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Epílogo, unicidad del alma y unidad existencial de la persona
EPÍLOGO

UNICIDAD DEL ALMA Y UNIDAD EXISTENCIAL DE LA PERSONA



«Porque fuiste fiel en lo poco...» (Mt 25, 21)

En la introducción de la primera parte, se subrayó que la condición creatural del ser humano ocasiona que también su cuerpo, y no sólo su espíritu, esté marcado por la impronta amorosa que se deriva de que su origen -el Ser de las Personas divinas- sea constitutivamente Amor. Por eso, teniendo en cuenta que todo lo creado es obra del Amor trinitario (cf CEC, 293 y 295), se podría afirmar que, así como el bien es un trascendental constitutivo u ontológico, el amor es un trascendental operativo o ético: una tensión oblativa de la criatura que se deriva de su origen divino y que está presente -al menos, aptitudinalmente- en todas las dimensiones del obrar creatural y que se expresa por medio de ellas.
Sin embargo, como se indicó al inicio de la segunda parte, la unicidad del alma humana, que garantiza la compenetración unitaria de las dimensiones constitutivas de la naturaleza humana -la espiritual y las corporales-, no asegura en absoluto la armonía existencial de sus inclinaciones operativas. En efecto, éstas son aptitudinalmente amorosas y están llamadas a coordinarse armónicamente en la consecución del fin integral de la persona. Pero en la práctica, su convergencia operativa puede malograrse, desintegrando la unidad existencial a la que por naturaleza tiende el individuo. Y por eso, mientras que la unidad esencial de la dimensión espiritual y las dimensiones corporales del ser humano es un punto de partida cuya permanencia está garantizada hasta la muerte por la unicidad del alma, en cambio, la unidad existencial de las distintas dimensiones operativas de la personalidad es una meta que puede no ser alcanzada.
Según ha ido apareciendo de modo recurrente a lo largo de estas páginas, esa desintegración existencial se produce cuando la persona no se ajusta, en los múltiples aspectos de su conducta, a ese trascendental ético amoroso que debe dirigir el despliegue de todos los niveles de su actividad, aglutinándolos e integrándolos en un sentido unitario y una significación común: la inclinación a la comunión con Dios y con las criaturas. Pues cuando falta esa actitud amorosa, cada dimensión de la personalidad trata de absorber a las demás, convirtiéndose en fuerzas divergentes. Por eso, para conseguir una personalidad íntegra -la unidad vital que exprese su unidad ontológica-, resulta tan importante que el individuo entienda el lenguaje o significación amorosa de las distintas inclinaciones de su naturaleza.
Ahora bien, las diversas inclinaciones del ser humano, aunque coincidan en ser tendencialmente personales y amorosas, sin embargo se distinguen en ordenarse a bienes de distinto rango, y por ello guardan entre sí unas relaciones de dependencia y subordinación que es preciso conocer y respetar221.
Por lo que se refiere al sexo, a lo largo de estas páginas han aparecido unas peculiares relaciones de subordinación tanto entre las dimensiones biofísica y psíquica de la sexualidad, como entre los aspectos matrimonial y asexual de la psicoafectividad, y entre todas estas dimensiones sexuales del cuerpo y la afectividad espiritual: unas relaciones que podrían parecer contradictorias y que, por consiguiente, requieren una explicación. Pues como se ha podido observar, en unos casos se presentaba la rectitud de las inclinaciones amorosas inferiores como prioritaria respecto de la rectitud de las inclinaciones de rango superior; y en otros, se afirmaba que la maduración en los niveles inferiores de la personalidad depende del desarrollo de los niveles superiores de la persona222.
Sin embargo, la contradicción es sólo aparente, pues ambas afirmaciones son ciertas, ya que la prioridad, en el primer caso, se da en el plano genético; mientras que, en el segundo, se produce en el ámbito de los motivos. En efecto, como señalaban los clásicos, el fin es lo primero en el orden de la intención o de las motivaciones, y lo último en el plano genético o de la ejecución. Por eso, si hay que afirmar que la unidad entitativa de todas las dimensiones de la persona ocasiona que, en el orden de las motivaciones, la presencia de los valores superiores sea indispensable para la eficacia motivadora que puedan tener los valores inferiores en el ámbito que les corresponde; con idéntica fuerza se ha de reconocer que, en el desarrollo progresivo de la personalidad, la adquisición de los valores superiores requiere la previa consolidación virtuosa en los planos más básicos.
Pues, análogamente a lo que sucede a nivel esencial, donde lo superior informa a lo inferior; en el orden operativo las dimensiones superiores penetran de sentido a las inferiores, integrándolas en una unidad existencial que es reflejo de la compenetración en que se encuentran a nivel esencial. Pero como lo formal no se sostiene sin lo material, que lo expresa y concreta, el desarrollo de las dimensiones superiores de la personalidad requiere previamente que las inferiores se encuentren debidamente consolidadas (cf santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q. 141, a.8; q. 153, a.5).
Por consiguiente, aplicando estos principios al plano de la adquisición de la rectitud sexual, se puede concluir que resultaría imposible conseguirla en sus niveles inferiores si no se contara con las motivaciones que se derivan del desarrollo de las dimensiones superiores de la afectividad -la metasexual y la espiritual-; y que tampoco se lograría avanzar en los planos superiores de la afectividad si se descuidara el crecimiento sólido de las dimensiones inferiores de la sexualidad. Y por esta razón, «la castidad no es la virtud más importante, pero las más importantes no son posibles sin ella» (R. Lawler-J. Boyle-W. May, Ética sexual, cit., 397).
Como explica Mons. André Léonard, esto ya lo había advertido San Pablo en 1 Cor 6, 18: «Las culpas sexuales no son sin duda las más graves, puesto que el pecado por excelencia es el pecado de orgullo y el rechazo del amor. Pero el pecado de impureza es, sin embargo, quizá el más neurálgico, aquél cuyas consecuencias son más perturbadoras, porque alcanza al hombre o a la mujer en su propio cuerpo, es decir, en ese nudo de nuestra condición propiamente humana, a la vez espiritual y carnal, que es nuestro cuerpo. Y es esta gravedad especial del pecado de impureza lo que tiene presente San Pablo cuando dice: `Todo otro pecado que el hombre puede cometer, es exterior a su cuerpo, pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo´» (La moral sexual..., cit., 108).
En la parte introductoria se hizo referencia al itinerario histórico que ha conducido al descalabro moral de Occidente. Ahí se mostró cómo la pérdida de vitalidad espiritual de esta civilización no sólo provocó la desintegración de su unidad religiosa (lo que era lógico, por ser valores interrelacionados), sino que también ocasionó el eclipse de la conciencia ética de la cultura occidental: y esto último no habría sucedido tan fácilmente si los valores morales de Occidente hubieran contado con una adecuada fundamentación antropológica.
Por eso, según se vió que subraya Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor, la construcción de una `civilización del amor´ que remedie los destrozos de la `cultura de la muerte´, requiere simultáneamente una revitalización espiritual de las personas, que tenga como centro la comunión ontológica y existencial con Cristo, y una adecuada ilustración antropológica de las exigencias morales evangélicas.
Concretamente, en relación al tema que nos ocupa, parece fundamental disponer, primero, de una espiritualidad intensa; pero también de una formación sexual suficientemente fundamentada desde el punto de vista ético-antropológico, puesto que ésta constituye un presupuesto imprescindible de la madurez afectiva integral (sexual y espiritual) de la persona. Es cierto que ella sola no basta para la integración sexual porque, como se viene diciendo, resultaría imposible afianzar los niveles más básicos de la personalidad sin aspirar a lo más alto; es decir, sin emplear esa pedagogía ascética de la sublimación, que consiste en vencer los obstáculos por elevación de miras, esto es, contando con una espiritualidad crecientemente intensa.
No obstante, aunque el conocimiento del significado unitivo y donativo de los aspectos nupcial y célibe de la masculinidad y feminidad no sea suficiente para la maduración de la condición masculina o femenina de la personalidad, sino que es precisa la intervención subsidiaria del espíritu; sin embargo, esa formación resulta absolutamente indispensable porque, como le gustaba subrayar a Clive Staples Lewis, parafraseando la Imitación de Cristo, «lo más alto no se sostiene sin lo más bajo» (Los cuatro amores, cit., 13).


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