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Prólogo
PRÓLOGO


Finaliza el segundo milenio de la era cristiana. Una etapa en que Occidente ha experimentado evidentes avances; pero en la que también ha padecido el desarrollo de una `cultura de la muerte´, que en estos momentos ha alcanzado su máxima implantación y que, por consiguiente, está tocando a su fin.
Intelectualmente, este aspecto negativo de nuestra civilización tuvo su origen en lo que Mons. Carlo Caffarra suele definir como filosofía del alejamiento y de la separación: distanciamiento de la criatura humana respecto de su Creador, ruptura del obrar respecto del ser, separación entre lo espiritual y lo corpóreo, divorcio entre la fe y la vida cotidiana, alejamiento de la técnica respecto de la ética, atomización de los individuos en la sociedad, etc.: expresiones, todas ellas, de una mentalidad dualista, cerrada a la trascendencia, que, habiendo intentado absolutizar el poder de la razón, ha acabado en el desprecio maniqueo de las dimensiones corporales de la persona humana.
A título pedagógico, se podría establecer que este cáncer neognóstico (vt) de la civilización occidental empezó a desarrollarse un siglo y medio después de comenzar este milenio. En 1126 nacía en la Córdoba islámica Ibn Rushd, Averroes, aquel filósofo musulmán que, con sus amplios comentarios al corpus aristotélico, tanto contribuyó a despertar en Europa el interés por conocer esos principios especulativos que harían posible desarrollar el pensamiento cristiano hasta las cotas que alcanzó en el siglo XIII. Pero Averroes pertenecía a una cultura religiosa que -como viene a decir Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la Esperanza (p.106)- concibe al Creador como un ser lejano y que, consiguientemente, no entiende la religión como una energía capaz de transformar el corazón humano y de penetrar las distintas dimensiones de la vida secular. Con su doctrina de la `doble verdad´ (como creyente, acepto la existencia del Ser supremo, pero no puedo acceder a Él con la razón), Averroes introdujo en Europa una maléfica semilla que, abonada por la euforia antropocentrista de la ciencia del Renacimiento, acabaría implantándose en nuestra civilización mediante el desarrollo especulativo y la configuración religiosa que, respectivamente, le proporcionaron el racionalismo (vt) y la Reforma protestante.
Los documentos del Concilio Vaticano II delimitan paladinamente las pautas que deben seguirse para proporcionar al mundo occidental -secularizado, pero de raíces cristianas- la terapia que necesita para superar la profunda crisis que le abate, y para poner a los cristianos en condiciones de llevar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra. A Pablo VI le gustaba sintetizar el mensaje de este Concilio, exhortando a construir la civilización del amor (cf Homilía, 25.XII.1975). Tal vez se debiera esta preferencia a que esa expresión constituye tanto un diagnóstico de la sociedad contemporánea como un resumen de los objetivos que los creyentes deben proponerse en el mundo actual.
En efecto, la enfermedad que aqueja a la civilización occidental procede de un abandono de la dimensión trascendente del ethos evangélico -el amor a Dios-, que ha dado lugar al descuido de su dimensión intramundana: el amor y respeto a lo creado, especialmente a las demás personas humanas, creadas a imagen de Dios. Así lo advierte Juan Pablo II: «`El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios´ (CA,24). Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida» (EV,96).
En consecuencia, su remedio requiere, sobre todo, promover una revitalización de la comunión con Dios que haga capaces a los humanos de dirigir todas sus actuaciones profesionales y culturales, familiares y sociales, desde una afectividad recta que impregne de sentido auténticamente amoroso toda su conducta secular (cf TM, 52). Ambas dimensiones del corazón humano -los aspectos espiritual y sensible de la afectividad- se requieren mutuamente para su respectivo desarrollo porque guardan entre sí una indisociabilidad aptitudinal que es consecuencia, en el orden operativo, de la unión sustancial de espíritu y cuerpo humanos. Por eso, ni las emociones, sentimientos o pasiones de la persona pueden encauzarse de forma establemente madura sin la ayuda que prestan, en el plano intencional, las motivaciones espirituales o trascendentes; ni el individuo podría consolidar su rectitud afectiva espiritual si no procurara -como materia y cauce de expresión de ésta- una adecuada rectitud de la dimensión corporal de su afectividad.
La sexualidad es una de las facetas de la afectividad corpórea de la persona. Por eso, la promoción de una cultura de la vida, de la verdad y del amor presupone la educación sexual como uno de sus elementos imprescindibles (cf EV, 97); máxime, cuando la desmoralización afectiva de Occidente ha alcanzado en el plano de la sexualidad una de sus expresiones más alarmantes. De ahí que «solamente si la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor y será entonces posible hablar con eficacia -como hace el Concilio (Vaticano II)- de `promover la dignidad del matrimonio y de la familia´ (GS, 22)» (CF, 13).
Ciertamente, en pocas cuestiones como en ésta la mencionada cultura de la separación ha producido tan abundantes manifestaciones y en órdenes tan distintos: en el ámbito eclesial y civil, en el orden teológico y antropológico, jurídico y ético, psicológico y psiquiátrico, biológico y ginecológico, etc. Sin embargo, en todas ellas subyace una raíz común: haber dejado de entender el sexo como una parte integrante de la persona, pasando a considerarlo como algo puramente instrumental: como una suerte de prótesis añadida cuya arbitraria manipulación puede preverse que resultará inocua al individuo o que, a lo sumo, no llegará a afectar profundamente a su equilibrio personal. Y así, se presenta como plausible pretender un sexo sin hijos o hijos sin sexo, considerar innecesaria la complementariedad entre la masculinidad y la feminidad, juzgar meramente convencional la distinción funcional -en el ámbito familiar y social- de varones y mujeres, o ejercer una relación sexual que se plantee como pasajera o que se comparta con varias personas a la vez. Es decir, se postula como éticamente aceptable la separación entre sexualidad y procreación, entre vida y amor.
Las frustraciones a que conducen estos planteamientos han ocasionado una extendida ansiedad de auténtica realización sexual. Y han producido una creciente demanda social de clarificación antropológica acerca de la sexualidad, que la abundante bibliografía sobre el tema está procurando satisfacer: unos autores, desde una perspectiva teológica y, otros, desde planteamientos filosóficos o meramente fenomenológicos. De esas publicaciones, algunas proponen remediar la patología sexual existente sin desprenderse de aquellos principios racionalistas que originaron el actual desequilibrio sexual de nuestra civilización1. Otras, en cambio, plantean la cuestión desde una consideración personalista de la sexualidad humana, que concuerda con la línea argumental que ha seguido el magisterio auténtico de la Iglesia católica en las numerosas ocasiones en que, durante los últimos treinta años, se ha sentido requerido a intervenir para remediar la confusión. En mi opinión, este segundo tipo de monografías aportan, desde perspectivas muy diversas, abundantes elementos de juicio que constituyen una valiosa contribución al discernimiento ético de los diferentes asuntos que conciernen a la sexualidad humana. No obstante, se echa en falta una exposición más sistemática y completa de las abundantes observaciones que el magisterio de la Iglesia ha realizado en los últimos años, con el objeto de explicar los fundamentos antropológicos de sus criterios morales en materia sexual.
Entre estas enseñanzas, posee especial relevancia la exhaustiva catequesis de Juan Pablo II sobre la dignidad personal y el significado amoroso del cuerpo humano. En efecto, convencido de que «la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor» (CF, 13), desde el comienzo de su pontificado, ha realizado de modo sistemático y profundo una colosal propedéutica racional, encaminada a facilitar la comprensión de la moral sexual católica y a contrarrestar los efectos negativos que en el plano sexual ha producido la mencionada `cultura de la separación´. A mi juicio, sus explicaciones sobre el significado esponsalicio del cuerpo humano constituyen la respuesta adecuada a las deficiencias de la `cultura´ sexual del momento, y ofrecen las claves necesarias para la construcción de una nueva `cultura de la vida´ porque poseen las propiedades que, a mi entender, debe tener una exposición de la correspondiente doctrina moral, para resultar verdaderamente eficaz: rigor conceptual y terminológico, que se derivan de una visión ordenada y completa de las diferentes dimensiones de la sexualidad humana; una suficiente fundamentación trascendental y antropológica de la normativa sexual; y, cuando se trate de estudios teológicos, una adecuada base escriturística y patrística. Por eso, considero que constituye una especial Providencia el hecho de que, en estos momentos de tremendo descalabro moral, fuera llamado a la Sede de Pedro quien, urgido por su intensa experiencia pastoral matrimonial y juvenil, había publicado Amor y responsabilidad y Persona y acción, convencido de que «el modo más eficaz de servir a la verdad de la paternidad y maternidad responsables está en mostrar sus bases éticas y antropológicas» (CU, 205).
La comprobación cotidiana del común desconocimiento de estas enseñanzas de Juan Pablo II, en el ámbito eclesial y civil, me movió a plantearme reelaborar de forma más sistemática y profunda lo que originariamente fue la expresión escrita de una serie de charlas-coloquio mantenidas con jóvenes y adultos, en las que se procuraba responder, con esa doctrina del Papa, las habituales interrogantes que en esta materia encuentra la práctica pastoral. Ahora bien, intentar esclarecer con hondura cuestiones tan oscurecidas y diversas como las que plantea esta dimensión del cuerpo humano, requería adentrarse en un nivel antropológico que disminuiría la simplicidad y fuerza divulgativa que me permitió el tono coloquial con que inicialmente redacté estas ideas. No obstante, juzgué necesario pagar ese tributo, por entender que la importancia y complejidad del tema reclaman un planteamiento antropológico que permita esclarecer adecuadamente los porqués de la normativa sexual revelada por Dios, y extraer oportunamente las conclusiones prácticas acertadas en cada situación2.
En efecto, el modo constitutivo con que la diferenciación sexual configura la personalidad humana, la profundidad con que la orientación práctica de la sexualidad afecta al individuo y a la sociedad, sus peculiaridades diferenciales respecto del sexo animal, la diversidad de dimensiones en la psicoafectividad masculina y femenina, y sus relaciones con la dimensión espiritual de la afectividad humana, exigen una comprensión global del ser humano, que sólo es posible desde una perspectiva antropológica. De lo contrario, la exposición de las exigencias éticas de la condición sexual del ser humano, y la transmisión de las directrices prácticas más oportunas en cada momento, carecerían de la fundamentación racional que hace posible asumir con convencimiento esos criterios y aplicarlos con madurez y acierto (cf EV, 82a). Valga por tanto la advertencia para discernir a los destinatarios de estas páginas. Están escritas para personas que, disponiendo de una cierta formación intelectual, desean comprender con profundidad la estructura interna de la sexualidad humana; o que, por su misión de padres, educadores o asesores matrimoniales, o por su actual o futura función pastoral, precisan disponer de los resortes intelectuales necesarios para proporcionar una orientación sexual eficaz.
Para conseguir este objetivo, es decir, para satisfacer inquietudes prácticas desde la necesaria profundidad especulativa, se ha procurado conjugar el nivel antropológico de explicación con la continua referencia a los problemas actuales concernientes a la sexualidad, cuyo conocimiento me viene siendo proporcionado por mi dedicación preferente a la pastoral matrimonial y juvenil. Se ha procurado sintetizar, elaborar creativamente y exponer de forma sistemática los presupuestos antropológicos que subyacen a la moral sexual católica, buscando esa perspectiva común que permite discernir éticamente problemas muy dispares (de índole familiar, política, jurídica, biomédica, etc.) que afectan seriamente a la civilización contemporánea.
No se ha pretendido ser exhaustivo, sino más bien contribuir a establecer las coordenadas antropológicas que enmarcan y fundamentan la doctrina moral sexual que la Iglesia católica enseña como revelada por Dios. Y se ha empleado una terminología que, aunque a veces no sea la más usual y pueda exigir del lector un esfuerzo inicial hasta acostumbrarse a ella, me ha parecido suficientemente clara y directa y, sobre todo, necesaria para expresar con rigor aspectos de la sexualidad y dimensiones de la afectividad del varón y de la mujer que en ocasiones no se distinguen suficientemente: por esta razón, se han incluido al inicio diversas aclaraciones terminológicas, en las que se delimita el sentido de esos términos y se explica el significado de otros que contienen un significado preciso en Filosofía o en Teología.
Para ajustarme al tono expositivo que pretendía, se ha evitado en absoluto entrar en discusión con la bibliografía existente. Esto habría sido imprescindible en un escrito dirigido a especialistas y entendidos, es decir, de índole académica; pero aquí habría distraído respecto de la finalidad pastoral que, según he señalado, ha motivado y presidido este trabajo, oscureciendo su comprensión al tipo de personas a quienes se dirige. No obstante, se han tenido en cuenta los argumentos de un signo y de otro, y considero que, de forma más que implícita, se satisface cumplidamente el oportuno diálogo.
Con el objeto de abreviar la exposición de tan abundantes cuestiones como las que requieren ser tratadas en un estudio general de la sexualidad humana, se han trasladado a notas diversos textos de la Escritura y del Magisterio que ilustran las respectivas afirmaciones, prescindiendo así de los comentarios que hubieran debido realizarse si esas referencias se hubieran incluido en el texto. Idéntico procedimiento se ha empleado con las reflexiones colaterales y las consideraciones de interés para públicos más restringidos. Con todo ello, se ha pretendido además compatibilizar dos objetivos: de una parte, facilitar al lector una primera aproximación a lo fundamental del libro -lo que aparece fuera de las notas-, en la que resulte asequible seguir su línea argumental, así como mantener una visión de conjunto de sus contenidos; y, de otra, no tener que sacrificar el tratamiento de otros asuntos que, aun cuando sean de menor importancia, no parecen irrelevantes en orden a una comprensión global de la sexualidad humana.
El escrito consta de dos partes expositivas y de una introducción de carácter histórico. En ésta, se procura mostrar, en términos generales, la gestación del proceso cultural que ha conducido a la desmoralización sexual de nuestra civilización. En la parte sistemática, se desarrolla el significado unitivo y donativo de la recíproca complementariedad de la masculinidad y feminidad, y las propiedades que distinguen a la sexualidad humana de la sexualidad animal y que manifiestan su condición personal. Los tres capítulos de la primera parte se ordenan a mostrar, respectivamente, el carácter constitutivo de la diferenciación sexual, el sentido amoroso de esa diversidad complementaria y el modo profundo con que la rectitud o el desorden sexual afectan a las restantes dimensiones de la persona y a la sociedad: propiedades, todas ellas, en que la sexualidad humana coincide con el sexo animal. Se dedican los cinco capítulos que integran la segunda parte a analizar las notas diferenciales que manifiestan que el ser humano está llamado a vivir su corporeidad sexual de forma personal: que la sexualidad humana no es instintiva y debe ser educada e integrada desde la libertad; que trasciende las limitaciones espacio-temporales de la materia, mediante un ejercicio profundo y estable; que la afectividad es un factor más importante que la biosexualidad, para el ejercicio de la sexualidad humana; que la masculinidad y la feminidad no se agotan en su proyección procreativa y conyugal; y que el desarrollo de la inclinación sexual humana está condicionado por la madurez espiritual de la persona.
Es mucho lo que aquí no se ha realizado: precisamente porque se ha pretendido hacer una sola cosa; pero ésta se ha intentado cabalmente. Agradezco las observaciones y sugerencias que me han ofrecido cuantos han leído estas páginas antes de su publicación, así como las orientaciones que me han proporcionado diversos profesionales de la Medicina, tanto respecto de aquellos aspectos de la fisiología sexual humana que contienen una especial significación antropológica, como las relativas a asuntos que conciernen a la Psiquiatría y que parecen requerir algunas aclaraciones desde una perspectiva antropológica. Expreso también mi gratitud a las entidades que han hecho posible la edición del libro. Y encomiendo a la Sagrada Familia que este trabajo, que se publica al comenzar el tercer año litúrgico de preparación al Gran Jubileo del 2000 -dedicado a la caridad-, facilite a sus lectores ejercitar y enseñar a vivir ese `Amor Hermoso´ al que todos los humanos hemos sido convocados para adentrarnos -sea célibe o matrimonialmente- en la Comunión amorosa de la Familia trinitaria.

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