivas de los esposos puedan hacerse efectivas de modo estable sin excesivas dificultades.
De esta centralidad de las aptitudes psicoafectivas adquiridas o caracterológicas se deduce que, para poder elegir la pareja primando estos aspectos, resulta necesario acostumbrarse a despreciar los atractivos físicos y los encantos femeninos o masculinos que no estén integrados en una personalidad masculina o femeninamente madura y psíquicamente compatible con la propia; así como estar precabido respecto de la ofuscación que puede producir la atracción venérea y, aún más, la erótica, en cuanto que ésta última suele presentarse con un aspecto de sublimidad tal que induce fácilmente a justificar cualquier desorden: «Lo más peligroso que podemos hacer es tomar cualquier impulso de nuestra propia naturaleza y ponerlo como ejemplo de lo que deberíamos seguir a toda costa. Estar enamorado es bueno, pero no es lo mejor. Hay muchas cosas por debajo de eso, pero también hay cosas por encima. No se lo puede convertir en la base de toda una vida. Es un sentimiento noble, pero no deja de ser un sentimiento... Dejar de estar enamorado no necesariamente implica dejar de amar. El amor en este otro sentido, el amor como distinto de `estar enamorado´, no es meramente un sentimiento» (C.S. Lewis, Mero Cristianismo, cit., 122-123).
Pues bien, como el matrimonio, según se explicó en el capítulo anterior, es una comunión amorosa y una comunidad de vida, resulta necesario discernir la aptitud relacional de las características psicoafectivas de la persona tanto desde una perspectiva comunional como conjuntiva. Desde el punto de vista comunional, la relación esponsal requiere de sus integrantes que cuenten con una psicoafectividad suficientemente madura, no sólo en sentido genérico -normalidad psicológica-, según se ha señalado ya, sino también en el plano específico de su afectividad sexual. Es decir, el acoplamiento comunional sexual necesita de la madurez psicosexual de los miembros de la pareja. Y esto tanto en el orden diferencial, como en el de la integración amorosa o no utilitarista de sus espontáneos impulsos eróticos o venéreos.
Por madurez psicosexual diferencial se entiende aquí el desarrollo de las específicas aptitudes masculinas o femeninas que será necesario poner en ejercicio tanto para complementarse mutuamente como para sacar adelante su hogar. En el caso del varón, cabría destacar la sobriedad, la laboriosidad y el espíritu de sacrificio, puesto que la presencia de estas cualidades es lo que mejor puede atestiguar que un individuo haya desarrollado rectamente la preponderante condición energética de su masculinidad. En el caso de la mujer, para discernir si ha desarrollado suficientemente la actitud personalista que es propia de su sobresaliente condición estética, habría que fijarse más bien en su austeridad en los gastos, su modestia sexual y su rechazo de toda forma de frivolidad, así como en su sensibilidad para las tareas domésticas.
La comunión conyugal entre un varón y una mujer necesita también que ambos hayan sabido integrar sus impulsos sexuales espontáneos según la orientación amorosa profunda a que se ordenan por naturaleza: tanto sus impulsos psicosexuales como los impulsos de su biosexualidad. Que una persona cuenta con una madura orientación amorosa de sus impulsos psicosexuales espontáneos se muestra en que no ha iniciado noviazgos frívolamente, esto es, sin miras hacia el matrimonio o sin haberse cerciorado previamente de que la pareja reunía condiciones para un futuro matrimonio. Asimismo, que existe una adecuada integración amorosa de los impulsos biosexuales se manifiesta en la actitud de excluir, como propia y exclusiva de los cónyuges, cualquier donación física que pueda provocar, en uno de los dos o en ambos, una conmoción venérea. La habituación a una actitud contraria a estos criterios predispone de modo importante a la ruptura del noviazgo o, peor aún, a la infidelidad matrimonial en momentos de desavenencias conyugales.
Ahora bien, para que la convivencia matrimonial no resulte problemática, no basta que los esposos sean temperamentalmente compatibles en el orden psicosexual, ni que sepan y quieran responder masculina o femeninamente a las necesidades femeninas o masculinas del cónyuge. Es preciso, además, que sean afines en los aspectos conjuntivos de la vida matrimonial. En efecto, la comunión amorosa no puede hacerse efectiva sin el establecimiento de una comunidad de vida en la que aquélla se exprese. Por eso los esposos deben coincidir en sus gustos y aspiraciones relativos a la vida doméstica. No necesitan ser afines en sus aficiones ni en sus preferencias políticas, intelectuales o artísticas, pues estas facetas de su personalidad pueden desarrollarlas fuera del ámbito familiar; y en rigor, ni siquiera necesitan coincidir en el orden religioso, con tal de que cada uno sea fiel a sus convicciones religiosas y respete las de su cónyuge, según se expondrá más matizadamente en el último capítulo. En cambio, su convivencia se tornaría progresivamente conflictiva si sus expectativas relativas a la intimidad familiar resultaran incompatibles o si sus criterios sobre la educación de los hijos fueran discordantes.
De todo esto se deduce que para prevenir frustraciones evitables, es imprescindible discernir racionalmente la viabilidad de una posible relación sexual. Por poco romántico que pueda parecer, es preciso calibrar las susodichas cualidades, teniendo presente que cuando ese `test de conyugalidad´ arrojara un resultado notablemente negativo en alguna de las cuatro variables mencionadas, el noviazgo debería excluirse, por muy atrayente que se experimentara; y si esto sucediera siendo novios, la relación debería cortarse, por muy doloroso que pareciera. Asimismo, las anteriores consideraciones ponen de manifiesto que, para poder valorar básicamente esos aspectos de la personalidad, es menester evitar la precipitación. Y esto tanto en el sentido de mantener las relaciones con la persona que despierta el interés, en el ámbito de la mera amistad, sin pretender el compromiso mutuo mientras no se haya alcanzado ese conocimiento; como, en un sentido más radical, de excluir incluso esos tanteos con personas cuya configuración psicoafectiva aún no se haya efectuado y, por supuesto, hasta que no se haya producido la propia.
2. TRASCENDENCIA DEL CRECIMIENTO AFECTIVO EN EL NOVIAZGO Y EN EL MATRIMONIO
Después de considerar la importancia de anteponer los valores afectivos caracterológicos al atractivo espontáneo en la elección de la pareja, conviene reparar en otra consecuencia de la primacía de lo psicoafectivo sobre lo biofísico, que existe en la sexualidad humana: a saber, en la necesidad de que, una vez establecido el noviazgo o iniciado el matrimonio, los novios y esposos procuren optimar continuamente su comunión afectiva. Según se expondrá a continuación, este crecimiento afectivo resulta necesario a los novios y esposos para que sean capaces de controlar rectamente su biosexualidad, para que, derivadamente, su atracción sexual no disminuya y para superar las dificultades que pueden presentarse a los cónyuges en sus relaciones maritales.
a) LA INTEGRACIÓN PERSONALISTA DE LA BIOSEXUALIDAD DEPENDE DE LA CONSISTENCIA AFECTIVA DE LA PAREJA
Para entender esta necesidad de que las parejas antepongan su maduración afectiva en la jerarquía de sus intereses, conviene advertir ante todo que la primacía de la afectividad humana sobre la biosexualidad no sólo tiene como consecuencia que ésta está estructuralmente configurada en función de aquélla, sino también que su desarrollo personalista depende de la maduración afectiva de la persona: es decir, que la rectitud biosexual de los novios y esposos, y la consiguiente consistencia y estabilidad significativa de su mutua atracción biofísica están condicionadas por la maduración de su comunión afectiva.
En efecto, según se mostró en el capítulo anterior, la atracción biosexual entre las personas -por ordenarse también a la comunión afectiva de los cónyuges y a posibilitar la educación de la prole, fomentando la estabilidad de la pareja- está constituida de tal forma que, además de producirse en los momentos genésicos, se experimenta en los periodos de infertilidad femenina; es decir, está configurada -por su tensión de estabilidad- de un modo adecuado a la profundidad de la afectividad personal, manifestando así su subordinación a la dimensión psicoafectiva de la sexualidad. Pues bien, esta subordinación ocasiona que la riqueza afectiva del ser humano condiciona la integración personalista que la biosexualidad necesita tanto para ejercitarse de manera acorde a su orientación natural, como para que su actualización resulte progresivamente gratificante, en lugar de disminuir paulatinamente.
En las enseñanzas relativas al matrimonio, que aparecen en el libro de Tobías, se subraya, de modo particularmente expresivo, esta dependencia funcional de lo biosexual respecto de lo afectivo, en la sexualidad humana. En efecto, el texto sagrado presenta la hipervaloración de la dimensión biofísica como un efecto del desorden diabólico y causa de incapacidad grave para ser digno esposo de Sara, hasta el extremo de que cuantos se iban casando con ella en esa actitud, morían antes de llegar a conocerla maritalmente (cf Tob 3, 8; 7, 11-12). Además, un poco más adelante, pone de relieve que la purificación de la sensualidad, que sobrevalora lo venéreo en detrimento de la donación afectiva, posibilita controlar la biosexualidad desde una afectividad madura, lo que es clave para el éxito matrimonial: así aparece en Tob 8, 1-10, especialmente en el v. 2, en que Tobías hijo ahuyenta al diablo Asmodeo mediante un cauterio del corazón y del hígado del pez, que simboliza, respectivamente, la purificación de la afectividad y de la biosexualidad; y en el v. 7, en que se condiciona la felicidad conyugal al vencimiento de la sensualidad. Y es que, por contra de lo que sucede en la sexualidad animal, en la sexualidad humana lo afectivo tiene primacía sobre lo biofísico.
En efecto, la sensibilidad sexual de los animales es instintiva. Y este hecho repercute, como se ha señalado en los dos capítulos anteriores, en que su ejercicio natural apenas requiere un aprendizaje previo porque el instinto animal aprende fácilmente cómo comportarse desde el punto de vista sexual. Pero este carácter instintivo de su sexualidad conlleva también que su afectividad sexual, por una parte, sea simple y repetitiva; y por otra, que esté subordinada absolutamente a los ritmos biológicos del animal y condicionada por éstos. En cambio, la psicosexualidad de las personas no es una mera redundancia de su biosexualidad, sino que posee una riqueza virtual de la que ésta carece. Y por eso, la afectividad constituye el factor más importante de la sexualidad de la persona, hasta el punto de que el autocontrol personal de la biosexualidad y su ejercicio amoroso y gratificante en las relaciones conyugales, dependen decisivamente del crecimiento afectivo de la persona.
En efecto, en el orden humano, lo psicosexual es un factor más decisivo que lo biosexual porque lo biosexual da de sí lo que puede ofrecer una facultad biofísica: limitada, sometida al declive biológico, e incapaz por sí misma de iluminar su sentido, necesitando ser ilustrada cognoscitivamente y controlada y enriquecida desde la afectividad. Esto explica la experiencia común de que el enamoramiento facilite tanto, al menos inicialmente, el control de los impulsos venéreos, en cuanto que «nos ayuda a ser generosos y valientes, nos abre los ojos no sólo a la belleza del ser amado sino a la belleza toda, y subordina (especialmente al principio) nuestra sexualidad meramente animal; en ese sentido, el amor es el gran conquistador de la lujuria» (C.S. Lewis, Mero Cristianismo, cit., 122). Y que, inversamente, las dificultades para controlar la biosexualidad y ejercitarla de modo gratificante, provengan ordinariamente de la pobreza afectiva de la persona.
De ahí la importancia de que los novios procuren fomentar el mutuo conocimiento, ganando progresivamente en transparencia; de que cuiden la generosidad recíproca, ayudándose a mejorar sus virtualidades y a corregirse en sus defectos, interesándose por las preferencias del otro y llevando con paciencia sus limitaciones; y de que faciliten ese estilo austero que propicia el sacrificio compartido así como las anteriores virtudes: es decir, de que vivan en sus relaciones estas actitudes que son, respectivamente, el correlato intramundano de las virtudes teologales de la fe, de la caridad y de la esperanza, que constituyen el hábitat adecuado para la integración afectiva de la pareja en el noviazgo y en el matrimonio, y que, por tanto, deben ser objeto de permanente revisión por parte de los novios y esposos. Pues de este modo, no sólo no les resultará difícil vivir la continencia biosexual propia del noviazgo, sino que no les sobrevendrá esa desmotivación sexual progresiva que suele afectar a los novios cuando, por inconsistencia afectiva, pierden la rectitud biosexual, y se encontrarán en condiciones de superar los problemas personales o externos que puedan encontrar antes de casarse.
De igual manera, para que los esposos sean capaces de vivir la paternidad/maternidad responsable -procreando nuevas vidas y educándolas, o viviendo la continencia periódica, según lo que sea recto en cada momento de su vida matrimonial- y para que no disminuya su recíproca atracción, una vez iniciada la vida conyugal, deben mantener despierta la conciencia de que la afectividad es el factor más decisivo de su convivencia matrimonial, en el sentido de cuidar siempre que sus actos sexuales corporales sean una derivación de una comunión afectiva intensa y vayan acompañados de la delicadeza y respeto, generosidad y ternura, confianza y abandono propios del afecto personal. Pues cuando el acto conyugal se produce como expresión corporal de una comunión afectiva creciente, se reviste de dignidad personal y descubre su nobleza originaria. Mientras que, desvinculado de un afecto fuerte y lleno de ternura, se trivializa y las relaciones maritales acaban resultando conflictivas159.
Por eso la pérdida del respeto de la significación natural de la biosexualidad, en el noviazgo o en el matrimonio, suele proceder de una previa desmotivación afectiva, de una disminución de la ilusión, de un empobrecimiento afectivo que se manifiesta y realimenta negativamente con esas desviaciones biosexuales. Pues cuando las relaciones maritales no van acompañadas de una riqueza afectiva creciente, no sólo dejan de realizarse según su orientación natural a la procreación y a la unión biosexual profunda de la pareja; sino que, como consecuencia de lo anterior, la misma atracción biofísica recíproca disminuye y comienza a requerir ser compensada mediante su proyección hacia otras personas.
Es lógico que suceda así, si se tiene en cuenta que el amor presupone el sacrificio del propio egoísmo y se demuestra con él. Y por eso, cuando se apaga el afecto de unos novios o de unos esposos -lo que se muestra en que no se sienten capaces de `aguantar´ las limitaciones de su pareja-, éstos pierden capacidad de `aguantarse´ respecto de las desviaciones de su biosexualidad. Por estos motivos, el respeto en el plano biosexual es un termómetro decisivo para calibrar esa realidad tan dificultosamente medible a primera vista, como es la autenticidad del cariño: esto es, para valorar la consistencia del afecto de unos cónyuges, y para averiguar si unos novios se aprecian lo bastante como para que sea aconsejable que contraigan matrimonio sin temor al fracaso.
b) IMPORTANCIA DE LA MADUREZ AFECTIVA PARA SUPERAR LAS DIFICULTADES QUE SE PLANTEAN EN LA VIDA MARITAL
La necesidad de primar, una vez establecido el noviazgo o contraído el matrimonio, el crecimiento de la recíproca comunión afectiva no proviene solamente de la dependencia de la rectitud y de la consistencia de la vida marital respecto del mutuo afecto, sino también de la importancia de éste para superar las dificultades que pueden presentarse en el plano biofísico de sus relaciones conyugales. En efecto, la consistencia del afecto mutuo permite a las parejas superar cualesquiera dificultades que pudieran surgir en el orden biosexual: la falta de experiencia en este terreno, que debe caracterizar a los recién casados; la infertilidad; la necesidad de vivir la continencia en determinados momentos de la vida del matrimonio; la progresiva pérdida del vigor varonil y del atractivo femenino; la frigidez o la precocidad para el orgasmo; las actitudes postmenopáusicas de la mujer, etc.
En ocasiones, se presentan las relaciones biosexuales prematrimoniales como imprescindibles para que la decisión matrimonial no resulte imprudente. Esta línea de argumentación desconoce que el atractivo físico de la pareja, que es perceptible sin contacto marital, es el único presupuesto de índole biosexual que se ha de comprobar en el noviazgo para garantizar el posterior acoplamiento conyugal. Pues aunque pueden existir deformidades orgánicas que constituyan una impotencia absoluta o relativa, la persona afectada conoce su deficiencia y, si posee la debida rectitud afectiva, sabrá renunciar al matrimonio mientras su impotencia sea irremediable o, en caso contrario, procurará poner el remedio adecuado a fin de no arriesgarse a realizar un matrimonio inválido.
El noviazgo no se ordena a que los futuros cónyuges se conozcan como `macho´ y `hembra´ (cf PH, 7), pues en este nivel las diferencias son prácticamente insignificantes; sino a conocerse en lo que más distingue sexualmente a cada persona: en su configuración afectiva, que es lo que constituye la corporeidad de cada varón y de cada mujer en irrepetibles. Más aún, según van divulgando ya algunos medios de comunicación160, la experiencia está demostrando que las relaciones biosexuales prematrimoniales, por carecer del significado amoroso -unitivo y procreativo- y comprometedor de la actividad sexual natural, acostumbran a un uso insustancial de la sexualidad, incapacitan paulatinamente para su ejercicio natural en el matrimonio y, como consecuencia, predisponen al fracaso matrimonial.
En cambio, cuando unos recién casados han aprovechado el tiempo de su noviazgo para crecer en afecto, la confianza y el espíritu de entrega con que afrontan su vida marital les permite el diálogo necesario para ayudarse recíprocamente y adaptarse cada uno a las peculiaridades biosexuales del otro hasta acoplarse debidamente en ese orden, y les preserva de las inhibiciones que provienen del miedo al ridículo y del rechazo que produciría una actitud egoísta por parte del cónyuge.
Otro tanto sucede cuando son defectos temperamentales o dificultades biográficas, y no lesiones orgánicas, los que provocan que un cónyuge se encuentre con problemas de precocidad o de frigidez para el orgasmo. Pues no se debe olvidar que, aunque en ocasiones puede resultar conveniente la ayuda farmacológica adecuada, de ordinario la terapia más importante consiste en corregir las actitudes que dificultan el olvido de sí mismo, y fomentar la entrega y el abandono confiado al otro cónyuge161.
Por lo demás, tampoco se puede despreciar la trascendencia de la comunión afectiva, si se piensa en los matrimonios que no han podido tener hijos. En efecto, cuando la vida conyugal resulta involuntariamente infecunda, los esposos afectivamente compenetrados no se sienten frustrados en su esponsalidad intencionalmente parental, y acaban encontrando abundantes cauces de entrega conjunta a terceras personas, que les plenifican tanto o más que si hubieran procreado (cf DV, II, 8). En cambio, la inconsistencia afectiva de una relación matrimonial puede inducir a la pareja infértil a pretender la procreación recurriendo a medios técnicos que atentaran a su dignidad personal y a los derechos personales de la prole (cf AS, 21-34; DV). Con lo que no sólo no conseguirían realmente ser padres, puesto que su paternidad biológica estaría mermada en alguno de sus elementos integrantes; sino que además encontrarían serias dificultades para que les llegara a llenar psicoafectivamente ese tipo de `paternidad´.
En efecto, esta `paternidad/maternidad´ biológicamente incompleta difícilmente podría satisfacer a los interesados, por varios motivos. Primero porque, independientemente de sus motivaciones subjetivas, es objetivamente egoísta la actitud con que la han ejercido, por cuanto les ha llevado a no respetar los derechos de la prole. Después, por las previsibles consecuencias de esa actitud egoísta en las disposiciones de la prole resultante. Y también porque al no ser fácil, en la práctica, tener certeza de que esa fecundación se ha conseguido con los gametos de los interesados, éstos podrían fácilmente tender a desentenderse de la persona procreada artificialmente que defraudara física o psíquicamente sus pretensiones; y en todo caso, ésta quedaría marcada para siempre con el perjuicio de la duda acerca de su origen genético.
El contraste entre el carácter indisoluble del consorcio sexual humano y el declive progresivo de su dimensión biofísica, pone de manifiesto también, de forma particularmente expresiva, la importancia de la afectividad sexual, y explica que el crecimiento afectivo de la pareja resulte decisivo para compensar este declive biológico de los cónyuges: esto es, la pérdida del vigor varonil y de la fertilidad y atractivo físico femeninos. Por eso, cuando se descuida la comunión conyugal, sustentándola casi exclusivamente en las relaciones maritales, la atracción venérea resulta incapaz de mantener el afecto inicial y no tarda en aparecer la frustración.
Estos factores se intensifican con ocasión de la menopausia femenina, que viene a suponer como una prueba de fuego de la consistencia del amor de una pareja: pues al sumarse la disminución de la atracción biosexual que la mujer puede suscitar en el varón, y la desmotivación femenina para la vida marital, sólo una firme compenetración afectiva permite afrontar esa etapa de la vida conyugal no sólo de manera no traumática, sino de forma enriquecedora para la comunión personal de la pareja. Y otro tanto puede decirse del reto que supone para la pareja el hecho de que, con el paso de los años, el varón se vuelva progresivamente impotente.
Teniendo en cuenta estos momentos del proceso biográfico conyugal, que dan paso a unas nuevas etapas de la vida matrimonial, llenas de virtualidades, se entiende la importancia del respeto a las leyes biológicas de la sexualidad durante los años de fertilidad procreativa. Pues si la falta de hondura afectiva condujera a no respetarse biosexualmente, el cariño se apagaría y, sobre todo, se perderían las oportunidades ordinarias que la Providencia brinda a los esposos para que mantengan in crescendo el proceso de su compenetración afectiva.
Estas consideraciones, así como las que se hicieron en el anterior subapartado, nos llevan a advertir que el respeto de la doble significación amorosa de la biosexualidad, además de ser un termómetro inequívoco de la madurez afectiva de las parejas, constituye uno de los principales medios que se les ofrece a los novios y a los esposos para acrecentar su comunión afectiva. Puesto que ya se ha hecho referencia a la importancia de la continencia biosexual para el acoplamiento afectivo en el noviazgo, parece innecesario abundar en este aspecto. En cambio, sí parece oportuno reparar en la repercusión del respeto biosexual en la convivencia matrimonial. Y por eso, se dedicará el siguiente apartado a tratar esta cuestión.
3. INTEGRACIÓN AFECTIVA DE LOS ESPOSOS Y REGULACIÓN NATURAL
DE LA FERTILIDAD CONYUGAL
Después de considerar las repercusiones de la madurez afectiva en el ejercicio de la dimensión biofísica de la sexualidad, conviene advertir que el esfuerzo por vivir las relaciones maritales con un respeto absoluto a sus exigencias naturales es el presupuesto más elemental de la comunión afectiva matrimonial. Como se puede suponer, se está haciendo referencia a las repercusiones conyugales de los dos cauces de ejercicio de lo que en la encíclica Humanae vitae se denomina «paternidad responsable»162: pues la generosidad para aceptar la posibilidad de tener más hijos cuando se entiende que ése es el Querer divino, y para aceptar el sacrificio que supone evitar un nuevo nacimiento sin abusar de la biosexualidad -es decir, vivir la continencia biosexual en los momentos de fertilidad, cuando consideran que Dios les pide espaciar los nacimientos en sus circunstancias-, son el elemento más básico de la integración afectiva de los cónyuges.
Es evidente que la procreación responsable brinda a los esposos múltiples ocasiones de mejorar su comunión conyugal, sacrificándose juntos para sacar adelante a los hijos que puedan procrear en cumplimiento del mandato del Creador a la primera pareja humana: «Creced y multiplicaos» (Gen 1, 28). El hecho de que la cultura occidental la entienda actualmente como un disvalor, no se debe al desconocimiento de su función unitiva (cf GS, 50), sino a algo previo, esto es, a la mentalidad hedonista (cf PF, 6; FM). Por eso, no parece necesario detenerse en este aspecto que, por lo demás, fue tratado por extenso en el capítulo segundo de la primera parte. En cambio, no se suele reparar tanto en los valores que encierra para la pareja la práctica de la virtud de la continencia periódica. Así lo indicaba recientemente Juan Pablo II:
«Desde la publicación de la Humanae vitae, se han dado pasos significativos para promover los métodos naturales de planificación familiar163 entre quienes desean vivir su amor conyugal en armonía completa con esta verdad. Sin embargo, deben realizarse nuevos esfuerzos para educar las conciencias de las parejas en esta forma de castidad conyugal, fundada en el `diálogo, el respeto recíproco, la responsabilidad común y el dominio de sí mismo´ (FC, 32). Hago un llamamiento de manera particular a los jóvenes, para que descubran la riqueza de sabiduría, la integridad de conciencia y la profunda alegría interior que brotan del respeto a la sexualidad humana entendida como gran don de Dios y vivida según la verdad del significado nupcial del cuerpo» (JH durante la celebración de la Palabra para los fieles en Denver (Colorado), 14.VIII.1993, 4).
Según se puede advertir, el Romano Pontífice subraya la urgente necesidad de que las parejas no sólo entiendan el valor moral de la continencia periódica, sino, especialmente, que descubran la repercusión de ésta en la mejora de las relaciones afectivas de los cónyuges: es decir, su valor en orden a fomentar el amor conyugal personal. Veamos ambos aspectos más detalladamente.
a) VALORACIÓN MORAL DE LA CONTINENCIA PERIÓDICA
Parece evidente que la continencia periódica repercute en la rectitud moral de los esposos, porque presupone su autoaceptación «como ministros, y no como árbitros del plan salvífico de Dios» (ibidem). Es decir, la decisión de sacrificarse absteniéndose del uso del matrimonio en los periodos de fertilidad, por una parte supone una actitud de respeto al orden natural que Dios ha impreso en su sexualidad. Además, esta aceptación del sacrificio que conlleva la práctica de la continencia periódica, presupone una rectitud de intención en lo que concierne a la decisión de espaciar los nacimientos: pues si esta decisión obedeciera a motivos egoístas, no entraría en la lógica del hedonismo recurrir a medios que suponen una ascesis personal cuando sería posible satisfacer sus objetivos por caminos más fáciles.
Es decir, como advierte Juan Pablo II, la contracepción y la continencia periódica divergen más que por «una distinción a nivel simplemente de técnicas o de métodos, en los cuales el elemento decisivo estaría constituido por el carácter artificial o natural del procedimiento» (JD a los participantes en un curso para profesores de métodos naturales, 10.I.1992, 3.). «Entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales» existe una diversidad «antropológica y al mismo tiempo moral» que conviene ilustrar, ya que «se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí» (FC, 32):
«Cuando los esposos, mediante el recurso a la contracepción, separan estos dos significados (unitivo y procreador) que Dios creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como `árbitros´ del designio divino y `manipulan´ y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación `total´. Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, la contracepción impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como `ministros´ del designio de Dios y `se sirven´ de la sexualidad según el dinamismo original de la donación `total´, sin manipulaciones ni alteraciones» (ibidem).
De ahí la importancia de entender este dinamismo antropológico de la práctica de la continencia periódica para llegar a apreciar su virtualidad moral y a distinguirla netamente de las prácticas anticonceptivas164. Pues suele deberse a su desconocimiento el que, en ocasiones, cuando se considera oneroso aceptar la inmoralidad intrínseca de todo acto anticonceptivo, se tienda a objetar a la doctrina de la Iglesia: Si se juzga inmoral evitar los hijos con medios anticonceptivos, ¿no será una postura hipócrita evitarlos igualmente `aprovechándose´ de los periodos agenésicos?
Ciertamente, esa conducta sería farisaica si la decisión de espaciar los nacimientos fuera inmoral; puesto que, entonces, se estaría realizando algo objetivamente recto con una motivación torcida. Pero esa decisión puede ser lícita e ilícita ya que, si bien es cierto que el matrimonio ha sido instituido por Dios para procrear, no obstante esta finalidad no debe buscarse al margen de la educación de la prole, ni en perjuicio de esta educación que, a su vez, depende de la armonía conyugal. Y por eso la misión de procrear no debe ejercerse indiscriminadamente, sino que ha de atender a todos los factores que posibilitan su humano cumplimiento. Además, como advierte el Concilio Vaticano II, «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación» (GS, 50), sino que también se ordena a educar a la prole, lo cual depende, a su vez, de la maduración personal de los cónyuges, que es otro de los fines del matrimonio. Por eso que los cónyuges estén llamados a procrear no significa que estén moralmente obligados a hacerlo semper et pro semper -en todas y cada una de las etapas de su vida conyugal-, ni que sea malo no intentarlo cuando lo contrario podría resultar pernicioso para ellos o para los hijos que ya tienen o pueden tener.
En efecto, mientras que el deber de no hacer algo intrínsecamente inmoral obliga semper et pro semper, esto es, siempre y en toda circunstancia sin excepción (cf EV, 75), en cambio, el deber de hacer el bien obliga siempre, pero no en toda circunstancia, puesto que en ocasiones realizar un bien determinado no es posible o podría lesionar bienes mayores (cf EV, 71; santo Tomás de Aquino, S.Th., I-II, q. 96). Y por eso señala Juan Pablo II que la decisión de no intentar una nueva procreación no sólo puede ser lícita -cuando obedece no a falta de generosidad sino a una prudente valoración de las circunstancias, y se pone en práctica sin desvirtuar la unión marital-, sino que puede incluso llegar a ser moralmente obligatoria165:
«En realidad, en la generación de la vida, los esposos realizan una de las dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores de Dios. Precisamente por eso, han de tener una actitud muy responsable. Al tomar la decisión de engendrar o no engendrar, no tienen que dejarse llevar por el egoísmo o por la ligereza, sino por una generosidad prudente y consciente, que valora las posibilidades y las circunstancias y, sobre todo, que sabe poner en primer lugar el bien del hijo que ha de nacer. Por consiguiente, cuando se tiene motivo para no procrear, esta elección es lícita e, incluso, podría llegar a ser obligatoria. Pero sigue existiendo también el deber de realizarla con criterios y métodos que respeten la verdad total del encuentro conyugal en su dimensión unitiva y procreativa, tal como la naturaleza la regula sabiamente en sus ritmos biológicos, que pueden ser secundados y valorizados, pero jamás violados con intervenciones artificiales» (JA, 17.VII.1994, 2).
Concretamente, como enseña el Concilio Vaticano II, la decisión de espaciar los nacimientos será lícita o ilícita según atienda debidamente o no «tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias materiales y espirituales de los tiempos y del estado de vida, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia» (GS, 50). Con esta afirmación, el texto conciliar por un lado pone de manifiesto, como se desprende de la frase que aparece en cursiva, que la decisión de espaciar los nacimientos, cuando es recta, lejos de ser una actitud antipaternal, constituye un modo de seguir ordenando la convivencia conyugal al bien de los hijos: de los que se tienen y de los que se puedan tener. Además el texto advierte a los esposos que para juzgar rectamente sobre la conveniencia o no de incrementar la familia, han de tener en cuenta 1º) su propio bien integral y no sólo su bienestar económico; 2º) el bien integral de los hijos que ya tienen y no sólo su bienestar material; 3º) si ese posible nuevo hijo podría ser debidamente atendido y educado; y 4º) la responsabilidad eclesial y social que han asumido libremente al casarse, de contribuir procreativa y educativamente a la extensión del Reino de Cristo y a la pervivencia temporal y al progreso de la sociedad.
Ahora bien, como se ha visto que señalaba Juan Pablo II en la segunda parte del último texto suyo que se ha citado, para que la conducta matrimonial de quienes han decidido espaciar los nacimientos sea moralmente recta, además de que hayan adoptado lícitamente esa decisión, es preciso que se empleen medios que ni interrumpan la intimidad conyugal, ni contradigan la dignidad sexual de los esposos (cf GS, 51). Y esto es lo que se consigue al aceptar el sacrificio de renunciar a la vida marital en los periodos genésicos, manteniéndola en los momentos restantes; es decir, al practicar la continencia periódica.
Que de ordinario no sea conveniente que los cónyuges mantengan una completa abstinencia marital, se advierte al comprender que «la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente» (GS, 50). No se está dando a entender con esto que la vida marital sea la única expresión que fomenta el amor conyugal, puesto que el mismo sacrificio de la continencia y el respeto mutuo que supone lo son y muy notables. Lo que se pretende es hacer notar que «cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgo la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole» (GS, 51), como ya advirtiera san Pablo: «El marido otorgue el débito a la mujer, e igualmente la mujer al marido... No os defraudéis uno al otro en el derecho recíproco, a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para dedicaros a la oración; y después volved a cohabitar, no sea que os tiente Satanás de incontinencia» (I Cor 7, 3.5); y que, por consiguiente, debe existir un motivo proporcionalmente grave para que sea acorde con los planes de Dios la decisión de interrumpir por completo, durante algún tiempo o indefinidamente, las expresiones maritales de afecto, siendo lo adecuado, en caso contrario, practicar la continencia periódica.
La continencia periódica es también el camino recto para espaciar los nacimientos cuando existen motivos justos para hacerlo porque, contrariamente a lo que sucede en las prácticas anticonceptivas, no contradice el significado doblemente amoroso, unitivo y procreativo, del encuentro sexual de los cónyuges. En efecto, todos los momentos del ciclo femenino tienen un significado unitivo y procreativo: no sólo los fértiles, sino también los infértiles, puesto que éstos, por preparar y posibilitar la fecundación, están en sí mismos destinados a la vida (cf HV, 11 y 16). Por eso, tan lícito es hacer uso del matrimonio en unos momentos como en otros; y por eso es lícito mantener la vida marital en los periodos agenésicos cuando, por motivos proporcionados para hacerlo, ésta no debe ejercitarse en los momentos de fertilidad.
Por consiguiente, el uso de la biosexualidad en los días agenésicos no puede entenderse como una acción anticonceptiva: pues no contiene ninguna contradicción respecto de la significación natural unitiva y preparatoria de la procreación que poseen esos momentos del ciclo femenino, que el Creador ha previsto también para «que no pued(a) haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal» (GS, 51) y los esposos puedan seguir fomentando su genuino amor conyugal cuando no deban intentar procrear más hijos.
Lo inmoral sería, en todo caso, decidir no ejercitar la biosexualidad en los días fértiles cuando no existiera un motivo justo: entonces, y sólo entonces, los actos conyugales en períodos agenésicos serían inmorales; y no por sí mismos, sino por la intención desordenada que los desvirtuaría. Es decir, mientras que la malicia moral de la abstinencia biosexual en los días fértiles sólo puede provenir de que se practique con una motivación egoísta; en cambio, la contracepción es una práctica siempre objetivamente desordenada, aun cuando se recurra a ella con motivos rectos. Aquélla sólo puede ser intencionalmente desordenada; ésta siempre es objetivamente inmoral, con independencia de la rectitud o inmoralidad de los motivos que induzcan a practicarla: «En otras palabras, la calificación ética de la abstinencia depende exclusivamente de la calificación ética del acto interno de la voluntad. El acto de abstenerse puede ser bueno o malo; el acto de contracepción es siempre malo» (C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, cit., 85).
Por lo demás, no parece superfluo recordar que esos actos, previsiblemente infértiles, no están cerrados a la fecundidad, puesto que por el modo de realizarse permiten que Dios los haga fértiles. Es decir, como se decía al comienzo de este subapartado con palabras de Juan Pablo II, en ellos los esposos mantienen su condición de ministros, instrumentos, servidores, cooperadores e intérpretes de los planes de Dios, y no se erigen en árbitros supremos de la vida humana, como acontece en la anticoncepción (cf GS, 50).
Por todo ello, los métodos de detección del estado de fertilidad o infertilidad femenina166, que hacen posible la continencia periódica, contienen un indudable valor antropológico, de índole moral-religiosa, que explica que la jerarquía de la Iglesia venga apelando de forma recurrente y vigorosa «a la responsabilidad de cuantos -médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, parejas- pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor, respetando la estructura y finalidad del acto conyugal que lo expresa, (a fin de que adopten) un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad» (FC, 35).
Ahora bien, puesto que son esos valores los que enmarcan las técnicas médicas de detección de la fertilidad en su significación verdaderamente humana, el magisterio eclesiástico advierte con igual insistencia que, al proporcionar esos conocimientos técnicos, es preciso explicitar los correspondientes criterios éticos a fin de que no puedan entenderse como un sistema anticonceptivo, ni se pueda considerar justificado su empleo cuando no existan motivos justos para espaciar los nacimientos: un «modo de debilitar en los esposos el sentido de responsabilidad de su amor conyugal, es, en efecto, difundir la información sobre los métodos naturales sin acompañarla con la debida formación de las conciencias. La técnica no resuelve los problemas éticos, simplemente porque no es capaz de hacer mejor a la persona. La educación en la castidad es un momento que nada puede sustituir» (JD, 14.III.1988). Y, por esto, «el modo más eficaz de servir a la verdad de la paternidad y de la maternidad responsables está en mostrar sus bases éticas y antropológicas. En ningún otro campo como en éste es tan indispensable la colaboración entre pastores, biólogos y médicos» (CU, 205).
b) REPERCUSIÓN DE LA CONTINENCIA PERIÓDICA EN LA COMUNIÓN AFECTIVA DE LOS CÓNYUGES
Además, a este valor de tipo moral se suman otros valores de índole tecno-económica nada despreciables: su gran eficacia167, la sencillez de su aprendizaje para todo tipo de personas, su ecologismo fisiológico y su gratuidad económica168. Lamentablemente, los factores ideológicos y los intereses políticos, así como la gratuidad casi absoluta de la mayoría de estos métodos, que los convierte en un producto de escasa rentabilidad comercial, han inducido a la mayoría de los gobiernos y de los medios de comunicación, a ocultar los valores que se acaban de mencionar, y a crear un clima de opinión peyorativo, incluso entre los profesionales de la Medicina, a pesar de que en el ámbito de los especialistas es sabido que -a diferencia del desprestigiado método de Ogino- su utilidad para espaciar los nacimientos es, estadísticamente, incluso superior a la de los métodos anticonceptivos169. Por eso, «sería de interés general que los científicos fueran capaces de demostrar, mediante cuidadosos estudios y con la ayuda de muchos matrimonios, que los métodos naturales de regulación de la fertilidad, o de planificación familiar, son de fiar y eficaces, incluso en casos de ciclos de ovulación muy irregulares» (JD, 18.XI.1994, 2).
No obstante, no vamos a detenernos en esos valores eficiencistas de los metodos naturales de regulación de la fertilidad (MNRF), puesto que eso desbordaría los límites de este estudio antropológico. En cambio, sí parece pertinente aquí destacar las virtualidades educativas que la práctica de la continencia periódica aporta a las parejas (cf EV, 88b). Unas virtualidades que Juan Pablo II señalaba a los participantes en un congreso sobre MNRF, en los siguientes términos:
«Vuestra acción, por tanto, no se limita a la divulgación de los conocimientos científicos que permiten certificar, cada vez con mayor seguridad y facilidad, los ritmos de la fertilidad femenina. Buscáis algo más profundo: promover una formación humana y cristiana en esos valores de la entrega, del amor, de la vida, sin los cuales incluso la práctica de los métodos naturales para la procreación responsable es sencillamente imposible. En efecto, éstos últimos no son una técnica para utilizar, sino un camino de crecimiento personal que hay que recorrer. No siguen la línea de una civilización del tener, sino del ser. Y así, incluso desde este punto de vista, resulta evidente que vuestro esfuerzo por difundir los métodos naturales es una contribución a la civilización del amor, ya que tiende a lograr que las personas de los cónyuges crezcan en la escucha recíproca, en la capacidad de sacrificio, en la disponibilidad a la entrega, en la responsabilidad y en la apertura a la vida» (JD a un curso sobre regulación natural de la fertilidad, 16.XII.1994, 3).
Es decir, lo que interesa subrayar aquí, en relación al tema que nos ocupa, es la influencia de la continencia periódica en la maduración y acoplamiento afectivos de la pareja. Veámoslo siguiendo el texto de la Exhortación apostólica Familiaris consortio, n. 32, citado por Juan Pablo II en la parte de la homilía que se ha recogido al inicio de este apartado170.
1º) Por encima de la utilidad pragmática de los métodos que la posibilitan, la continencia marital periódica fomenta el diálogo en la pareja, al obligar al varón a interesarse por las situaciones de fertilidad o infertilidad por las que atraviesa su mujer; y a ésta, a manifestar al marido ese aspecto de su intimidad personal. En efecto, ese ejercicio tan elemental de sinceridad y comunicación, predispone a la mejora de la comunión afectiva, de la que la conjunción biosexual es su expresión biofísica.
Por eso, «cuando uno profundiza en el estudio de los Métodos Naturales, descubre que lo revolucionario, lo que los hace irresistiblemente atractivos, no es su eficacia, ni su gratuidad, ni su ecologismo, ni su sencillez, ni su respeto a todo tipo de conciencia. Todo ello con ser revolucionario y atractivo, en el mundo tecnoeconómico en que nos movemos, lo es menos que el objetivo de mejorar las relaciones interpersonales. La inclusión de los dos cónyuges en la corresponsabilidad y la cooperación, imprescindible para la práctica de estos métodos, la trascendencia de la generosidad, la sinceridad, el esfuerzo, la comprensión, la paciencia, la conversación, es decir, del factor comunicación, es la gran riqueza, repito revolucionaria, que debemos transmitir a los usuarios» (L.F. Trullols Gil-Delgado, Bases antropológicas de los métodos naturales..., cit, en RF, 62).
2º) La práctica periódica de la continencia, por motivos justificados, es una virtud que facilita la comunión afectiva conyugal también por lo que supone de responsabilidad y sacrificio compartidos por los esposos. Pues por lo que se refiere a la responsabilidad procreativa, con esta práctica ya no cabe que sea sólo el varón quien tome la iniciativa del acto matrimonial, y sólo la mujer quien asuma casi la totalidad de la responsabilidad respecto de las consecuencias de aquél; sino que el hecho de tener que decidir conjuntamente les predispone a asumir por igual la consiguiente responsabilidad.
Y por lo que se refiere a compartir sacrificios en el orden de las predisposiciones esponsales propias del varón y de la mujer, ambos tienen que sacrificarse en lo que les es específico: él, que no experimenta una variación rítmica en su apetencia biosexual, debe renunciar a satisfacerla en determinados momentos que vienen marcados precisamente por la fisiología de su esposa; y la mujer debe tomarse la molestia de observar las variaciones de su capacidad genésica y hacer el sacrificio de entregarse a su esposo precisamente fuera de los momentos en que ella más suele desearlo. Con lo cual, obviamente, se ejercitan en el olvido de sí mismos y en pensar en el otro y sacrificarse por él (cf L. Illán Ortega, Sexualidad y regulación natural de la fertilidad, en RF, 185).
3º) Igualmente, la actitud de respeto al significado nupcial de la corporeidad personal del cónyuge, que es lo que motiva la disposición al sacrificio de la continencia, constituye un entrenamiento importante para esa mayor abnegación que se requiere para respetar la legítima diversidad de caracteres, y de gustos y aficiones, y para comprender y tolerar sus defectos (cf L.F. Trullols Gil-Delgado, art. cit., 60-66).
Además esta actitud de respetar, cueste lo que cueste, la verdad integral de la persona, fomenta esa `cultura de la vida´ que es la mejor arma para protegerse de la `cultura de la muerte´: esto es, conduce a aceptar a la persona no por el bienestar que produzca, lo que supondría tratarla como un objeto, sino por su dignidad personal (cf J.M. Alsina Roca, Regulación natural de la fertilidad y promoción de la salud-bienestar social, en RF, 188-193).
4º) Por lo demás, no se debe olvidar el efecto enriquecedor que la continencia periódica produce, en el orden afectivo, al potenciar la libertad y el autocontrol de los esposos respecto de los impulsos biosexuales de su corporeidad171. En efecto, la actitud anticonceptiva presupone una infravaloración de la pareja, una concepción despersonalizada de los esposos, que vienen a ser considerados como seres intelectualmente deficientes y sin capacidad de autodominio (cf C. Orense Cruz, Una alternativa en la regulación de la natalidad, Diario `Córdoba´, 25.VIII.1994, 4), esto es, incapaces de aprender a discernir los ritmos de fertilidad femenina y de controlar sus impulsos para relacionarse sexualmente como personas172.
Es decir, la presentación de la anticoncepción como sistema plausible porque posibilita la espontaneidad pasional, oculta un indudable pesimismo antropológico, en cuanto que considera inasequible la personalización o integración de los impulsos sexuales en la libertad humana. El aprendizaje de la continencia, en cambio, supone un ejercicio de la libertad: es decir, una profundización en el conocimiento de la significación amorosa de los impulsos sexuales y una mejoría en la capacidad de responder de los propios actos, que, según se ha señalado reiteradamente en los dos capítulos anteriores, son tan decisivas para la auténtica realización sexual de las personas (cf M. Rutllant, Regulación natural de la fertilidad y madurez sexual, en RF, 176-183.)
Todo esto explica la feliz paradoja, sociológicamente comprobada, de que cuando los esposos empiezan a vivir la continencia periódica, aumenta la cantidad de sus relaciones. Y esto es así porque una vez que han sido convenientemente adiestrados y desaparece la incertidumbre respecto de la situación de fertilidad o infertilidad de la mujer, la maduración afectiva que la abstinencia les ha facilitado mejora la calidad de sus relaciones -en ternura y afecto, en sosiego y desinterés-, potencia en ellos el deseo de donación mutua173 y les induce a vivir cada vez sus relaciones conyugales con la ilusión con que afrontan la luna de miel los esposos que supieron controlarse biosexualmente durante el noviazgo. Y viceversa, tampoco resulta extraño que las prácticas anticonceptivas en el noviazgo y en el matrimonio, por el deterioro afectivo que producen, no sólo sean fuente de discordias, sino que ocasionen también que desaparezca progresivamente la atracción biosexual entre los componentes de la pareja.
En resumen, como afirmaba Mons. Elio Sgreccia, siendo Secretario del Pontificio Consejo para la Familia, cuando la moral católica presenta la regulación natural de la fertilidad como opción válida para los esposos cuya situación no permite aumentar por un cierto tiempo el número de hijos, no se está limitando «a decir `no´ a la anticoncepción, contraria al proyecto de Dios, sino que propone la consciente y responsable asunción de dos momentos decisivos del acto procreativo» (cit. por `Palabra´ 356-357, VIII-IX.1994, 467), a saber, el deliberativo y el ejecutivo; con lo que se promueve una verdadera humanización de la actividad procreadora.
Es decir, con esta propuesta la Iglesia no se opone a un control de la natalidad que sea consecuencia de la actitud prudente y responsable que deben adoptar los esposos en tan importante asunto, y que se ejercite con medios que no atenten contra la dignidad sexual de los cónyuges. Así lo demuestra el hecho de que la jerarquía eclesiástica haya alentado desde sus inicios la investigación científica en el campo de los métodos de detección de la fertilidad femenina, así como la difusión de su enseñanza en el marco de una visión integral de la sexualidad humana; y que sostenga que la generalizada instauración de estructuras que posibiliten a los esposos este conocimiento ha de ser tenido por los pastores como un elemento imprescindible en la actuación pastoral de la Iglesia en el orden matrimonial-familiar:
«Ya ha llegado la hora en que cada parroquia y cada estructura de consulta y asistencia a la familia y a la defensa de la vida puedan disponer de personas capaces de educar a los cónyuges en el uso de los métodos naturales. Y, por esta razón, recomiendo particularmente a los obispos, a los párrocos y a los responsables de la pastoral que acojan y favorezcan este valioso servicio» (JD a un curso sobre la regulación de la fertilidad, 7.XII.1996, 3).
A lo que se opone la doctrina moral católica es al descontrol o despersonalización de la sexualidad humana; esto es, a un ejercicio de ésta que, por desconocer sus leyes internas y carecer de la necesaria dirección de la libertad, constituye una desnaturalización de la inclinación sexual humana, que contradice su inalienable dignidad personal. Es decir, el rechazo por parte del Magisterio auténtico, de los medios técnicos que atentan a la dignidad personal de los esposos, no supone una actitud maniquea, peyorativa ni desconfiada respecto de lo humano, ni de los auténticos adelantos científico-técnicos; sino, justamente, todo lo contrario, esto es, una confianza incondicional en que el ser humano, redimido por Cristo y sanado por el Espíritu, es capaz de comportarse como hijo del Padre en las dificultades, y de encontrar en cada momento los remedios prácticos previstos por la Providencia para resolver sus problemas de modo acorde a la irrenunciable dignidad personal de su comunión conyugal.