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Proyección asexual de la psicoafectividad masculina o femenina
PROYECCIÓN ASEXUAL DE LA PSICOAFECTIVIDAD MASCULINA O FEMENINA
«¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto...!» (Gal 4, 19)
«Yo os querría libres de cuidados» (I Cor 7, 32)
Hasta el momento, se ha hecho referencia a tres propiedades personalistas de la sexualidad humana, que la distinguen de la sexualidad animal y que son consecuencia de la redundancia del espíritu en el cuerpo humano: a saber, que no es instintiva y debe ser educada e integrada desde la libertad; que es aptitudinalmente exclusivista y totalizante; y que la afectividad sexual del ser humano constituye un factor más decisivo que el biosexual para la vida conyugal de los esposos. De esta forma, parece haber quedado suficientemente ilustrado el profundo contenido que existe en la recurrente afirmación de Juan Pablo II acerca del `significado esponsalicio´ de la proyección nupcial de la masculinidad y de la feminidad. Pues esta expresión del Romano Pontífice indica que los impulsos sexuales del varón y de la mujer no sólo poseen una significación generadora y unitiva, como sucede a los animales; sino que contienen, por su tensión a la exclusividad e incondicionalidad temporal, un sentido nupcial del que carece la sexualidad animal, que encuentra su marco de realización efectiva en el compromiso (sponsus significa eso) matrimonial de uno con una hasta la muerte y que expresa, en el orden de los intereses sexuales, la condición esponsalicia o personalista -libre, donativa, comprometedora- del cuerpo humano.
Ahora conviene detenerse en otra propiedad diferencial de la afectividad sexual personal, que consiste en el hecho de que la psicoafectividad masculina o femenina no sólo puede ejercitarse de forma matrimonial, sino que posee otro cauce de ejercicio desvinculado de los intereses sexuales, que es superior porque se aproxima al modo de actuar del espíritu más que la proyección nupcial de la masculinidad o feminidad, y porque manifiesta más radicalmente que el matrimonio el sentido esponsalicio -libre, desinteresado, personalista- del cuerpo humano: el asexual, célibe, virginal o solidario-amistoso.
En efecto, la orientación matrimonial de la psicoafectividad incluye lo biosexual como su materia y cauce de expresión. Por eso la comunión conyugal está afectada por el particularismo y el interés utilitario que son propios de las inclinaciones biofísicas. Y así, aunque la redundancia del espíritu le confiera un sentido de totalidad que no existe en el orden animal, la relación nupcial está marcada de una parte por el exclusivismo y, de otra, por un sentido utilitario ya que el mutuo interés del varón y de la mujer no se restringe al orden amoroso o comunional sino que incluye las necesidades biofísicas y, por ello, está afectado por el signo de la instrumentalidad.
En cambio, la proyección no nupcial de la psicoafectividad masculina y femenina trasciende el ámbito procreativo-conyugal en una realización de la masculinidad o feminidad mediante unas formas de donación, de integración y de enriquecimiento interiores que -por no comportar la complementación conjuntiva o utilitaria- son superiores en amplitud, autonomía y libertad a la comunión conyugal. Es decir, en el presente capítulo se pretende mostrar que la sexualidad humana está afectada por la dimensión espiritual de la persona de modo tan sustancial que la psicoafectividad masculina y femenina no sólo trasciende el ámbito procreativo porque se prolonga de forma educativo-conyugal y porque constituye un factor más decisivo que el biosexual para la convivencia matrimonial, según se ha mostrado en los dos capítulos precedentes; sino que además puede y debe trascender esta proyección nupcial del sexo, ejercitando su inclinación a la paternidad o la maternidad por cauces asexuales, y su ordenación a la integración afectiva interior, mediante relaciones no eróticas o sexualmente simbióticas.
Para considerar este ámbito asexual de realización de la masculinidad y feminidad personales, que ordinariamente se denomina `célibe´, se mostrará primero su existencia; después, su superioridad respecto del aspecto procreativo-conyugal de la sexualidad; a continuación, las consecuencias de esta superioridad de lo célibe, a saber, la irrenunciabilidad de su ejercicio para el equilibrio sexual de la persona humana y su capacidad de absorber la proyección nupcial de la masculinidad y la feminidad, tanto en la vida temporal como en la eterna; y finalmente, los modos en que las actitudes laborales y culturales afectan a la madurez afectiva masculina y femenina, tanto en el orden célibe como en el procreativo-conyugal.
1. DOBLE ÁMBITO DE REALIZACIÓN DE LA MASCULINIDAD Y FEMINIDAD
Ante todo, hay que poner de manifiesto que la psicoafectividad masculina y femenina poseen dos ámbitos de ejercicio: el sexual, procreativo-conyugal, nupcial o matrimonial, y este otro cauce, que se denominará `célibe´ -esto es, `asexual´, `metaprocreativo-conyugal´, `metanupcial´ o `metamatrimonial´-, cuya existencia es preciso reconocer por el hecho social del celibato174. Pues es evidente que si la psicosexualidad humana estuviera tan condicionada por la biosexualidad como lo está en el caso de los animales, no podrían existir personas célibes psíquicamente equilibradas y maduras. Y sin embargo, es una realidad incontestable la existencia de hombres y mujeres que, por motivos diversos, han optado por el celibato y que, lejos de resultar perjudicados en su salud mental, han demostrado una capacidad de convivencia y de amistad verdaderamente notables y que, simultáneamente, han desarrollado socialmente una labor auténticamente paternal o maternal sin necesitar «la unidad de los dos» (MD, 8), esto es, sin el complemento afectivo de un cónyuge y, por tanto, de una manera que se asemeja al modo de engendrar de Dios Padre.
Ante un hecho así hay que reconocer que la condición masculina o femenina del ser humano está constituida de tal manera que le es posible una realización comunional, tanto donativa como unitiva, que trasciende el cauce procreativo y conyugal de su ejercicio; es decir, que la inclinación amorosa de la masculinidad o feminidad del ser humano no se restringe a su ejercicio nupcial, sino que es más amplia y puede ejercitarse célibemente, además de matrimonialmente.
a) REALIZACIÓN ASEXUAL DE LO SEXUADO
No se trata de que exista una parcela de la psicoafectividad humana que no esté afectada por la condición sexuada de la persona. Esto puede atribuirse a los animales porque, propiamente, carecen de dimensión psicoafectiva comunional, ya que su impulsividad no es más que una proyección de sus necesidades biofísicas, mediatizada por el conocimiento sensible. Y por eso sus inclinaciones encaminadas a la conservación individual son independientes de sus cíclicos impulsos a la conservación de la especie. En cambio, la psicoafectividad humana no es una mera redundancia de lo biofísico, sino una dimensión superior que posee unas virtualidades comunionales que, como se ha explicado en los capítulos precedentes, condicionan la misma configuración de la dimensión biofísica del ser humano. De ahí que las peculiaridades inherentes a la especificación masculina de la psicoafectividad de cada varón, estén presentes no sólo en sus intereses relativos a lo procreativo-conyugal, sino también en sus inclinaciones marginales a los intereses sexuales. Y otro tanto sucede en la psicoafectividad de cada mujer.
El varón y la mujer, en todas sus motivaciones psíquicas, ponen en juego la particular condición masculina o femenina de su psicoafectividad: «Toda forma de amor tiene siempre esta connotación masculino-femenina» (SH, 10). Y como lo decisivo para la psicoafectividad es sentirse relacionada comunionalmente con los demás -poder apoyarles afectivamente o sentirse afectivamente ayudada por ellos, y verse integrada con ellos-, la comunión psicoafectiva marginal a los intereses sexuales constituye un ejercicio no sexual de la masculinidad o feminidad. La complementariedad sexual psicosomática es uno de los ámbitos en que puede realizarse la inclinación comunional de la psicoafectividad de los varones y de las mujeres. Pero no es, ni mucho menos, el único. Existe en el orden humano una diversidad cualitativa tal que induce a las personas a enriquecerse interiormente mediante comuniones afectivas no marcadas por los intereses sexuales. Y como la participación en esas relaciones se efectúa según la propia condición masculina o femenina, esas comuniones suponen un cauce de realización varonil o femenina (cf MD, 7h y 21 in fine).
Se insiste en que este tipo de comuniones son asexuales pero no asexuadas para dejar claro dos cuestiones que, en apartados posteriores, se tratarán más ampliamente: de una parte, que la asunción del celibato no supone una renuncia, por motivos espirituales más elevados, a la realización de la propia condición masculina o femenina; y de otra, que la misma convivencia matrimonial se vería perjudicada en sus aspiraciones comunionales si sus integrantes fueran raquíticos en el orden de la amistad o en el de la solidaridad. En efecto, el celibato no es renuncia a la realización masculina o femenina sino un ejercicio de la masculinidad o feminidad por cauces distintos del de la complementariedad sexual psicosomática, que permiten una amplitud, autonomía y libertad comunionales superiores al que es posible en la relación matrimonial. Y por esta razón, cuando los cónyuges no se ejercitan en la amistad y en la solidaridad extrafamiliares, sus actitudes conyugales y parentales propenden al utilitarismo.
Además, prescindir del ejercicio biosexual con el objeto de dedicarse a compensar las deficiencias afectivas ajenas que se producen en la convivencia familiar y social, no supone una merma para un ser en el que lo biofísico se subordina a lo psicoespiritual (en el sentido de que el desarrollo de las personas en este orden es más importante que la propagación de las perfecciones genéticas de un individuo y que la multiplicación del género humano), y en el que, por su inmortalidad constitutiva, está garantizada la pervivencia de sus cualidades irrepetibles más allá de la pasajera corrupción de su cuerpo: puesto que, como es sabido por revelación divina, la muerte ni es consecuencia de la situación en que fue creado el ser humano, sino de la caída original; ni, en virtud de la redención obrada por Jesucristo, será un estado definitivo para quienes la sufren.
Si el ser humano fuera meramente corpóreo, su naturaleza le impulsaría de manera irrenunciable a la reproducción repetitiva de sus virtualidades genéticas para que éstas no desaparecieran después de su muerte. Pero es también espiritual y, en ese orden, incorruptible e irrepetible. De ahí que sus impulsos biofísicos estén condicionados y subordinados al carácter comunional de su afectividad psicoespiritual. Ésta no tiende a repetirse sino a ponerse al servicio de los demás y a enriquecerse comunionalmente con las virtualidades ajenas. Y por eso, la inclinación biosexual a la propagación conjuntiva de las virtualidades genéticas no constituye, en el orden humano, un imperativo prioritario, sino un impulso subordinado al enriquecimiento comunional de los cónyuges y de la prole -como lo prueba su modo de despertarse-, y del que puede prescindirse cuando la psicoafectividad masculina o femenina de una persona se polariza en intereses comunionales asexuales.
Lo definitivo para la persona humana es su realización comunional. Y ésta puede buscarse por la vía de la complementación según la diversidad afectiva asexual tanto o más que por el camino de la comunión en las diferencias sexuales. Ambos cauces permiten ejercer la virilidad o feminidad psicoafectivas: en el segundo caso, incluyendo la biosexualidad como medio de expresión de la comunión afectiva; y en el primero, prescindiendo de la biosexualidad y, por tanto, estableciendo relaciones afectivas no absorbentes ni utilitariamente interesadas -aun con personas del otro sexo175-, que se fundan en «el valor originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del mundo» (JG, 21.XI.1979, 2) y que transfigura su impulsividad sexual convirtiéndola, de utilitariamente interesada e instintiva, en esponsalicia, esto es, en donativamente amorosa y libre (cf ibidem, 3, in fine).
Son caminos que no se excluyen, puesto que los esposos pueden realizarse comunionalmente también en sus relaciones con los hijos y en el ámbito de la amistad extrafamiliar: cauces ambos que son marginales a los intereses de complementación sexual. Más aun, existe «en estos dos caminos diversos... una profunda complementariedad e incluso una profunda unión en el interior de la persona» (MD, 21 in fine). Sin embargo, según se verá después, estos ámbitos de realización de la psicoafectividad masculina o femenina, por su distinta relación con lo biofísico, permiten grados diferentes de realización comunional psicoafectiva. Y de esto se derivan dos consecuencias: por una parte, que el cauce procreativo-conyugal sin el solidario-amistoso resultaría insuficiente para la realización comunional de la persona; y de otra, que este cauce puede absorber totalmente la psicoafectividad varonil o femenina, excluyendo por sublimación a aquél. Pero, antes de entrar más detenidamente en estas cuestiones, conviene aprovechar lo que ya se ha dicho para mostrar cómo la inclinación homosexual se opone a las exigencias comunionales de la persona humana.
b) LA ORIENTACIÓN HOMOSEXUAL DE LOS INTERESES SEXUALES
Muy distinto del cauce no sexual de realización masculina o femenina es el consorcio afectivo de índole homosexual. Ante todo porque éste no trasciende el ámbito de lo erótico y lo venéreo, es decir, de los intereses sexuales. Y después porque, al consistir en una inclinación sexual hacia alguien del mismo sexo, carece de la diversidad necesaria para constituir tanto una comunión psicosexual como una conjunción biosexual que sean de signo amoroso y no utilitarista.
En efecto, la homofilia no trasciende el ámbito sexual de la psicoafectividad porque, de ordinario, se expresa ejercitando la biosexualidad, aunque de modo desviado; y porque, en el hipotético supuesto de que un afecto sodomítico pudiera mantenerse en el ámbito platónico, no dejaría de ser un afecto erótico, es decir, un afecto psicosexualmente interesado, aunque utilitaristamente desnaturalizado. Es decir, la inclinación homosexual no es una proyección asexual de la psicoafectividad masculina o femenina, sino una orientación patológica de la sexualidad, por su pretensión de complementariedad sexual entre personas sexualmente no complementarias. Y esto es lo primero que, desde un punto de vista antropológico, conviene captar a propósito de la homofilia.
Inhabilidad comunional de la inclinación homofílica
En efecto, la homosexualidad no puede considerarse como cauce de realización de la condición sexual de la persona porque contradice el significado de unión y donación totales, que es inherente a la sexualidad personal. Pues por oponerse a la natural ordenación del sexo a la complementación con lo diverso, la conducta homofílica no es capaz de lograr la comunión y conjunción sexuales profundas que sólo son posibles entre personas de sexos complementarios. Y como consecuencia de esa falta de enriquecimiento y de la inclinación hacia sí a que induce la ordenación al mismo sexo, la tendencia homosexual tampoco incluye de suyo la inclinación a la donación conjunta a terceras personas: la actual reivindicación de los colectivos gays respecto de procrear hijos artificialmente o de adoptarlos, no puede interpretarse en sentido donativo o propiamente parental, puesto que es objetivamente utilitarista, en cuanto pretende «que un niño tenga que vivir premeditadamente sin la figura del padre o de la madre» (UH, 14) y, por tanto, no se ordena a darle a un niño un padre y una madre, sino a dar un niño a un adulto: y esto responde más bien a una actitud posesiva o utilitarista que cosificaría a los así procreados o adoptados y constituiría un gravísimo atentado al derecho de los niños adoptados «a crecer en un ambiente que se acerque lo más posible al de la familia natural que no tienen» (ibidem).
Por ser del mismo sexo, los amantes homosexuales se privan de la posibilidad de someterse a ese proceso recíprocamente donativo, que realizan los verdaderos cónyuges, de enriquecimiento o aceptación del otro y de adaptación o entrega a alguien tan distinto como que pertenece a otro sexo completamente diferente. Y además, al no ser naturalmente procreativos y no contener otro fin que la búsqueda de placer individual, sus actos biosexuales les encierran en sí mismos y les arrebatan el bien duradero de la prole, que expresa la autenticidad del amor conyugal y refuerza su estabilidad al fomentar en los esposos el olvido de sí mismos y obligarles a entregarse juntos a la prole. Es decir, la exclusión de la alteridad que comporta el afecto homosexual, impide que este tipo de relación pueda ser recíprocamente enriquecedora en lo psicosexual y que contenga ese sentido de donación al otro -al distinto- y con él a terceros, que es propio de la comunión sexual y asexual: con lo que se convierte en una relación recíprocamente utilitarista y, por consiguiente, abocada a su progresiva descomposición.
Ciertamente, los amantes homosexuales pueden compartir muchas otras cosas que constituyan la base de su vida común. Pero por su falta de diversidad en el orden sexual, sus afectos sexuales no son comunionalmente enriquecedores y, como consecuencia de esta ausencia de alteridad sexual, carecen de significación amorosa donativa, induciendo al egoísmo utilitarista recíproco; y por ello, lejos de contribuir a fomentar la comunión afectiva recta que podrían mantener en sus valores asexuales, se convierten en el principal escollo para que ésta pueda mantenerse. Además sus actos biosexuales carecen de virtualidad verdaderamente conjuntiva y procreativo-educativa. Por eso no sólo sus afectos sino tampoco su prolongación biofísica pueden pertenecer al tipo de realidades que sean capaces de unirles; sino que, muy al contrario, constituyen un obstáculo a la capacidad de donación recíproca y de conjunción donativa a terceros que, como personas, deberían ejercitar (cf R.Lauler-J.Boyle-W.May, Ética sexual, cit., 361).
Es decir, incluso en el supuesto de que los conviventes homosexuales encontraran valores internos asexuales en que fundar una comunión afectiva, sus relaciones venéreas, por carecer de alteridad biosexual y resultar, por tanto, incapaces de constituir una conjunción de signo amoroso -esto es, íntimamente unitiva y procreativa-, no podrían expresar su comunión amorosa y contribuirían a desvirtuarla hedonista y utilitaristamente.
Ésas son las causas fundamentales por las que las relaciones homosexuales no son capaces de constituir un cauce de realización personal ni, por tanto, de contribuir a la felicidad humana, que no puede encontrarse sino por el camino de la totalidad comunional. Pueden ser fuente de experiencias eróticas y venéreas placenteras, pero gravemente desordenadas y, por ello, fugaces y sometidas al estragamiento progresivo. Es decir, esta inhabilidad de la conducta homosexual para satisfacer los impulsos comunionales que están impresos de manera ineludible en la psicoafectividad de cada varón o mujer, explica el hecho comprobado de que la conjunción homosexual, por su condición epidérmica e insustancial, suela resultar sexualmente insuficiente y pasajera: esto es, que la exclusividad o unidad del consorcio homosexual no suela satisfacer sexualmente a los interesados y que, como consecuencia, tienda de suyo a desaparecer en el momento en que el declive inevitable a una relación sexual utilitaristamente desnaturalizada no compense las exigencias de la convivencia en común176.
Tipos de homosexualidad
La tipología de las tendencias homosexuales y, consiguientemente, las modalidades relacionales que pueden originar, son muy variadas177. Simplificando, se podrían agrupar en dos grandes vertientes, según que los afectados se sientan psíquicamente conformes o no con su constitución biosexual.
Entre los primeros, unos -aquejados de individualismo- buscan los valores psicosomáticos del mismo sexo porque la igualdad es más útil que la alteridad para satisfacer impulsos no donativos178; otros, en cambio, se sienten atraídos sexualmente por personas del mismo sexo que, sin dejar de ser sexualmente normales, presentan -por educación o por virtud- algunas cualidades asexuales que -por las específicas predisposiciones psico-temperamentales que se derivan de la diferenciación biosexual- ordinariamente están más desarrolladas en las personas del otro sexo que en las del propio179. Tanto éstos como aquéllos, aunque practiquen la homosexualidad, son impropiamente homosexuales porque su desviación no obedece a un defecto en su configuración psicosexual, que la haga discordante respecto de su condición biosexual, sino a una falta de sentido comunional, que es total, en el primer caso, y parcial, en el segundo.
Hay también varones y mujeres propiamente homosexuales, es decir, personas en quienes la índole de sus sentimientos no se corresponde con su configuración sexual biofísica. Esta patológica discordancia -bien se deba sólo a labilidad de carácter, cuando se trata de un varón, o a falta de sensibilidad, en el caso de la mujer180; o proceda también de alteraciones de su sistema endocrino, sean congénitas o adquiridas181- suele impulsar a buscar el remedio a su deficiencia sexual en la complementación afectiva con personas del mismo sexo que sean normales182.
Como se puede suponer, no se va a entrar aquí a detallar las indicaciones éticas, psicológicas, farmacológicas y -en el caso de patología orgánica- clínicas que deben emplearse en el tratamiento terapeútico de los distintos tipos de homosexualidad masculina o femenina, pues eso desbordaría la índole meramente antropológica de este estudio. Simplemente, se apuntarán después algunas orientaciones básicas que -en atención a la diversidad de ciencias que han de intervenir según los factores que estén presentes en cada tipo de homosexualidad- deben tenerse en cuenta cuando se presenta la ocasión de ayudar a alguien afectado por este problema.
Lo que sí se puede afirmar desde el punto de vista antropológico es que la satisfacción de los impulsos homosexuales constituiría un obstáculo para la consecución de las exigencias comunionales que comporta la realización humana. Pues en el primero de los cuatro tipos de homosexualidad que se han señalado, sus deseos serían psíquica y biofísicamente individualistas, marginales a la aceptación de lo diverso, a la donación a él y a la complementación donativa con él. Y porque, en los tres supuestos restantes, sus sentimientos comunionales, de una parte, se encontrarían -por su condición patológica- insuficientemente diversificados y sólo llegarían a constituir una comunión light que no podría proporcionar una complementación consistentemente enriquecedora y satisfactoria desde el punto de vista sexual. Además, al no poder ser expresados en el orden biofísico de manera auténticamente unitiva y donativa, el utilitarismo inherente a este tipo de actos biosexuales acabaría anulando la real -aunque superficial- significación comunional que hubiera inicialmente en sus impulsos psicosexuales.
Por consiguiente, el camino adecuado para conseguir su realización personal los varones y mujeres que, por los motivos que sean, se sienten sexualmente atraídos por personas de su misma condición biosexual, no puede ser secundar su espontaneidad impulsiva, sino procurar corregir la desviación comunional o psicodiferencial de sus tendencias, empleando los remedios que sean adecuados para cada caso.
Terapia de la desviación homofílica
Como es lógico, este planteamiento ante la homosexualidad, tan contrapuesto a los postulados que propugnan los colectivos gays, requiere detenerse, aunque sea muy brevemente, en una cuestión muy básica, a la que ya se aludió anteriormente: a saber, si es posible o no corregir las tendencias homosexuales. En efecto, entre las razones aducidas por estos colectivos para obtener el reconocimiento civil de la homosexualidad, se encuentra el argumento de la normalidad de esta tendencia, que la presenta como una configuración genética de la sexualidad, `distinta´ pero no desviada y que, por tanto, debe considerarse tan válida para los homosexuales como la heterosexualidad para los heterosexuales, en orden a su realización sexual.
No parece necesario, después de lo que ya se ha dicho, volver a refutar este argumento que, por lo demás, suele resultar poco convincente a las personas sexualmente equilibradas. En cambio, sí parece conveniente rebatir el argumento de la fatalidad, que exige hacia la homosexualidad una actitud de compasión permisiva, por presentarla como una condición fatal, esto es, innata, heredada e irremediable; pues este planteamiento puede hacer más mella en los corazones bien intencionados e inducirles a agravar la infelicidad de quienes se dejan arrastrar por esa tendencia, en lugar de intentar aliviarla ayudándoles a combatir su acentuada tendencia a la autocompasión ante su complejo de inferioridad o su sentimiento de temor a las personas del otro sexo, que están en el origen de la tendencia homofílica: lo cual se considera decisivo para la curación del paciente, ya desde los primeros estudios sistemáticos sobre la homofilia, realizados en el siglo XIX por Alfred Adler y Wilheim Stekel, los más inmediatos discípulos de Freud.
Es decir, se considera inaceptable esta postulación de la conducta homosexual como cauce válido de realización sexual para las personas con tendencias homosexuales, primero porque, según se ha mostrado ya, esas prácticas -por su condición antropológicamente inadecuada- no pueden satisfacer las exigencias amorosas que conducen a la felicidad humana. Pero también porque la verdadera compasión hacia una persona aquejada de cualquier deficiencia no se demuestra induciéndole a considerarla ficticia o, peor aún, como algo en sí mismo positivo y que conviene fomentar; máxime cuando esto ocasionaría además perjuicios tan graves como los que, en la actualidad, están provocando las prácticas homosexuales: la propagación del sida entre los homosexuales y los serios trastornos neuróticos con que se ven aquejados quienes practican la homofilia. La actitud solidaria -y cuerda- ante una carencia real ha de llevar más bien a esforzarse en remediarla y, mientras tanto, procurar paliarla en lo posible: objetivos éstos en los que, afortunadamente, es hoy posible trabajar con buenos resultados, y respecto de los que cabe esperar que los avances neurológicos que está posibilitando el progreso tecnológico, permitan en lo sucesivo a la Psiquiatría un orden de eficacia aún mayor.
Ahora bien, parece importante subrayar que la eficacia de la intervención terapéutica ante esta desviación de la tendencia sexual depende, en gran medida, del acierto en la aplicación de los diferentes remedios de índole religioso-moral, ética, psicológica, farmacológica o clínico-endocrinológica que, según el origen de la patología y las consecuencias psicosomáticas que haya ocasionado, deban emplearse. No basta, simplemente, una adecuada preparación científico-técnica, sino que es preciso también que el especialista cuente con una formación ético-antropológica segura: «Ante las tendencias y los comportamientos desviados, para los cuales se precisa gran prudencia y cautela en distinguir y evaluar las situaciones, (los padres) recurrirán también a especialistas de segura formación científica y moral para identificar las causas más allá de los síntomas, y ayudar a las personas con seriedad y claridad a superar las dificultades» (SH, 72).
En el caso de la desviación incipiente y esporádica, al no haberse producido aún una alteración psicosomática de importancia, resulta suficiente proporcionar la debida formación ético-antropológica que ayude al interesado a no dejarse arrastrar por esos impulsos y a fomentar su sentido comunional, así como serenarle explicándole que éstos no obedecen a una constitución patológica sino a complicaciones que son corrientes y que no adquieren importancia si no se secundan con la voluntad. Esto no quita que la persona que presta esa ayuda procure averiguar, asesorándose debidamente siempre que lo necesite, la causa de la deficiencia relacional del afectado para atajarla en su raíz, así como mantener una prudente vigilancia por si el problema no remitiera porque existiesen otras causas que hicieran necesario el recurso a un especialista médico183.
Ahora bien, cuando no se ha intervenido en los primeros momentos y la tendencia se ha convertido en persistente por haberla secundado de manera continuada al menos en el fuero interno, entonces, además de prestar la oportuna asistencia ético-antropológica y de aconsejar el recurso a la ayuda divina que facilite la rectificación de la voluntad, resulta imprescindible también la actuación médica especializada (cf SH, 72b). Pues tanto si la tendencia proviene del abuso prolongado de la sexualidad, como si se debe a meras causas psicológicas, el arraigo de esa inclinación desviada comporta un trastorno psicosomático (cf AS, 104) que, en determinados casos, no se subsana con la mera ayuda psicológica, sino que requiere el recurso a los psicofármacos.
Finalmente, en el supuesto -poco frecuente, en términos relativos- en que la homosexualidad se deba a alteraciones congénitas del sistema endocrino, aparte de las ayudas ético-antropológicas y, en su caso, psicosomáticas que, a título paliativo, sean procedentes en cada situación, lo que hay que clarificar son las posibilidades médico-clínicas de remediar la patología de que se trate, bien sea por procedimientos quirúrgicos, bien sea con el adecuado tratamiento hormonal: pues, de no aplicar el oportuno remedio, esas malformaciones o disfunciones endocrinológicas perjudicarían a la persona no sólo en el orden psicoafectivo (en cuanto que dificultarían la realización matrimonial o célibe de la vocación amorosa del ser humano a la unión interpersonal profunda y a la donación paternal o maternal), sino también en el equilibrio fisiológico del resto de su corporeidad.
Todo esto permite comprender que la opinión generalizada acerca del carácter irremediable de la homosexualidad, procede en parte de las dificultades que, por la interdisciplinariedad que requiere su tratamiento, se presentan en la práctica en orden a encontrar a un especialista en psicoterapia y farmacoterapia que, además de ser moralmente recto, disponga de una base ético-antropológica suficiente y correcta. Estas cualidades resultan imprescindibles, pues no se debe perder de vista que, en el caso de las terapias psiquiátricas, su eficacia curativa está más condicionada que en otras ramas de la Medicina por las actitudes morales del especialista y por su formación ético-antropológica: cualquier desviación en estos órdenes determinaría de manera importante el modo de aplicar los conocimientos psicoterapéuticos y farmacoterapéuticos de que dispusiera, pues los emplearía al servicio de una antropología errónea que contribuiría a desordenar éticamente al afectado y le induciría a despreciar la importancia del recurso a los remedios sobrenaturales (cf AS, 107 y 108b; SH, 72).
Pero no es ésta la única dificultad, puesto que, por tratarse de un trastorno afectivo, la eficacia de la intervención terapeútica pasa por la cooperación del paciente. Y este presupuesto imprescindible es más difícil de conseguirse en estos casos que en otras enfermedades. Unas veces porque los factores ambientales inducen al interesado (o a sus padres, en el caso de malformaciones congénitas que son fácilmente remediables si se diagnostican en los primeros años del desarrollo) a ocultar el problema, impidiendo afrontarlo cuando sería fácilmente solucionable. Y otras, porque la voluntad del interesado se ha implicado desordenadamente en esa tendencia y se muestra reticente ante cualquier suerte de tratamiento. Es decir, que el remedio de la homosexualidad sea más complicado que el de otras enfermedades no proviene de una especial dificultad intrínseca de esta dolencia en el orden médico, sino de su particular vinculación con el ámbito más íntimo de la persona, que exige del que la padece una disposición moral hacia la rectitud y, del psicoterapeuta, una formación y actitud éticas que sean correctas.
2. SUPERIORIDAD COMUNIONAL DE LA PROYECCIÓN ASEXUAL DE
LA PSICOAFECTIVIDAD MASCULINA O FEMENINA
Hasta el momento se ha mostrado que la condición amorosa o comunional de la psicoafectividad humana hace posible un ejercicio de la masculinidad o de la feminidad, que es marginal a los intereses sexuales: es decir, que el varón y la mujer, con ocasión de su actividad laboral y cultural, puedan entregarse paternal o maternalmente a los demás sin necesitar el complemento del otro sexo, así como enriquecerse interiormente mediante relaciones de comunión amistosa, esto es, no eróticas o sexualmente simbióticas.
La vida matrimonial, por tanto, no es el único ámbito en que el ser humano puede ejercitar la tensión amorosa de su cuerpo, sino que ésta puede ejercerse por cauces no conyugales y procreativos, esto es, asexualmente. Y conviene reparar, además, en que esta proyección asexual de la masculinidad y feminidad es de índole superior a la matrimonial y que, por eso, sin ofuscar la importancia de ésta (cf MD, 22), puede ser denominada con todo rigor como `meta-matrimonial´, en cuanto su desvinculación de los intereses sexuales psicosomáticos permite a la psicoafectividad una realización comunional más amplia y biofísicamente desinteresada, es decir, más semejante a la que es propia de la afectividad espiritual.
Según se ha hecho notar en repetidas ocasiones, el psiquismo humano posee, tanto en el orden intelectual como en el afectivo, unas propiedades -universalidad y libertad- que demuestran la condición personalista o esponsalicia de esta dimensión corporal: esto es, una redundancia del espíritu en la corporeidad humana, que la distingue de la corporeidad animal. De una parte, es manifiesta la diversidad que existe entre el conocimiento sensible humano y el de los animales. En efecto, la percepción animal está condicionada por los intereses del instinto, se restringe a ellos y se subordina a su inmediatez. Es decir, la sensibilidad animal ni está abierta a la universalidad, ni es utilitariamente desinteresada. Y de esto se derivan unas importantes consecuencias: por no ser universal, no admite el enriquecimiento científico-técnico; y, por no ser capaz de trascender el plano de los intereses biofísicos, la sensibilidad animal no puede despertarse artísticamente, pues esto requeriría una actitud contemplativa que valorara a las cosas en sí mismas, por encima de la utilidad que puedan reportar en el orden biofísico.
En cambio, el conocimiento sensorial humano, al estar afectado por el espíritu, no se restringe al ámbito de la utilidad inmediata. Y por esta condición abstractiva, en virtud de la cual la mente humana no se limita a objetivar la utilidad que las criaturas puedan proporcionar de forma inmediata al individuo que piensa, sino que es capaz de descubrir cómo pueden resultar útiles mediante su previa transformación, la humanidad ha producido la cultura científico-técnica. E igualmente, por ser capaz además de transcender la utilidad biofísica, los humanos disfrutan de esa capacidad contemplativa que se expresa en el arte. No es que la capacidad raciocinante o la artística sean de índole espiritual. Pero su existencia sí es un efecto de la redundancia del espíritu en la corporeidad humana. Es decir, son expresiones de la condición personal o espiritualista del cuerpo humano y, en cuanto tales, establecen una solución de continuidad entre la corporeidad humana y la animal, que sitúa al cuerpo humano en un nivel ontológico cualitativamente superior184.
Otro tanto acontece en el orden afectivo, donde la psicoafectividad humana, por su condición comunional, es capaz de superar tanto la restricción espacio-temporal que, por su carácter instintivo, afecta a los impulsos animales, como la índole instrumental con que, por su ordenación a la mera conservación biofísica, éstos se despiertan. En efecto, el instinto animal es restringido espacialmente porque sólo se interesa por aquellas realidades del entorno que guarden relación inmediata con la conservación biológica del individuo respectivo o de la especie a la que éste pertenece. De ahí que sea repetitivo, es decir, que siempre se interese por las mismas y escasas realidades y que reaccione ante ellas de la misma manera. Asimismo, por circunscribirse al plano de las momentáneas y cambiantes necesidades biofísicas, los instintos animales no trascienden el orden de los intereses inmediatos y resultan incapaces de asumir el futuro desde la universalidad temporal. Además, los intereses instintivos no son, respecto de las realidades circundantes, estéticos o amorosos, sino meramente utilitarios o instrumentales: al animal no le interesan las cosas externas en sí mismas, sino en orden a la conservación biofísica de su individualidad o -mediante la reproducción- de la especie a que pertenece.
En cambio, la psicoafectividad personal, por derivarse de una naturaleza que contiene una dimensión espiritual y, por tanto, incorruptible, es de índole amorosa o comunional. Es decir, la psicoafectividad humana es capaz de interesarse duraderamente por toda la realidad, y de apreciarla en sí misma, esto es, no para transformarla sino en orden al enriquecimiento interior que puede derivarse de su contemplación estética. Y esta trascendencia de la psicoafectividad humana respecto de lo biofísico ocasiona también que, incluso al ocuparse de las necesidades biológicas, la amplitud de sus intereses utilitarios sea universal -todo puede resultarle útil-, y que se proponga proyectos duraderos, no circunscritos a la inmediatez del momento. Por eso, el ser humano «es, por naturaleza, un `ser proyectado hacia el futuro´ o `abierto´. Dum spiro, spero; o lo que es lo mismo: `mientras hay vida hay esperanza´. Lo que significa, a la inversa, que allí donde se deja de esperar, se comienza a dejar de vivir» (ER, 14).
a) MODULACIÓN NUPCIAL Y METANUPCIAL DE LA UNIVERSALIDAD Y LIBERTAD DE LA PSICOAFECTIVIDAD HUMANA
Ahora bien, esta condición amorosa comunional de la psicoafectividad humana, que -a diferencia de lo que sucede en el orden animal- constituye a ésta en una dimensión distinta y superior a la dimensión biofísica de la persona, puede ejercitarse en ámbitos diversos que, según estén vinculados o no a los intereses biofísicos, ocasionan unas modulaciones de la universalidad y libertad propias de los afectos comunionales (esto es, del significado esponsalicio del cuerpo humano), que son de diverso rango: inferior, en el primer caso y superior, en el segundo.
En efecto, cuando la psicoafectividad del varón o de la mujer se dirige hacia una persona del otro sexo, movida precisamente por su complementariedad sexual, la implicación de lo biosexual en ese afecto -como cauce natural de expresión de su comunión afectiva- ocasiona una absorción psicosexual que es de índole integral y temporalmente exclusivista. En cambio, cuando una persona apoya solidariamente a otras en el plano psicoafectivo sin implicar de suyo el ámbito de los intereses biofísicos, o cuando se integra amistosamente con los demás en ese mismo orden, sus posibilidades comunionales, tanto donativas como amistosas, por estar exentas de los condicionamientos de lo biológico, son virtualmente universales y, por su desvinculación de los intereses biofísicos, se encuentran libres de las motivaciones utilitarias que pueden interferir el carácter comunional de una relación interpersonal, disminuyendo su sentido amoroso.
No se trata de que la inclusión de lo biofísico como parte integrante de la comunión sexual, despoje a ésta de la universalidad y el desinterés utilitario que son propios de los afectos amorosos o comunionales. Al contrario, es la integración de lo biosexual en lo comunional lo que confiere a la biosexualidad humana una ordenación a la totalidad donativa integral y temporal, y a la totalidad conjuntiva o exclusivista, así como una significación amorosa metautilitaria -en cuanto que la convierte en cauce de expresión del afecto-, que no existen en el orden animal.
Sin embargo, esta vinculación con lo biofísico, que es propia de la comunión sexual, ocasiona que la universalidad y el desinterés utilitario que caracterizan a lo comunional, se ejerciten mediante unas modalidades (en forma de totalidad donativa y conjuntiva, y de interés estético respetuoso y duradero, respectivamente) que, de una parte, son menos amplias en posibilidades comunionales y menos autónomas que las que existen en la realización solidario-amistosa de la psicoafectividad masculina y femenina185; y que, por otra parte, al contar con lo biosexual como cauce de expresión afectiva, corren más riesgo que las meramente psicoafectivas, de resultar afectadas por el signo de la instrumentalidad que caracteriza a las relaciones motivadas por meros intereses biológicos. De ahí la superioridad de la comunión psicoafectiva asexual en comparación con la comunión matrimonial. Pues la desvinculación de aquélla respecto de lo biofísico permite a la psicoafectividad humana una realización comunional o amorosa -donativa y unitiva- más amplia y autónoma, así como mejor resguardada respecto de los intereses utilitarios.
Que la solidaridad y la amistad posibilitan, respectivamente, entregarse donativamente o integrarse afectivamente con gente diversa, de un modo más amplio o universal que el matrimonio, se entiende fácilmente si se considera que en el matrimonio no cabe más donación e integración que respecto de un solo cónyuge y de unos pocos hijos, mientras que en las otras relaciones sociales el número de personas con las que se puede ejercitar la donación afectiva o encontrar campos de integración interior es teóricamente ilimitado. En efecto, la solidaridad se expresa de suyo con la orientación y el apoyo afectivos a aquellos colegas, parientes, conciudadanos o individuos culturalmente afines, que puedan necesitar ese tipo de ayuda. Por lo tanto, no requiere necesariamente que ese afecto se acompañe de servicios biofísicos que exigirían una dedicación material que restringiría el ámbito relacional del donante186. Y eso mismo sucede en el caso de las relaciones amistosas, puesto que la afinidad que las sustenta y la diversidad que las convierte en enriquecedoras no están en el orden de los intereses biofísicos sino en el plano de los ideales y aptitudes psicoafectivas.
Por estas razones, el ejercicio asexual de la psicoafectividad, cuando es recto, no es de índole exclusivista ni absorbente, sino que permite que las diversas relaciones afectivas que se establezcan, resulten compatibles entre sí, de forma que ninguna absorba en sentido excluyente la capacidad afectiva del que las ejerce: «Universalidad significa, negativamente, en este contexto lo contrario de exclusividad: universal en el sentido de que nadie permanece excluido de la auto-donación de la persona virgen. Positivamente, significa que no existen `gradaciones´, `más o menos´, sino que cada cual es hecho objeto de una auto-donación total por parte del virgen. A todos, la persona virgen se da a sí misma en la misma medida: sin medida, totalmente. Omnia omnibus factus: todo a cada uno. El lema paulino expresa en su íntima esencia la auto-donación virginal» (C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, cit., 115).
También se ha apuntado que la comunión asexual goza de una autonomía afectiva que no existe en el orden procreativo-conyugal. Con ello se pretende hacer notar otra peculiaridad de la solidaridad que subraya que su universalidad donativa es superior a la que es posible en la vida matrimonial. En efecto, en el ámbito matrimonial cada cónyuge sólo puede entregarse afectivamente por sí solo al otro cónyuge. Sin embargo, para hacer efectiva su donación parental a los hijos, ambos requieren necesariamente el complemento conyugal. Es decir, para darse a cada hijo necesitan una complementación de que está libre el ejercicio asexual de la psicoafectividad. Pues aunque en el orden de la donación asexual quepa integrarse afectivamente con otros para mejorar el servicio que se presta, sin embargo esa integración no se requiere para darse, sino tan sólo para enriquecer la propia entrega187.
Esta mayor autonomía donativa de la comunión asexual es otra impronta personalista del espíritu en la psicoafectividad humana, que la aproxima -en mayor medida que a la comunión matrimonial- al modo en que la afectividad espiritual establece relaciones comunionales. En efecto, la espiritualidad no está diferenciada sexualmente porque es una dimensión vital superior que no necesita de la simbiosis sexual para cumplir la inclinación amorosa a la donación, impresa en toda criatura188. Por eso su incidencia en la psicoafectividad masculina y femenina convierte la paternidad/maternidad asexual en superior a la matrimonial, por más autónoma y menos condicionada que ésta: no necesita de ningún complemento para ejercitarse, para darse. Es decir, la existencia de una dimensión espiritual en el ser humano afecta a su corporeidad, entre otras cosas, en que su masculinidad o feminidad también puede ejercitarse sin el concurso de la sexualidad de otra persona del sexo complementario; en que un varón o una mujer puedan vivir por sí solos una paternidad o maternidad gastando generosamente en el servicio a los demás sus propias energías psicosomáticas masculinas o femeninas.
Es cierto que la presencia del espíritu en el alma humana también ocasiona que la proyección matrimonial de la psicoafectividad esté marcada por las improntas personalistas señaladas en los tres anteriores capítulos de esta segunda parte; y que, entre ellas, se encuentra el hecho de que la relación varón-mujer contenga un sentido donativo o parental recíproco, y no meramente conjuntivo, como sucede en el orden animal. De ahí que, en este sentido, la comunión sexual humana posea una semejanza con la comunión espiritual, de que carece la conjunción sexual animal. No obstante, esa autonomía donativa, que proviene del carácter comunional de la relación sexual humana, en el ámbito matrimonial sólo puede ejercitarse con la persona del cónyuge, pero no con la prole. Y por eso, esta peculiaridad comunional encuentra en el orden asexual un ámbito de ejercicio mayor que en el orden sexual, que convierte a aquél en superior a éste desde el punto de vista comunional189.
También se ha dicho que el ejercicio célibe de la masculinidad o feminidad es superior al nupcial porque su desvinculación respecto de lo biofísico preserva a los intereses amorosos de posibles interferencias utilitarias. Con esto no se pretende afirmar que el afecto asexual no pueda expresarse también con servicios materiales. Lo que se quiere decir es, en primer lugar, que el compañerismo laboral o cultural no implica de suyo el afecto comunional, aunque pueda ser la ocasión de que éste se produzca; y después que, a diferencia del afecto sexual, el afecto célibe ni necesita de suyo expresarse de manera utilitaria ni induce necesariamente a ese tipo de expresiones, pudiendo mantenerse en el orden del reconocimiento y apoyo afectivos.
Por eso en las relaciones interpersonales marginales a los intereses sexuales resulta fácil discernir si existe un verdadero afecto comunional o si, por el contrario, el interés por el otro es meramente instrumental. En cambio, en el caso de las relaciones sexuales resulta más difícil distinguir si el interés por la otra persona es verdaderamente amoroso o, simplemente, una apariencia que facilite la satisfacción de intereses puramente utilitarios. Y esto sucede no sólo entre los esposos, como es fácilmente comprensible; sino también entre los padres y los hijos, ocasionando a veces que los intereses instrumentales de unos y otros mantengan la unidad familiar, y con ello oculten que ésta carece de sentido amoroso y se limita a ser una comunidad de vida sin amor.
b) SEMEJANZAS E INTERCONEXIONES DE LA PSICOAFECTIVIDAD ASEXUAL Y NUPCIAL
Todas estas razones muestran que la tensión comunional a la donación y a la unión, que caracteriza a la psicoafectividad humana, encuentra en la donación solidaria y en la integración amistosa unas posibilidades de realización que son superiores a las que posibilita la donación esponsal y procreativo-educativa y la integración con el cónyuge y con cada uno de los hijos190. No se trata de que en la psicoafectividad humana existan dos dimensiones diferentes, sino de que la dimensión psicoafectiva masculina o femenina cuenta con dos ámbitos de ejercicio de los cuales uno de ellos -el asexual- le permite una realización comunional que -por ser superior en amplitud, autonomía y libertad- puede denominarse con todo rigor como `metanupcial´.
Por eso, entre ambos cauces de realización psicoafectiva hay una conexión radical que explica varias cosas. Primero, que en ambos exista una tensión comunional donativa y unitiva, que se modula, según se ha visto, de maneras diferentes. Después, que la configuración sexualmente diferencial de la psicoafectividad humana se ejercite tanto en su proyección metanupcial como en su proyección sexual. Y finalmente, que las actitudes que se adoptan en cada uno de estos ámbitos, repercutan en el otro. En efecto, tanto lo metamatrimonial como lo nupcial, por ser cauces de ejercicio de la tensión amorosa de la psicoafectividad masculina o femenina, ofrecen a ésta su propio campo de hacer efectiva su ordenación a la donación y a la integración unitiva. El primero modula esa doble dimensión en la forma de solidaridad y amistad. El segundo, en la modalidad de donación esponsal y procreativo-educativa, y de integración con el cónyuge y con cada hijo.
Además, como la psicoafectividad humana no es de índole espiritual sino psicocorpórea, en ella está presente la diferenciación sexual entre masculinidad y feminidad, que afecta a las dos dimensiones -la biofísica y la psíquica- de la corporeidad humana. Es decir, la psicoafectividad humana está determinada sexualmente de una manera diferencial y, por ello, los varones y las mujeres ejercitan su psicoafectividad varonil o femenina no sólo cuando la proyectan de manera nupcial, sino también cuando la emplean al margen de los intereses matrimoniales: sean o no conscientes de ello, no pueden hacer abstracción de su específica condición masculina o femenina ni en su trabajo, ni en su labor cultural, ni en sus restantes aportaciones sociales extramatrimoniales. Por otra parte, que la condición comunional de la psicoafectividad sea la raíz común de las peculiaridades de los sentimientos sexuales y asexuales, ocasiona que el desorden afectivo en uno de esos ámbitos, al afectar negativamente a la capacidad comunional de la persona, repercuta en el otro.
Asimismo, esta conexión radical de lo nupcial y lo célibe, y la superioridad de este cauce de realización masculina o femenina respecto de aquél explican otras dos cuestiones que se desarrollarán en el siguiente apartado de este capítulo. La primera es que la realización de la propia afectividad masculina o femenina no puede restringirse a su posible ejercicio matrimonial, sino que exige que se ejerciten también sus virtualidades metanupciales. Y esto no sólo en el sentido de que todos los humanos deban desarrollar ese aspecto para su maduración afectiva, sino que el mismo equilibrio de su afectividad nupcial depende del desarrollo de su afectividad célibe. La segunda consecuencia de esta superioridad de lo célibe respecto de lo procreativo-conyugal y de su conexión radical es que la proyección metamatrimonial de la masculinidad o feminidad puede convertirse para algunos en el cauce exclusivo de la realización temporal de éstas y que, en la bienaventuranza celestial, se constituirá para todos en el único camino de expresión de la plenitud masculina o femenina alcanzada191.
3. CONSECUENCIAS DE LA CONEXIÓN RADICAL DE LOS DOS ÁMBITOS DE REALIZACIÓN
PSICOAFECTIVA
La comprensión de la conexión radical de estos dos ámbitos de ejercicio de la masculinidad y feminidad y de la subordinación del nupcial al célibe, permite entender mejor y ampliar lo que ya se señaló en el tercer capítulo de la primera parte a propósito de las consecuencias que la madurez o el desequilibrio sexual tienen en los aspectos asexuales de la personalidad del individuo: en sus intereses utilitarios laborales y culturales, en su socialidad solidaria y amistosa, en sus actitudes espirituales, etc. No se va a profundizar ahora en esta influencia de lo sexual en lo asexual, que proviene de esta conexión que -según se vió también entonces- la moderna tecnología ha permitido comprobar desde el punto de vista neurofisiológico.
Para la cuestión que nos ocupa en este momento, baste con subrayar lo que se dijo entonces acerca de la importancia de la rectitud sexual para que la sociedad pueda contar con personas capaces de asumir el celibato como estado de vida, con individuos solidarios e integrados socialmente, con matrimonios estables, con una razonable productividad económica, con un progreso cultural y con unas estructuras sociales humanizadas, esto es, no aquejadas del eficiencismo machista que se deriva de la consideración lujuriosa de la feminidad. Pues, como advertía Chesterton, «el sexo es un instinto que produce una institución; y es algo positivo ... porque produce esa institución. Esa institución es la familia: un pequeño estado o comunidad que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales... El sexo es la puerta de esa casa; ... la casa es mucho más grande que la puerta. La verdad es que hay gente que prefiere quedarse en la puerta y nunca da un paso más allá» (cit. en G.K.´s Weekly, 1928, `Atlántida´ 4, 1993, 129).
Ahora bien, para traspasar el umbral de la sexualidad y no quedarse en `la puerta de la casa´ -esto es, en la superficie del asunto-, parece conveniente también considerar en sentido inverso la mencionada conexión de lo célibe y lo nupcial: es decir, reconocer la influencia del aspecto asexual de la afectividad -la que se ejercita en las relaciones familiares y extrafamiliares, mediante la solidaridad y la integración afectivas- en el aspecto procreativo-conyugal de la psicoafectividad masculina y femenina. Reconocer esta influencia de lo célibe sobre lo nupcial resulta indispensable para superar el pansexualismo, tan arraigado en Occidente por la influencia que ejerció en el siglo pasado el materialismo psicológico de los postulados freudianos, y reconocer así que el hecho de que la psicoafectividad humana, como redundancia de la diversidad biosexual, esté configurada diferencialmente en sentido masculino o femenino, no comporta que todos sus intereses afectivos estén marcados por el interés sexual, ni que en el origen de todas las patologías psíquicas exista, como postulaba Freud, una frustración sexual.
Con esta afirmación no se pretende ignorar ahora la repercusión de los desórdenes sexuales en los restantes ámbitos de ejercicio de la psicoafectividad. Pues esta realidad, acertadamente subrayada por Freud, ha sido repetidamente reconocida en las páginas anteriores junto con el carácter sexuado -no sexual- de toda la psicoafectividad humana. Lo que se niega es el reduccionismo sexual freudiano, esto es, que los intereses relacionales humanos contengan siempre una significación sexual. La psicoafectividad humana está sexuada. Pero sus afectos amorosos masculinos o femeninos pueden ser sexuales y asexuales, según incluyan o no los intereses psicosexuales y biosexuales. Y los afectos asexuales, por su desvinculación de lo biofísico, hasta tal punto constituyen el ámbito más decisivo de la realización psicoafectiva humana que no sólo se desvirtuaría, sin su desarrollo, la proyección sexual de la psicoafectividad, sino que pueden convertirse en el cauce exclusivo de la realización de ésta sin que se resienta la salud mental del individuo.
a) LA RECTITUD SEXUAL DE LA PERSONA REQUIERE SU MADUREZ AFECTIVA ASEXUAL
Son varios los motivos por los que resulta prioritario para el equilibrio sexual de la persona que ésta se encuentre madura en el orden asexual de su psicoafectividad (cf SH, 17). Primero, por puras razones de tipo genético o temporal. Después, porque la rectitud sexual requiere en muchos momentos de la existencia la práctica de la continencia biosexual o, incluso, psicosexual, y ambas resultarían imposibles o, al menos, represivas si la persona no contara con otros cauces de donación e integración afectivas. Y finalmente, porque la universalidad de la tensión amorosa de la psicoafectividad humana no podría colmarse si ésta se restringiera al ámbito familiar, con lo que esa frustración llevaría a considerar como insatisfactoria la propia comunión sexual.
La rectitud en las relaciones con los consanguíneos condiciona la integración matrimonial: «Dejará a su padre y a su madre, y serán una sola carne» (Gen 2, 24)
La necesidad de la educación de la afectividad en su aspecto asexual, como presupuesto prioritario de la madurez sexual, se comprende, ante todo, al considerar que la familia es el primer ámbito en que cada persona tiene la ocasión de aprender a vivir en comunión con los demás: «Las ciencias psicológicas y pedagógicas, en sus más recientes conquistas, y la experiencia, concuerdan en destacar la importancia decisiva, en orden a una armónica y válida educación sexual, del clima afectivo que reina en la familia, especialmente en los primeros años de la infancia y de la adolescencia y tal vez también en la fase pre-natal, períodos en los cuales se instauran los dinamismos emocionales y profundos de los adolescentes» (SH, 50). Además, antes de que con la pubertad aparezcan los intereses sexuales, los niños ejercitan la socialidad con sus compañeros y compañeras, en un tipo de relaciones que son tan ajenas a los intereses sexuales como las que mantienen con sus padres y hermanos.
Esas primeras relaciones sociales -familiares y extrafamiliares- constituyen una «formación remota a la castidad» (SH, 32), en cuanto van configurando la capacidad comunional del niño y preadolescente: la misma capacidad de amor que luego habrá de informar sus impulsos sexuales espontáneos, en cuanto éstos se despierten. En ellas desarrolla o desordena su capacidad de responder donativamente a la entrega de sus padres, así como de integrarse amistosamente con sus hermanos y compañeros. Y por eso, según haya madurado o no en este sentido, así se encontrará o no preparado para afrontar su adolescencia sin incurrir en el egoísmo sexual. De ahí que la orientación sexual de los personas solteras, así como las actitudes que se adopten posteriormente en la familia que se pueda fundar guarden una directa relación con el sentido de generosidad solidaria y amistosa que se haya ejercitado desde la infancia con los familiares y compañeros.
Por eso, para calibrar la capacidad nupcial de una persona conviene atender a sus actitudes comunionales asexuales: y entre ellas, al modo de comportarse en el ámbito familiar, más aun que en sus relaciones extrafamiliares (cf SH, 52-55). Pues ahí es donde cada persona desarrolla y manifiesta sus disposiciones más hondas, mientras que en los restantes niveles de su socialidad los defectos pueden resultar disimulados -consciente o inconscientemente- sin demasiado esfuerzo, en función de diversos intereses individuales. Por eso, antes de casarse, es necesario comprobar que es adecuado el comportamiento familiar de la persona con la que se desea contraer matrimonio (para lo cual bastan algunas visitas, aparte de saber escuchar lo que ésta manifiesta al respecto). Pues si se detectaran desavenencias injustificables respecto de sus padres y hermanos, resultaría poco sentato prever una actitud diferente en la futura vida conyugal, por el mero hecho de que esas disposiciones no hayan aparecido aún en el noviazgo; ya que, como se es con los familiares, así se tenderá a ser con el cónyuge en cuanto se tenga con él la misma familiaridad que con aquéllos.
Por ejemplo, si en el plano material de la convivencia familiar el individuo se hubiera acostumbrado al parasitismo y la comodidad; a no contribuir con su ayuda doméstica y, cuando dispusiera de recursos económicos, con su dinero; a no compartir horarios, preocupaciones y ocupaciones, viviendo a su antojo: si esas actitudes hubieran arraigado, tendería a retrasar la asunción de la responsabilidad matrimonial -aun cuando dispusiera de los medios económicos necesarios- para no tener que renunciar a ese tipo de vida; y si se casara, encontraría insoportable la vida matrimonial, incumpliría sus deberes familiares y trataría de mantener respecto de sus padres aquella actitud parasitaria: pidiéndoles dinero para gastos innecesarios, organizando las vacaciones a costa de aquéllos, dejándoles a los hijos, no por necesidad, sino para que los atiendan mientras ellos realizan planes impropios de quienes tienen una responsabilidad parental, etc.; lo cual, según se explica a continuación, dificultaría la autonomía de la pareja respecto de sus consangíneos, que es tan necesaria para la armonía conyugal.
Asimismo, si en el plano afectivo la persona mantuviera con su familia de sangre una actitud sentimentaloide, infantil e inmadura, esa dependencia afectiva le dificultaría decidirse a contraer matrimonio y a romper con esos lazos egoístas; y si se casara, le provocaría abundantes problemas en su matrimonio. Pues, como se insiste en la Biblia (cf Gen 2, 24; Mt 19, 3-5; Ef 5, 31), casarse requiere `dejar padre y madre´. No se trata de dejar de quererles, ni de dejar de aprovechar sus consejos, ni de desentenderse de ayudarles en la medida en que lo necesiten y sin perjudicar al propio hogar. El abandono de la comunidad de vida en que se ha nacido, para fundar una nueva, no debe suponer una ruptura de la comunión amorosa con los consanguíneos, sino, según subraya Juan Pablo II, todo lo contrario: «Ese `dejará´ merece una atención particular. La historia de la humanidad pasa desde el principio -y pasará hasta el fin- a través de la familia. El hombre entra en ella mediante el nacimiento, que debe a los padres: al padre y a la madre, para dejar luego en el momento oportuno este primer ambiente de vida y amor y pasar al nuevo. `Dejando al padre y a la madre´, cada uno y cada una de vosotros contemporáneamente, en cierto sentido, los lleva dentro de sí, asume la herencia múltiple que tiene en ellos y en su familia su directo inicio y su fuente. De este modo, aun dejando, cada uno de vosotros se queda: la herencia que asume lo vincula establemente con quienes se la han transmitido a él y a quienes tanto debe. Y él mismo -ella y él- continuará transmitiendo la misma herencia. Por ello también el cuarto mandamiento tiene tan grande importancia: `Honra a tu padre y a tu madre´» (CJ).
Con todo, como advierte el susodicho texto bíblico, la armonía del nuevo núcleo familiar requiere que cada cónyuge se independice de sus padres en el plano de los intereses utilitarios, dejando de descargar en ellos la última responsabilidad de sus decisiones domésticas y de depender de ellos en el orden económico. Por eso cuando, para rehuir sacrificios, los esposos jóvenes mantienen una inadecuada dependencia afectiva y económica respecto de sus familias de sangre, dificultan llegar a `hacerse una sola carne´, puesto que, para acoplarse, necesitan una autonomía e intimidad que se verían obstaculizadas por interferencias de las respectivas familias de sangre (cf DF, art. 2, a y 6, c), o por una excesiva convivencia con ellas: «El amor humano se funda en el sacrificio, según las palabras del Génesis repetidas en el Evangelio: `Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne´ (Mt 19, 5). Esta ruptura no es fácil. ¡Cuántos hogares no han podido conservarse porque uno de los cónyuges no ha sabido cumplirlo!» (S. Pinckaers, O.P., Las fuentes de la moral cristiana..., cit., 59).
Aunque sólo sea como refuerzo estadístico de la importancia de dejar padre y madre para hacerse una sola carne, es interesante conocer que las demandas de nulidad que se presentan en los tribunales eclesiásticos, en un porcentaje importante, tienen en común las desavenencias con las respectivas familias políticas. Y es que la pretensión de extrapolar la convivencia conyugal a los hogares de los padres no puede menos que crear tensiones en la pareja. De una parte, porque cada uno tenderá a sentirse herido al percibir que su cónyuge reprueba actitudes de sus consanguíneos, que a él, por estar acostumbrado a ellas, no le parecían defectuosas. Después, por el impacto negativo que suelen ocasionar en la parte consanguínea los posibles comentarios peyorativos de sus parientes de sangre acerca de su cónyuge; y viceversa, cuando la parte afín escucha ese tipo de comentarios respecto del consanguíneo: pues esto favorece que empiecen a vivenciarse negativamente modos de ser del cónyuge que se habían aceptado o que no se percibían como negativos, y que los defectos que se sobrellevaban sin dificultad comiencen a acentuarse en la apreciación subjetiva del interesado. Y sobre todo, porque si bien es razonable esperar del amor conyugal que sea capaz de sobrellevar los defectos del cónyuge, en cambio parece temerario exigirle que aguante los de los suegros o cuñados.
De ahí la conveniencia de tener en cuenta estos principios cuando surgen tensiones entre alguno de los miembros del matrimonio con sus suegros o demás parientes afines, para que sea la parte consanguínea quien las resuelva con su familia de sangre, sin implicar a su cónyuge. Pues no se debe olvidar que, mientras que el vínculo de sangre permanece a pesar de posibles fricciones momentáneas, siendo por eso más difícil una ruptura definitiva; en cambio, la buena relación con los parientes afines, al no tener un fundamento familiar directo, puede desaparecer para siempre en cuanto se pierda la cordialidad: y en tal caso, esa ruptura puede distanciar al matrimonio o, al menos, someter al cónyuge que es consanguíneo de quienes han roto con el otro, a una importante tensión emocional para conseguir armonizar adecuadamente en esa situación su afecto filial o fraterno y su amor esponsal.
También conviene tener muy presentes estos criterios en lo que se refiere a la organización de los fines de semana y de los periodos de vacaciones, a fin de evitar que, por crearse la necesidad de pasarlos con los parientes de uno o de otro, los esposos los desaprovechen para vivirlos con la intimidad y el sosiego que son tan necesarios hoy día para mantener la comunión conyugal, sobre todo cuando las condiciones laborales de los cónyuges u otras circunstancias negativas les dificultan la comunicación en su vida diaria.
Aplicar estos principios es especialmente importante cuando hay que determinar el modo más conveniente de cumplir con el honroso deber de atender a los padres cuando se vuelven inhábiles para valerse por sí mismos. Ante todo, para organizar esta atención teniendo en cuenta que es al cónyuge consanguíneo -sea varón o mujer- a quien, en justicia, concierne la responsabilidad de la atención de sus padres, sobre todo cuando se vea conveniente traerlos a vivir a casa; mientras que al cónyuge afín sólo le atañe por solidaridad y subsidiariamente. Y después, para no perder de vista que las manifestaciones de afecto filial serían desordenadas si interfirieran las obligaciones con el cónyuge y con los hijos, que, como subraya el mencionado texto bíblico, deben estar por encima de aquéllas. Concretamente, cuando los padres no pudieran valerse por sí mismos, sería un desorden traerles al propio hogar si fueran personas que pudieran perjudicar seriamente la armonía conyugal o el ambiente educativo en la familia (cf FC, 27). En tales supuestos, se deben arbitrar otro tipo de soluciones que les permitan sentir cercana a su familia (cf EV, 94b) y les proporcionen, en la medida de lo posible, la mejor atención material y afectiva.
Como es lógico, para que los esposos sepan conjugar con madurez el amor a su cónyuge y a sus consanguíneos, y no lleguen a producirse ese tipo de interferencias, es preciso prevenirlas viviendo esos principios ya desde el noviazgo; es decir, procurando cada novio no entrar en el hogar de su pareja más que lo imprescindible: esto es, para darse a conocer y para conocer las raíces familiares de las que procede su pareja y el comportamiento más auténtico de ésta; y esforzándose, en esas ocasiones, para mantener la actitud del visitante, sin pretender llegar a obrar allí con la familiaridad de los otros miembros de la casa: puesto que ni lo es; ni lo será -si llegan a casarse- más que por afinidad; ni esa actitud favorecería su libertad para acabar las relaciones cuando lo viera conveniente; ni resultaría beneficioso para su futuro matrimonio, que lo pretendiera.
Por lo demás, no está de más señalar que, si la actitud con la familia de sangre repercute en la afectividad procreativo-conyugal de las personas casadas, con mayor razón afecta a la rectitud y al equilibrio sexual de quienes no viven en matrimonio. En efecto, puesto que la convivencia doméstica y la socialidad extrafamiliar constituyen los únicos ámbitos de que estas personas disponen para ejercitar su masculinidad o su feminidad, el desorden en estos terrenos, además de inducir a la búsqueda de compensaciones eróticas y venéreas desordenadas, mermaría la capacidad matrimonial de quienes estén llamados al matrimonio, o la capacidad de asumir el celibato, en el caso de aquéllos que podrían seguir esa vocación: y esto sucedería más por la falta de rectitud en el orden familiar que por el egoísmo en las relaciones extrafamiliares, puesto que éstas determinan la personalidad menos que las actitudes familiares.
No obstante, aunque es en la familia en que se nace donde mejor se manifiestan las actitudes relacionales de la persona, la socialidad humana necesita también ámbitos extrafamiliares de ejercicio para poder desplegarse con la amplitud inherente a esta dimensión de la personalidad. De ahí la importancia de fomentar en las personas, desde su infancia, que ejerciten sus aptitudes comunionales en el ámbito extrafamiliar: su capacidad de solidaridad -de darse a los demás y aceptarles como son- y de amistad -de integrarse afectivamente con ellos-. El ámbito familiar, pues, con ser el más básico y fundamental, no basta para que arraiguen esas virtudes, sino que debe fomentarse su consolidación facilitando que las personas intervengan progresivamente desde pequeñas en las distintas instancias asociativas que constituyen el entramado social.
Por eso, desde este punto de vista, parece positiva la tendencia actual a incorporar a los niños, desde muy pequeños, a la vida social, mediante las guarderías y jardines de infancia. Siempre y cuando este modo de proceder no lleve a desentenderse de los hijos -que, cuanto más pequeños son, más necesitan la proximidad de sus padres-, y los padres se aseguren de que el ambiente del centro en cuestión sea adecuado, esta convivencia puede resultar muy conveniente, e incluso -en el caso de familias con pocos hijos- muy necesaria.
La madurez afectiva asexual, imprescindible para la continencia sexual, cuando ésta sea necesaria
El sentido de solidaridad y de amistad condicionan la rectitud sexual del individuo no sólo porque, según se acaba de señalar, aquéllas se adquieren antes que ésta, sino también porque la rectitud sexual comporta, en muchos momentos de la existencia, la continencia de la dimensión biofísica o, incluso, psíquica de la masculinidad o de la feminidad, y esto supondría una represión afectiva si la capacidad comunional del varón o de la mujer no se ejercitara en el orden asexual. La condición personalista de la corporeidad humana ocasiona que lo biofísico se supedite a lo psicoafectivo y que, por tanto, no constituya represión alguna prescindir de algún aspecto biofísico por razones afectivas. Pero a lo que no puede renunciarse, sin que ello resulte frustrante, es a la realización amorosa de la personalidad. Y por eso, cuando por las razones que sean ésta no deba buscarse en el orden sexual, la persona necesita otros ámbitos de realización psicoafectiva para no desequilibrarse mentalmente.
De ahí que el desarrollo de las virtualidades masculinas o femeninas asexuales sea siempre imprescindible para todo ser humano. Y de ahí también que el control y equilibrio de su capacidad sexual procreativo-conyugal dependa de la madurez de su afectividad asexual, tanto en el caso de los que están casados, como en el de quienes están solteros y abiertos al matrimonio, o en el de aquéllos que han asumido el celibato. Pues cuando la rectitud sexual consiste en contener los impulsos biosexuales o evitar el enamoramiento, no bastaría entender de manera positiva estas formas de continencia192, sino que haría falta además compensar esa tensión del aspecto nupcial de la propia capacidad de donación y unión masculina o femenina, con un positivo ejercicio de las virtualidades asexuales de esta capacidad donativa e integradora.
Cuando esto sucede, el control de los impulsos procreativo-conyugales no resulta represor, frustrante ni costoso. Pues al experimentar la satisfacción del ejercicio asexual de su masculinidad o feminidad, los novios y esposos se ponen en mejores condiciones de asumir esa continencia, respectivamente, como preparación para el matrimonio o como un modo de vivirlo; y los célibes, como medio para dedicar la totalidad de sus energías a una paternidad/maternidad de índole superior o metamatrimonial: es decir, de manera positiva. Asimismo, la continencia sexual resulta positiva cuando unos y otros la asumen como un requisito para no desvirtuar hedonistamente la propia capacidad solidaria y amistosa de su masculinidad o feminidad en el trato con personas con las que se entiende que no debe mediar un interés erótico o venéreo; y cuando la acompañan de un ejercicio efectivo e intenso de las virtualidades afectivas asexuales y -en el caso de novios y esposos- de las virtualidades psicosexuales de su afectividad.
Por esto, la capacidad para vivir la virtud de la continencia no sólo es señal de rectitud afectiva de los novios y de los esposos -cuando éstos no deban procrear-; sino también una prueba evidente de la existencia en un candidato al celibato de esa madurez del aspecto metamatrimonial de su afectividad masculina o femenina, que es imprescindible para su equilibrio psicosomático en ese estado193. De ahí que, si faltara esa consistencia afectiva asexual, que puede discernirse fácilmente atendiendo a la capacidad del interesado para vivir equilibradamente la continencia biosexual, debería desaconsejarse la asunción del celibato194.
La donación solidaria y la amistad, imprescindibles para que la vida matrimonial no resulte comunionalmente insuficiente
La necesidad de la madurez afectiva asexual para el equilibrio sexual de la persona se desprende también del hecho de que el noviazgo y el matrimonio no pueden satisfacer por sí solos la universal amplitud de la inclinación comunional donativa y unitiva de su psicoafectividad masculina o femenina. Y por eso, si los novios y esposos carecieran de otros cauces de donación e integración afectiva, su comunión sexual les resultaría afectivamente insatisfactoria y, además, se vería paulatinamente empobrecida ante la falta de progreso interior de éstos en el orden metanupcial.
En efecto, teniendo en cuenta el paralelismo comunional que existe entre la conyugalidad y la amistad, se entiende que la atrofia en el ámbito afectivo amistoso repercuta en que los novios y esposos se encuentren insuficientemente dispuestos para ejercitar el aspecto comunional de su relación sexual, con lo que tenderían a restringirla al plano meramente conjuntivo o utilitario. Además, esa falta de relaciones solidarias y amistosas, con que cultivar más ampliamente las propias aptitudes comunionales, ocasionaría que los novios o esposos, aparte de sentirse inducidos al utilitarismo recíproco, tendieran a satisfacer sus necesidades afectivas asexuales exigiendo a su pareja unas afinidades en gustos y aficiones que no son necesarias para su complementación matrimonial.
En ocasiones, para justificar desavenencias matrimoniales, se aduce una supuesta `incompatibilidad de caracteres´, refiriéndose con esta expresión a la falta de afinidad en gustos y aficiones, por parte de los esposos, en los asuntos asexuales. No parece aceptable esta explicación, pues el matrimonio es un consorcio sexual que tiene como elemento de cohesión la común voluntad de buscar el bien del cónyuge y de los hijos que se procreen; no se ordena a constituir una sociedad cultural, profesional, intelectual o recreativa, que requiera la afinidad de sus miembros en estos aspectos de su personalidad. Por eso, el origen de esas desavenencias que enrarecen esa comunidad de vida y amor que debería ser cada matrimonio, suele ser, de ordinario, el egoísmo de uno de los esposos o de ambos. En cambio, su diversidad de gustos en estos terrenos no tiene por qué dificultar su convivencia matrimonial con tal de que exista un verdadero amor conyugal que lleve a cada cónyuge no sólo a estar unido al otro afectivamente y en lo que se refiere a la procreación y educación de los hijos, sino también a respetar la idiosincracia cultural de su pareja y a ayudarle a que satisfaga sus legítimas preferencias, aunque no coincidan con las suyas.
Esto no significa que sea desaconsejable la afinidad cultural de los esposos, pues se puede sentir amor sexual y de amistad por la misma persona. Pero conviene tener bien claro que este tipo de amistad con la pareja no es ni suficiente ni necesario para cumplir los deberes conyugales. Para la integración matrimonial, podrá existir o no la afinidad cultural de los esposos: lo que no debe faltar es el recíproco amor conyugal, así como afinidad en lo referente a la convivencia doméstica y a la educación de la prole; y es muy conveniente que cada uno disponga de amigos con quienes ejercitar sus aficiones culturales, a fin de que, en los momentos de enfriamiento afectivo conyugal, la frustración cultural no agrave sus tensiones, ni conduzca a reprochar al cónyuge, que no sea capaz de llenarle en un ámbito de la personalidad -el cultural- en el que no tiene por qué coincidir con él para la buena marcha del matrimonio. De ahí la recomendación del magisterio eclesiástico, totalmente aplicable a novios y esposos, de favorecer la rectitud sexual de los jóvenes fomentando su maduración afectiva asexual a través del ejercicio de la solidaridad y el asociacionismo: «Frente a las propuestas hedonistas, propuestas expresadas especialmente en las sociedades del bienestar, es sumamente importante presentar a los jóvenes los ideales de la solidaridad cristiana, y las modalidades concretas de compromiso en las asociaciones, en los movimientos eclesiales y en el voluntariado católico y misionero» (SH, 106).
Por eso, constituiría un grave error abandonar las relaciones sociales al entablar un noviazgo, o no fomentarlas cuando se está casado: pues ese encerramiento enrarecería la convivencia con la otra persona, la empobrecería y propiciaría una actitud egoísta en el trato con la pareja (cf SH, 108). Y otro tanto podría decirse de las personas célibes; y con mayor motivo, puesto que para ellas las relaciones familiares y extrafamiliares y, en su caso, la fraternidad sobrenatural constituyen los ámbitos en que se alimenta y enriquece esa generosidad social a la que se ordena su celibato195.
No cabe duda de que la afectividad debe ser ordenada y que, por ende, resultarían erróneas unas relaciones sociales que indujeran a descuidar la conveniente dedicación al noviazgo y, con mayor motivo, al matrimonio. Pero no se debe olvidar que constituyen afectos de distinto orden y que, por consiguiente, no tienen por qué contrariarse si se ejercitan con la debida prudencia. Más aún, como la socialidad asexual contiene unas virtualidades afectivas superiores, su recto ejercicio redunda beneficiosamente en la convivencia de los novios o esposos, al enriquecer a quien la ejerce y convertirle en una persona más completa y amable para el diálogo interpersonal con su pareja. Por consiguiente, constituiría una seria equivocación pretender absorber a la pareja196, limitando sus posibilidades de amistad y de intervención social, por entenderlas como un perjuicio al afecto y a la unión de los novios o de los esposos: siempre y cuando se ejerciten rectamente -esto es, con el debido sentido de prudencia, en cuanto a la dedicación de tiempo y en cuanto a salvaguardar la imprescindible modestia sexual (cf SH, 107) en el trato con las personas del otro sexo-, estas donaciones afectivas no restan intensidad a la afectividad sexual, sino que la incrementan y enriquecen.
De lo que se acaba de exponer se desprende la importancia de desarrollar el aspecto metasexual de la propia masculinidad o feminidad. Por una parte, para que la integridad afectiva del individuo no resulte afectada por el descuido de uno de sus aspectos que, además, es el superior. Y también, porque esta superioridad del aspecto asexual de la masculinidad o feminidad sobre el nupcial, ocasiona que el equilibrio de éste dependa de la madurez de aquél. De hecho, el sentimiento más o menos consciente de esta necesidad suele impulsar a los varones y a las mujeres a buscar instancias relacionales en que puedan encontrarse sólo ellos o sólo ellas, que además de resultarles psicoafectivamente muy gratificantes, suelen redundar benéficamente -si se plantean de forma adecuada- en la marcha de las relaciones matrimoniales de quienes participan en esas reuniones.
Se puede afirmar, por tanto, que análogamente a lo que acontece en la biosexualidad y la afectividad nupcial, entre las que -por su índole personal- media una relación de subordinación de signo contrario a la que existe en la sexualidad animal, que ocasiona que la madurez biosexual del ser humano dependa de su riqueza afectiva; así también, el equilibrio del aspecto procreativo-conyugal de la psicoafectividad, depende de la madurez del aspecto metasexual (cf SH, 17). Por eso, el enriquecimiento de la afectividad asexual no es algo necesario sólo para quienes vivan en celibato. Parece indudable que su atrofia redundaría, en el caso de las personas célibes, en un desequilibrio más notable, puesto que para ellos es el cauce exclusivo de su realización psicoafectiva y no podrían encontrar compensaciones sustitutorias rectas que mitigasen esa carencia. Pero también es necesario para los llamados al matrimonio, tanto para que no dejen sin desarrollar el aspecto más importante de su masculinidad o feminidad, como para que se eviten los efectos negativos que esta pérdida ocasionaría en su proyección procreativo-conyugal.
Así lo subraya indirectamente Juan Pablo II al mostrar cómo, en la Iglesia, la fidelidad a su compromiso por parte de los célibes por el Reino edifica la fidelidad de los casados al suyo (cf FC, 16). Y es que la madurez afectiva asexual es, para la persona y para la sociedad, un valor superior al de la madurez afectiva sexual. Pues, aunque la vocación matrimonial sea un valor del más alto rango, no agota las virtualidades de la persona, ni es camino para todos los humanos, ni es una vocación definitiva (en el sentido de que el matrimonio desaparece con la muerte de alguno de los cónyuges, y de que no es vocación para la vida eterna). Por eso, en contra del pansexualismo freudiano, tan extendido en los ambientes libertinos, las personas deben aprender a darle la máxima importancia al desarrollo de sus virtualidades masculinas o femeninas metasexuales, conscientes de que, acabado el tiempo, no existirá el matrimonio; de la trascendencia individual y social que tiene, en la vida temporal, la posesión o carencia de esos valores afectivos asexuales; de la importancia de esa madurez para la misma integración sexual procreativo-conyugal; y del gran valor social de la vocación al celibato.
b) LA SUBLIMACIÓN PSICOAFECTIVA ASEXUAL DE LA MASCULINIDAD Y FEMINIDAD: EL CELIBATO
Según se acaba de exponer, la superioridad de lo comunional o amoroso sobre lo biofísico y que lo metasexual sea más apto que lo sexual para lograr la realización amorosa de la masculinidad o feminidad, ocasionan que los humanos no puedan prescindir de su maduración afectiva asexual, no sólo para lograr su plenitud psicoafectiva, sino también para mantener su equilibrio sexual. Pero no es ése el único efecto de la peculiar constitución interior de la personalidad humana. De esa superioridad se derivan también otras dos consecuencias. De una parte, que la plenitud psicoafectiva masculina o femenina pueda alcanzarse en la existencia temporal prescindiendo de su proyección matrimonial: es decir, que sea posible vivir en celibato sin que la integridad psicoafectiva resulte afectada negativamente. Y de otra, que la ausencia de actividad sexual después de la muerte no supondrá una frustración en las aspiraciones psicoafectivas masculinas o femeninas del individuo.
Es decir, la función meramente instrumental que desempeña lo biofísico en orden a obtener la plenitud comunional psicoafectiva y espiritual que proporcionan la felicidad humana, ocasiona que ésta pueda alcanzarse -en lo que atañe a lo psicoafectivo- exclusivamente desde su proyección más sublime, esto es, desde «una sabia sublimación de la propia psiquis a un plano superior» (SC, 55), que se convierta en exclusiva porque absorba la totalidad de las energías de ésta y constituya por sí sola una donación total de la persona, una dedicación incondicional al servicio de las dimensiones personalistas de los restantes seres humanos197. Además, esta ordenación de lo biofísico al crecimiento afectivo de la persona origina que -una vez concluido por la muerte el proceso temporal de configuración de la afectividad, en el celibato o en el estado matrimonial- desaparezcan los intereses comunionales vinculados a lo biosexual, y la comunión psicoafectiva nupcial no forme parte de los factores integrantes de la felicidad y plenitud celestiales de la propia condición masculina o femenina.
Realización temporal de la psicoafectividad masculina y femenina en el celibato
Desde un punto de vista meramente antropológico, es fácil comprender que existen cauces de ejercicio de la masculinidad o feminidad distintos del matrimonial, y que éste no es imprescindible para realizarse como varón o como mujer, si se considera que la generación se ordena al mantenimiento de las especies vivientes. En efecto, la procreación no es necesaria para la pervivencia del género humano porque, como ya se ha explicado en anteriores ocasiones, ésta quedaría garantizada con la existencia de un solo individuo, ya que la incorruptibilidad de la dimensión espiritual de la naturaleza humana permite a la persona seguir viviendo después de corromperse su cuerpo y -esto es cuestión revelada (cf DZ, 429; CEC, 999)- recuperar su identidad corporal cuando se produzca la resurrección de la carne.
A lo que se ordena la tendencia sexual humana es a posibilitar el enriquecimiento afectivo de las personas, que es lo que puede reportarles -como seres comunionales que son- la felicidad (cf CEC, 2331 y 2333). Y esto lo permite de dos maneras. De una parte, haciendo que la complementariedad inherente a la diversidad sexual induzca a las personas de distinto sexo a relacionarse en la comunión conyugal. Y de otra, garantizando -mediante la procreación de nuevos individuos personales- la existencia de una multiplicidad de personas para que encuentren en la convivencia social la ocasión de desarrollar sus virtualidades afectivas amorosas, y asegurando la pervivencia temporal de la sociedad humana para que sea posible el enriquecimiento intergeneracional.
Esto significa que la tendencia sexual impresa por el Creador en cada ser humano no busca la pervivencia temporal del género como un fin a conseguir mediante la multiplicación de sus individuos, como sucede en el orden animal; sino, justo al contrario, que cada persona pueda madurar comunionalmente en su existencia temporal, porque encuentre una pluralidad que le permita establecer relaciones amorosas de donación e integración. Es decir, la propagación sexual de la vida humana es un medio para que cada persona pueda realizarse como tal viviendo en comunión con otras. La comunión afectiva es su fin. Y por eso, mientras que ningún ser humano podría realizarse como persona si prescindiera de su actividad comunional, no es necesario que todos contraigan matrimonio, puesto que siempre existirán otros cauces de realización comunional con tal de que algunos asuman la tarea procreativa (cf JC, 28).
La ausencia de vida sexual no supone para el ser humano ninguna merma de su integridad masculina o femenina porque el ejercicio asexual de la psicoafectividad es también un modo de realización de su masculinidad o feminidad. Todos los aspectos de la psicoafectividad humana están marcados por la especificación masculina o femenina. Y por eso, cuando aquélla se mueve impulsada por intereses asexuales, pone en juego sus virtualidades sexuales diferenciales -se realiza como varonil o femenina- tanto como cuando pretende la integración sexual. Es decir, el estado de celibato, independientemente de las razones que lo hayan motivado, no supone de suyo ninguna renuncia a la plenitud temporal de la psicoafectividad masculina o femenina. Y no constituye una renuncia a la plenitud temporal de su condición sexuada porque es uno de los caminos de la realización amorosa de ésta. En todo caso, lo que habría que subrayar es precisamente lo contrario, a saber, la insuficiencia de la sola comunión sexual para la realización psicoafectiva de las personas.
En efecto, según se indicó en el subapartado anterior, mientras que la realización asexual de la psicoafectividad permite, por su superioridad, prescindir de la proyección matrimonial de ésta sin que la integridad masculina o femenina de la persona resulte afectada; en cambio, la mera realización matrimonial de la psicoafectividad no bastaría para la madurez integral de la masculinidad o feminidad de la persona: es preciso que los casados ejerciten también sus virtualidades amorosas metasexuales, si no quieren que la atrofia de este aspecto de su afectividad dificulte su misma realización conyugal. Más aún, habría que advertir que la asunción del estado matrimonial no garantiza de suyo la maduración comunional de los esposos ni siquiera en el aspecto sexual de su psicoafectividad. Pues la convivencia matrimonial puede restringirse al orden de los intereses meramente conjuntivos. Y esto desequilibraría psicoafectivamente a los cónyuges que no contaran con la amistad de otras personas para realizarse comunionalmente.
El celibato no supone una merma psicoafectiva
Estas consideraciones, relativas a las posibilidades de equilibrio psicoafectivo de los varones o mujeres célibes, resultan preliminares en orden a comprender mínimamente la naturaleza del celibato. Pues si se perdieran de vista las virtualidades psicoafectivas de este estado, podría pensarse que las personas solteras no pueden menos que encontrarse psíquicamente disminuidas aunque, en el caso de las que hayan asumido el celibato por entender que es lo que Dios les pide, puedan sentirse afectivamente compensadas por su vida espiritual (cf SC, 10 y 53).
Eso sería cierto -y por tanto, el estado de celibato resultaría deletéreo para la afectividad de quienes carecieran de la compensación espiritual-, en el supuesto de que la psicoafectividad masculina o femenina no dispusiera más que del cauce matrimonial para su ejercicio. Pero como posee otro medio de proyección que además es superior, su polarización exclusiva en éste -por motivos espirituales o por otros motivos- no ocasiona una situación dañina al equilibrio psicosomático del ser humano, como sucedería al cohibir los mejores sentimientos psíquicos de la persona -los amorosos-; sino que los vuelve más altos y sublimes, a causa de la amplitud y desinterés utilitario que caracterizan a la donación e integración célibes (cf SC, 76).
La psicoafectividad de la persona soltera no necesita para encontrarse equilibrada ninguna `compensación´ espiritual que la suplante sin desarrollarla. Pues aunque su maduración no sea posible sin el apoyo del espíritu, lo que la psicoafectividad del soltero requiere para su salud es el efectivo ejercicio de sus virtualidades psicoafectivas asexuales. Es decir, en contra de lo que podría inducirse no sin una cierta dosis de superficialidad, la afirmación cristiana de que la salubridad psíquica del celibato por el Reino se fundamenta en que constituye una sublimación de la masculinidad o feminidad, no debe entenderse en el sentido de que esa sublimación consista en una compensación espiritual de una renuncia a la realización psicoafectiva masculina o femenina, sino como que esa exclusión de la posible realización procreativo-conyugal de la psicoafectividad resulta sublimadora porque la polariza hacia la proyección superior de ésta.
De otra forma no se explicaría que la tradición cristiana siempre haya entendido el celibato por el Reino como un modo específico de realizar la vocación de la persona humana al amor, en el que no se prescinde de la realización `íntegra´ de la personalidad198, tanto en su dimensión espiritual como en su dimensión psicosomática.
De esto se desprende también una importante consecuencia para las personas que se encuentran solteras, sea por causas no buscadas, sea por nobles razones pero de índole no sobrenatural: que su situación provisional o indefinida de continencia sexual, cuando va acompañada del ejercicio de las virtualidades metanupciales de la psicoafectividad, no constituye un escollo para el equilibrio psíquico de estas personas, ni supone una merma de su integridad masculina o femenina. Pues de lo que depende ese equilibrio es de que exista un ejercicio efectivo de la psicoafectividad; y la continencia sexual no sólo no lo impide, sino que permite un enriquecimiento psicoafectivo de rango superior199. Y otro tanto habría que afirmar de los esposos que, por las razones que sean, se ven obligados a vivir la continencia biosexual en determinados momentos de su vida matrimonial. Pues como se mostró en el último apartado del capítulo anterior, si aprovechan esa circunstancia para fomentar su comunión afectiva, su matrimonio no sólo no se resiente sino que resulta enriquecido en ese aspecto.
Es decir, encontrarse psicoafectivamente integrado en el celibato no es un patrimonio exclusivo de quien cuenta con la motivación espiritual de sentirse llamado por Dios a este estado; sino una situación que, por depender de las relaciones psicoafectivas que se establezcan en ese estado, resulta asequible también para las personas que se ven obligadas a asumirlo por las circunstancias de la vida y, con mayor motivo, para aquéllos que, por rectas razones no espirituales, han escogido permanecer solteros.
Según explicó el mismo Jesucristo al referirse a esta cuestión (cf Mt 19, 12), la motivación espiritual -la dedicación al Reino de los cielos- no es la única razón para asumir el celibato, sino que existen otras razones que o bien obligan a vivir célibemente200, o inducen a excluir voluntariamente el matrimonio para entregarse a determinadas funciones asistenciales, intelectuales, políticas o laborales que, para producir una muy amplia repercusión social, requieren una dedicación tan absorbente, o tal disponibilidad para trasladar la propia residencia, que dificultarían seriamente el adecuado cumplimiento de los deberes matrimoniales201. Por tanto, según explica Juan Pablo II en sus glosas a ese pasaje evangélico (cf JG, 17.III.1982 y MD, 20), el Redentor no excluyó que puedan conseguir la madurez psicoafectiva los incapaces para el matrimonio o los que deciden permanecer solteros por motivos no sobrenaturales. Pues una cosa es que sin motivos espirituales no sea asumible el celibato por el Reino y otra, que sean necesarios esos motivos para encontrarse psíquicamente centrado en el celibato: de lo que depende este equilibrio es de que se ejercite rectamente y de manera suficiente la propia psicoafectividad.
Es decir, no debe confundirse el orden en que se inscribe el celibato -el psicoafectivo- con el plano al que, en cada caso, pertenezcan los motivos por los que se asume este estado, que pueden situarse en el ámbito biofísico, psíquico o espiritual. Que los motivos sean de naturaleza espiritual o psicoafectiva favorecerá, qué duda cabe, que la psicoafectividad se ejercite. Pero quienes asumen el celibato por circunstancias biofísicas también pueden aprovecharlas para realizarse comunionalmente en el orden metanupcial de su psicoafectividad.
El celibato no es una forma de vida que suponga renunciar a realizarse psicoafectivamente y que, por tanto, para no resultar afectivamente traumática, requiera ser compensada por una especial intensidad espiritual. Es un estado asumible por motivos muy dispares, que, para resultar psíquicamente saludable, exige orientar y desarrollar la psicoafectividad masculina o femenina ejercitando sus virtualidades metanupciales. Contar con inquietudes espirituales es imprescindible para aceptar el don del celibato por el Reino (cf MD, 20a) y favorece la maduración psicoafectiva del que lo vive (cf VC, 88b). Pero el estado de celibato puede ser asumido también por motivos no espirituales, sin que esto comporte necesariamente una merma para la integridad psíquica del soltero.
No cabe duda de que, como se explicará más ampliamente en el siguiente capítulo, la madurez espiritual resulta doblemente necesaria para el equilibrio psicoafectivo de la persona célibe. Pero esto no es exclusivo del celibato por el Reino, sino que atañe igualmente a la situación de soltería y al estado matrimonial, ya que, tanto en el primer caso como en los restantes, las motivaciones espirituales, de una parte, suplen la ausencia de madurez psicoafectiva cuando ésta pueda faltar o tenerse en grado insuficiente; y de otra, confirman la orientación amorosa o personalista a que debe ordenarse la psicoafectividad, preservándola de la propensión al utilitarismo que podría derivarse de su subordinación a los intereses biofísicos.
Además, la realización psicoafectiva masculina o femenina en el celibato por el Reino, de suyo, no requiere más madurez espiritual que la que se precisa para realizarse comunionalmente en la vida matrimonial o en la situación de soltería. El hecho de que, desgraciadamente, algunas personas se queden solteras por egoísmo o de que en muchos casos se emprenda el matrimonio sin la debida profundidad espiritual y sin una aspiración comunional psicoafectiva que sea prioritaria respecto de los restantes intereses utilitarios, no contradice aquella afirmación. Simplemente, pone de relieve que el estado matrimonial puede asumirse y mantenerse con un planteamiento comunionalmente minimalista que resultaría totalmente insuficiente para emprender el celibato y vivirlo de forma psicosomáticamente no traumática202.
Por eso, la decisión de vivir en celibato o en matrimonio, de suyo, no implica, respectivamente, una mayor o menor intensidad en los ideales espirituales de la persona correspondiente. Tan intensos pueden ser en el primer supuesto como en el segundo, el afán de santidad y de contribuir a la santidad ajena, así como la realización efectiva de esos ideales, con tal de que éstos se correspondan con la específica vocación que, en cada caso, se haya recibido.
Es indudable que la asunción del celibato por el Reino requiere y manifiesta unas inquietudes espirituales que no se presuponen en las personas que desean casarse. Pero eso no significa necesariamente que éstas carezcan de esos mismos ideales ni que no hayan podido adoptar esa decisión porque estimen en conciencia que Dios las llama a servirle en el camino matrimonial. Pues, como advirtió el Concilio Vaticano II, la efectividad espiritual de una actividad -su aptitud para contribuir a la instauración del Reino- no depende de su desvinculación respecto de lo biofísico, sino del sentido trascendente y apostólico que la dimensión espiritual de la afectividad imprima en aquélla. Y por eso, tan espiritualmente útiles pueden ser las ocupaciones propias del estado matrimonial, como las actividades que ejerzan las personas célibes: que lo sean en mayor o menor medida, depende -presupuesta su rectitud objetiva- del amor espiritual con que se realicen203.
Es decir, la necesidad de que exista un desarrollo espiritual para emprender el celibato por el Reino, que no se requiere para casarse o para permanecer soltero, no implica una consideración peyorativa de las virtualidades de realización espiritual de los demás solteros y de los casados. Pues la existencia de éstos puede brindarles tantas oportunidades de vivir heroicamente la caridad como el estado de celibato a quienes lo asumen por el Reino204.
La primacía testimonial del celibato por el Reino y su mayor disponibilidad psicoafectiva no suponen la superior realización afectiva psicoespiritual de quienes lo asumen
Parece conveniente tener en cuenta las anteriores consideraciones para comprender adecuadamente que la secular afirmación cristiana de la superioridad objetiva del estado de celibato por el Reino respecto del estado matrimonial, no significa que las personas casadas, o las que permanecen solteras por motivaciones humanas rectas, cuenten con menores posibilidades para santificarse que los célibes por el Reino.
En efecto, la doctrina cristiana siempre ha entendido el celibato por el Reino como un don especial para la Iglesia (cf MD, 22). De una parte, porque la asunción de ese estado constituye la antítesis de esa doble actitud que se deriva del desequilibrio provocado por la caída original: la propensión a dejarse absorber por los intereses utilitarios terrenos y a descuidar el desarrollo afectivo de la personalidad205. Y de otra, porque al permitir prescindir de las exigencias biofísicas que comporta la vida matrimonial, confiere una mayor libertad psíquica para ocuparse de las necesidades metabiofísicas de las demás personas, así como una mayor disponibilidad física para «seguir al Cordero adondequiera que va» (cf Ap 14, 4; VC, 18): es decir, «para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo durante la vida temporal» (MD, 20).
Dicho de otro modo, el celibato por el Reino constituye un testimonio más expresivo que el matrimonio de la primacía de lo comunional sobre lo biofísico, que el pecado oscurece (cf JA, 17.XII.1995, 1): es decir, del carácter de valor último de la afectividad, al que deben subordinarse los restantes intereses terrenos. Además este estado de vida permite a los célibes contar con una disponibilidad psicoafectiva menos condicionada que los casados para dedicarse a subsanar las deficiencias afectivas psíquicas y espirituales que aquejan a muchas personas por la insuficiente educación que recibieron en sus familias y fuera de éstas.
Por otra parte, la teología católica sostiene que esa dimensión testimonial del celibato por el Reino contiene a su vez una doble significación, escatológica y esponsalicia. Escatológica (vt), en cuanto que el abandono de los intereses terrenos que conlleva la vida matrimonial, para dedicarse más ampliamente a difundir los valores afectivos, expresa claramente que éstos se valoran por encima de aquéllos, como bienes definitivos o últimos (cf MD, 20). Y también, esponsalicia respecto de Jesucristo y su Iglesia, puesto que prescindir de aquellos intereses terrenos, que pueden fácilmente plantearse individualistamente -esto es, en contra de los deseos divinos-, manifiesta la decisión de mantener el corazón indiviso, ordenando todas las energías vitales a realizar con Cristo el Reino de Dios206.
Ahora bien, ninguna de estas virtualidades, que la tradición cristiana presenta como determinantes del privilegiado valor eclesial de la vocación al celibato por el Reino de los cielos, comporta una superioridad `espiritual´ de este estado respecto del estado matrimonial. Pues de una parte, la mayor disponibilidad que el celibato contiene pertenece al orden psicoafectivo y no al plano espiritual; y de otra, porque la doble significación escatológica y esponsalicia del celibato por el Reino, que sí atañe al ámbito espiritual, no es exclusiva suya, sino que el matrimonio también puede contenerla207. Examinemos más detenidamente ambas afirmaciones, esto es, que la superioridad testimonial del celibato por el Reino y la mayor disponibilidad psicoafectiva que permite, no suponen una minusvaloración de las virtualidades espirituales del carisma matrimonial.
La superioridad testimonial del celibato por el Reino no excluye un planteamiento escatológico y esponsalicio -respecto de Cristo- de la vida matrimonial
Ante todo conviene comprender que la afirmación de la «`superioridad´ de la continencia sobre el matrimonio no significa nunca en la auténtica Tradición de la Iglesia, una infravaloración del matrimonio o un menoscabo de su valor esencial. Tampoco significa una inclinación, aunque sea implícita, hacia posiciones maniqueas, o un apoyo a modos de valorar o de obrar que se fundan en la concepción maniquea del cuerpo y del sexo, del matrimonio y de la generación» (JG, 7.IV.1982, 6). Significa solamente que el sentido escatológico y esponsalicio -respecto de Jesucristo- de la vida cristiana es expresado mejor por el celibato por el Reino que por el matrimonio cristianamente vivido y, por tanto, no presupone que una persona casada no pueda vivir su matrimonio con igual o superior sentido cristiano que un célibe.
En efecto, la primacía del estado de celibato sobre el matrimonial no se debe a que aquél sea más espiritual o comporte una más plena e íntegra dedicación al Reino de Dios que éste. Pues como ya se ha señalado, el espíritu humano, ayudado por el don del Espíritu Santo, puede y debe informar en plenitud de sentido trascendente y apostólico todos los afanes terrenos de la persona: «Todos los fieles -advierte el Concilio Vaticano II-, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación (se refiere a los sacramentos), son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG, 11c).
Es decir, tan espiritualizado puede y debe ser el estado psicosomático matrimonial como el célibe. Y tan plena y total dedicación de las energías vitales a Dios y a los demás puede y debe existir en un estado como en el otro. Los llamados al celibato por el Reino, «por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás» (VC, 39b). Pero esto, que les confiere una responsabilidad eclesial específica -como los demás fieles tienen la suya-, que les debe estimular a ser santos, no quita que también los casados y los célibes por motivos naturales estén igualmente llamados a la plenitud de la santidad, y que dependa de la correspondencia personal de cada uno a su específica vocación, que la alcancen en mayor o menor medida: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG, 40b). «Si de acuerdo con una cierta tradición teológica se habla de estado de perfección (status perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma ... La perfección de la vida cristiana se mide, por lo demás, con el metro de la caridad. De donde se sigue que una persona que no viva en el `estado de perfección´ ..., o sea, que no viva en un instituto religioso, sino en el `mundo´, puede alcanzar de hecho un grado superior de perfección -cuya medida es la caridad- respecto a la persona que viva en el `estado de perfección´ con un grado menor de caridad ... Esta perfección es posible y accesible a cada uno de los hombres, tanto en un `instituto religioso´ como en el `mundo´» (JG, 14.IV.1982, 3).
No existe ningún aspecto de la vida matrimonial que no sea espiritualizable, esto es, susceptible de ser consagrado a Dios y a la extensión del Reino de Cristo. Y hasta tal punto esto es cierto en la doctrina revelada, que el Salvador quiso constituir las exigencias y requerimientos terrenos que comporta la comunión matrimonial, en la materia de uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza (cf CIC, c. 1055, 1).
Por eso, la afirmación de la superioridad testimonial del estado de celibato sobre el matrimonial, no se debe entender como que la vida real de un matrimonio no pueda expresar la primacía de lo comunional sobre lo utilitario tanto o más claramente que la de una persona célibe, cuando aquélla es vivida en su plenitud208; sino que, aunque la convivencia matrimonial resultaría comunionalmente frustrante si se basara en meros intereses utilitarios, la decisión de casarse no requiere de suyo que los interesados se muevan por motivaciones comunionales. En cambio, la voluntaria asunción del celibato por el Reino de los cielos sería imposible sin el convencimiento de la primacía de los valores afectivos psíquicos y espirituales para la plenitud humana, y del carácter instrumental de las actividades biofísicas en orden a la obtención de aquellos valores definitivos.
Además, por la pecaminosidad humana, la indisociable vinculación del matrimonio con los requerimientos terrenos puede suponer para los casados una ocasión -que no existe de suyo en el estado célibe- de que estos intereses se conviertan en la motivación más importante de su conducta: como de hecho sucede en tantos matrimonios cuando falta a sus componentes el empeño por personalizar su vida conyugal. Es por estas razones por lo que san Pablo afirma que quien se casa hace `bien´ y quien no se casa hace `mejor´ (cf I Cor 7, 38; CEC, 1607).
Igualmente, cuando se señala que el celibato presupone una actitud de total e indivisa dedicación a Dios y al servicio de los demás (cf MD, 20 in fine), tampoco debe deducirse que el matrimonio, con la asistencia del Espíritu, no pueda y deba vivirse como una entrega esponsal a Cristo y a su Iglesia tan total e indivisa como la que se proponen quienes, por esta misma razón, asumen el celibato; sino que ese motivo resulta imprescindible para asumir el celibato y para mantener esta decisión, mientras que, por la presencia de los beneficios biofísicos en la vida conyugal, en la decisión de contraer nupcias y de mantener la convivencia matrimonial pueden estar ausentes las motivaciones amorosas psicoespirituales: con lo que las personas que así planteasen su matrimonio, lo vivirían al margen de los planes divinos y se encontrarían afectivamente divididas, puesto que los intereses psicoespirituales de entrega a Dios y a los demás, que pudieran tener, se encontrarían en confrontación con aquellos deseos utilitarios despersonalizados.
Es decir, sólo puede afirmarse que el celibato por el Reino supera espiritualmente (teologal y eclesialmente) al matrimonio, si con esta afirmación se pretende señalar simplemente la doble superioridad testimonial, escatológica y esponsalicia, de aquél sobre éste, que se deriva del hecho de que la decisión de casarse y el mantenimiento de la vida matrimonial no presuponen de suyo la madurez psicoespiritual que el celibato por el Reino requiere (cf VC, 1, 20). Pero esa afirmación no sería verdadera si supusiera una inscripción del celibato en el orden espiritual, y del matrimonio, en el corpóreo. Pues uno y otro estado pertenecen al orden psicoafectivo. Y consiguientemente, tanto uno como otro pueden y deben ser igualmente espiritualizados.
Más aún, como señala Juan Pablo II, esta superioridad testimonial del celibato no sólo no excluye que el matrimonio pueda y deba ser vivido con ese doble sentido escatológico y esponsalicio, sino que, justo al contrario, constituye la mejor confirmación de la significación esponsalicia -amorosa y personalista- que pertenece originariamente a toda la corporeidad humana, es decir, de la posibilidad y el deber de enfocar donativamente la orientación sexual de la masculinidad y de la feminidad: «Si Cristo ha revelado al varón y a la mujer, por encima de la vocación al matrimonio, otra vocación -la de renunciar al matrimonio por el Reino de los cielos-, con esta vocación ha puesto de relieve la misma verdad sobre la persona humana. Si un varón o una mujer son capaces de darse en don por el Reino de los cielos, esto prueba a su vez (y quizá aún más) que existe la libertad del don en el cuerpo humano. Quiere decir que este cuerpo posee un pleno significado `esponsalicio´» (JG, 16.I.1980). Por eso, «con el testimonio de su fidelidad a Cristo, los consagrados sostienen la fidelidad de los mismos esposos en el matrimonio. La tarea de brindar este apoyo está incluida en la declaración de Jesús sobre quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos (cf Mt 19, 10-12): con ella el Maestro quiere mostrar que no es imposible observar la indisolubilidad del matrimonio -que acaba de anunciar-, como insinuaban sus discípulos, porque hay personas que, con la ayuda de la gracia, viven fuera del matrimonio en una continencia perfecta» (JG, 23.XI.1994, 7).
La superior disponibilidad del celibato por el Reino para dedicarse a tareas no biofísicas, no implica una menor eficacia de la vida matrimonial en la extensión del Reino de Cristo
En lo que se diferencian realmente el celibato y el matrimonio es en la mayor desvinculación respecto de lo biofísico, que está presente en el amor célibe: en virtud de la cual, además de contener una superioridad testimonial, las posibilidades relacionales psicoafectivas del amor célibe son, según se explicó en el apartado anterior, más amplias y autónomas y menos propensas al utilitarismo que las del amor conyugal y procreativo; es decir, más ricas en disponibilidad psíquica y física para tratar a más personas con el objeto de ayudarles en el orden afectivo. En efecto, el amor conyugal y procreativo, por las exigencias de dedicación al cónyuge y a mantener a la prole, que comporta, restringe las posibilidades de ese tipo de relación con los demás -desvinculada, de suyo, respecto de lo biofísico y ordenada al enriquecimiento interior ajeno-, que los célibes pueden ejercitar más ampliamente por encontrarse libres de lo que San Pablo denomina «tribulación de la carne» (1 Cor 7, 28), esto es, de las preocupaciones materiales inherentes a la vida matrimonial (cf 1 Cor 7, 32-34).
Sin embargo, el hecho de que el celibato permita una mayor libertad psicoafectiva que el matrimonio en orden a tratar con más personas para ayudarlas psicoafectivamente y predisponerlas a la acción salvífica del Espíritu, no significa que las ocupaciones de la vida matrimonial no puedan ser espiritualizadas y, por tanto, resultar tan efectivas espiritualmente como las actividades metabiofísicas a las que pueda dedicarse la persona célibe. Esto es así porque, en virtud de la comunión de los santos en Cristo, de la que es artífice el Espíritu, tan útiles y tan universalmente influyentes en el orden espiritual son las obras realizadas en el estado matrimonial como las que se realicen en el célibe, si uno y otro son vividos santamente. Y por eso, la superior disponibilidad psicoafectiva del estado célibe no equivale a una superioridad en el orden de los factores espirituales que contribuyen a que se apliquen a las personas los méritos de la redención obrada por el Ungido del Espíritu: pues en este plano, la utilidad de cualquier actividad corporal -biofísica o psíquica- no depende de su mayor o menor inmaterialidad, sino de su rectitud objetiva y del amor espiritual con que se realice.
Todo lo anterior permite concluir que la primacía del celibato respecto del matrimonio en la extensión del Reino de Cristo procede de su superioridad psicoafectiva. Pues su más amplia virtualidad psicoafectiva y su mayor autonomía respecto de los intereses biofísicos son los factores que constituyen al celibato en un testimonio especialmente expresivo de la primacía de los valores afectivos, y que posibilitan a los célibes dedicarse a un tipo de tareas que permiten influir psicoafectivamente en un mayor número de personas, y cuyo ejercicio resultaría poco compatible con los deberes matrimoniales: unas tareas que, según acredita el estilo de vida virginal que asumió el Hijo de Dios encarnado, la Trinidad ha querido instrumentar también para predisponer a los seres humanos a su conversión espiritual (cf VC, 1).
La plenitud celestial de la masculinidad y de la feminidad
Según se ha visto hasta aquí, el ejercicio matrimonial de la propia condición masculina o femenina no es ni una necesidad ni un deber de todos los seres humanos, puesto que en la sexualidad humana hay otras virtualidades metasexuales que todas las personas -independientemente de su estado- deben desarrollar para conseguir su maduración afectiva integral, y que algunos pueden convertir en cauce exclusivo de la realización temporal de su masculinidad o feminidad. Ahora conviene reparar brevemente en que esta peculiar configuración de la psicoafectividad masculina y femenina explica que la inevitable exclusión de la vida matrimonial después de la muerte, no constituirá una frustración de la condición sexuada de cada ser humano. Pues como se verá a continuación, después de la muerte las virtualidades metanupciales de la masculinidad o feminidad se constituirán para los bienaventurados en el camino de expresión de la plenitud masculina o femenina que cada uno haya alcanzado.
Como es sabido, Jesucristo, al referirse al celibato, puso de manifiesto la semejanza de esta condición de vida con la que existirá en la gloria eterna, revelando así que los humanos no ejercitarán matrimonialmente su masculinidad o feminidad en el Cielo, sino que la sublimarán en un modo de vida análogo al angélico (cf Lc 20, 35-36). De ahí que la fe de la Iglesia siempre haya entendido en esta afirmación del Salvador el significado escatológico del celibato, en cuanto supone `la práctica de una vida más semejante a la vida definitiva del más allá y, por consiguiente, más ejemplar para la vida de aquí´ (JG, 17.VII.1993, 5).
El motivo de que esto haya de ser así lo cifra el Señor en que «ya no pueden morir» (Lc 20, 36), es decir, en que la resurrección de la carne supondrá una espiritualización del cuerpo, que excluye que tenga sentido la procreación, en cuanto ésta se ordena a la propagación y a la pervivencia terrena del género humano: «El matrimonio y la procreación... no constituyen el futuro escatológico del hombre. En la resurrección pierden, por decirlo así, su razón de ser. Ese `otro siglo´, del que habla Lucas (20, 35), significa la realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a través de la conyugal `unidad en el cuerpo´ de hombres y mujeres, sometiesen la tierra. Ese `otro siglo´ no es el mundo de la tierra, sino el mundo de Dios, el cual, como sabemos por la primera Carta de Pablo a los Corintios, lo llenará totalmente, viniendo a ser `todo en todos´ (1 Cor 15, 28)» (JG, 2.XII.1981, 2).
San Pablo explicita un poco más la cuestión al explicar que «el cuerpo, la carne, es decir, la dimensión de la persona en el tiempo y el espacio que la relaciona con su entorno, con su mundo natural y social... también será transformado (cf 1 Cor 15, 42-44) y asumido en la vida eterna de Dios (cf 1 Cor 15, 53)» (ER, 22); y que, por tanto, las funciones nutritivas y procreativas del cuerpo humano están destinadas a pasar junto con el mundo presente (cf 1 Cor 6, 12-20). En efecto, esas funciones perderán entonces su sentido porque están vinculadas «con las necesidades de la vida presente, que no se darán ya en la vida eterna. En cambio, el cuerpo, en cuanto que expresa a la persona, está destinado a la resurrección. Y también la diferencia sexual, que hace que en lo más profundo de nuestra persona seamos hombres o mujeres, recibe también de Cristo resucitado una promesa de gloria... En la vida eterna, ciertamente, no tendremos que reproducirnos, pero seremos hombres o mujeres para toda la eternidad. La genitalidad pasará, pero no la sexualidad» (A. Léonard, La moral sexual..., cit., 106-107).
Pues bien, si se tiene en cuenta que, según se ha mostrado ya, el ejercicio de la sexualidad matrimonial no es una necesidad individual y que existe una proyección asexual de la masculinidad y feminidad que es superior a su proyección nupcial y que puede absorber a ésta, se entiende también que la ausencia de actividad procreativo-conyugal en el Cielo, no supodrá ninguna merma de la plenificación personal, sino más bien todo lo contrario. Pues de un modo análogo a como cabe pensar que la sensibilidad humana se encontrará plenificada en el Cielo, no por el ejercicio de sus virtualidades transformadoras, que carecería de sentido por ordenarse al desarrollo temporal, sino mediante el ejercicio de sus virtualidades contemplativas209, que transcienden el tiempo; así también, se puede avizorar que la psicoafectividad masculina y femenina también se encontrarán plenificadas, mediante el ejercicio de sus virtualidades de donación e integración asexuales, que no requieren el concurso de la dimensión biosexual de la masculinidad y de la feminidad.
Y así, de modo semejante a como en esta vida los célibes pueden sentirse plenificados sin ejercitar matrimonialmente el aspecto horizontal o de comunión esponsal ni el aspecto vertical o de donación procreativo-educativa de su masculinidad o feminidad; así también los bienaventurados podrán encontrar la plenitud de la dimensión vertical y horizontal de la condición sexuada de sus cuerpos, ejercitándolas metasexualmente mediante la donación a los demás e integrándose con ellos: «Cuando la llamada a la continencia `por el reino de los cielos´ encuentra eco en el alma humana... no resulta difícil percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones terrenas parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe en la resurrección futura» (JG, 10.III.82). Pues «hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y la comunión entre las personas, gracias a la glorificación de todo su ser en la unión perenne con Dios» (ibidem).
De esta forma, la bienaventuranza beatífica plenificará íntegramente a la persona humana. Pues no sólo colmará su dimensión espiritual mediante su participación en la Comunión trinitaria, sino que satisfará también su dimensión psicosomática -incluido el carácter sexuado de ésta-, del modo que se acaba de señalar.
4. LA RECTITUD LABORAL Y CULTURAL, PRESUPUESTOS DE LA MADUREZ DE LA
DIMENSIÓN AMOROSA DE LA PSICOAFECTIVIDAD MASCULINA Y FEMENINA
Hasta aquí, se ha trazado una panorámica de las recíprocas influencias que existen entre los distintos aspectos, sexuales y asexuales, de la personalidad humana. En el último capítulo de la primera parte, se hizo referencia a las repercusiones de la madurez sexual en la rectitud laboral y cultural, en el equilibrio afectivo asexual y en la rectitud afectiva espiritual. Y en el apartado anterior del presente capítulo, se ha abordado la cuestión en sentido inverso, es decir, mostrando las influencias que ejerce la madurez asexual de la psicoafectividad masculina y femenina, sobre las actitudes sexuales de la persona.
Esta segunda consideración de las influencias de lo asexual en lo sexual quedaría incompleta si no se refiriera a las que ejercen sobre la sexualidad tanto las disposiciones espirituales como las actitudes de la persona en el plano de sus intereses relacionados con la satisfacción de sus necesidades biofísicas no sexuales: esto es, en el orden del trabajo y del descanso. Por eso, para completar esta exposición de los principios básicos sobre los que, a nuestro juicio, debe pivotar una antropología cristiana de la sexualidad, resulta imprescindible referirse a estos dos asuntos.
Teniendo en cuenta que el presente capítulo versa sobre una cuestión psicoafectiva -el aspecto asexual de la masculinidad y feminidad-, no parece que éste sea lugar para tratar de la influencia del espíritu en la sexualidad. Y por eso, se dejará para el próximo capítulo lo relativo a la dependencia de la rectitud sexual respecto de la madurez espiritual. En cambio, sí parece pertinente respecto del tema de este capítulo examinar la repercusión que las actitudes del individuo en el orden laboral o cultural, pueden tener en sus actitudes sexuales: no por el carácter asexual de esos intereses, puesto que, según este criterio, habría que tratar también aquí la influencia de los intereses espirituales en la sexualidad, que son tan asexuales como las inquietudes laborales y culturales; sino porque estos intereses constituyen el ámbito natural en que se forja el aspecto asexual de la psicoafectividad humana.
En efecto, las exigencias de mantenimiento biofísico y de aprendizaje psicointelectual inducen al ser humano a necesitar, ante todo, de sus padres y también, progresivamente, de las restantes instancias asociativas -educativas, laborales, culturales, etc.- que posibilitan a las personas satisfacer sus deseos de trabajar y de reponer el desgaste energético psicosomático que el trabajo conlleva. De este modo, la convivencia familiar y extrafamiliar se convierten en ocasión de trascender los intereses utilitarios que las motivan y de desplegar las virtualidades psicoafectivas comunionales de las personas en un orden de intereses amorosos en los que no están presentes los intereses sexuales. Y por esta razón, ha parecido oportuno hacer referencia a estas cuestiones en uno de los capítulos dedicados a las propiedades que distinguen la sexualidad humana de la sexualidad animal.
Es cierto que, desde otro punto de vista, estos asuntos podrían haberse incluido en la primera parte de este estudio, en que se ha tratado de los aspectos comunes de la sexualidad humana y animal. En efecto, la inclinación a la conservación y al crecimiento individuales es, tanto en el orden humano como en el animal, un impulso más basico que el sexual. Por ello, su cumplimiento adecuado o inadecuado repercute por igual, de manera positiva o negativa, en los impulsos sexuales tanto de las personas como de los animales. No obstante, en el orden humano esa inclinación no es un instinto sino una tendencia que, por poder satisfacerse de muchas maneras, permite un planteamiento laboral sustancialmente distinto del que adoptan los animales. Por eso parece más oportuno incluir aquí el tratamiento de la influencia de las actitudes utilitarias asexuales en las actitudes sexuales conjuntivas y comunionales de la persona, a fin de destacar que en el ser humano esa influencia no se produce de la forma que es propia de la vida animal, sino con unos tintes personalistas que no existen en el orden zoológico.
Por otra parte, existe otra razón para tratar estas cuestiones en esta segunda parte de este análisis antropológico de la sexualidad humana. En efecto, estas actividades utilitarias asexuales, de una parte, pueden instrumentarse como medio de expresar el amor metasexual y, de otra, constituyen, según se mostró en el capítulo segundo de esta segunda parte, una exigencia imprescindible del amor procreativo y esponsal. Por eso, el examen de la repercusión de esos intereses asexuales en las actitudes sexuales del ser humano resultaría insuficiente si obviara las influencias que se derivan de la integración de aquellas actividades utilitarias en la dimensión comunional de la afectividad masculina y femenina, tanto en su proyección metasexual como en su proyección nupcial.
Es decir, la influencia de las actitudes utilitarias asexuales de la persona en su maduración sexual debe atribuirse a tres factores diferentes: primero, al carácter prioritario que la inclinación a la conservación biofísica individual tiene respecto de la tendencia a la conservación temporal del género; después, a la vinculación que existe entre las actitudes utilitarias sexuales y asexuales de la persona por el hecho de que ambas son medios de expresión del amor conyugal y procreativo-educativo; y, finalmente, a la importancia de la rectitud utilitaria asexual en la maduración de un aspecto de la psicoafectividad -el metasexual- que, según se ha mostrado ampliamente, tanto influye en el equilibrio sexual del individuo. Que se haga referencia a estos tres factores en el lugar propio del tercero obedece en parte a la conveniencia de evitar reiteraciones; pero también responde al deseo de subrayar la peculiaridad más personalista de esta influencia de lo asexual-utilitario en lo sexual.
Por lo demás, conviene advertir que, en esta exposición de las influencias que las actitudes laborales y culturales ejercen sobre las actitudes sexuales de la persona, se hará una excepción respecto del carácter más bien abstracto con que, en general, se vienen abordando en estas páginas las restantes cuestiones. Hasta aquí, por tratarse de un estudio de carácter introductorio, se ha procurado apuntar las nociones fundamentales, exponiéndolas sistemática y razonadamente, pero sin entrar en demasiadas concreciones. Sin embargo, teniendo en cuenta el escaso reconocimiento de esa influencia por parte de la cultura occidental, parece oportuno destacarla ejemplificando de modo elemental los supuestos más comunes en que esas influencias se producen.
Eso es lo que se hará a continuación. Es decir, más que abundar en las tres mencionadas razones por las que la rectitud o el desorden en el trabajo y en el descanso afectan a las actitudes sexuales del individuo, lo que se hará será apuntar a título de ejemplo diversos supuestos en que se manifiestan esas influencias, dejando para el lector la determinación de los factores que en cada caso real convenga optimar para potenciar el equilibrio sexual de una persona. De esta forma, al entender mejor con esos ejemplos las conexiones e interdependencias de lo asexual y lo sexual, no sólo resultará más fácil diagnosticar las raíces y concomitancias de las distintas patologías sexuales, sino que podrá mejorarse también la eficacia de la terapia que se emplee porque se plantee con la adecuada polivalencia: es decir, no limitándose a procurar corregir la desviación sexual de que se trate, sino removiendo las actitudes asexuales desordenadas que estén fomentando indirectamente el desorden sexual de que se trate.
a) INFLUENCIA DE LA RECTITUD EN EL TRABAJO SOBRE LAS ACTITUDES SEXUALES DE LA PERSONA
En el relato creacional del primer capítulo del Génesis, ya se insinúa claramente la correlación que existe entre la dimensión procreativa y la dimensión laboral de la misión que Adán y Eva recibieron del Creador, puesto que el mandato de propagar el género humano aparece como inseparable del mandato de someter el mundo material, transformándolo con su trabajo: «Creced y multiplicaos y someted la tierra» (Gen 1, 28). Por los restantes elementos que aparecen en esa narración, se deduce que ambos mandatos están conectados entre sí en su ordenación a fomentar la realización del ser humano como imagen de Dios. En efecto, la Comunión trinitaria aparece como queriendo expresarse mediante la comunión amorosa humana (cf Gen 1, 26-27), que surge primariamente del matrimonio por el modo personalista con que el ser humano vive su sexualidad. Igualmente, se da a entender que, al inclinar al ser humano a guardar y cultivar el mundo con su trabajo, haciéndole partícipe de su obra creadora y de su soberanía sobre la materia, Dios quiere manifestar la semejanza divina que ha impreso en la naturaleza humana210.
La familia y el trabajo son, pues, los ámbitos que posibilitan el comportamiento personalista de los seres humanos: «Familia y trabajo son los espacios humanos dentro de los cuales se desarrolla toda nuestra vida. Considerados juntos, evocan la idea de la comunión, de la amistad, de la fraternidad. En la familia y en el trabajo los hombres deben vivir el uno junto al otro sin ignorarse, buscando constantemente el modo de la colaboración sincera, del servicio recíproco, de la solidaridad» (JD a los trabajadores de Atac de Roma, 19.III.1988). Por eso, en virtud de esta tensión personalista de estos dos aspectos -el laboral y el sexual- de la dimensión utilitaria de la afectividad humana, el desarrollo o la desnaturalización de cada uno de ellos favorece o dificulta que la persona adopte una actitud personalista en el ejercicio del otro. Por lo que respecta a la influencia de las actitudes laborales en la maduración sexual, ese fenómeno puede producirse, como se ha dicho poco antes, por tres caminos.
Efectos sexuales del desorden profesional
En primer lugar, el trabajo condiciona las virtualidades sexuales de la persona porque de él depende la satisfacción de sus necesidades más elementales -esto es, sus necesidades de mantenimiento y crecimiento individuales-, cuyo incumplimiento dificultaría el ejercicio de la capacidad sexual. De ahí que una actitud laboral deficiente o excesiva induzca, respectivamente, al exceso o al defecto sexuales.
Esto explica la común experiencia de que el desorden laboral por defecto -la ociosidad, la falta de disciplina- impulse a la persona a una ansiosa y obsesiva búsqueda de satisfacciones venéreas y eróticas desordenadas. En efecto, la ausencia de ocupaciones en que emplear adecuadamente las propias energías psicosomáticas produce en la persona una tendencia a compensar sin esfuerzo y de forma inmediata ese estado de vacío y frustración interiores, que origina en la persona una propensión al placer corporal inmediato, que le dificulta la dirección racional y volitiva de sus impulsos biofísicos.
De ahí que el trabajo o negocio (de nec-otium, no-ocio) constituya una de las terapias más elementales de los problemas de lujuria y bulimia; y que el acostumbramiento de la persona en su infancia a la falta de disciplina, la predisponga a plantear más tarde sus impulsos sexuales de forma desordenada: «El niño indisciplinado o viciado tiende a una cierta inmadurez y debilidad moral en el futuro, porque la castidad es difícil de mantener si la persona desarrolla hábitos egoístas o desordenados» (SH, 86).
Igualmente, el exceso laboral suele conducir al desequilibrio sexual de la persona. En efecto, el activismo profesional es un modo de actuar egoístamente, pues consiste en hacer lo que agrada, dejando de lado lo que no suponga una autoafirmación egolátrica. Por eso es un modo de falta de diligencia (del latín diligere, que significa amar), que puede denominarse como `pereza activa´ para contraponerlo a su modalidad contraria, la `pereza pasiva´. Inicialmente, mientras la persona lo resiste sin agotarse, el activismo profesional suele inducir a una ansiosa búsqueda de satisfacciones sexuales egoístas que compensen ese exceso psicosomático. En cambio, cuando el individuo llega al estrés, lo habitual es que se produzca en él una desmotivación sexual.
Incidencia de las actitudes laborales en la afectividad conyugal
El trabajo no sólo es medio de asegurar el sostenimiento económico personal, sino que permite también subvenir a las necesidades materiales de la propia familia. Desde este punto de vista, la actividad laboral forma parte de los deberes propios del estado matrimonial y, en cuanto tal, se constituye en una de las expresiones del afecto parental y del amor conyugal.
De ahí que el egoísmo laboral redunde negativamente en las actitudes esponsales y parentales del varón y de la mujer. En unos casos, cuando se trata de un exceso laboral, porque el activismo obedece al olvido del «vínculo que une el trabajo y la familia. El trabajo es para la familia, porque el trabajo es para el hombre (y no viceversa), y la familia precisamente, y ante todo la familia, es el lugar específico del hombre» (JH en el estadio de Terni, 19.III.1980). Por eso esta ignorancia del sentido personalista del trabajo disminuye en el varón su capacidad de ocuparse del cónyuge y de los hijos, y lleva a la mujer a dar más importancia a la gestión material de los quehaceres domésticos que a la atención personalista de los miembros de su hogar.
Además, cuando el egoísmo laboral se produce en la forma de falta de laboriosidad, esta pereza lleva a la mujer a sentirse desbordada por sus ocupaciones domésticas y a no atenderlas bien, a no cultivarse intelectualmente y a renunciar a un trabajo extrafamiliar que sería compatible con sus obligaciones domésticas, o a plantearlo de manera disyuntiva: con lo cual, tanto en unos casos como en otros, se resiente la armonía familiar. Asimismo, la falta de diligencia induce al varón a considerarse eximido de su inexcusable deber de ayudar a su mujer en los aspectos educativos y materiales del trabajo familiar, con lo que priva a su familia de su aportación masculina directa y somete a su esposa a una tensión excesiva que la induce a las actitudes que se acaban de mencionar.
El egoísmo laboral puede conducir también, al varón o a la mujer, a descuidar la preponderante función profesional doméstica o extradoméstica que, por sus diferentes y complementarias aptitudes, les corresponde respectivamente. Y este desorden afectaría negativamente a la buena marcha de las relaciones entre los esposos y a su necesaria conjunción educativa. En efecto, por lo que se refiere a la mujer, la pérdida del sentido altruista en el trabajo, la llevaría a no querer subordinar sus posibilidades de trabajo extrafamiliar a su trabajo doméstico, con lo que se resentiría de forma importante la armonía familiar, al faltar esa suficiente dedicación femenina que resulta imprescindible para la buena marcha de cada hogar.
En el caso del varón, desde esta perspectiva se entiende que, como ya se ha señalado anteriormente, no sea aconsejable que emprenda un noviazgo un varón descentrado profesionalmente, pues tendería a plantearlo egoístamente, como remedio de su frustración laboral; así como el grave perjuicio matrimonial que pueden ocasionarle las situaciones de desempleo laboral masculino: pues aunque esa situación se produzca en contra de la voluntad de quien la padece, si no se afronta adecuadamente, puede derivar fácilmente no sólo hacia el abandono personal sino también hacia la sensación de frustración en su condición varonil. Y otro tanto habría que decir de las situaciones de jubilación, cuando no se plantean como un cambio de actividad; máxime cuando se trata de una jubilación anticipada y el interesado conserva aún suficientes energías como para sentirse insatisfecho con una actividad que le suponga poco desgaste.
Repercusión del trabajo en lo sexual, a través de su influencia
en el aspecto metasexual de la psicoafectividad
El trabajo profesional, además de ser un medio para mantenerse y sostener la propia familia, constituye también la ocasión de desarrollar la dimensión amistosa y solidaria de la psicoafectividad, así como uno de los cauces de expresión de ésta: «El trabajo humano forma parte de esa llamada del hombre a la comunión con Dios y con todos sus hermanos. Gracias al trabajo el hombre adquiere uno de los principales títulos de dignidad, en la vocación de la persona a la comunión» (JD, 21.III.1995, 4).
Esto es así tanto en el caso del que se realiza fuera del hogar, que obviamente repercute de forma directa en personas distintas de las que integran el propio núcleo familiar; como en el caso del trabajo doméstico, que repercute también en toda la sociedad, a través de la actuación de los miembros de la familia, que ese trabajo posibilita. Y otro tanto sucede, mutatis mutandis, en el caso de la persona que se entrega a Dios en la vida consagrada, puesto que la actividad específica que cada familia religiosa realiza en la Iglesia, constituye para sus miembros su `trabajo profesional´.
Estas actividades laborales sitúan a la persona en relación con otras, tanto en sentido vertical, con los beneficiarios de esos trabajos, como en sentido horizontal, con los compañeros con quienes se comparten esas tareas. De esta forma, esas tareas brindan la ocasión de ejercitar la psicoafectividad metasexual en su sentido vertical o solidario, es decir, como entrega desinteresada; y en su sentido horizontal, transformando en amistad el mero compañerismo, esto es, sintiéndose unidos por un afecto recíproco y no sólo por un interés común.
Pues bien, según se mostró anteriormente, existe una conexión radical entre los aspectos asexual y matrimonial de la dimensión amorosa de la psicoafectividad. Por eso, en virtud de esa conexión, las actitudes donativas y unitivas que la afectividad adopte en su proyección asexual influyen en sus aptitudes amorosas procreativo-conyugales. Esto explica el hecho fácilmente constatable de que el desorden en las virtualidades solidarias de la persona repercuta negativamente en sus actitudes procreativo-educativas; y que, igualmente, el desequilibrio en sus aptitudes amistosas redunde en su falta de rectitud conyugal (cf SH, 106).
De todo ello se desprende la necesidad, para la educación sexual de los hijos, de crear en el propio hogar un ambiente austero de trabajo y laboriosidad, que propicie su generosidad afectiva; de acostumbrarles desde pequeños a integrarse con los demás y a colaborar en las tareas comunes, ayudándoles a respetar los horarios de la familia y asignándoles unos encargos domésticos que fomenten su sentido de responsabilidad; y de enseñarles a hacer compatibles sus estudios con esos encargos, que deberán distribuirse conforme a sus diferentes aptitudes masculinas o femeninas.
b) REPERCUSIÓN SOBRE LA MADUREZ SEXUAL, DE LAS ACTITUDES QUE SE ADOPTEN EN EL DESCANSO
Ahora bien, para que el desgaste psicosomático que acompaña al trabajo, no altere el equilibrio que propicia la actitud generosa de la afectividad, y pueda mantenerse in crescendo esa actitud altruista -desinteresada respecto de sí mismo- que el espíritu imprime en la psicoafectividad humana, es preciso reponer fuerzas mediante un descanso periódico (diario, semanal y anual) rectamente enfocado.
De ahí se deriva la importancia para la afectividad, de enfocar adecuadamente el descanso y la diversión. Pues si en estas actividades, en las que cada uno se organiza con mayor libertad que en su vida laboral, se adoptara una actitud egoísta, frívola y abandonada, la persona se encontraría sin resortes para afrontar el esfuerzo profesional con generosidad, hondura y reciedumbre.
El descanso, como presupuesto del equilibrio laboral
En este sentido, como explica santo Tomás de Aquino, resulta altamente significativo que, en el Decálogo -en el que se manda lo más básico y se prohíbe lo peor, dentro de lo frecuente, en cada aspecto de la afectividad humana- se prescribiera la santificación del descanso que toda persona necesita, como obligación más prioritaria que la santificación de su trabajo (cf Ex 20, 8-11). En efecto, antes de detenerse en la obligación de poner el corazón en Dios, a la cual se ordena -como paso prioritario- el precepto de la santificación de las fiestas o del descanso, el Aquinatense pone de manifiesto la antropología que subyace a la pedagogía que insinúan la formulación de cada precepto del Decálogo y el orden de todos ellos:
«Los preceptos del Decálogo están ordenados conforme a lo que primaria y principalmente hay que hacer y evitar. Y como en la vida espiritual, a cuya dirección se ordena el Decálogo, Dios es -como fin- la razón del obrar, se colocan en primer lugar los preceptos que se refieren a Dios. Entre ellos, se coloca primero aquel mandamiento cuyo incumplimiento aleja más de Dios: pues nos acercamos a El gradualmente, apartándonos de lo que nos separa de Dios. Por eso, el precepto en que se prohíbe el culto contrario (el primero), es anterior a aquél en que se prohíbe la irreverencia de asumir en vano su divino Nombre (el segundo); y, en último lugar, está el precepto de poner nuestro corazón en Dios, que es con lo que más nos acercamos a El» (In III Sent., d. 37, q.1, a.2, qla.3, sol.; cf qla.2, sol.).
Aplicando estos principios a la cuestión que nos ocupa, se entiende que el equilibrio y la madurez de la dimensión psicoafectiva de la personalidad dependen, antes incluso que de la rectitud profesional, del enriquecimiento cultural de las facetas de la personalidad (intelectual, artística o deportiva) que menos se cultiven en el propio trabajo, ya que la actitud laboral depende, a su vez, de la recuperación psicosomática de la persona a través de un descanso rectamente enfocado211.
Esto explica que, cuando ese enriquecimiento falla, se resienta la actitud afectiva de la persona, también en su aspecto procreativo-conyugal. Pues al faltar una diversión enriquecedora, la personalidad se frustra y se tiende a buscar las compensaciones fáciles de los placeres venéreos y eróticos desviados. Por eso la vaciedad, pasividad y falta de creatividad con que a veces se emplea el tiempo libre diario, semanal y anual, en nuestra sociedad, es uno de los factores más influyentes en la desmoralización sexual de jóvenes y mayores (cf SH, 107).
Además, el desorden afectivo no sólo se produciría cuando faltara el descanso suficiente o cuando éste se plantease de una manera inadecuada, sino también cuando fuera excesivo. La fase temporal de la existencia humana se ordena al crecimiento interior del individuo. Y este crecimiento tiene como materia la actividad laboral de la persona. Por eso el descanso no debe considerarse como un objetivo, sino como medio de reponer energías para seguir trabajando.
El equilibrio afectivo de la persona requiere, por tanto, el respeto de esa «alternancia entre trabajo y descanso» (DD, 65). Y por eso, esa armonía se resentiría tanto por el exceso laboral como por una excesiva dedicación de tiempo a la diversión: como viene sucediendo en los países occidentales, al no haber sabido integrar adecuadamente los cambios laborales que ha impuesto la revolución tecnológica. Desde esta perspectiva se advierte claramente la urgente necesidad de una educación para el ocio que recupere el sentido cultural que esa palabra (el otium latino designa lo que los griegos expresaban con el término sjolê, escuela) contenía en la civilización griega. La magnitud del tiempo diario que se dedica actualmente a un uso pasivo de la TV, la duración excesiva de los fines de semana, etc., no sólo redundan negativamente en la productividad económica de la sociedad, sino sobre todo en ese equilibrio psicoafectivo de jóvenes y mayores, del que tanto depende la madurez sexual de las personas (cf FC, 76; JM para la XV Jornada de las Comunicaciones Sociales, 10.V.1981; SH, 56).
La austeridad, sobriedad y moderación en el descanso condicionan la rectitud sexual
La repercusión del descanso en la rectitud afectiva ayuda a entender la correlación que existe entre la austeridad en el descanso y las disposiciones que se requieren para plantear con generosidad la vida matrimonial (cf SH, 60). Es decir, esa influencia permite comprender la importancia de enfocar la diversión de un modo que favorezca la comunicación matrimonial y que sea compatible con el tipo de vida necesaria para atender debidamente a los hijos que se deban tener.
En efecto, el acostumbramiento en la primera juventud a un tipo de diversiones que -por su nocturnidad y despilfarro, por ejemplo- son difícilmente compaginables con las limitaciones horarias que conlleva la atención de los hijos y las estrecheces económicas que una planificación familiar recta puede suponer, podría predisponer a los interesados a evitar en el matrimonio los hijos que impedirían mantener ese ritmo de vida: con lo que acabarían desvirtuando su sexualidad.
Asimismo, este sentido de austeridad en el descanso ha de llevar a moderar el uso de la TV de forma que contribuya a un descanso enriquecedor212 y no perjudique el ambiente familiar: no sólo por el contenido de los programas, sino porque impida la comunicación entre los esposos y con los hijos, la laboriosidad, el orden, la creatividad y espíritu de iniciativa al divertirse, etc. (cf JM para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24.I.1994).
Este criterio tiene también aplicación en lo concerniente a procurar que la asistencia a compromisos familiares o sociales no interfieran la necesaria intimidad y unión familiar. La unidad matrimonial exige renunciar a proyectos profesionales y sociales que supusieran interrumpir innecesariamente la convivencia matrimonial por un periodo de tiempo que no fuera breve; o que, sin interrumpirla, disminuyeran su intensidad. En este sentido, resultaría pernicioso, p. ej., aceptar un trabajo que exigiera a los cónyuges vivir separados, cuando esto no fuera absolutamente necesario para el sostenimiento económico del hogar: pues, la unidad de la vida de los cónyuges es un valor superior a la mejora del nivel económico de la familia.
Por idéntico motivo, parece improcedente que, después de haber disfrutado juntos de un periodo de vacaciones, éstas se prolonguen para uno de los cónyuges y los hijos, sin que exista un motivo que sea proporcionado al perjuicio que supondría que el otro cónyuge permaneciera en la situación de soledad que en España se denomina como `estar de Rodríguez´: pues al contraer matrimonio se asume la obligación de afrontar juntos también las privaciones y, por tanto, constituiría un error grave sacrificar la unidad de la convivencia conyugal por otros motivos de índole inferior.
También resulta importante desde el punto de vista sexual la austeridad en los bienes de consumo pues, como advierte Juan Pablo II, el consumismo conduce al hedonismo, porque ambos coinciden en «colocar en el interés inmediato el fin de la actividad humana» (JD en Roma a los afiliados al movimiento `Pro-vida´, 25.I.1986), al modo de los animales. Así lo subraya la sabiduría milenaria que se encierra en la raíz común de los términos lujo y lujuria, así como la experiencia común del desorden sexual que suele derivarse de la falta de sobriedad en la comida y en el uso de las bebidas alcohólicas y los excitantes. Y es que la gula, en cuanto consiste en un desorden de la tendencia fisiológica más primaria, repercute negativamente en el equilibrio de los impulsos sexuales; mientras que la sobriedad aplaca los requerimientos antinaturales de la biosexualidad.
Además, el consumismo impulsa a los novios y a los esposos jóvenes a pretender disfrutar de un nivel social -en gastos, en el modo de veranear, etc.- que no pueden permitirse: a `alargar el brazo más que la manga´, en expresión popular. Y esto suele llevarles, por ejemplo, a introducirse en los hogares de sus padres; lo cual, como se explicó en la primera parte del apartado anterior, suele acarrear serios problemas a las parejas.
Otra manifestación de austeridad muy necesaria en el noviazgo es limitar a lo conveniente el tiempo que se puede estar juntos: aceptando, por ejemplo, la separación temporal cuando ésta sea necesaria por motivos académicos o por viajes vacacionales de sus respectivas familias de sangre; tendiendo a restringir el uso del teléfono a lo imprescindible, puesto que puede resultar un instrumento muy frío e inoportuno para una relación tan íntima; o aceptando y respetando los horarios de las familias a las que todavía pertenecen, así como los planes de estudio y de trabajo a los que cada uno deba ajustarse para lograr la autosuficiencia económica necesaria para casarse.