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Autor: | Editorial:



La madurez sexual depende de la actitud espiritual o moral-religiosa
CAPÍTULO V

LA MADUREZ SEXUAL DEPENDE DE LA ACTITUD ESPIRITUAL O MORAL-RELIGIOSA


«El vino de la boda se había acabado» (Jn 2, 3)

En esta segunda parte, se han considerado cuatro propiedades de la sexualidad humana que la distinguen de la sexualidad animal y manifiestan el carácter personalista o esponsalicio de su configuración esencial, el cual es reflejo de la presencia del espíritu en la naturaleza humana. Concretamente, se ha mostrado que la madurez sexual humana no se obtiene de modo instintivo, sino integrando racional y volitivamente los impulsos sexuales. Después, se ha visto que la inclinación sexual humana contiene una tensión exclusivista y temporalmente incondicional que sólo puede satisfacerse en el matrimonio de uno con una y de por vida. Se ha explicado también que, en la realización de la condición sexual masculina o femenina, la psicoafectividad es más importante que la biosexualidad y que, por ello, el control de ésta depende de la madurez psicoafectiva de la persona. Finalmente, se ha mostrado que el desarrollo del aspecto asexual de la psicoafectividad es más importante, para realizarse como varón o mujer, que el despliegue del aspecto procreativo-conyugal, resultando éste condicionado por aquél y pudiendo ser absorbido por él.
Resta considerar ahora la última propiedad distintiva de la sexualidad personal, a saber, su dependencia operativa respecto de la dimensión espiritual de la naturaleza humana: una dependencia que expresa en el orden de la conducta esa cuádruple redundancia del espíritu en la configuración personalista del cuerpo humano, que ha sido objeto de los anteriores capítulos de esta segunda parte. En efecto, si la condición espiritual del alma humana ocasiona, en el orden constitutivo o esencial, que sea de índole personal el cuerpo que resulta de la información de unos elementos materiales por parte del principio vital humano; en el nivel operativo, esa compenetración sustancial entre espíritu y materia redunda en que la rectitud de los aspectos sexual y asexual de la masculinidad y feminidad, está condicionada e influenciada por la madurez espiritual de la persona.
A este respecto, la sagrada doctrina enseña que el pecado original ocasionó una pérdida de la armonía que existía entre las tres dimensiones naturales del ser humano -espiritual, psíquica y biofísica-, y que este desorden no sólo afectó a la inmortalidad, a la ciencia , y a la impasibilidad del cuerpo, sino que también redundó en la comunión sexual de que Adán y Eva disfrutaban antes de que se rebelaran espiritualmente contra el Creador (cf CEC, 405). Así lo pone de manifiesto la Biblia al afirmar que éstos descubrieron, en sentido negativo, que estaban desnudos (cf Gen 3, 7-11); pues el contraste entre esta actitud y la ausencia de vergüenza antes del pecado original (cf Gen 2, 25) muestra claramente la ruptura de su comunión esponsal, que se había producido con ese pecado: nadie se avergüenza ante sí mismo y, por eso, mientras estaban unidos no sentían vergüenza uno del otro (cf JG, 19.XII.1979, 2); en cambio, al romperse esa unidad, se sintieron impulsados a cubrirse (cf JG, 6.II.1980, 3, 13.II.1980, 5 y 20.II.1980, 2).
Esta repercusión del desorden del espíritu en el desorden sexual y la necesidad de la rectitud afectiva espiritual para que resulten eficaces los esfuerzos que cada sujeto ponga para integrar personalistamente su sexualidad, es enseñada en otros muchos pasajes de la sagrada Escritura, ya desde sus primeros libros. Así, por ejemplo, narra las faltas de entendimiento conyugal entre Adán y Eva, después de la caída: se acusan ante Yahveh, no enseñan a sus hijos a quererse. Noé no es respetado por sus hijos. Abraham no consigue poner paz entre Sara y Agar, entre su clan y el de su sobrino Lot. Jacob tiene que sufrir el odio mortal de sus hijos contra su predilecto, José; el incesto de su hijo Rubén; las discordias entre Simeón y Leví; que Yahveh hiciera morir a los dos hijos mayores del heredero de las promesas -Judá-, por su maldad y su actitud contraceptiva, respectivamente. Moisés es hostigado por su esposa María y su hermano Aarón. El adulterio de David, y la rebelión contra él de su hijo Absalón. La falta de apoyo por parte de sus respectivas esposas, que padecieron Tobías y Job. Y un largo etcétera que muestra la relación entre la falta de comunión con Dios y la desunión familiar.
También se muestra de modo ilustrativo en la Escritura esta peculiaridad de la sexualidad humana, al poner de manifiesto la correlación existente entre la Alianza Antigua y Nueva con Yahveh y la alianza matrimonial. Y lo expresa por un doble camino: mostrando, de una parte, que la infidelidad a la Alianza con Dios conduce a la depravación sexual de los componentes del Pueblo de Dios; y por otra, que el espíritu se ofusca y debilita cuando se descuida respecto de la recta dirección del ejercicio de la sexualidad, y no respeta sus exigencias internas213.
En cierto modo, con lo que ya se ha expuesto en los cuatro capítulos anteriores no haría falta insistir más en la dependencia de la madurez sexual respecto de la rectitud operativa espiritual. Pues bastaría comprender que el obrar sigue al ser, y el modo de obrar, al modo de ser para captar esa dependencia operativa. En efecto, al advertir que la sexualidad humana está constituida personalistamente como consecuencia de la redundancia de la espiritualidad del alma humana, que es su principio vital; resulta inevitable suponer que su crecimiento equilibrado y personalista tiene que estar influenciado y ser, de alguna manera, dependiente de la maduración espiritual del individuo.
No obstante, parece conveniente también exponer más detalladamente las formas en que esa dependencia se produce. Por eso, a continuación se mostrará esta última característica personalista de la sexualidad humana, que es una derivación existencial de la condición ontológica personal del varón y de la mujer, pormenorizando los modos en que la rectitud espiritual influye en el desarrollo equilibrado y maduro de cada una de las notas constitutivas de la sexualidad humana.
Sin embargo, esta exposición será notablemente más sintética que la empleada en los capítulos anteriores para mostrar las otras propiedades diferenciales de la sexualidad humana. No porque esta peculiaridad de la sexualidad personal sea menos relevante que sus restantes características; sino porque, al ser la más importante, constituye el aspecto tradicionalmente más tratado al hablar o escribir sobre la moral sexual católica. Por esta razón, parece suficiente para nuestro propósito, recordar los aspectos más sobresalientes de esa doctrina moral, señalando sus conexiones con los temas desarrollados en este escrito. Sobrepasar estos límites o bien podría resultar reiterativo respecto de lo que ya se ha expuesto; o bien llevaría a adentrarse a fondo en la antropología del espíritu humano, cuestión que desborda por completo las fronteras de esta realidad psicosomática que es la condición sexuada del cuerpo humano.
Ser varón o mujer no es, en rigor, una cuestión espiritual. No cabe duda de que afecta al espíritu humano, en cuanto que éste está constitutivamente encarnado en un cuerpo masculino o femenino y porque, en el orden operativo, tiene a la corporeidad como su materia y cauce de expresión. Pero ninguna persona humana debe su condición masculina o femenina a la dimensión espiritual de su naturaleza. Pues el espíritu, de por sí, no está sexuado. Y por eso, la complementariedad espiritual de las personas no es de índole sexual, sino fraternal: «Por la fe, todos sois hijos de Dios en Cristo Jesús... No hay ya varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26.28; cf JG, 13.II.1980, 5). Por ello, un estudio que verse sobre la sexualidad humana, al adoptar como objeto propio una realidad corporal -psíquica y biofísica-, no necesita tematizar la dimensión espiritual de la persona más que indirectamente, esto es, en la medida en que aquélla lo requiera. Y eso es lo que se hará aquí, limitando nuestras referencias al espíritu a su relación con la sexualidad.


1. INFLUENCIA DE LA RECTITUD ESPIRITUAL EN LA VALORACIÓN DE LA
COMPLEMENTARIEDAD AMOROSA A QUE SE ORDENA EL SEXO

Para seguir el orden de exposición empleado hasta ahora, conviene comenzar considerando la repercusión de la rectitud espiritual en la comprensión y respeto de las propiedades que se derivan de la condición amorosa de la sexualidad: la igual dignidad de los sexos, su sentido doblemente oblativo y la importancia de la sexualidad en el conjunto de las dimensiones de la naturaleza humana.
Como es sabido, el espíritu es, en el nivel operativo, lo que permite al ser humano trascender (del latín, trans-scandere, que viene a significar subir atravesando), esto es, atravesar la barrera de la actitud meramente fenomenológica y remontarse hasta el Ser espiritual de las Personas divinas, que es el origen, modelo y fin de todas las cosas, conociéndole y amándole en todas las actuaciones intramundanas214. En el plano cognoscitivo, el espíritu posibilita la visión sapiencial o contemplativa del mundo, es decir, descubrir la presencia de Dios en las criaturas, conocerle a través de ellas y entender a cada persona y a cada cosa como criaturas de Dios, a saber, en su origen y sentido divinos. Y de esto se sigue, en el orden afectivo, la capacidad de amarlas por sus destellos divinos, porque Dios las quiere y como Dios las ama -esto es, por ser buenas-, y de respetarlas con un ecologismo afectivo de fundamento trascendental.
Por esto, cuando el espíritu se atrofia, «la criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (GS, 36). Y de igual forma, «cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres» (EV, 36). En cambio, cuando el ser humano no se encuentra atrofiado espiritualmente, le resulta sencillo ser consciente de la igual dignidad del varón y de la mujer: sobre todo porque en el plano espiritual de sus naturalezas no se diferencian sexualmente; pero también porque en el nivel corporal de su ser personal, en el que son distintos y complementarios, poseen el mismo origen divino e idéntico destino eterno.
Además la percepción de la igualdad espiritual del varón y de la mujer les permite asumir su distinta prioridad energética y estética -según la cual, como se ha visto, aquél es amante y ésta es amada- como materia de su recíproca donación y aceptación espiritual. Y así, ambos pueden considerarse respecto del otro como su amante y su amado a la vez; esto es, fraternalmente215. De esta forma, quien posee este convencimiento se encuentra en mejores condiciones para comprender la complementariedad de las diferencias sexuales y, por tanto, su igual reciprocidad servicial: es decir, que la diversidad sexual no anula la igual dignidad del varón y de la mujer, no ya en su espiritualidad, sino tampoco en su masculinidad y feminidad, porque éstas son, como se explicó en su momento, propiedades correlativas, aptitudinalmente unitarias, complementarias.
Por otra parte, el carácter altruista del amor espiritual o benevolente constituye el mejor antídoto contra esas posibles desviaciones utilitaristas de los impulsos sexuales, que provienen del egoísmo psicoafectivo. En efecto, como ya se ha dicho, la afectividad psíquica, por inscribirse en un plano de la persona -el corpóreo- que no tiene garantizada su pervivencia, tiende a mirar por sí misma y a valorar las realidades circundantes en función del beneficio o perjuicio terrenos que puedan reportar al agente. Por eso, aunque los impulsos eróticos y venéreos contienen una objetiva finalidad amorosa -unitiva y donativa-, ésta podría ser ignorada por la persona que se dejara absorber por el deseo de obtener el placer que acompaña al ejercicio de esas actividades, y lo pretendiera al margen de la unión y donación de las que esas satisfacciones deberían derivarse.
En cambio, la integración espiritual de esos impulsos, como materia y medio de expresión de un amor benevolente desinteresado -caridad es gratuidad-, ayuda a respetar la objetiva ordenación amorosa de la inclinación sexual. Pues al reforzar desde una actitud consciente su doble sentido donativo -al cónyuge y, con él, a los hijos-, induce a la persona a no disociar estas dimensiones -procreativa y unitiva- de la sexualidad (cf SH, 13).
Finalmente, la actitud contemplativa conduce al convencimiento espiritual del destello divino trinitario que existe en la sexualidad humana. Por eso, esta `sensibilidad´ moral que proporciona la madurez sapiencial o contemplativa, al revelar el sentido vocacional de la propia condición sexuada, refuerza la valoración de la importancia de la rectitud sexual para la misión que Dios ha confiado al ser humano (cf AS, 11; SH, 27-28). En efecto, la conciencia del carácter sagrado de la sexualidad, de su necesidad para ver y amar a Dios y para amar al prójimo, y de la gravedad moral de las desviaciones sexuales, contribuyen de modo decisivo al amor a la castidad y facilitan rechazar toda posible banalización de su doble sentido amoroso y de las diferencias sexuales.
Por eso la enseñanza de la dimensión trascendente de la sexualidad es uno de los factores que mejor contribuyen a su justa comprensión: «Con la institución del matrimonio uno e indisoluble Dios ha querido hacer partícipe de sus prerrogativas más altas al hombre, que son su amor por los hombres y su facultad creadora. Tiene por ello una trascendente relación con Dios, en cuanto que viene de él y está ordenado a él... Cualquier doctrina que no tenga en cuenta esta relación esencial y trascendente con Dios se arriesga a no comprender la profunda realidad del amor esponsal y a no resolver sus problemas» (JD a los obispos de la Romaña, 2.V.1986).


2. INFLUENCIA DE LA RECTITUD ESPIRITUAL EN LA ORIENTACIÓN PERSONALISTA O ESPONSALICIA DE LA ACTIVIDAD SEXUAL

Para mostrar el modo en que la rectitud espiritual redunda en las cuatro notas personalistas de la sexualidad humana que han sido objeto de los anteriores capítulos de esta segunda parte, se hará referencia, primero, a la influencia de la rectitud afectiva espiritual en las actitudes necesarias para el aprendizaje sexual y, después, a su repercusión en la orientación exclusivista y definitiva de los impulsos sexuales, en primar lo afectivo sobre lo biosexual y en el descubrimiento y desarrollo de la proyección metanupcial de la afectividad.


a) INFLUJO DE LA DISPOSICIÓN ESPIRITUAL EN LAS ACTITUDES NECESARIAS PARA EL APRENDIZAJE SEXUAL
La condición no instintiva de la inclinación sexual humana, al reclamar su integración personalista, mediante el conocimiento de su significado y el adecuado control de sus impulsos, pone de manifiesto la importancia de la rectitud espiritual para poder cumplir de modo eficaz esta necesidad educativa, que constituye la primera propiedad personalista de la sexualidad humana.
En efecto, una espiritualidad madura facilita el sentido de prudencia que se requiere para no actuar sin haber averiguado los parámetros a que debe ajustarse la vida sexual; e incrementa -con una motivación que por ser espiritual es de ámbito superior- la firmeza necesaria para superar la propensión a dejarse arrastrar por los requerimientos facilones del erotismo: «Para ser castos -y no simplemente continentes y honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor» (HA, 177). De esta forma, la indiferenciación instintiva con que se vivencia inicialmente la inclinación sexual humana, y la propensión a dejarse arrastrar por un ejercicio antinatural, quedan contrarrestadas.
Aunque no baste la rectitud moral-religiosa del espíritu para alcanzar la madurez sexual, es indudable que su presencia la facilita de manera importante: impulsa a secundar las verdaderas inclinaciones que Dios ha puesto en la corporeidad humana; proporciona una conciencia de que la persona no puede autocrearse sino que ha de respetar y desarrollar la naturaleza recibida, en la dirección de las aptitudes otorgadas por el Creador; y fomenta un sentido de ecologismo sexual, esto es, de respeto hacia la sexualidad, que impulsa a no profanar con un ejercicio inmaduro algo verdaderamente sagrado.
Por lo demás, no se debe perder de vista que la rectitud de la dimensión espiritual de la afectividad incrementa también el deseo de adquirir la rectitud sexual: no ya indirectamente, porque refuerza las propiedades internas de la sexualidad del modo que se acaba de señalar; sino en el orden de la motivación, en cuanto que la misma rectitud espiritual está condicionada por la maduración en el plano de la sexualidad (cf JH para los universitarios de Roma, 15.XII.1994, 4). En efecto, es una experiencia común que la inmadurez sexual, al consistir en una desnaturalización egoísta de la inclinación amorosa del cuerpo humano, impide y dificulta el despliegue del espíritu que, de suyo, también se ordena al amor. Y esto es así porque la corporeidad es la materia de la espiritualidad humana y su instrumento expresivo. Por consiguiente, cualquier desnaturalización sexual, al provocar frustración y, derivadamente, una ansiedad obsesiva por lo sensual, absorbe las energías humanas, impidiendo trascender el ámbito de esos impulsos corporales patológicos; y al contrariar con su tendencia al egoísmo toda decisión generosa, convierte en inoperantes las intenciones amorosas de la afectividad espiritual mientras la persona no se decida a poner orden en su sexualidad.
No sería, pues, real una supuesta rectitud moral-religiosa que no entendiera la rectitud sexual como un presupuesto imprescindible e importante216. Y por eso, el afán por crecer en rectitud moral-religiosa es uno de los factores que más pueden facilitar el deseo de adquirir la madurez sexual: por una parte, para eliminar obstáculos emocionales que contraríen las decisiones amorosas que se adopten; y por otra, para comprender mejor las razones ético-antropológicas que ilustran las normas morales que se desean vivir, ya que, como intencionadamente se ha subrayado de manera recurrente, las motivaciones morales resultarían insuficientes si prescindieran de la fuerza motivadora que proporciona una adecuada formación ética217.
Estas razones permiten comprender la importancia de la madurez espiritual para la realización sexual de la persona. Es cierto que para adquirir la madurez sexual no basta una formación religiosa -moral y ascética-, y que es preciso también disponer de la necesaria formación ético-antropológica. Pero no se debe olvidar que la misma educación sexual perdería una ayuda importantísima si se limitara a transmitir una formación ética, porque las razones éticas resultan insuficientes para que la persona supere las dificultades que su maduración sexual comporta.
En efecto, si esas razones no estuvieran integradas en una perspectiva trascendente o religioso-moral, perderían el refuerzo motivador que supone querer secundarlas, no ya por su conveniencia personal y social intramundanas, sino sobre todo porque son expresión de un Querer divino, que se desea satisfacer, y por su trascendencia escatológica: «No es posible una cimentación sólida de la moralidad cuando se marginan y olvidan aspectos centrales de la verdad sobre en hombre, como es su dimensión escatológica» (ER, 24). Además, las motivaciones éticas resultan insuficientes para adquirir la rectitud sexual por la lentitud con que se produce el proceso de maduración ética. De ahí que, sin una aceptación religiosa de las normas morales sexuales, la persona carecería de la función subsidiaria de la rectitud espiritual respecto de las carencias éticas que la educación antropológica recibida no hubiera solventado aún.


b) REPERCUSIÓN DE LA MADUREZ ESPIRITUAL EN EL EJERCICIO DE LAS RESTANTES PROPIEDADES PERSONALISTAS DE LA
SEXUALIDAD HUMANA

Queda por examinar la repercusión de la madurez espiritual en las restantes propiedades personales de la sexualidad humana, que la distinguen de la sexualidad de los animales: a saber, el carácter exclusivista y temporalmente incondicional de la inclinación sexual humana; y la primacía de lo afectivo respecto de lo biosexual, y de las virtualidades asexuales respecto de las procreativo-conyugales.
Respecto de lo primero, salta a la vista la necesidad de que la tensión de lo sexual hacia la donación monogámica y fiel se corresponda, en el orden espiritual, con una decisión volitiva excluyente e irrevocable. En efecto, el espíritu, por trascender la limitación espacio-temporal, dispone de la energía necesaria para que esa inclinación corporal a la donación exclusiva y definitiva se haga efectiva y no se vea afectada por las variaciones propias de lo psicosomático: «Cuando el Señor Jesús plantea a la muchedumbre la pregunta referida a la persona de Juan Bautista: `¿Qué salísteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?´ (Lc 7, 24), dice algo que puede aplicarse también a la madurez interior que se exige a los esposos cuando toman una decisión que los unirá para toda la vida. No pueden ser `cañas agitadas por el viento´» (JH para los universitarios de Roma, 15.XII.1994, 6).
Y es que, según se apuntó al tratar de la comunión afectiva, los sentimientos humanos por sí solos no son propiamente altruistas, puesto que, aunque puedan proponerse el bien ajeno, siempre se mueven por la repercusión positiva o negativa que la realidad circundante tenga en la psicoafectividad del agente. Por eso una unión conyugal que sólo se fundamentara en lo psicoafectivo estaría expuesta a la inconsistencia. Pues en muchas ocasiones las satisfacciones provinientes de la convivencia conyugal pueden no compensar los sacrificios que conlleva no sólo sacar adelante el hogar sino, sobre todo, soportar los defectos del cónyuge y las posibles divergencias que puedan aparecer en el modo de plantear los asuntos domésticos.
Sólo la afectividad espiritual es capaz de adoptar como objeto propio el bien ajeno en tanto que ajeno, esto es, con independencia de la utilidad que pueda reportar a la persona que quiere ese bien. Y por eso, sólo este amor de caridad, que no espera recompensa, hace capaces a los cónyuges de superar los altibajos emocionales y entender la mutua tolerancia en sus defectos como un medio de maduración personal y como presupuesto indispensable para ayudar al otro a mejorar: «El amor es hermoso cuando es verdadero, cuando es capaz de afrontar las experiencias y la pruebas de la vida. En el `amor hermoso´ se halla presente Dios» (ibidem, 7).
Estas mismas razones permiten entender también que la madurez espiritual facilita el convencimiento de que el enriquecimiento de la afectividad nupcial es un factor más decisivo que el biosexual para la convivencia matrimonial. Pues la persona que cuenta con la generosidad y el desinterés que son propios del espíritu contemplativo es más capaz de supeditar los intereses utilitarios del cuerpo a las exigencias comunionales del consorcio matrimonial. En efecto, en la medida en que la persona entiende su vida como fruto del Amor divino y destinada a la comunión eterna con Dios, se vuelve capaz de superar el impulso a replegarse sobre sí misma, que acompaña a los seres que, por no ser espirituales, luchan contra la muerte; y se encuentra más plenificada, menos necesitada de consuelos y más capacitada para enfocar su misión intramundana de modo altruista: es decir, se pone en condiciones de primar los valores afectivos sobre los biofísicos, desde el convencimiento de que «la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado» (EV, 92).
Finalmente, se ve enseguida la influencia de la hondura espiritual de la persona en la maduración del aspecto asexual de su psicoafectividad, si se advierte que ambos afectos, aunque puedan expresarse mediante servicios materiales, están desvinculados de suyo de los intereses utilitarios. Por eso, como el vacío espiritual conduce al materialismo, sin madurez espiritual las actitudes afectivas asexuales que fueran meramente sentimentales se verían desvirtuadas en sentido utilitarista, tanto en el plano de la solidaridad como en el de la amistad: con lo cual se enrarecerían las relaciones familiares no sexuales y las relaciones sociales, en cuanto que se fundarían solamente en intereses utilitarios y no en los valores internos de las personas; y la convivencia social motivada por intereses laborales y culturales dejaría de ser entendida como ocasión para prestar y recibir servicios desinteresados y establecer relaciones de amistad.


3. IMPORTANCIA DE LA VIDA SOBRENATURAL PARA LA RECTITUD SEXUAL

Una vez advertida la dependencia de la madurez sexual respecto de la rectitud espiritual, y teniendo en cuenta que ésta depende a su vez de los remedios sobrenaturales, resulta evidente la importancia de recurrir a la ayuda que Dios ha querido prestar a través de esos cauces sobrenaturales, si se pretende adquirir la madurez sexual, sea en el estado matrimonial, sea en el de celibato (cf HV, 25; SC, 74).
Es cierto que «la Iglesia no ha negado nunca que también un hombre no creyente pueda realizar acciones honestas y nobles» (CU, 189). Pero con ello tampoco da a entender que esta rectitud sea posible con las solas fuerzas de la naturaleza caída, puesto que simultáneamente afirma que esa rectitud moral proviene de la ayuda de la gracia que Dios otorga a «aquéllos que sin culpa ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y que sin embargo buscan sinceramente a Dios, y... se esfuerzan por cumplir con obras su voluntad, conocida a través del dictamen de la conciencia» (LG, 16). Con lo cual viene a subrayar que la fe supone «la más profunda motivación de la moral» (CU, 189), ya que «la esencial utilidad de la fe consiste en el hecho de que, a través de ella, el hombre realiza el bien de su naturaleza racional» (CU, 192).
En efecto, la gracia santificante, por ser el remedio sobrenatural que la Trinidad -en virtud de los méritos de Jesucristo- ofrece a los humanos para su sanación espiritual, resulta absolutamente indispensable para hacer eficaces los esfuerzos que éstos pongan para dirigir sus impulsos sexuales conforme a su ordenación natural (cf CEC, 2340, 2345 y 2520). La gracia no exime de esos esfuerzos (cf CEC, 1993 y 2008). Pero sin ella resultarían estériles los esfuerzos de la naturaleza humana caída (cf CEC, 1949). En cambio, con esta ayuda divina gratuita, las personas humanas, sostenidas por el Espíritu, no sólo recuperan la capacidad de dirigirse al Padre como hijos (cf CEC, 1996), que se perdió en el origen de la Historia, sino que también se vuelven capaces de tratar caritativa o desinteresadamente a las demás218.
En efecto, como enseña san Pablo al incluir la castidad entre los frutos del espíritu (cf Gal 5, 23), la purificación y desarrollo del espíritu con esos medios, redunda de modo inmediato en el recto ejercicio de la sexualidad, ya que ésta es una de las materias sobre las que recaen las decisiones volitivas. Sin esta ayuda gratuita, la debilidad del espíritu haría poco menos que imposible la rectitud sexual de los llamados al celibato o al matrimonio. En cambio, «experimentando ese amor divino, no les será difícil a los esposos vivir las exigencias del matrimonio cristiano, más aún, desearlas, movidos por la gracia del sacramento que han recibido y por una adecuada pastoral matrimonial y familiar» (JD a los obispos de Paraguay en visita `ad limina´, 30.VIII.1994, 7).
Es decir, con la vida sobrenatural -ese don del Espíritu que configura a la persona con Jesucristo-, el cristiano se hace capaz de comprender con un nuevo título el valor y la dignidad de su cuerpo. Se fomenta en él un mayor sentido de respeto a su sexualidad, que le induce a evitar en absoluto cualquier actitud que suponga prostituir ese miembro del Cristo místico y profanar ese templo del Espíritu219. Y encuentra en la virtud infusa de la castidad la «energía que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y promoverlo a su plena realización» (FC, 33), manteniéndose casto en el cuerpo y en el corazón, también en los momentos en que la fidelidad esponsal a su Alianza con Jesucristo -en el matrimonio o en el celibato- pueda requerir un ejercicio heroico de la castidad (cf SH, 19).
De esta forma, las personas célibes encuentran en la gracia los subsidios adecuados para subsanar esas deficiencias que frustrarían sus deseos de donación solidaria y de integración amistosa con los demás. Pues al enraizar esos deseos en el orden sobrenatural, se ven purificados de posibles adherencias egoístas, reforzados en lo que contienen de positivo y convertidos en cauce de santificación propia y ajena. Igualmente, con esta ayuda gratuita las personas casadas se vuelven capaces de superar las limitaciones y deficiencias inherentes al carácter interesado y voluble del mero afecto psicosexual. Pues como señala Juan Pablo II, «el amor humano es una realidad frágil y acechada: explícita o implícitamente lo han reconocido todos. Para sobrevivir sin esterilizarse, tiene que trascenderse. Sólo un amor que se las habe con Dios puede obviar el riesgo de perderse por el camino» (JD en el aula `Pablo VI´, 12.X.1980).
Esto es así porque el pecado sitúa al ser humano en una condición miserable que le impide ese olvido de sí que es imprescindible para ser capaz de amar a los demás. Y por eso, mientras la persona no experimente, en el trato con Jesucristo, el infinito amor del Padre todopoderoso, seguirá sintiéndose insatisfecha, mirando por sí misma en sus relaciones con los demás. En cambio, como aseguraba Santa Teresa de Jesús en su conocida letrilla, «quien a Dios tiene, nada le falta»: tiene bastante -de sobra, podría decirse- con ese Amor, y se vuelve capaz de vivir en esa entrega sincera, desinteresada e incondicional a los demás, que constituye el camino de realización que Dios ha previsto para las personas (cf GS, 24).
Por eso, «una ética altruista es difícilmente sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de Jesucristo, que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional a los hermanos es la forma normal de realización cristiana. Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado vida nueva, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y por ellos» (VL, 48,4). De ahí que la madurez sexual resulte inasequible sin la ayuda sobrenatural de Dios. Antes que nada, es un don sobrenatural -la virtud infusa de la castidad (cf JG, 14.XI.1984, 2)- que hay que pedir con la humildad del que conoce su desorden interior y la insuficiencia de las energías que contiene su naturaleza caída (cf JC, 118). Un don que los cristianos ven plenamente realizado en la persona humana de la Virgen Purísima, a cuya intercesión se acogen -así como a la de su esposo virginal San José- en el convencimiento de que ella es la Madre del Amor Hermoso (cf SH, 150).
Los animales no necesitan rezar para comportarse como animales. Les basta su instinto. Los humanos no podríamos ser humanos sin la medicina sobrenatural de la gracia. Pues, como dice uno de los más grandes poetas metafísicos de nuestra cultura, Rainer María Rilke, «ésta es la paradoja del amor entre un hombre y una mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites. Dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un Amor más grande no se devoran en la pretensión ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo». De ahí que «el amor, para que sea realmente hermoso, debe ser don de Dios... El `amor hermoso´ se aprende sobre todo rezando» (CF, 20).


a) EL MATRIMONIO CRISTIANO, COMO VOCACIÓN SOBRENATURAL

Esta necesidad de la gracia divina para vivir rectamente la sexualidad, se ve subrayada, en el caso de los que reciben la vocación matrimonial, por el hecho de que la entrega sexual de los bautizados, al haber sido consagradas sus naturalezas por el bautismo, es la materia de uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza: «Durante siglos, el concepto de vocación había sido reservado exclusivamente al sacerdocio y a la vida religiosa. El Concilio Vaticano II, recordando la enseñanza del Señor -`sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial´ (Mt 5,48)-, ha renovado la llamada universal a la santidad (cf LG, cap. V): `Esta fuerte invitación a la santidad -escribió poco después Pablo VI- puede ser considerada como el elemento más característico de todo el magisterio conciliar y, por así decirlo, su última finalidad´ (Motu Proprio Sanctitatis clarior, 19.III.1969, AAS 61, 1969, p. 149)... Dios llama a la santidad a todos los hombres y para cada uno de ellos tiene proyectos bien precisos: una vocación personal que cada uno debe reconocer, acoger y desarrollar. A todos los cristianos -sacerdotes y laicos, casados o célibes-, se aplican las palabras del Apóstol de los gentiles: `elegidos de Dios, santos y amados´ (Col 3, 12)» (SH, 100).
Como sacramento, el matrimonio está llamado a ser un signo y espejo de la Vida trinitaria y de la entrega de Cristo a cada alma; y además, un instrumento de santificación. Por una parte, Dios ha sanado con el sacramento las deficiencias del amor humano para que los esposos sean capaces de convertir su comunión familiar en una prolongación de la Comunión trinitaria, en la que sus miembros descubran en sus relaciones afectivas familiares la personalidad de las Personas divinas: al saberse fruto del amor de sus padres, entiendan la personalidad del Espíritu Santo; al aceptar a su cónyuge y, con él, entregarse a los hijos, conozcan la personalidad de Dios Hijo; y al entregarse a su cónyuge y, con él a los hijos, experimenten la personalidad de Dios Padre. «Las familias cristianas existen para formar una comunión de personas en el amor. Por ello la Iglesia y la familia son, cada una a su modo, ejemplos vivientes, en la historia humana, de la eterna comunión en el amor de las Tres Personas de la Santísima Trinidad» (JH en Columbia, USA, 11.IX.1987).
Por otra parte, la gracia sacramental inserta el matrimonio en el misterio del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf Ef 5, 32). El Salvador sale al encuentro de los esposos para librarles del egoísmo y llamarles a amarse como Él ama a su Iglesia (cf GS, 48), es decir, a convertir su amor en una prolongación del amor inmenso y fiel con que Él los ama. Es un deber que afecta por igual al varón y a la mujer, en virtud de su igualdad espiritual. Pues aunque en el orden psicosomático él es el esposo o amante y ella es la esposa o amada, ambos deben asumir desde su indistinta espiritualidad esa diversidad sexual y convertirla en materia de su biunívoca reciprocidad donativo-receptiva espiritual.
De este modo, cada cónyuge se configura por el sacramento con Cristo, sus limitaciones y su entrega se convierten en cauce para que el otro reciba la gracia de Jesús, que les capacita para santificarse con la purificación que supone aceptar los defectos del otro cónyuge y educar a los hijos, y con el aliento que entraña compartir sus virtudes y experimentar el afecto de la prole. «Los esposos son por tanto, para la Iglesia, el recuerdo permanente de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía» (FC, 13).
Además, Dios ha previsto que el recto ejercicio de la sexualidad sea instrumento de santificación, y no sólo de realización natural: «Para un cristiano, el matrimonio... es una auténtica vocación, una llamada a la santificación dirigida a los cónyuges y a los padres cristianos. Gran sacramento en Cristo y en la Iglesia, dice san Pablo (cf Ef 5, 32), signo sagrado que santifica, acción de Jesús que se apodera del alma de los esposos y los invita a seguirle, transformando toda su vida matrimonial en un camino divino sobre la tierra» (JH en Santo Tomé, 6.VI.1992, 2; cf HC, 23). «En Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús» (FC, 19).
En efecto, mediante la gracia sacramental matrimonial, el Espíritu capacita a los esposos para vivir sobrenaturalmente toda su vida matrimonial: «El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, en todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo» (FC, 19; cf HC, 22).
Al administrarse recíprocamente el sacramento, los esposos reciben del Espíritu la luz de la fe, para que entiendan las circunstancias de su convivencia como ocasión de vivir su sacerdocio bautismal respecto del cónyuge, de los hijos y de las almas con las que se relacionen por causa de sus obligaciones familiares; el ardor de la esperanza, para que ejerciten confiadamente el carácter de la Confirmación ante las dificultades de la vida, de forma que esas luchas no les hundan, sino que les santifiquen en la paz y gozo del Consolador; y la caridad matrimonial, que les preserve de la propensión al egoísmo, de la `dureza de corazón´ (cf Mt 19, 3-9) que impide la unidad e indisolubilidad matrimoniales.
«Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un `corazón nuevo´: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la `dureza del corazón´, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el `testigo fiel´, el `sí´ de las promesas de Dios y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por El hasta el fin» (FC, 20).
De este modo, las limitaciones y defectos de los cónyuges, lejos de conducirles al desaliento, les ayudan a entender la correlación que existe entre el sacramento del Matrimonio y los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación: pues esas dificultades se constituyen en acicate que les impulsa a alimentar su capacidad de entrega y sacrificio en el sacramento del sacrificio amoroso de la Eucaristía (cf JD al Pontificio Consejo para la familia, 10.X.1986, 7; FC, 57; CF, 18), y a restañar las heridas que el egoísmo produce en el amor conyugal, mediante el sacramento de la Reconciliación cf FC, 58; CF, 14).
Por todo esto, la Iglesia de Jesucristo, como signo e instrumento de santificación de los seres humanos, tiene en la familia cristiana -la iglesia doméstica- su ámbito primordial de expresión y realización: «El Concilio Vaticano II ha querido reafirmar con todo vigor el concepto -tan estimado por la tradición de los Padres de la Iglesia- de que la familia cristiana, constituida por la gracia sacramental, refleja el misterio de la Iglesia en la parcela doméstica (cf. LG, 11). La Santa Trinidad habita en la familia fiel; ésta, por la virtud del Espíritu, participa de la solicitud de toda la Iglesia por la misión, contribuyendo a la animación y cooperación misioneras» (JM para el DOMUND del 23.X.1994, 22.V.1994, 3; cf GS 48 y OT, 10). «En efecto, la familia es llamada Iglesia en miniatura, `la iglesia doméstica´, una expresión particular de la Iglesia a través de la experiencia humana del amor y de la vida en común (cf FC, 49). Como la Iglesia, la familia debería ser un lugar donde es transmitido el Evangelio y desde donde el Evangelio irradia a otras familias y a toda la sociedad» (JH en Columbia, USA, 11.IX.1987).
De ahí la trascendencia eclesial de la misión de los fieles casados. Toda la vida de la Iglesia depende del ejercicio de la dimensión matrimonial de su sacerdocio bautismal: «Es importante que la `comunión de las personas´ en la familia sea preparación para la `comunión de los santos´» (CF, 14), de manera que la familia sea «el primer templo en el que se aprende a orar, el lugar privilegiado de formación y evangelización, la primera escuela de solidaridad y de servicio recíproco, y el punto de partida de nuestras experiencias comunitarias (cf FC, 21). Ella es la iglesia doméstica en la que `se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y, sobre todo, el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida´ (CEC, 1657)» (JD a los obispos de Ecuador en visita `ad limina´, 21.VI.1994, 3; cf SH, 62-63). Asimismo, de la vitalidad de las familias cristianas depende que los frutos de la Redención lleguen a los hombres y mujeres de cada época: «El futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia» (FC, 75).


b) LIBERTAD RELIGIOSA DE LOS CÓNYUGES

Estas razones, es decir, que la religiosidad sea una de las ayudas más importantes para desempeñar las obligaciones matrimoniales220, explican que la Iglesia católica desaconseje a sus hijos el matrimonio con gente irreligiosa, puesto que se trata de una actitud negativa o culpable que difícilmente puede no influir negativamente en el modo de plantear la convivencia conyugal y la educación de los hijos.
En las actuales circunstancias de oscurecimiento moral generalizado, esta cautela tienen una particular importancia, en cuanto que la discreción de juicio acerca de las exigencias esenciales del matrimonio es un presupuesto de la validez matrimonial anterior a la disposición de aceptarlas (cf CIC, c. 1095, & 2). Pues como advertía Juan Pablo II a los jóvenes, el actual eclipse de la conciencia moral impide incluso plantearse la necesidad de regenerarse moralmente. Y por eso, sólo mirando y siguiendo a Cristo, se puede disponer de la `luz de la vida´ para `no caminar en la oscuridad´ (Jn 8, 12): «Si seguís a Cristo, concluía el Papa, devolveréis a la conciencia su puesto correcto y su papel adecuado, y seréis la luz del mundo y la sal de la tierra (Mt 5, 13)» (JD durante la vigilia de oración en Denver, 14.VIII.1993, II, 5).
Teniendo en cuenta que la religiosidad condiciona el modo de concebir la convivencia matrimonial y la educación de los hijos, así como la manera de plantear todas esas cuestiones afectivas y utilitarias asexuales que, según se explicó en su momento, tanta trascendencia tienen en la vida matrimonial, se entiende que el ordenamiento jurídico de la Iglesia advierta también acerca de las dificultades matrimoniales que pueden surgir como consecuencia de las distintas mentalidades que se derivan de profesar religiones diferentes; y que exija que, en estos supuestos, se aseguren diversas cautelas relativas al respeto de la libertad religiosa de los contrayentes, y a la educación cristiana de la prole (cf CIC, cc. 1086 y 1124-1129).
No es que, con esto, se esté sosteniendo que la religiosidad de los cónyuges sea materia del consentimiento matrimonial. Pues la tradición viva de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, siempre ha considerado la religiosidad como una parcela de la intimidad de la persona que sólo pertenece a Dios; y ha estimado que, en esta materia, bastan, para la armonía conyugal, el respeto recíproco respecto de la idiosincrasia religiosa del cónyuge y el acuerdo en lo relativo a la educación religiosa de los hijos (cf DH, passim y CIC, cc. 1086, 1125-1126, 1128): «Los futuros esposos tienen el derecho a su libertad religiosa. Por ello imponer como condición previa para el matrimonio la negación de la fe o una profesión de fe que sea contraria a la propia conciencia constituye una violación de este derecho» (DF, art. 2,b).
Estas medidas de prudencia responden, más bien, al reconocimiento de la trascendencia de la dimensión religiosa de la personalidad, tanto en las actitudes relativas a la sexualidad procreativo-conyugal, cuyo ejercicio y consecuencias son la materia sobre la que, directamente, recae la decisión volitiva que constituye el vínculo matrimonial de los contrayentes; como en las que se refieren a otros aspectos de la personalidad de ambos -culturales, profesionales, sociales, y familiares-, que, como la religiosidad, de suyo no están incluídos en el objeto del consentimiento matrimonial, pero que también han de ser tenidos en cuenta en la medida en que, indirectamente, influyen en el ejercicio de los derechos y deberes conyugales, especialmente en lo que se refiere a la formación integral de los hijos.
Por consiguiente, con la misma firmeza con que hay que afirmar la necesidad de que los cónyuges se comporten con un exquisito respeto mutuo en todo lo que concierne a esa parcela de la intimidad que sólo pertenece a Dios -la conciencia moral y religiosa-, parece preciso reconocer la importancia de que cada esposo procure ayudar a su cónyuge a no abandonarse espiritualmente, entre otras razones, para que ese descuido no redunde, a corto o a medio plazo, en perjuicio de la convivencia familiar. Pues tan perjudicial resultaría una actitud fiscalizadora respecto de la vida religiosa del cónyuge, o la pretensión de que ambos recorran el mismo itinerario espiritual y empleen idénticos medios, o las comparaciónes y celotipias en este orden; como desentenderse de ayudarle -con la oración y el ejemplo, con el consejo y el cariño- a progresar en el camino interior que Dios quiere que recorra.


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