Autor: | Editorial:
Notas
1. Como explicaba el teólogo laico norteamericano William May, en una entrevista con ocasión de la publicación de la encíclica Evangelium vitae, los graves errores de la teología dogmática del último cuarto de siglo, relativos a la concepción virginal de Jesucristo, a la resurrección de su Cuerpo y a su presencia corporal en la Eucaristía, coinciden con los producidos en el ámbito de la teología moral, en proceder de una idéntica raíz neognóstica y neomaniquea: el desconocimiento de «la intrínseca bondad de la vida corporal humana, la cual es vida personal, y no algo inhumano e impersonal» (`Palabra´ 364, IV-1995, 188), como postula la actual cultura racionalista, que siguiendo el `Pienso, luego existo´ prima la consciencia en detrimento de lo corpóreo (cf CF, 19) y que, derivadamente, considera que la actividad corporal ha de medirse con criterios de mera eficiencia, marginales a la rectitud afectiva.
2. Según manifestó Juan Pablo II en el Encuentro Mundial de la Familia, este convencimiento acerca de la necesidad de fundamentar intelectualmente la ética sexual, le indujo a crear diversas estructuras al servicio de la institución familiar, cuya necesidad y utilidad se han puesto particularmente de manifiesto con ocasión de las distintas actividades organizadas durante el Año Internacional de la Familia, especialmente durante la Conferencia de El Cairo (cf JD en el Encuentro Mundial de la Familia, 8.X.1994, 3). Concretamente, «el 13 de mayo de 1981, fecha muy significativa (como es sabido, ese día, conmemoración de Nuestra Señora de Fátima, el Papa sufrió el atentado que, en ocasiones posteriores, ha relacionado con la caída del muro de Berlín), se creó el Pontificio Consejo para la Familia, y después el Instituto de Estudios, con carácter académico, sobre el Matrimonio y la Familia. Me ha inducido a promover tales instituciones la experiencia de mi actividad sacerdotal y episcopal en Cracovia, donde siempre reservé una atención privilegiada a los jóvenes y a las familias. Precisamente en aquellas experiencias descubrí que en este campo es indispensable una profunda formación intelectual y teológica para poder desarrollar de manera adecuada las orientaciones éticas relativas al valor del cuerpo, el significado del matrimonio y de la familia, el problema de la paternidad y maternidad responsables» (ibidem).
3. Resulta aleccionador que el mismo Sigmund Freud -promotor de una hermenéutica antropológica pansexualista y de una psicoterapia permisiva- reconociera el valor cultural de la ascética cristiana: «La libertad sexual ilimitada no conduce a mejores resultados. Nada cuesta comprobar que el valor psíquico de la necesidad amorosa desciende desde el momento en que la satisfacción resulta fácil. Para que la libido crezca hacen falta obstáculos... En las épocas en que la satisfacción amorosa no ha encontrado dificultades, el amor ha perdido todo valor, la vida se ha vuelto vacía, y han hecho falta fuertes reacciones para restablecer los valores afectivos indispensables. Desde este punto de vista cabe afirmar que el ascetismo cristiano ha creado para el amor todo un conjunto de valores psíquicos que la antigüedad pagana no había sabido conferirle» (Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, en Obras Completas, I, Madrid 1948, p. 964).
4. El pensamiento griego, afectado por el dualismo típico de las culturas orientales, explicaba la condición humana por una caída metafísica anterior al tiempo y a la historia: las almas espirituales habrían caído prisioneras del cuerpo material. En cambio, la cosmología y antropología bíblicas se apoyan en la bondad esencial de toda la creación -material y espiritual- y en la unidad de carne y espíritu en el hombre (cf J.M. Casciaro-J.M. Monforte, Dios, el mundo y el hombre en el mensaje de la biblia, ed. EUNSA, Pamplona 1992, p. 506). Para valorar el contraste entre la visión positiva de la sexualidad presente ininterrumpidamente en la Biblia, y en la Tradición y el Magisterio eclesiales, y el maniqueísmo sexual de las restantes culturas no cristianas, merece la pena ver los tres primeros capítulos de R. Lawler, O.F.M.Cap.- J.M. Boyle - W.E. May, Ética sexual, ed. EUNSA, Pamplona 1992, pp. 23-110. Como advierte Juan Pablo II, «se acusa a veces a la Iglesia de que considera el sexo como tabú. Pero la verdad es muy diferente. A lo largo de la historia, en contraste con las tendencias maniqueas, el pensamiento cristiano desarrolló una visión armónica y positiva del ser humano, reconociendo el papel significativo y precioso que la masculinidad y la femineidad desempeñan en la vida del hombre. Además el mensaje bíblico es inequívoco: `Creó Dios ... al ser humano a imagen suya ... varón y mujer los creó´ (Gen 1, 27). En esta afirmación está grabada la dignidad de todo hombre y de toda mujer, no sólo en su igualdad de naturaleza sino también en su diversidad sexual. Es un dato que caracteriza profundamente la constitución del ser humano» (JA, 26.VI.1994, 1). En consecuencia, los residuos maniqueos que históricamente puedan encontrarse en los ambientes católicos, no pueden atribuirse al espíritu cristiano, sino a que éste no haya sido suficientemente asimilado por miembros de la Iglesia. Concretamente, por lo que se refiere a la deficiencia cultural aludida en el texto, es posible que esa falta de mayor comprensión evangélica de este aspecto de la vida secular -la vida matrimonial- se debiera en parte al protagonismo eclesial que desempeñó la vida consagrada en la conservación existencial del genuino espíritu cristiano y en la progresiva evangelización de los pueblos que se fueron incorporando a la Cristiandad. De hecho, la castidad perfecta se entendió durante siglos como patrimonio del estado célibe, no del estado matrimonial.
5. Esto explica que, ante las necesidades pastorales de la Contrarreforma, surgiera una teología moral aquejada de una cierta propensión a la casuística (cf S. Pinckaers, La nature de la moralitè: morale casuistique et morale thomiste, Apéndice a la edición francesa bilingüe de la Summa Theologiae, I-II, qq. 18-21, Desclée, París 1966, pp. 215 y ss; La renouveau de la morale, 2ª ed., Téqui, París 1979, pp. 27 y ss; y Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia, ed. EUNSA, Pamplona 1988, pp. 374 y 331-361). De suyo, el recurso a casos prácticos de moral, no tiene que conducir necesariamente a esa deficiencia. Pero como se explicará a continuación, cuando falta una suficiente justificación ético-antropológica de las directrices prácticas que se enseñan, éstas aparecen fundadas sólo en argumentos de autoridad, resultan insuficientes para orientar en supuestos distintos, y su carácter circunstancial puede inducir a relativizar los principios inmutables de los que emanan.
6. Por esta razón Juan Pablo II insiste tanto en que el respeto al significado nupcial del sexo «antes que una cuestión de fe es un dato antropológico que se impone a la simple reflexión racional» (JA, 28.VIII.1994). «Es importante que el juicio de rechazo moral de ciertos comportamientos, contrarios a la dignidad de la persona y a la castidad, sea justificado con motivaciones adecuadas, válidas y convincentes tanto en el plano racional como en el de la fe, y en un cuadro positivo y de alto concepto de la dignidad personal. Muchas amonestaciones de los padres son simples reproches o recomendaciones que los hijos perciben como fruto del miedo a ciertas consecuencias sociales o de pública reputación, más que de un amor atento a su verdadero bien» (SH, 69).
7. Todavía no se había asimilado socialmente la advertencia bíblica que, oponiéndose a la tradicional consideración `patriarcal´ de la familia, subraya la importancia de la libertad personal a la hora de la decisión matrimonial, al señalar que, para poder hacerse una sola carne, los esposos han de dejar padre y madre (cf Gen 2, 24). De ahí que DF, señale lo siguiente: «Teniendo en el debido respeto el papel tradicional de las familias en ciertas culturas al guiar la decisión de sus hijos, toda presión que impida la libre elección de una determinada persona como cónyuge debe ser evitada» (art. 2 a; cf también art. 6 c).
8. Esto explica el esfuerzo realizado por el Magisterio, en las últimas décadas, para ilustrar antropológicamente las normas morales, y su insistencia en la validez de estas normas para todos los humanos, con independencia de sus convicciones religiosas: «El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay ciertamente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos» (EV, 101).
9. Diversas escuelas psiquiátricas dependientes del racionalismo proponen el permisivismo como terapia de las neurosis sexuales de origen subjetivamente represivo, porque ignoran el carácter intrínseco de la normativa sexual revelada y que, por tanto, «la virtud de la castidad... no debe entenderse como una actitud represiva, sino, al contrario, como la transparencia y, al mismo tiempo, la custodia de un don, precioso y rico, como el del amor, en vistas al don de sí que se realiza en la vocación específica de cada uno» (SH, 4; cf CEC, 2337). Por eso estas técnicas permisivas de psicoterapia no consiguen curar al paciente sino que, más bien, al fomentar la desviación de sus impulsos, le acaban provocando una represión objetiva más profunda: la de la inclinación natural de la sexualidad a darse, a aceptar y a convivir. El remedio de las actitudes subjetivamente represivas no puede ir sino en la línea de la búsqueda del sentido auténtico que subyace a las propias inclinaciones desordenadas, y de la canalización de esos impulsos en una doble dirección positiva: conseguir el dominio de la propia sexualidad como preparación para su recto ejercicio en el matrimonio, y ejercitar mientras tanto las virtualidades asexuales de la masculinidad o feminidad mediante la donación solidaria y la integración amistosa.
10. El respeto a la libertad de las conciencias (cf DH, 2) no equivale a considerar que la vida religiosa de los ciudadanos deba quedar restringida al ámbito privado y carecer de trascendencia social (cf ibidem, 3), como postula erróneamente el liberalismo laicista. El Estado debe reconocer la trascendencia social de la dimensión religiosa de los ciudadanos y, simultáneamente, respetar la libertad de sus conciencias (cf ibidem, 3, 4 y 6). Y esto excluye tanto que se declare aconfesional, pues ello supondría negar el reconocimiento público al que tiene derecho la religiosidad de los ciudadanos (se estaría impidiendo que sus opciones religiosas tuvieran, en su dimensión social -educación de los hijos, asuntos matrimoniales y familiares, expresiones públicas de culto, etc.: cf ibidem, 4 y 5- un reconocimiento jurídico); como que su confesionalidad sea fundamentalista, pues esto violaría la libertad religiosa de quienes profesaran un credo diferente del establecido como oficial (cf ibidem, 6).
El reconocimiento de la necesaria pluriconfesionalidad de la sociedad se ha visto históricamente perturbado por ambos extremismos (cf ibidem, 12; TM, 35). Concretamente, por lo que se refiere a la reacción social a que hace referencia el texto, no deja de ser aleccionador que, al perderse el vigor religioso que había sustentado socialmente la normativa sexual natural, los resabios fundamentalistas de una sociedad éticamente poco fundamentada en una antropología sexual suficiente, ocasionaran no sólo que la moral sexual vigente hasta entonces dejara de ser aceptada en los ambientes desgajados de la Iglesia católica -lo que era una consecuencia lógica de las anteriores carencias antropológicas en materia sexual-; sino que además se incurriera en el extremo opuesto, perdiendo las normativas sexuales de la Reforma toda relevancia social. Esto último no se explica más que por la debilidad religiosa de las diversas confesiones cristianas que surgieron entonces, en las que, como se verá a continuación, su enfriamiento espiritual convirtió en socialmente insignificantes las motivaciones religiosas que no iban acompañadas de racionalidad: pues cuando la fe no es vivificada por la vibración amorosa de la caridad, se oscurece; y al apagarse su esplendor veritativo, deja de ilustrar la existencia secular y se aleja de la vida.
Que el ejercicio de la sexualidad deba reservarse a la intimidad conyugal no debe inducir a considerarla como un asunto meramente privado del que puedan desentenderse las distintas instancias sociales. Al contrario, la importante trascendencia social de la rectitud o desviación de esta dimensión de la persona reclama la intervención de padres, educadores y gobernantes en una doble dirección: orientadora, respecto de su recto ejercicio; y coercitiva, respecto de las consecuencias sociales negativas de su ejercicio desordenado. En consecuencia, no cabe aducir motivos confesionales ni ideológicos para pretender la aceptación social de determinadas opciones sexuales antinaturales. Pues el hecho de poseer determinadas convicciones religiosas, o ninguna, no puede exonerar a nadie de las exigencias sociales que se derivan de su condición de ser sexuado. La sexualidad, así como la proyección social de su ejercicio, no son de suyo un asunto confesional, sino una cuestión natural. Y lo referente a la ley natural «no es algo que se impone a los cristianos solamente; basta la razón para exigirlo» (AP, 8).
11. Cf JM al cardenal William Wakefield Baum, penitenciario mayor, al final del curso anual sobre el fuero interno, 22.III.1996, n. 5, así como su análisis sobre la moral trascendental y la así llamada `opción fundamental´, en VS, 65-70. Estas doctrinas suponen una vuelta a la actitud sofística, que resurge en el racionalismo cargada de la entraña escéptica y cínica que expresa el siguiente epitafio: «Aquí yace Menecles el Pirrónico, a quien todo lo que vió le pareció equivalente». De este modo, el «esto peccator et pecca fortiter, sed fortius fide et gaude in Christo» de Lutero conduciría a la justificación calvinista del maquiavelismo ético.
12. Este modo de pensar explica que la Reforma rechazara la Tradición viva de la Iglesia como fuente de revelación, y que sometiera la Escritura a un proceso de `descategorización´ o interpretación inmanentista: si las normas categoriales concretas han de supeditarse a los intereses históricos, son circunstanciales y resultaría equivocado transferirlas de una época a otra o de un individuo a otro. Según este planteamiento, los tiempos y los individuos no han de adaptarse a los preceptos categoriales bíblicos, sino tan sólo a la ley trascendental del amor: son las categorías bíblicas las que deben ser adaptadas a los tiempos y a las personas.
13. Son evidentes las resonancias del imperativo categórico de Kant en estos planteamientos: lo adecuado en el orden `categorial´ es buscar una universalidad estadística, matemática o cuantitativa, ajena a criterios antropológicos y éticos: lo que resulte más útil a mayor número de individuos. Con esto se pone en evidencia la entraña pragmatista y utilitarista del racionalismo, y el reduccionismo materialista y positivista a que somete la conducta de los hombres: actitudes que se resumen en la conocida máxima baconiana, `saber es poder´. Y se entiende que el racionalismo subyacente a la Reforma rechazara el magisterio eclesiástico. En relación a este asunto, pueden confrontarse las observaciones que Juan Pablo II realiza a propósito del `consecuencialismo´ y del `proporcionalismo´ morales en VS, 71-75.
14. Juan Pablo II hace notar que la concepción despersonalizante del cuerpo humano conduce simultáneamente a aceptar desde el punto de vista moral la manipulación del sexo humano y a considerar como biologista o moralista a una moral que exija el respeto de las estructuras internas de esta dimensión de la persona: «Como dimensión inscrita en la totalidad de la persona, la sexualidad constituye un lenguaje al servicio del amor y, por consiguiente, no se la puede vivir como pura actividad instintiva. El hombre como ser inteligente y libre, debe gobernarla. Sin embargo, esto no quiere decir que se la pueda manipular a voluntad. En efecto, posee una típica estructura psicológica y biológica, cuyo fin es tanto la comunión entre un hombre y una mujer como el nacimiento de nuevas personas. Respetar esa estructura y ese nexo inseparable no es biologismo o moralismo, sino atención a la verdad del ser hombre, del ser persona» (JA, 26.VI.1994, 2; cf EV, 23).
15. El Concilio Vaticano II se refirió a estas dificultades en los términos siguientes: «El cambio de mentalidad y de estructuras provoca un nuevo planteamiento de los antiguos valores ... y además, las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir heredadas de nuestros mayores no siempre se adaptan al actual estado de cosas: situación que provoca graves perturbaciones en el comportamiento y en las mismas normas que lo regulan» (GS, 7). Por eso, «la actual situación económica, socio-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la familia» (GS, 47).
16. Se podría decir que el Concilio Vaticano II ha sido la expresión más completa de toda una serie de actuaciones de la Jerarquía católica, en los dos últimos siglos, dirigidas a promover la renovación espiritual de los cristianos mediante su comunión de vida con Cristo, que es lo específico de la moral evangélica (cf VS, 16): una comunión realizada por el Espíritu, que permite al hombre reconocer la ley natural inscrita por el Creador en su corazón (cf ibidem, 12 y 36) y experimentar como internas las exigencias morales del seguimiento de Cristo (cf ibidem, 24). Por su parte, los trabajos del Concilio Vaticano I y la encíclica Pascendi, 8.IX.1907, de S. Pío X combatieron los efectos del racionalismo en la teología católica; VS continúa esa línea de clarificación, en el campo de los fundamentos de la teología moral. Las ilustraciones ofrecidas desde el siglo XIX por el magisterio eclesiástico sobre la dimensión moral de la vida secular, constituyen lo que se denomina `Doctrina Social de la Iglesia´, que se ha ido desarrollando desde unas explicaciones parciales hasta un cuerpo de doctrina cada vez más sistematizado y elaborado.
17. Como muestran R. Lawler, J. Boyle y W. May, en Ética sexual, cit., 51-110 y 194-220, hasta los años sesenta no ha existido en toda la historia de la Iglesia un disenso doctrinal organizado respecto de la enseñanza constante del magisterio auténtico en materia de moral sexual: un disenso que se alimentó de la falta de formación adecuada, según puso de manifiesto Pablo VI a propósito del celibato sacerdotal: «La dificultad y los problemas que hacen a algunos penosa, o incluso imposible, la observancia del celibato, derivan no raras veces de una formación sacerdotal que, por los profundos cambios de estos últimos tiempos, ya no resulta del todo adecuada para formar una personalidad digna de un hombre de Dios» (SC, 60). Un completo análisis de las lagunas ético-antropológicas que facilitaron este disenso doctrinal en materia de moral conyugal desde la publicación de la Humanae vitae, puede encontrarse en RD.
18. «Los preceptos morales negativos, es decir los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios» (EV, 75; cf VS, 81-82 y CEC, 1753-1755). Para un estudio histórico-sistemático de esta cuestión, merece la pena consultar la monografía de J. Finnis, Absolutos morales, Eiunsa, Barcelona, 1992.
19. Una insuficiente comprension de la ley natural dificulta seriamente captar la correspondencia de la ley divino-positiva con aquélla. La teología de la Reforma, al errar en la comprensión de los efectos de la caída original en la naturaleza humana, produjo una dicotomía soteriológica entre Creación y Redención, que condujo, en el orden existencial, al divorcio entre fe y obras, y a la contraposición entre naturaleza y gracia. Saliendo al paso de esa protestantización de la fe católica, que está presente en la así llamada `nueva moral´, el CEC insiste de modo recurrente en la idea de que toda la economía redentora se inscribe en un plan salvífico de la Santísima Trinidad que tiene como fundamento y comienzo la Acción creadora divina (cf, p. ej., 280, 281, 287-289).
20. Posiblemente, uno de los documentos en que, bajo los eufemismos de expresiones como `derechos reproductivos´, `salud reproductiva´ y `sexo seguro´, aparecen del modo más completo y con mayor descaro las reivindicaciones del modelo libertino de la sexualidad humana, sea el `Proyecto de documento final para la Conferencia Internacional de El Cairo, sobre población y desarrollo´. Inmediatamente después de su presentación, la Santa Sede publicó una amplia Nota (cf `Palabra´, 355, VII-1994: DP-68.) que, sin pretender ser exhaustiva, comenta, analiza y refuta sus desviaciones más notables. Otra interesante réplica a los planteamientos de imperialismo anticonceptivo que propugnaba ese documento, puede verse en PF.
21. P. ej., ante un embarazo prematrimonial, en otros tiempos parecía acertado recomendar que se contrajera matrimonio, ya que esas situaciones no solían producirse entre personas que no hubieran vivido un noviazgo formal. En cambio, la banalización actual de la sexualidad hace desaconsejable esa praxis. Como se puede ver, un idéntico elemento de juicio ético -la doble finalidad personal del matrimonio: conyugal y educativa- hace aconsejable o desaconsejable contraer matrimonio ante un embarazo prematrimonial, según sea la capacidad de los posibles contrayentes respecto de asumir las obligaciones propias de aquél. Pero de esta realidad, que no constituye más que un reconocimiento de la necesidad de la virtud de la prudencia al aplicar a cada situación concreta los correspondientes principios antropológicos y los criterios éticos pertinentes, no se puede inducir que estos principios y criterios sean transitorios ni que, por tanto, la Iglesia no pueda enseñar con autoridad definitiva ninguna norma moral específica, según han propugnado los protagonistas de la nueva moral. Sobre este particular puede verse la atinada refutación de los planteamientos de algunos de estos autores -como Francis A. Sullivan, S.J., Gerard J. Hughes, S.J., John Mahoney y Josef Fuchs-, que realiza John Finnis en Absolutos morales, cit., p. 85, notas 16-18.
22. Como ha recordado el Concilio Vaticano II, la infalibilidad de una enseñanza del magisterio no existe sólo en cuestiones de fe, ni cuando éste se expresa mediante declaraciones ex cathedra del Romano Pontífice o a través de definiciones dogmáticas de un Concilio ecuménico legítimo; sino también en materia de costumbres, y cuando los Obispos en comunión con el Papa convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva (cf LG, 25). Así lo ha subrayado Juan Pablo II en tres momentos de su pontificado: al confirmar la infalibilidad de la enseñanza de la Iglesia sobre la inadmisibilidad del aborto y de la eutanasia, y sobre el carácter absolutamente inviolable de la vida humana inocente (cf EV, 62, 65 y 57, respectivamente); al confirmar el carácter irreformable de la praxis de la Iglesia de no conferir el sacerdocio ministerial a mujeres (OS; cf RO, en que se aclara que, con esa afirmación, el Papa ha confirmado que esa doctrina pertenece al depósito de la fe y que, por tanto, esa praxis es irreformable); y al modificar los cánones 750 y 1371 del CIC con el objeto de que la legislación canónica vigente tutele el deber, que atañe especialmente a los docentes de la teología y a quienes detentan alguna jurisdicción eclesial, de aceptar las verdades relativas a la fe y a las costumbres, que hayan sido propuestas por la Iglesia de modo definitivo (cf Carta apostólica Ad tuendam fidem, 18.V.1998).
23. Según advierte Juan Pablo II, «se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis» (EV, 95). Y refiriéndose a los Obispos, añade: «Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina (cf VS, 116). Que la exhortación de Pablo (2 Tim 4, 2) resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio» (EV, 82; cf LG, 25; HV, 28-30; FC, 31).
24. En el fondo, se trataría de no olvidar la pedagogía moral empleada por Yahweh para preparar a su Pueblo a la Nueva Alianza: cuando establece la Antigua Alianza con Israel, o la renueva, siempre les recuerda que los primeros beneficiados o perjudicados por la obediencia o desobediencia a las normas morales que les propone, serían ellos mismos (cf, p. ej., Deut 10, 12-15), ya que esas leyes estaban inscritas en la naturaleza humana, aunque sólo en el futuro -merced a la transformación que se obraría bajo la Nueva Ley de la gracia o de la libertad de los hijos- llegarían a estarlo en sus corazones y, por ende, serían capaces de sentirlas como propias (cf Rom 8, 14-21). No se debe olvidar, por tanto, que la sabiduría moral presupone una actitud ecológica con fundamento trascendental; o, lo que es lo mismo, que el don de temor de Dios es el inicio de la sabiduría (cf Prov 9, 10 y Eccli 1, 11-40). No obstante, la importancia de mostrar la racionalidad de las normas morales reveladas no debe inducir a considerar secundario el anuncio explícito del Señor Jesús, cuyo seguimiento es el núcleo de la moral evangélica y su condición de posibilidad (cf VS, 15-16 y 117). Sin esa proclamación evangélica (en su sentido etimológico de buena noticia), la propuesta moral no conduciría a la apertura humilde respecto de la Misericordia redentora, sino a la más triste desesperanza y al consiguiente rechazo (cf VS, 23 y 118-119).
25. Ediciones Palabra ha publicado completos cuatro de esos seis ciclos de audiencias en las que Juan Pablo II se refirió a la teología del cuerpo, y ha anunciado la publicación de los dos ciclos restantes que versan sobre el matrimonio cristiano y el amor y la fecundidad: el primer ciclo, está prologado por Blanca Castilla Cortázar y se titula Juan Pablo II, Varón y mujer. Teología del cuerpo, Madrid 1995; el segundo ciclo, prologado por José Luis Illanes, se titula Juan Pablo II, La redención del corazón. Catequesis sobre la pureza cristiana, Madrid 1996; los ciclos tercero y cuarto, presentados por Juan José Espinosa, aparecen bajo el título Juan Pablo II, El celibato apostólico. Catequesis sobre la resurrección de la carne y la virginidad cristiana, Madrid 1995. Para conocer las ideas más relevantes de esas catequesis, hasta el 13 de mayo de 1981, en que el Papa sufrió el atentado de la Plaza de San Pedro, puede emplearse la recopilación de EDICEP (ed.), Sexualidad y amor. Catequesis del Papa Wojtyla sobre la teología del cuerpo, Valencia 1982. Para introducirse en la comprensión de esas ideas, pueden servir los comentarios que a este respecto ofrece J. Ratzinger, Creación y pecado, ed. EUNSA, Pamplona 1992, pp. 65-84.
26. Cf, sobre todo, FC, 11; MD, 6-8; y CF 6-8. Para un conocimiento global del magisterio de Juan Pablo II sobre estos temas hasta el año 1989, resulta útil la selección de textos realizada por Paulinas (ed.), La familia cristiana en la enseñanza de Juan Pablo II, Madrid 1989. Antes de ser elegido Sumo Pontífice, Karol Wojtyla había tratado por extenso tanto el significado amoroso de la sexualidad como su carácter personal. Puede encontrarse un buen estudio de su pensamiento al respecto en la monografía de Rocco Buttiglione, El pensamiento de Karol Wojtyla, ed. Encuentro, Madrid 1992, sobre todo en los capítulos dedicados a sus libros Amor y responsabilidad (ed. Razón y Fe, Madrid 1987) y Persona y acción (ed. B.A.C., Madrid 1982).
27. Se pretende, por tanto, exponer de modo sistemático y orgánico los principios fundamentales de la moral sexual católica, a fin de facilitar la realización de esa pastoral familiar efectiva que, según Juan Pablo II, ha de constituir un objetivo central y prioritario de la nueva evangelización: «La pastoral familiar, a nivel parroquial, diocesano y nacional, no debe considerarse una opción entre otras, sino una necesidad apremiante que llegará a ser como un foco que irradie los valores cristianos de la nueva evangelización en el centro mismo de la sociedad donde la familia está enraizada; es ella la que, con el tiempo, dará estabilidad al esfuerzo evangelizador. Por tanto hemos de estar convencidos de que las líneas más urgentes de esa pastoral, enunciadas en el Documento de Santo Domingo, deberían basarse en el esfuerzo en `la formación de los futuros esposos´ (n.222); incentivar la tarea de `capacitar agentes de pastoral´ (ib.); fomentar la mentalidad pro-vida; ofrecer los medios para que se pueda vivir de manera cristiana la paternidad responsable, y facilitar siempre `la transmisión clara de la doctrina de la Iglesia sobre la natalidad´ (cf nn.226 y 222); `buscar, siguiendo el ejemplo del buen Pastor, caminos y formas para lograr una pastoral orientada a las parejas en situaciones irregulares´ (n.224); y, especialmente, esforzarse para que la familia sea realmente una verdadera `iglesia doméstica´, `santuario donde se edifica la santidad y desde donde la Iglesia y el mundo pueden ser santificados´ (n.214, d; cf FC, 55)» (Al primer grupo de obispos de Brasil en visita `ad limina´, 17.II.1995, 3).
28. Por poner un ejemplo, se cita a continuación su predicación en la solemnidad de la Santísima Trinidad del Año Internacional de la familia: «Hoy se celebra la solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad, que propone a nuestra contemplación el misterio de Dios, como Cristo nos lo reveló. Misterio grande, que supera nuestra mente, pero que habla profundamente a nuestro corazón, porque en su esencia es una explicitación de la densa expresión de san Juan: Dios es amor. Precisamente porque es amor, Dios no es un ser solitario, y, siendo uno y único en su naturaleza, vive en la recíproca inhabitación de tres personas divinas. En efecto, el amor es esencialmente entrega. Dios, siendo amor infinito, es Padre que se entrega completamente en la generación del Hijo, y con él mantiene un diálogo eterno de amor en el Espíritu Santo, vínculo personal de su unidad. ¡Qué gran misterio! Me agrada indicarlo sobre todo a las familias, en este año dedicado especialmente a ellas. En la Trinidad se puede entrever el modelo originario de la familia humana. Como he escrito en la Carta a las familias, el Nosotros divino constituye el modelo eterno del específico nosotros humano formado por un hombre y una mujer que se entregan recíprocamente en una comunión indisoluble y abierta a la vida (cf 6)» (JA, 29.V.1994, 2).
29. A mi juicio, el empleo que ha realizado Juan Pablo II de la tríada sexual -varón, varona, hijos de ambos- como primer analogado pedagógico de la Vida trinitaria, puede suponer un profundo cambio de perspectiva en la teología trinitaria, que posibilite a ésta superar el parón en que se venía encontrando desde el siglo XV, así como desterrar ciertos resabios modalistas y subordinacionistas presentes, respectivamente, en las doctrinas de las relaciones subsistentes y de las procesiones inmanentes (he tratado ampliamente esta cuestión en mi Tesis doctoral de Teología, Introducción a la doctrina trinitario-pneumatológica de Santo Tomás en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, Universidad de Navarra, Pamplona 1984, pro manuscripto).
Desde San Agustín, la teología trinitaria buscó ilustrar las verdades reveladas empleando la actividad mental humana (intelectiva y volitiva) como mejor analogado para entender la Vida trinitaria. Que el ser humano hubiera sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gen 1, 26) les llevaba, lógicamente, a pensar que en sus dimensiones superiores podrían encontrarse destellos divinos más luminosos que en sus dimensiones biofísicas. En mi opinión, todo esto, de suyo, es cierto, puesto que el corazón humano es capaz del amor de benevolencia, que -por su carácter desinteresado y altruista- se aproxima al Amor divino más que el amor sexual, que es un amor erótico o simbiótico (cf MD, 8d-e). Sin embargo, como el pecado ha oscurecido el significado donativo y unitivo de la afectividad humana más que el de la inclinación amorosa de nuestra biosexualidad, en el actual estado de naturaleza caída es más fácil descubrir la condición trinitaria de cualquier relación amorosa en el amor sexual que en otros afectos menos dependientes de la dimensión biológica de nuestra naturaleza. Y así, para no equivocarse, el ser humano necesita recorrer el camino analógico procediendo de lo más material a lo más espiritual; esto es, comenzando por lo más básico, que, en este caso, es el amor conyugal: pues el matrimonio es la «expresión primera de la comunión de personas humanas» (GS, 12).
De hecho, la Biblia presenta la distinción sexual como primera imagen humana del `Nosotros´ divino (cf Gen 1, 27). Como afirma C.S. Lewis, la consideración de nuestra manera de avanzar en la comprensión de las verdades divinas explica que las Escrituras empleen tan poco los amores humanos más elevados como imágenes del Amor supremo: la amistad «es ya, de suyo, demasiado espiritual para ser un buen símbolo de cosas espirituales. Lo más alto no se sostiene sin lo más bajo. Dios puede presentarse a sí mismo ante nosotros, sin riesgo de que le malentendamos, como Padre y como Esposo, porque sólo un loco pensaría que es físicamente nuestro progenitor o que su unión con la Iglesia es otra cosa que mística. Pero si la amistad fuese usada con ese propósito, podríamos tomar el símbolo por lo simbolizado» (Los cuatro amores, ed. Rialp, Madrid 1991, p. 99). Curiosamente, a pesar de que San Agustín, poco antes de morir, reconociera en sus Retractationes que el suyo no resultaba un camino del todo eficaz («Distinguere hanc Generationem ab ista Spiratione nescio, non valeo, non sufficio», «Ni sé, ni tengo fuerzas, ni me siento capaz de distinguir la Generación de la Espiración»: PL, 192, 556), la Escuela no prestó atención al modelo especulativo más sencillo y asequible de que dispone la inteligencia humana para entender la condición ternaria de cualquier relación auténticamente amorosa: el amor sexual o procreativo-conyugal. Y tal vez por eso, no consiguió aprovechar nuestra capacidad de amor benevolente para mostrar con claridad la necesidad de que la Vida divina no puede ser vivida más que por tres -ni más, ni menos- Personas correlativas.
30. «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro» (CEC, 2332). Esta diferencia y complementariedad es tan constitutiva y profunda que no sólo la armonía de la pareja sino de la misma «sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos» (CEC, 2333). Puede encontrarse un resumen histórico sobre el feminismo en el artículo de J. Seifert, Defender a la mujer del feminismo. Reflexiones sobre su dignidad y su perversión, `Atlántida´ IV (1993), 17-27.
31. Eso es lo que se puede deducir de la maldición de Yahveh a la mujer después del pecado original: «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces y parirás con dolor los hijos; buscarás con ardor un marido, y éste te dominará» (Gen 3, 16). La primera parte de la maldición se refiere a las dificultades que le surgirían en el ejercicio de su inclinación psicobiológica primaria -desde el punto de vista sexual-: la maternidad. En la segunda parte, se manifiesta lo antinatural de la actitud servil y de ansiedad que adoptaría en sus relaciones con el varón la mujer que no superara las secuelas del pecado: una tal dependencia es antinatural porque, al necesitar menos del esposo que de los hijos, es naturalmente más libre que el varón respecto de los requerimientos psicobiológicos de la sexualidad, en sus relaciones con éste.
32. Cf N. Echart Orús y B. González Purroy, Hacia un nuevo feminismo, `Nuestro Tiempo´ 469-470 (VII-VIII.1993) 35-49. A este respecto, Juan Pablo II enseña que los relatos bíblicos de la creación de la mujer (cf Gen 2, 4-25; 1, 26-28) permiten vislumbrar su igual dignidad con el varón no ya en lo que tiene de común con él, sino en lo que es específico suyo: «Se manifiesta la diferencia de sexos, pero sobre todo su necesaria complementariedad. Se podría decir que al autor sagrado, en definitiva, le interesaba afirmar que la mujer, al igual que el hombre, lleva en sí la semejanza con Dios, y que fue creada a imagen de Dios en lo que es específico de su persona de mujer y no sólo en lo que tiene de común con el hombre. Se trata de una igualdad en la diversidad (cf CEC, 369)» (JG, 22.VI.1994, 3; cf MD, 6 y CU, 211).
33. No obstante, la cultura occidental no parece haber reaccionado aún respecto del otro efecto de la trivialización de las diferencias sexuales, que los colectivos correspondientes pretenden imponer, de forma más abierta y organizada en los últimos años: a saber, la consideración de la homosexualidad como una inclinación `distinta´ de la heterosexual pero no desviada, y, consiguientemente, como una opción que sería antropológicamente aceptable y cauce de realización sexual para quienes experimenten esa inclinación. Se viene procurando extender esa opinión, primero refiriéndose a la homosexualidad en tono fatalista, es decir, presentándola como una inclinación con la que se nace y no se puede cambiar; y a continuación, pretendiendo su aceptación social, como si se tratara de una variante normal de la sexualidad humana, que no se debe intentar corregir. En la base de esos errores se encuentra, en parte, la mentalidad racionalista, que niega la condición personal del cuerpo humano y que, derivadamente, atribuye a la libertad un omnímodo poder respecto de manipular lo corpóreo conforme a los propios intereses. Abona esta mentalidad el desconocimiento común de que las inclinaciones homosexuales, salvo rarísimas excepciones, no proceden de una constitución orgánica patológica, genéticamente heredada, sino de factores psicológicos, que reclaman la oportuna psicoterapia; que, cuando existe una causa orgánica, ésta admite tratamiento y puede remediarse fácilmente si se diagnostica a tiempo, esto es, en los primeros años del desarrollo de la persona; y que esas alteraciones de la sexualidad se deben procurar curar porque son patológicas y perjudicarían a la persona no sólo en el orden psicoafectivo (en cuanto que dificultarían la realización matrimonial o célibe de la vocación amorosa del ser humano a la comunión interpersonal profunda y a la donación paternal o maternal), sino también, cuando la etiología es orgánica, en el equilibrio fisiológico de su corporeidad (véase el apartado 1.b del capítulo IV de la II parte).
34. El empleo en antropología y psicología de la noción lingüística de `género´ (masculino, femenino o neutro) proviene del feminismo francés de los años 60 a raíz de la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. Aunque fue Gayle Rubin quien a partir de 1975 acuñó la distinción sexo-género: el sexo sería lo biológico y el género, una construcción cultural. Esta distinción resulta útil para discernir entre los aspectos biológicos de la sexualidad y los factores culturales. Pero parece inaceptable cuando, como hicieron ciertos sectores radicales del feminismo, con ella se propugna que la masculinidad y la feminidad son independientes de la condición biosexual del individuo y que, por tanto, no supone disfuncionalidad que un individuo decida comportarse -al margen de su constitución biosexual- como masculino, femenino o andrógino o indiferenciado (cf M. Elósegui, Dos sexos, ¿cuantos géneros? `Aceprensa´ 89/95, 28.VI.1995, 3-4). Como es sabido, esta cuestión fue uno de los puntos más controvertidos en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín en septiembre de 1995, y que provocaron que, a pesar de la intensa negociación, 40 países expresaran sus reservas al documento final. La representación vaticana aclaró, a este respecto, lo siguiente: «La Santa Sede entiende el término `género´, en cuanto que fundamentado sobre la identidad biológica sexual, como varón o mujer... La Santa Sede excluye así interpretaciones dudosas, basadas en visiones del mundo que reconocen que la identidad sexual puede ser adaptada indefinidamente para ajustarse a nuevas y diferentes decisiones» (IG).
35. Así lo señala Juan Pablo II: «Ella está más preparada que el hombre para la función generativa. En virtud del embarazo y del parto, está unida más íntimamente a su hijo, sigue más de cerca todo su desarrollo, es más inmediatamente responsable de su crecimiento y participa más intensamente en su alegría, en su dolor y en sus riesgos en la vida. Aunque es verdad que la tarea de la madre debe coordinarse con la presencia y la responsabilidad del padre, la mujer desempeña el papel más importante al comienzo de la vida de todo ser humano» (JG, 20.VII.1994, 2). Un poco más adelante, el Papa subraya esta idea señalando que, en lo que se refiere a la participación en la actividad creadora de Dios, «esta participación es más intensa en la mujer que en el hombre, en virtud de su papel específico en la procreación» (ibidem, 5).
36. Se recogen a continuación diversos textos en que Juan Pablo II desarrolla estas ideas: «El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad» (FC, 25). «La mujer está ante el varón como madre, sujeto de la nueva vida que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del varón, es decir, el significado generador y `paterno´ de su cuerpo» (JG, 12.III.1980, 2). «Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición. El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre `fuera´ del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia `paternidad´» (MD, 18). «La maternidad, bajo el aspecto personal-ético expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva la misma humanidad de la nueva criatura» (MD, 19). «La educación del hijo -entendida globalmente- debería abarcar en sí la doble aportación de los padres: la paterna y la materna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana» (MD 18). «La `mujer´, como madre y como primera educadora del hombre ..., tiene una precedencia específica sobre el hombre» (MD, 19 a).
37. «La maternidad de la mujer, en sentido biofísico, manifiesta una aparente pasividad: el proceso de formación de una nueva vida `tiene lugar´ en ella, en su organismo, implicándolo profundamente» (MD, 19). «En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud» (EV, 99).
38. Se dice que la mujer es `receptiva´ y no pasiva en la relación conyugal porque participa activamente en el proceso generador: no sólo cuando ovula, sino porque, de una parte, la reacción de su organismo repercute en el del varón y -por el efecto de succión que produce- facilita la progresión del esperma hacia las trompas de Falopio; y porque, por otro lado, la composición de su eyaculado influye de modo importante en la capacitación de los gametos masculinos para la fecundación. Que pueda producirse una relación conyugal sin reacción femenina no significa que la mujer no sea activa sexualmente sino que lo es de forma distinta que el varón: esto es, como respuesta a la entrega afectiva del varón. Por eso, el tópico de la pasividad conyugal femenina me parece un invento machista con el que, en realidad, se intenta ocultar el fracaso conyugal que provoca el egoísmo varonil. Pues, salvo excepciones patológicas, cuando el varón se entrega, la mujer responde activamente. Además, no se debe olvidar que, como se dice a continuación en el texto, si en el orden de la ejecución ella es más receptiva y el varón, más efusivo; en el plano de la motivación la mujer es efusiva -su actitud es determinante del interés del varón-, siendo éste el receptivo en este nivel. Por eso, si parece razonable que, cuando un varón está desmotivado respecto de su mujer, se piense que, muy probablemente, el origen de esta actitud se encuentra en el abandono femenino; no parece lógico en cambio que no se piense que el esposo no está cumpliendo con su específica función masculina, cuando la mujer se muestra remisa respecto de las relaciones maritales. Por lo demás, convendría tener en cuenta el carácter efusivo de la mujer en el orden de la motivación sexual, a la hora de delimitar responsabilidades legales cuando se producen actos de violencia sexual. Ordinariamente, se tiende a descargar sobre el varón toda culpabilidad, olvidando que la provocación sexual femenina también constituye una auténtica agresión sexual. Para obrar con justicia, sería preciso averiguar también si ha existido provocación sexual femenina, puesto que la motivación es el primer detonante del acto.
39. La mujer en «su maternidad, considerada ante todo en sentido biofísico, depende del hombre» (MD, 19); necesita recibir «amor, para amar a su vez» (MD, 29). Por eso, teniendo en cuenta esta condición de la mujer, se puede determinar la analogía entre la sexualidad y el Amor divino, que se insinúa en el relato creacional de Génesis 2, afirmando que en la comunión sexual el varón, la varona y la prole desempeñan, respectivamente, el papel que el Padre, el Hijo y el Espíritu desempeñan en su Comunión espiritual: pues el varón existe para la varona y ésta por aquél, como Dios Padre para el Hijo y Éste por Aquél; y ambos existen para los hijos y éstos por aquéllos, como el Padre y el Hijo viven para el Espíritu Santo y Éste por ambos.
40. «Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal» (MD, 18). Por eso, en el orden psíquico, la dimensión esponsal de la feminidad es sentida por la mujer más como algo posibilitante de su maternidad, que como un objetivo intencional -como lo es su dimensión maternal-. Dicho de otro modo, aunque en el plano de la ejecución la mujer no puede ser madre sin haberse comportado antes como esposa, en el plano de sus motivaciones vive la maternidad como un fin, y la esponsalidad, como un medio para aquélla: en el orden genético la mujer debe ser esposa antes que madre, pero en el plano intencional su actitud maternal es más determinante que su condición esponsal. Esta condición femenina no plantea problemas en su relación con el varón, mientras se mueva por amor, es decir, mientras sea capaz de pensar en su cónyuge y, entregándose a él como esposa, además le haga padre. Ahora bien, cuando el amor languidece, la tendencia maternal se hipertrofia en perjuicio de su capacidad esponsal, apareciendo ante el varón cada vez más como madre y cada vez menos como esposa. Esto explica la diferencia entre la actitud del varón, que antes y después de casarse se siente más atraído por la mujer que por el ideal de paternidad, y a quien suele costarle la institucionalización matrimonial de su relación con la mujer; y la paradójica actitud de ésta, que tanto desconcierta a los maridos, quien desde la menarquia trata de atraer al varón hacia el matrimonio y, una vez casada, tiende a abandonarse en su condición esponsal, descuidando el adorno de su encanto femenino y mostrándose desinteresada y remisa respecto de las relaciones conyugales. En este sentido, resulta sugerente el contraste entre Gen 2, 23 (en que Adán llama varona a la mujer recién creada, por ver en ella su condición de compañera) y Gen 3, 20 (en que, inmediatamente después del pecado original, la llamó Eva, esto es, fuente de vida o madre de los vivientes). Por estas razones, me parece que demuestra un profundo conocimiento de la psicología femenina, el siguiente consejo del beato Josemaría Escrivá, quien para ayudar a las mujeres a superar esa propensión a relegar al esposo y facilitarles el cariño a su cónyuge, después de hablarles de la particular justicia de las madres, que consiste en querer más al hijo más necesitado y desvalido, les decía: -«El marido es el hijo más pequeño que tenéis» (palabras en una reunión en Lima, 25.VII.1974).
41. Esto se ve subrayado por el hecho de que, para la fecundación, el gameto femenino es el que espera y acoge al esperma o a los espermas que hayan de fecundar; mientras que los gametos masculinos están provistos de motilidad propia, viniendo a adoptar, para fecundar, como una actitud competitiva. Estos factores explican el contraste entre el modo exterior, fragmentario y agresivo a que propende el varón en su vida sexual y el carácter intimista, difuso y sensible con que la mujer vivencia la sexualidad.
42. «Toda la constitución exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto particular, las cualidades que con la fuerza de un atractivo perenne están al comienzo del `conocimiento´ de que habla Gen 4, 1-2 (`Adán se unió a Eva, su mujer´), están en unión estrecha con la maternidad. La Biblia (y después la liturgia) con la sencillez que le es característica, honra y alaba a lo largo de los siglos `el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron´ (Lc 11, 27). Estas palabras constituyen un elogio de la maternidad, de la feminidad, del cuerpo femenino en su expresión típica del amor creador. Y son palabras que en el Evangelio se refieren a la Madre de Cristo, María, segunda Eva» (JG, 12.III.1980, 5).
43. Como es sabido, en su exégesis del relato más arcaico de la creación del ser humano, que aparece en Gen 2, 21-23, Juan Pablo II apunta la posibilidad de interpretar el sueño de Adán como el «momento antecedente a la creación», de forma que en realidad el ser humano habría surgido desde el principio «por iniciativa creadora de Dios... en su doble unidad de varón y mujer» (JG, 7.XI.1979, 3), es decir, tal y como se señala en el relato más reciente, de tradición sacerdotal, que aparece en el primer capítulo (cf Gen 1, 27). Sea de ello lo que fuere, no deja de resultar significativo, en relación a lo que afirmo en el texto, que Gen 2, 18 escoja al hombre-varón para protagonizar la soledad originaria del ser humano ante Dios y el mundo sin «compañía semejante a él» y que, en cambio, presente a la mujer como un ser que nunca existió con la deficiencia de carecer de relaciones interhumanas (cf Gen 2, 22-23). Desde este punto de vista, resulta evidente que sería erróneo interpretar peyorativamente el carácter referencial respecto del varón con que la mujer es presentada en este capítulo del Génesis. Además, teniendo en cuenta la homogeneidad personal del varón y la mujer -que este relato yahvista expresa mediante la formación de la mujer a partir de una costilla del varón, y que la narración del primer capítulo subraya indicando que ambos fueron creados «a imagen de Dios» (Gen 1, 27)- es preciso afirmar que esa condición referencial es recíproca: «El hombre y la mujer están hechos el uno para el otro ... Dios los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser `ayuda´ para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (`hueso de mis huesos...´) y complementarios en cuanto masculino y femenino. Reciprocidad y complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja humana» (JM para el 1.I.1995, Día Mundial de la Paz, 8.XII.1994, 3).
44. El texto sacerdotal afirma esta igual dignidad al señalar que Dios «creó al hombre a imagen suya: hombre y hembra los creó» (Gen 1, 27). El texto yahvista, después de presentar a la mujer como no equiparable a los seres inferiores, sino de condición semejante al varón (Gen 2, 20), recalca gráficamente esta homogeneidad señalando que fue formada de una costilla del varón (v. 21: para la mentalidad semita esta afirmación es particularmente sugerente en cuanto que las costillas contienen hueso -algo muy íntimo del cuerpo- y están situadas junto al órgano vital que simboliza la afectividad: el corazón), es decir, con idéntica naturaleza a la de él: «En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado admirablemente el proyecto de Dios: Él ha querido que entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don. El hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. `Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne´ (Gen 2, 23). ¡Es la primera exclamación de amor que resonó sobre la tierra!» (JM para el 1.I.1995, Día Mundial de la Paz, 8.XII.1994, n. 3).
45. Ef 5, 22.24. En el v. 23, san Pablo explica la razón de esta sumisión: «Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo». Es decir, se trata de una obediencia en su sentido etimológico: del deber de ob-audire, esto es, de escuchar y atender sus consejos, sin los cuales la mujer, por su preponderante condición afectiva y práctica, podría incurrir fácilmente en el sentimentalismo o dejarse absorber por las preocupaciones inmediatas y perder de vista los aspectos de fondo de cada situación.
46. Como pone de relieve el contenido de la maldición consiguiente al pecado original, el egoísmo perjudicó al varón y a la mujer sobre todo en sus aptitudes primarias y, por tanto, hace sufrir al varón en su relación transformadora con las realidades terrenas más que en su relación afectiva con la mujer: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gen 3, 19); justo al contrario de lo que le sucede a ésta, a quien Yahveh anunció que habría de sufrir en lo que más le atrae, la maternidad: «Multiplicaré tus trabajos y miserias en tus preñeces; con dolor parirás los hijos» (Gen 3, 16); y que, en su relación con el varón, perdería la primacía que podría tener, según se ha explicado antes, por su protagonismo en el orden motivador y su señorío en el plano de la ejecución: «Buscarás con ardor a tu marido, y él te dominará» (ibidem). Todo ello explica que los efectos de la desmoralización sexual de Occidente hayan afectado más a las mujeres que a los varones: «El hombre, incluso el religioso, a pesar de los problemas que todos conocemos, ha podido buscar remedio a la crisis entregándose al trabajo, tratando de encontrar de nuevo su centro en la actividad. Pero ¿qué ha podido hacer la mujer, cuando las funciones inscritas en su biología misma han sido negadas y hasta ridiculizadas; cuando su maravillosa capacidad de amor, ayuda, calor, solidaridad, se ha sustituido por la mentalidad economicista y sindical de la `profesión´, esa típica preocupación masculina? ¿Qué puede hacer la mujer cuando todo lo que le es más propio es destruido y tenido por irrelevante y desorientador?» (IF, 111).
47. Parte importante de la educación sexual de las mujeres es que descubran su libertad y su protaganismo en todo lo que se refiere a la sexualidad: que necesitan del varón menos que los varones de la mujer y que, por eso, su realización maternal por cauces de solidaridad les resulta menos costosa que a los varones; y, por otra parte, que si deciden contraer matrimonio, deben afrontarlo desinteresadamente, pues sólo superando el egoísmo encontrarán el varón que les ayude a ser madre -sin conformarse con el primero que se interese por ellas, que puede no ser el adecuado-, y podrán conseguir lo que quieran de su esposo, al no abandonarse en su feminidad una vez que le han comprometido matrimonialmente.
48. «Cuántas veces ... la mujer paga por el propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos, culpable por el pecado del hombre como `pecado del otro´), pero solamente paga ella, y paga sola. ¿Cuántas veces queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre, padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas `madres solteras´ en nuestra sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que, muy a menudo, sufriendo presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre culpable, `se libran´ del niño antes de que nazca. `Se libran´; pero, ¡a qué precio! la opinión pública actual intenta de modos diversos `anular´ el mal de este pecado; pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no logra cancelar su disponibilidad a acoger la vida, inscrita en su `ethos´ desde el principio» (MD, 14b).
49. José Luis Olaizola, en su novela biográfica sobre Santa Teresa, pone en boca de una monja de la Encarnación el siguiente comentario acerca de un clérigo que llevaba siete años en tratos con una mujer: «Si no fuera materia de tanto escándalo sería de reír la defensa que Teresa hacía del hombre, como si toda la culpa fuera de la mujer; en esto recuerdo que siempre fue del mismo parecer, por entender que era mayor la debilidad del varón en lo que a la carne se refiere y que en la mujer estaba no ponerle en ocasión. Por eso en sus conventos fue muy rigurosa sobre cómo habían de confesarse las monjas y el poco trato que habían de tener con sus confesores fuera del confesonario, que los mandaba construir muy recios para que estuvieran bien separados el ministro y su penitente» (Los amores de Teresa de Jesús, Barcelona 1992, 57). La misma monja cuenta que rezaron por el cura más que por la mujer, pues Teresa era muy firme «en lo de que las mujeres son más obligadas que los hombres a tener honestidad» (ibidem, 59).
50. Así destaca Juan Pablo II esta doble aptitud femenina para la piedad y la concordia, por las que la aportación de la mujer a la Iglesia resulta fundamental: «La frase de Lucas (Act 1, 14) se refiere a la presencia, en el cenáculo, de algunas mujeres, manifestando así la importancia de la contribución femenina en la vida de la Iglesia, ya desde los primeros tiempos. Esta presencia se pone en relación directa con la perseverancia de la comunidad en la oración y con la concordia. Estos rasgos expresan perfectamente dos aspectos fundamentales de la contribución específica de las mujeres a la vida eclesial. Los hombres, más propensos a la actividad externa, necesitan la ayuda de las mujeres para volver a las relaciones personales y progresar en la unión de los corazones» (JG, 6.IX.1995, 3).
51. «Si el varón como tal expresa a Dios que ama, la mujer como tal expresa `la que recibe el amor para amar a su vez´, como ha afirmado Juan Pablo II. De manera que la realidad profunda de la criatura, como término del divino amor, resulta más patente en la mujer que en el varón. De ahí la insistencia de la Revelación en hablar de la humanidad (de todos y cada uno de los hombres, y no de la `humanidad´ colectiva o abstracta) como Esposa, como la Amada, de la que se solicita correspondencia, para la unión. Por tanto, la expresión cumplida de la criatura, en su ser más radical, se manifiesta mejor y más propiamente en la mujer que en el varón. Y esto, además de ser metafísicamente manifiesto, es un hecho de experiencia común: todos sabemos que la mujer, precisamente como tal, y en la medida en que sabe y quiere serlo, es lo más `amable´. Así se entienden bien muchas características de la feminidad: como ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva (y no me refiero aquí principalmente a lo físico, sino a lo psíquico y a lo espiritual: la simpatía, la ternura, la paciencia, la piedad, por ejemplo)» (C. Cardona, Presentación de C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, 18-19; cf CM, 12).
52. Así explica el Cardenal Ratzinger la mentalidad machista que subyace a esa reivindicación eclesial: «El activismo, el querer hacer a toda costa cosas `productivas´, `sobresalientes´, es la tentación constante del hombre, también del religioso. Y ésta es precisamente la orientación que domina en las eclesiologías ... que presentan a la Iglesia como un `pueblo de Dios´ sumergido en la actividad, empeñado en traducir el Evangelio en un programa de acción destinado a conseguir `resultados´ sociales, políticos, y culturales. Pero no por simple azar tiene la Iglesia nombre de mujer. En ella vive el misterio de la maternidad, de la gratuidad, de la contemplación, de la belleza; en una palabra, de los valores que parecen inútiles a los ojos del mundo profano. La religiosa, sin darse plenamente cuenta de las razones, advierte el malestar profundo que produce vivir en una Iglesia en la que el cristianismo se reduce a una ideología del hacer, según aquella eclesiología tan crudamente machista, que se presenta sin más -y a menudo se acepta- como la más cercana a las mujeres y a sus exigencias `modernas´. Pero éste es un proyecto de Iglesia en el que no hay lugar para la experiencia mística, esa veta de la vida religiosa que, entre las glorias y las riquezas ofrecidas a todos, ha sido, a través de los siglos y no por mera casualidad, más plenamente vivida por las mujeres que por los hombres» (IF, 112).
53. Como advierte Juan Pablo II, el hecho de que Jesucristo tratara a las mujeres de un modo inusitado subraya la plena libertad con que Cristo llamó al ministerio ordenado «a los que quiso» (Mc 3, 13), sin dejarse influenciar por los condicionamientos culturales en boga (cf OS, 2). Suponer lo contrario contradice el dato revelado, pues «si Jesús se mostró tan fuertemente original organizando así el grupo de la comunidad mesiánica y si el ministerio apostólico reviste tan gran importancia para él, ¿cómo suponer que el Salvador no escogió a sus apóstoles de modo particularmente deliberado?... ¿Escogió... por mero conformismo? Hay un texto evangélico especialmente significativo a este respecto: Jesús escogió `a los que quiso´ (Mc 3, 13). En conclusión: en vez de ser lo que algunos sentirían la tentación de llamar un obiter factum, el hecho de que Jesús no haya elegido más que a hombres como asociados directos revela un designio bastante preciso. El Maestro tuvo suficiente libertad frente a las ideas recibidas para encomendar a las mujeres la predicación del reino, si ésa hubiera sido su voluntad y si hubiese estimado que tal iniciativa formaba parte del plan de Dios» (A. Descamps, Significado que tienen hoy para nosotros la actitud de Cristo y la práctica de los apóstoles, en La misión de la mujer en la Iglesia, Madrid 1978, 86).
54. Juan Pablo II sale al paso de esta acusación, explicando que ese modo de proceder del Señor Jesús no supone ninguna discriminación peyorativa respecto de las mujeres, puesto que a ellas les encomendó otras importantes misiones (cf OS, 3). Por lo demás, no está de más recordar que «nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden» (cf CEC, 1578): ni los hombres ni las mujeres. El derecho es el de Dios a llamar, a través de los sucesores de los Apóstoles, a quienes tiene previsto en sus designios salvíficos (cf Heb 5, 4).
55. Un año más tarde la Congregación para la Doctrina de la Fe respondió afirmativamente a la pregunta que se le había formulado acerca de «si se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe la doctrina según la cual la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, que había sido propuesta en la susodicha Carta Apostólica como dictamen que debe considerarse definitivo». El documento, aprobado por Juan Pablo II, quien ordenó su publicación, razona así su respuesta: «Esta doctrina exige un asentimiento definitivo puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal (cf LG, 25, 2). Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf Lc 22, 32) ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe» (RO).
56. «El el ámbito del `gran misterio´ de Cristo y de la Iglesia todos están llamados a responder -como una esposa- con el don de la vida al don inefable del amor de Cristo, el cual, como Redentor del mundo, es el único esposo de la Iglesia» (MD, 27a). Esta realidad de que, en el orden de las relaciones espirituales de los seres humanos con Jesucristo, toda persona humana -con independencia de su condición psicosomática masculina o femenina- está llamada a adoptar el papel de esposa de Cristo, aparece de forma recurrente en la Sagrada Escritura, tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza (cf MD, 23), y ha sido muy bien expresada -a veces con una fuerza lírica impresionante (cf san Juan de la Cruz, Cántico espiritual)- por los mejores escritores místicos de nuestra literatura.
57. En MD, 30, Juan Pablo II explica conclusivamente esta cuestión. Glosando el texto de GS, 24, tan fundamental en sus enseñanzas, en que el ser humano es presentado, en el orden trascendental, como un ser amado por Dios para que, correspondiendo a su amor, ame a los demás, el Papa advierte que la mujer asume, en la relación sexual interpersonal, esa misma condición relacional: pues es, sexualmente, un ser amado por el varón para que, correspondiendo a su amor y en unión con él, ame a su vez a los hijos. El varón, en cambio, según se ha subrayado reiteradamente, es sexualmente un ser creado para amar a la mujer y, a través de ella, a los hijos. Y como el espíritu está inmerso en la corporeidad, esta diversidad de actitudes corpóreas sexuales ocasiona la inferior predisposición psicosomática del varón, en comparación con la mujer, para reconocer la dependencia trascendental (`esse a Deo´) que, como criaturas, ambos tienen igualmente respecto de Dios; así como su propensión al activismo y al eficiencismo, en contraste con la mayor capacidad femenina para adoptar una actitud acogedora y para valorar contemplativamente a las personas: es decir, por lo que son y no por la utilidad que puedan reportar.
58. Algunos autores, habiendo vislumbrado oscuramente en Génesis 1 y 2 que la familia es una trinidad creatural, pero desatendiendo las correspondientes orientaciones que ha ofrecido Juan Pablo II, sobre todo en MD, 25-30, han asimilado -a mi juicio, erróneamente- la feminidad con la condición del Paráclito. Tal vez la raíz de esta asimilación sea un intento de encajar las piezas del puzzle de una manera no exenta de simpleza: el padre => Dios Padre; los hijos => Dios Hijo; y, no sabiendo dónde situar a la mujer, se le asigna el hueco restante => Dios Espíritu Santo, justificando esta última equiparación en atención a su función mediadora entre el padre y los hijos. No se debe confundir la función mediadora con la unificante: el Hijo es mediador entre el Padre y el Espíritu Santo, como la mujer lo es entre el esposo y los hijos; pero el Espíritu Santo es la Unidad personal del Padre y del Hijo porque se refiere a ambos por una única e idéntica relación, mientras que la mujer se relaciona con el varón y los hijos de modos distintos -no vive por estas dos personas, sino por el varón y para la prole-, siendo los hijos precisamente quienes cumplen entre sus padres, a nivel personal, una función unificadora semejante a la que el Espíritu desempeña entre el Padre y el Hijo.
59. Cf CEC, 1456. Véase también JM al cardenal William Wakefield Baum, penitenciario mayor, al final del curso anual sobre el fuero interno, 22.III.1996: en el n. 4, se recogen los textos conciliares en que se «explica esta necesidad no como una simple prescripción disciplinar de la Iglesia, sino como exigencia de derecho divino, porque en la misma institución del sacramento así lo estableció el Señor»; en el n. 5, el Papa lamenta que «por desgracia hoy no pocos fieles, al acercarse al sacramento de la penitencia, no hacen la acusación completa de los pecados mortales en el sentido -que acabo de recordar- del concilio de Trento y, en ocasiones, reaccionan ante el sacerdote confesor, que cumpliendo su deber interroga con vistas a la necesaria integridad, como si se permitiera una indebida intromisión en el sagrario de la conciencia»; y cifra sus causas en las tres siguientes: «en parte por la errónea reducción del valor moral a la sola -así llamada- opción fundamental; en parte por la reducción, igualmente errónea, de los contenidos de la ley moral al solo mandamiento de la caridad, a menudo entendido vagamente con exclusión de los demás pecados; en parte también -y tal vez ésta es la motivación más difundida de ese comportamiento- por una interpretación arbitraria y reductiva de la libertad de los hijos de Dios, querida como pretendida relación de confidencia privada prescindiendo de la mediación de la Iglesia» (n. 5).
60. Esta actitud `pastoral´, en el fondo, parece afectada del pesimismo antropológico de la Reforma, que ha dado lugar a lo que se viene denominando en el ámbito cultural `antropología de la miseria´; esto es, a la justificación del rechazo de las exigencias morales de la Revelación, por considerarlas inasequibles para las energías de la libertad caída. El camino acertado es, en cambio, el acercamiento al misterio pascual, mediante el recurso esperanzado a la omnipotente Misericordia divina (cf VS, 102-105, 118-120). Pues la caridad conduce a desear a la persona afectada por esas tentaciones, que se comporte de manera acorde a su dignidad personal. Por eso, como atinadamente advierte el teólogo estadounidense William May a propósito de los razonamientos que tratan de justificar la posibilidad del aborto o de la eutanasia, la pastoral adecuada es ayudar a la persona que se encuentra en esa tesitura, a que reconozca el valor de ese pequeño o ese anciano necesitados: pues «ninguna persona (nacida o no nacida, joven o anciana, sana o en peligro de muerte) debería ser no deseada, es decir, no amada» (Entrevista sobre las razones y claves de la EV, `Palabra´ 364, IV-1995, 189).
61. Respecto de la conducta homosexual, no me extenderé ahora en ilustrar lo que afirmo en el texto (esto se hará en el apartado 1.b del IV capítulo de la II parte), porque estos actos biosexuales van unidos a una desviación psicosexual -unas veces, antecedente a ellos y, otras, derivada de ellos-, cuyo discernimiento antropológico requiere una adecuada comprensión de la dimensión psicoafectiva de la sexualidad humana: cuestión que será, más específicamente, objeto de la segunda parte de este estudio. En cambio, como no me referiré más a la masturbación (salvo en las notas 94, pár. 3º y 95 in fine, en que hago notar, respectivamente, algunos perjuicios psíquicos y somáticos de la masturbación femenina, y las razones económico-sanitarias por las que distintas instancias de poder vienen recomendando últimamente la sustitución de las prácticas contraceptivas por la masturbación recíproca), sí me parece oportuno subrayar el efecto pernicioso de esta práctica respecto de la integración biosexual conyugal.
En efecto, la masturbación dificulta la integración de los cónyuges en sus relaciones maritales, ante todo, porque induce a ignorar el sentido donativo y relacional de los impulsos del propio cuerpo y, por tanto, impide adoptar la actitud necesaria para que se produzca la adecuada respuesta del cónyuge: el varón no sabrá adaptarse al diferente ritmo biosexual de la mujer ni será capaz de atender a las necesidades afectivas que ayudan a ésta a motivarse, con lo que tendrá que renunciar al placer que le produciría la satisfactoria respuesta femenina. Y otro tanto sucede, aunque en sentido inverso, cuando la mujer hace depender su disposición a las relaciones maritales, de su cíclica espontaneidad impulsiva.
Pero hay otra razón, aún más elemental, por la que esta práctica dificulta la integración biosexual de la pareja. Y es que si el varón o la mujer habitúan a su propio cuerpo a reaccionar ante la ruda estimulación masturbatoria, difícilmente podrán alcanzar la culminación venérea mediante los estímulos naturales, tan distintos de aquélla, que ofrecen, respectivamente, la fisiología biosexual femenina y masculina.
Todo ello permite comprender también el reduccionismo biologicista con que se ha pretendido justificar la masturbación masculina, aduciendo que no puede ser antinatural provocar voluntariamente lo que la naturaleza realiza por sus propios mecanismos. Pues mientras que la eliminación espontánea del esperma sobrante durante el sueño no afecta hedonistamente a la psicoafectividad del varón y, por lo tanto, puede considerarse natural; por el contrario, la consciente provocación masturbatoria del placer venéreo no puede entenderse como natural porque contradice intencionadamente el sentido donativo y relacional que ha de informar cualquier actualización voluntaria de la sexualidad humana.
62. Las manifestaciones afectivas entre novios han de ser, por tanto, tales que no ocasionen ninguna conmoción biosexual (cf CEC, 2350). En efecto, las que excitan biosexualmente han de ser exclusivas de los cónyuges porque, por ordenarse de suyo a la unión procreativa, constituyen una expresión física de una donación afectiva completa que no existe en el noviazgo. Por no ser momento de procrear, el noviazgo no se ordena a conocerse biosexualmente, sino a conocerse en las restantes dimensiones de la persona, que son, como se verá más adelante en el capítulo III de la II Parte, lo más diferencial y decisivo para la integración interpersonal de los cónyuges, también en el orden biosexual. Para la ulterior convivencia marital entre personas normalmente constituidas, basta que exista atracción física: cosa que, como es obvio, se percibe a simple vista. Pues si existiera alguna deficiencia orgánica previsiblemente constitutiva de impotencia, bastaría la mutua confianza para plantear el problema a la otra parte y tratar de remediarla médicamente antes de determinar la fecha de la boda. Por eso no tiene sentido postular la conveniencia de comprobar la normalidad fisiológica biosexual de la pareja antes de casarse, pues eso presupondría que se duda de la sinceridad del futuro cónyuge en un asunto tan elemental, que haría inválido el matrimonio y que se descubriría inmediatamente después de la boda. Y entonces, el problema ya no estaría en que no se sabe si la pareja es normal en el orden biosexual, sino en que se sabe ciertamente que hasta el momento no ha demostrado poseer una condición sin la que sería muy imprudente casarse con ella: la confianza en el otro. Por consiguiente, cuando los novios plantean `hasta dónde pueden llegar´ lícitamente en las expresiones físicas de su afecto, más que entrar en consideraciones de índole casuística, lo que hay que explicarles es que el noviazgo, al no ordenarse a la procreación, excluye aquellas expresiones de afecto que puedan excitar biosexualmente, esto es, producir un placer venéreo, ya que éste es recto únicamente entre esposos y como consecuencia de actos abiertos a la procreación. Fuera del matrimonio, por no deber existir esa unión profunda abierta a la procreación, que constituye en amorosa a la actividad biosexual, este tipo de expresiones carecerían de sentido amoroso, serían `objetivamente´ egoístas y, por ende, además de ser gravemente inmorales, repercutirían negativamente en el afecto que los novios se tuvieran.
63. De ahí la importancia de educar a la mujer en el sentido de la modestia sexual, también para ahorrarle el desengaño que sufriría al comprobar que había sido pretendida como hembra y no como mujer, que es a lo que -por su condición más afectiva que sensual- más aspiran las mujeres sexualmente equilibradas. Y esto no se lograría si desconocieran que, según afirma el escritor rumano Constant Virgil Gheorgiu, para la sensibilidad masculina, «ninguna mujer es hermosa si es impúdica. La falta de pudor constituye una forma de fealdad» (Dios sólo recibe los domingos, Barcelona 1976, 105.); es decir, que la inmodestia femenina, aunque momentáneamente atraiga a los varones desde el punto de vista venéreo, no es capaz de despertar el interés estético-afectivo masculino (éste, por su natural aspiración esponsalicia, rehúye espontáneamente toda manifestación extramatrimonial de cuanto pertenece exclusivamente a la donación conyugal) y, por ello, inhabilita a la mujer para atraer nupcialmente a algún varón mínimamente maduro en el orden psicosexual. Así lo recalca también Cervantes, en su narración del encuentro de don Gregorio con su amada Ana Félix, al ser rescatado éste de su cautiverio en tierra de moros: «Ricote y su hija salieron a recebirle, el padre con lágrimas y la hija con honestidad. No se abrazaron unos a otros, porque donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura» (El Quijote. II parte, Madrid 1978, 539).
64. En DV, I,6, se califica como intrínsecamente inmoral este grave desorden (cf, también, CEC, 2375-2379). María Antonieta Macciochi ha subrayado la despersonalización conyugal que comporta la fecundación artificial, poniendo de relieve la especial cosificación del varón a que conduce esta práctica: «Hasta ahora la mujer ha sido muchas veces utilizada como un objeto. El feminismo inicial del que hemos hablado le decía a la mujer `el útero es tuyo´ y la convertía en una fábrica. De hecho, en torno al cuerpo de la mujer hay todo un mercado, un tráfico de sexo. Pero los hombres no se dan cuenta de que esa reducción que se hacía de la mujer se empieza a hacer ahora del hombre. Gracias a la inseminación artificial, la abuela o la cuñada pueden parir al hijo de la hija, o incluso de la nuera ya muerte. Es la viril gloria del `hombre-esperma´: el hombre ha quedado reducido a semen congelado. Le basta a la mujer comprarlo en un banco» (M.-J. Canel, Nuevo feminismo para todos, `Nuestro Tiempo´ 493-494, VII-VIII.1995, 66).
65. «Según la tradición cristiana..., y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente grave» (PH, 10). En los párrafos siguientes se mencionan diversos textos bíblicos que fundamentan estas afirmaciones. Puede verse una síntesis de los testimonios más significativos de la creencia eclesial en esta cuestión, y de su confirmación magisterial en R. Lawler - J.M. Boyle - W. May, Ética sexual, cit., 51-110; cf CEC, 2351-2359 y 2380-2391.
66. Cf UH. Prueba evidente del grado de oscurecimiento moral que en esta cuestión han alcanzado ciertos sectores de la sociedad occidental fue la resolución adoptada por el Parlamento Europeo, el 8.II.1994, con el voto del 30,7 % de sus diputados, en la que se pidió a la Comisión de la Comunidad Europea que recomendara a los Estados miembros la eliminación de «la prohibición de contraer matrimonio o de acceder a regímenes jurídicos equivalentes a las parejas de lesbianas o de homosexuales»; y además, que se pusiera fin «a toda restricción de los derechos de las lesbianas y de los homosexuales a ser padres, a adoptar o criar niños» (Resolución n. 14). Meses después, el 14.XII.1994, el 36,5 % del total de diputados excluyó del texto de aquella resolución la mención como familia de las uniones homosexuales.
67. «Hay quien reprocha a la Iglesia el hecho de que insiste demasiado sobre la misión familiar de la mujer y descuida el problema de su presencia activa en los diversos sectores de la vida social. En realidad, no es así. La Iglesia es muy consciente de cuán necesaria es la personalidad femenina para la sociedad en todas las manifestaciones de la convivencia civil e insiste para que se supere toda forma de discriminación de la mujer en el ámbito laboral, cultural y político, pero respetando el carácter propio de la femineidad. En efecto, una uniformidad indebida de las funciones, además de empobrecer la vida social, terminaría por despojar a la mujer de lo que le pertenece de modo principal o exclusivo» (JA, 14.VIII.1994, 1). Por eso la verdadera promoción de la mujer no puede «resolverse solamente con el criterio de una presencia cuantitativa de la mujer en las estructuras. Se trata, más bien, del significado que quiera darse a la participación de la mujer en la vida social, y sobre todo de la atención que se conseguirá para garantizar los valores de los que ella es portadora» (JD al Congreso nacional del Centro italiano femenino, Roma, 14.XII.1985). «Para la mujer, la perfección no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer: su perfección... consiste en ser mujer, igual al hombre pero diferente. En la sociedad civil, y también en la Iglesia, se deben reconocer la igualdad y la diversidad de las mujeres» (JG, 22.VI.1994, 3). Por tanto, «la justa oposición de la mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas `él te dominará´ (Gen 3, 16) no puede de ninguna manera conducir a la `masculinización´ de las mujeres. La mujer -en nombre de la liberación del `dominio´ del hombre- no puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia `originalidad´ femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a `realizarse´ y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial» (MD, 10d).
68. Así lo advierte Juan Pablo II, haciendo notar que la falta de respeto sexual a la mujer viene siendo el lastre que resta eficacia a su mayor presencia actual en la vida pública: «Es verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos importantes en esa dirección, logrando estar presentes en niveles relevantes de la vida cultural, social, económica, política y, obviamente, en la vida familiar. Ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad» (JM para el 1.I.1995, Día Mundial de la Paz, 8.XII.1994, 4). Sobre el significado antropológico del pudor y la modestia sexuales, puede verse J. Choza, La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo, y otros ensayos, ed. EUNSA, Pamplona 1980.
69. Así lo señala Juan Pablo II al indicar que a las mujeres «les corresponde ser promotoras de un `nuevo feminismo´ que, sin caer en la tentación de seguir modelos `machistas´, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación» (EV, 99). «Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al `genio de la mujer´» (CM, 9). Por eso hubiera sido lógico que la mayor presencia femenina en las estructuras extrafamiliares hubiese contribuido a corregir el rumbo al que inducía la utilización de los progresos tecnológicos con esa mentalidad economicista y eficiencista hacia la que propende el varón cuando no cuenta con el complemento femenino. Pero lamentablemente, ese tipo de mujer `liberada´ (de su feminidad), que se incorporaba al trabajo extradoméstico minusvalorando la importancia de su dedicación al hogar, no disponía de la sensibilidad femenina suficiente como para encontrarse en condiciones de detectar el carácter inhumano de determinadas horarios laborales y escolares, por ejemplo, o de otras muchas estructuras sociales que se oponen a los derechos de las personas y obstaculizan la convivencia familiar. Puede encontrarse un resumen histórico de esta cuestión en el artículo de J. Seifert, Defender a la mujer del feminismo. Reflexiones sobre su dignidad y su perversión, `Atlántida´ IV (1993), 17-27. Para un tratamiento más amplio de la historia del feminismo, puede verse G. Solé Romeo, Historia del feminismo, ed. EUNSA, Pamplona 1995.
70. «En la atmósfera cultural de algunos sectores de la sociedad flota una especie de amarga reivindicación femenina que asigna a la mujer trabajos y funciones que en muchos casos no son adecuados a su estructura psicológica más peculiar, ni a los designios de Dios. Estamos absolutamente convencidos de la igualdad radical entre el hombre y la mujer, que poseen la misma dignidad personal de hijos de Dios; como también lo estamos de que la mujer debe contribuir, como el hombre, al bien de la sociedad, conforme a su naturaleza y aptitudes físicas, intelectuales y morales. No cabe duda de que las cualidades específicas de la mujer desempeñan un papel importante en el mundo de la empresa, de la ciencia, de la educación, de la sociología, de la política, de la economía y de la técnica. Más aún, la vida profesional recibe de la condición femenina un elevado coeficiente de humanismo, de suavidad y de comprensión. Pero existen tareas en las que la mujer es insustituible. Y la mujer debe potenciar precisamente lo que en ella es característico, peculiar, en una palabra, indispensable, como la maternidad. La maternidad es la vocación de la mujer, de palpitante actualidad. Es preciso esforzarse para que la dignidad de esta vocación no se desarraigue de la cultura» (JM al primer grupo de obispos de Brasil en visita `ad limina´, 17.II.1995, 5).
71. Con esta respuesta en una entrevista, la conocida intelectual María Antonieta Macciochi ponía de relieve el papel de Juan Pablo II en la fundamentación teológica e intelectual del neofeminismo: «Este Papa es feminista. Lo descubrí cuando me entrevisté con él en Castelgandolfo. Él, que había leído mi libro La mujer de la maleta, me dijo: `Creo en el genio de las mujeres´. Aquella afirmación me sorprendió. Me dejó confundida, pues no sabía si era una confidencia, una nostalgia o una intuición. Pensé: `El Papa está de acuerdo con Macciochi´. Era febrero de 1988. Siete meses después el Papa publicaba la carta apostólica Mulieris dignitatem. Comprendí entonces que las palabras enigmáticas que me había entregado constituían más que una promesa. Después de dos mil años de cristianismo, el Papa había hecho una relectura culta, teológica y apasionada del Evangelio bajo el signo de la dignidad femenina. El Papa creía realmente en el genio de las mujeres» (M.-J. Canel, Nuevo feminismo para todos, `Nuestro Tiempo´ 493-494. VII-VIII.1995, 65).
72. Ambas necesidades son subrayadas por Juan Pablo II con igual intensidad: «¿Cómo no ver que muchos problemas, hoy emergentes, requieren un recurso especial al genio femenino para ser afrontados adecuadamente? Pienso, por ejemplo, en los de la educación, el tiempo libre, la calidad de vida, las inmigraciones, los servicios sociales, los ancianos, la droga, la sanidad y la ecología. `Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la mujer´, que obligue a `replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la civilización del amor´ (CM, 4)» (JA, 20.VIII.1995, 1). «Es preciso... respetar el derecho y el deber de la mujer-madre a realizar sus tareas específicas en la familia, sin estar obligada por la necesidad de un trabajo adicional. ¿Qué ganancia real obtendría la sociedad -incluso en el plano económico- si una imprudente política del trabajo perjudicara la solidez y las funciones de la familia?... La tutela de este bien fundamental no puede, sin embargo, servir de coartada respecto del principio de la igualdad de oportunidades de los hombres y las mujeres, también en el trabajo extrafamiliar» (ibidem, 2).
73. Comentando el texto: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gen 2, 18), Juan Pablo II advierte: «En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda -mírese bien- no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo `humano´ tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria» (CM, 7). Asimismo, al explicar el doble encargo divino de perpetuar en el tiempo el género humano y de administrar los recursos de la tierra (cf Gen 1, 28), afirma que el varón y la mujer tienen una igual responsabilidad, que han de ejercer desde su complementaria diversidad: «En su reciprocidad esponsal y fecunda, y en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural de acuerdo con el designio de Dios, es la `unidad de los dos´, o sea una `unidualidad´ relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante» (CM, 8).
74. Por estas razones, Juan Pablo II advierte que la mujer está llamada a desempeñar un especial protagonismo en la construcción de la civilización del amor: «La `civilización del amor´ consiste, en definitiva, en una radical afirmación del valor de la vida y del valor del amor. Las mujeres están especialmente cualificadas y privilegiadas en ambos casos. Con respecto a la vida, aunque las mujeres no sean las únicas responsables de la afirmación de su valor intrínseco, se encuentran en posición única para ello, a causa de su relación íntima con el misterio de la transmisión de la vida. Por lo que atañe al amor, las mujeres poseen la capacidad de llevar a todos los aspectos de la vida, incluyendo los más altos niveles de toma de decisión, aquella cualidad esencial de la femineidad que consiste en la objetividad de juicio, templada por la capacidad de comprender en profundidad las exigencias de las relaciones interpersonales» (JM para la jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24.I.1996).
75. Juan Pablo II atribuye a la superior predisposición de la mujer para el amor, el hecho de que «a menudo ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre» (MD, 19). En efecto, «en ésta (en la crucifixión de Jesucristo), que fue la prueba más dura de la fe y de la fidelidad, las mujeres se mostraron más fuertes que los apóstoles; en los momentos de peligro aquéllas que `aman mucho´ logran vencer el miedo» (MD, 15). Más adelante, el Papa precisa que esa capacidad de amar proviene de su aptitud maternal: «La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial al hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación... La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios `le confía el hombre´, siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios mismo, y todo ello la hace `fuerte´ y la reafirma en su vocación» (MD, 30).
76. Basta pensar en la diferente capacidad de la mujer y del varón para sacar adelante a los hijos pequeños cuando fallece el otro cónyuge, en que muchas viudas siguen adelante sin excesivos problemas, mientras que es escaso el número de varones que consiguen sacar adelante a los suyos manteniéndose viudos. Por otra parte, la Historia demuestra que muchos pueblos se estructuraron socialmente confiriendo a la mujer el peso de las actividades productivas, además de las domésticas; y al varón, las tareas directivas y militares.
77. Para asegurar este derecho-deber de las madres de familia a no desatender su hogar, la Santa Sede subrayó en 1983 que «la remuneración del trabajo debe ser suficiente para fundar y mantener una familia con dignidad, ya sea mediante un conveniente salario, llamado `salario familiar´, ya sea mediante otras medidas sociales tales como las asignaciones familiares o la remuneración del trabajo doméstico de uno de los padres; debería ser tal que no obligara a las madres a trabajar fuera del hogar, con detrimento de la vida familiar y especialmente de la educación de los hijos» (DF, artículo 10, a). En 1995 volvió a recordarlo en otro foro internacional (cf IP, 24), añadiendo que el derecho al reconocimiento social del «valor para la familia y para la sociedad (del) trabajo de la madre en el hogar», debe traducirse en algo tan elemental como que se reconozca también que «la maternidad... debe obtener una retribución económica» (IP, 22) y que, por consiguiente, la organización estatal adopte las medidas oportunas para hacerlo efectivo.
78. Por este motivo, parece superficial pensar que el texto de Ef 5, 21-32 depende de la mentalidad machista de aquella época y carece de vigencia hoy. Examinando el texto se advierte que el Apóstol fustiga los tres defectos en que más suelen incurrir las parejas: que la mujer, por su propensión a sentirse más madre que esposa, se desentienda del marido y no le escuche (en latín, obedecer -ob-audire- es escuchar) en lo referente a la educación de los hijos; que el varón, por su mayor vehemencia sexual, vaya a lo suyo en sus relaciones con su esposa, en lugar de buscar el bien de ella tanto como el de él; y que no dejen padre y madre, es decir, que se mantengan excesivamente vinculados a ellos de manera interesada, con lo que esto acarrea de interferencias y problemas entre las partes afines. Muchos tropiezos se ahorrarían a los jóvenes si sus madres no se dejaran llevar por el sentimentalismo y tuvieran más en cuenta la opinión de sus esposos, que, por encontrarse psicoafectivamente más distantes de los problemas domésticos, están mejor dotados para afrontarlos sin acaloramiento, con mayor objetividad y racionalidad. Aunque para eso, como también subraya San Pablo, haría falta además que ellos estuvieran más disponibles: «Donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible. Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares» (FC, 25).
79. «Este complemento es entre personas iguales en dignidad: iguales, por consiguiente en libertad, responsabilidad y creatividad. De ahí que no sea correcto proponer `el hombre´ como modelo de la promoción de `la mujer´; ni es tampoco correcto el criterio `unisex´ para la promoción de entrambos» (PC, 432; cf CEC, 369 y 372). Por eso el reconocimiento de la complementaria diversidad del varón y la mujer, lejos de inducir al desconocimiento de su igual dignidad, es precisamente fundamento de ésta. La ignorancia de esta cuestión explica el temor, propio del `feminismo débil´, a que se divulguen las diferencias cerebrales de los sexos, según aseguran A. Murr y A. Rogers que sucedió en Illinois, durante una conferencia de la neurocientífica Raquel Gur a médicos y estudiantes de Medicina, sobre los últimos descubrimientos al respecto: un grupo de mujeres le pidió que no publicara el trabajo porque temían que se perdieran veinte años de ganancia feminista, si se conocía que el varón y la mujer no son cerebralmente iguales (cf Grays matters `Newsweek´, 27.III.1995, 42-48).
80. Cf V. Held, Maternidad frente a contrato. Un nuevo modelo social, `Atlántida´ IV (1993) 4-15. En efecto, como advierte Juan Pablo II, el reconocimiento efectivo del derecho de la mujer a participar en las estructuras extrafamiliares de la sociedad no sólo es «un acto de justicia, sino también una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en las políticas del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la `civilización del amor´» (CM, 4). «La Iglesia sabe que vosotras... tenéis un papel insustituible que desempeñar en la humanización de la sociedad. Sois más sensibles ante las implicaciones de la justicia y las exigencias de la paz, porque estáis más cerca del misterio de la vida y del milagro de su transmisión. Por eso la Iglesia apela a vosotras de modo especial para respetar, proteger, amar y servir a la vida, a toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural. Como madres, dais la vida a vuestros hijos, y los educáis para la vida. Todo derramamiento de sangre es una herida a vuestro genio único. Procurad con toda vuestra fuerza defender la vida que ha sido concebida en vosotras, la vida que es objeto de vuestro amor. La historia muestra que son los hombres, sobre todo, quienes hacen las guerras. Ha sido siempre así, y también lo es en la actualidad. ¿Qué podéis hacer para cambiar esta situación? Nadie puede enseñar tan bien como vosotras la realidad del respeto a todo ser humano. Educando en el respeto y el amor, enseñáis y servís a la paz, en vuestras familias, en vuestros países y en el mundo» (JH en el `Gosforth Park´ de Johannesburgo, Suráfrica, 17.IX.1995, 5). «Junto con la maternidad que se ejerce en la familia, existen muchas otras formas admirable de maternidad espiritual, no sólo en la vida consagrada..., sino también en todos los casos en que vemos a mujeres comprometidas, con dedicación materna, en el cuidado de los niños huérfanos, los enfermos, los abandonados, los pobres, los desventurados; y en las numerosas iniciativas y obras suscitadas por la caridad cristiana. En estos casos se hace realidad, de forma magnífica, el principio, fundamental en la pastoral de la Iglesia, de la humanización de la sociedad contemporánea. Verdaderamente `la mujer parece tener una específica sensibilidad -gracias a la especial experiencia de su maternidad- por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida´ (CL, 51)» (JG, 20.VII.1994, 6).
81. En el ámbito social -familiar y civil-, las exigencias del pudor y de la modestia imponen a la autoridad el deber de censurar aquellas expresiones públicas de la sexualidad (modos de vestir, realizaciones artísticas, etc.) que puedan ocasionar impulsos eróticos y venéreos desviados. En relación a este deber de las autoridades civiles, el CEC señala que «deben impedir la producción y distribución de material pornográfico» (2354). A mi juicio, la tolerancia en el ejercicio de este deber de la autoridad civil tiene como límite que esta función tutelar dejara de incluir alguno de los siguientes aspectos: 1º) Desaconsejar las expresiones pornográficas (aquéllas que pueden resultar biosexualmente provocativas para todos, independientemente de la edad y madurez); y prohibirlas para aquellas personas que, por su falta de desarrollo psicoafectivo, carecen de la madurez necesaria para valorar el daño que pueden producirles. 2º) Idénticos criterios deberían seguirse con las descripciones de relaciones eróticas desviadas (relaciones afectivas prematuras, adulterinas y homosexuales) que, aun cuando no contengan pornografía alguna, vengan presentadas -explícita o implícitamente- como normales y éticamente aceptables. 3º) Cuando se trate de expresiones de relaciones eróticas desviadas en las que, no existiendo ninguna aprobación de esas situaciones, esté ausente la adecuada valoración peyorativa de las mismas, parece necesaria la advertencia de que esas expresiones pueden resultar afectivamente nocivas a los menores si no se acompañan del necesario discernimiento ético por parte de las personas responsables de su educación, y prohibirlas cuando falte este requisito.
82. Como pone de relieve Andrés Vázquez de Prada, «en el sendero de las relaciones humanas cruza de por medio el sexo. El hombre frente a la mujer, y la mujer frente al hombre, no pueden prescindir de sus naturales e instintivas reacciones. Y aunque no siempre surja una pujante pasión erótica, emana dulcemente de la mujer el misterio que es para el varón el eterno femenino» (Estudio sobre la amistad, Madrid 1956, 188). Por eso, el naturalismo es una pretensión equivocada porque desconoce que la despersonalización sexual que se derivó del pecado original dificulta esa visión limpia de la sexualidad ajena (cf Gen 3, 7-11), que permitía a la primera pareja humana mostrarse recíprocamente «desnudos sin avergonzarse de ello» (Gen 2, 25). Esta originaria actitud en su desnudez era «una real no presencia de la vergüenza y no una carencia de ella o un subdesarrollo de la misma. Aquí no podemos sostener en modo alguno una `primitivización´ de su significado. Por lo tanto, el texto de Génesis 2, 25 no sólo excluye decididamente la posibilidad de pensar en una `falta de vergüenza´, o sea, la impudicicia, sino aún más, excluye que se la explique mediante la analogía con algunas experiencias humanas positivas, como por ejemplo, las de la edad infantil o las de la vida de los llamados pueblos primitivos. Estas analogías no sólo son insuficientes, sino que pueden ser además engañosas. Las palabras de Génesis 2, 25 `sin avergonzarse de ello´, no expresan carencia, sino, al contrario, sirven para indicar una especial plenitud de conciencia y de experiencia; sobre todo, la plenitud de comprensión del significado del cuerpo» (JG, 19.XII.1979, 2), es decir, «la plenitud `interior´ de la visión del hombre en Dios, esto es, según la medida de la `imagen de Dios´ (cf Gen 1, 17)» (JG, 19.XII.1979, 5): una plenitud que se perdió con el pecado original, y cuya ausencia exige éticamente ser compensada con la modestia sexual.
83. Con su genialidad habitual, Cervantes expresa esta mentalidad poniendo en boca de Sancho Panza la siguiente reprensión a dos hermanos (varón y mujer) que, siendo gobernador de Barataria, encuentra por la noche de aventura y escapados de la casa paterna: «Y de aquí en adelante no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo; que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína (pronto, fácilmente); y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más» (El Quijote, 2ª parte, Madrid 1978, p. 414).
84. Como es sabido, la coeducación se inició en Estados Unidos, en 1784, por motivos económicos -por la escasez de edificios y maestros-, y se extendió a Europa un siglo más tarde: en el Reino Unido, se aceptó para la enseñanza primaria en 1870; en Suecia, en 1876, Ibsen inició en Finlandia el movimiento coeducativo. En China se implantó en 1919; y, en Rusia, al acabar la revolución de 1917, siendo abolida en 1943 para los escolares de 12 a 18 años, y volviendo a ella en 1953. A los mencionados motivos económicos se añadieron en nuestro siglo los postulados del movimiento feminista, que asociaban la enseñanza mixta a su acertada reivindicación para la mujer de igualdad con el varón en derechos educativos. En España hubo algunas experiencias aisladas en 1918, con la Institución Libre de Enseñanza, y durante la Segunda República (1931-1933). Pero hasta el curso 1985/1986 no se impuso con carácter obligatorio para los centros estatales y para los centros de iniciativa social que quisieran recibir subvenciones del Estado, resultando así impedido o gravado económicamente el derecho de los padres a escoger una escuela no mixta.
85. Como puso de relieve con toda clase de estadísticas el informe Visst är vi olika (¡Claro que somos diferentes!) presentado al Parlamento sueco por encargo de la ministra de Educación, es un grave error educativo obviar las diferencias entre los chicos y las chicas (cf `ABC´, Madrid, 16.VIII.1994, 57). El mencionado informe propuso modificar la Ley de Educación vigente en ese país, por considerar lejanos a la realidad postulados tales como «todos los individuos son iguales» o «cada alumno, sea del sexo que fuere, deberá ser tratado de la misma forma». Puede encontrarse un resumen de los debates suscitados actualmente en torno a esta cuestión en el Reino Unido, Estados Unidos, Suiza, Australia, Nigeria y Tailandia, que, por motivos pragmáticos, apuntan en una dirección similar a la de Suecia, en J. Láinez, ¿Deben estudiar los niños con las niñas?, `Palabra´ 360 (XII-1994), 690-693.
86. En relación al primer principio, afirma el último Concilio: «Todos los hombres, de cualquier raza, edad o condición, tienen, puesto que gozan de la dignidad de la persona, el inalienable derecho a una educación que responda a su propio fin y se adapte a su carácter y a la diferencia de sexos» (GE, 1). Respecto del segundo principio, Juan Pablo II ha subrayado la importancia de la relación entre los sexos, desde la infancia, para la configuración equilibrada de la masculinidad o feminidad. Y esto, no sólo para las personas con vocación matrimonial, sino también para los célibes. Y así, después de referirse a la importancia, para los candidatos al sacerdocio, de su relación con su madre, con sus hermanas y con sus compañeras, concluye: «Un tipo de comunidad mixta tiene una gran importancia para la formación de la personalidad de los muchachos y muchachas... La vocación al matrimonio surge y exige obviamente que el ambiente en el que se vive esté compuesto por hombres y mujeres... En este contexto no nacen solamente las vocaciones al matrimonio, sino también al sacerdocio y a la vida consagrada. Éstas no se forman aisladamente. Cada candidato al sacerdocio, al entrar en el seminario, tiene a sus espaldas la experiencia de la propia familia y de la escuela, donde ha encontrado a muchos coetáneos y coetáneas» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25.III.1995, 4). La relación entre personas de distinto sexo debe existir, por tanto, en la adolescencia. Pues, para que los impulsos afectivos puedan desencadenarse en la pubertad de modo natural, es decir, despertados por los estímulos adecuados, debe existir el trato entre chicos y chicas: eso sí, con la asistencia educativa que los padres pueden prestar fácilmente mediante una discreta vigilancia sobre las relaciones de amistad de sus hijos. Tan desaconsejable como el trato indiscriminado entre adolescentes, sería el extremo contrario: esto es, privar de todo trato con personas del otro sexo a jóvenes cuya afectividad no se haya configurado sólidamente. Pues esa ausencia de estímulos adecuados a los propios impulsos sexuales, podría ocasionar desviaciones patológicas de índole homosexual. Este factor debe tenerse presente, por tanto, para evitar las desviaciones a que podría dar lugar someter a un ambiente de separación completa respecto de personas del otro sexo, a quienes, por su edad o por inmadurez afectiva, no hayan alcanzado aún el debido equilibrio sexual.
87. En relación al tercer principio, se recoge un texto que manifiesta que las objeciones del Magisterio de la Iglesia católica respecto a la coeducación escolar en la adolescencia no provienen de una especie de prejuicio maniqueo respecto de las relaciones entre los sexos, sino precisamente de lo contrario: esto es, de valorar la importancia y la dignidad de la complementación entre los sexos, que se vería dificultada por la falta de configuración sexual diferencial que se seguiría de una educación que no atendiera suficientemente las peculiaridades psicosexuales de los chicos y de las chicas: «Éstos, conforme a los admirables designios del Creador, están destinados a complementarse recíprocamente en la familia y en la sociedad, precisamente por su diversidad, la cual, por lo mismo, debe mantenerse y fomentarse en la formación educativa con la necesaria distinción y correspondiente separación, proporcionada a las varias edades y ciscunstancias. Principios que han de ser aplicados a su tiempo y lugar, según las normas de la prudencia cristiana, en todas las escuelas, particularmente en el período más delicado y decisivo de la formación cual es el de la adolescencia» (DM). En relación al cuarto principio, el Concilio Vaticano II pide a los maestros que «colaboren especialmente con los padres; junto con ellos, sepan tener en cuenta las peculiaridades de sexo en todos los aspectos educativos y el fin propio asignado a cada sexo, en la familia y en la sociedad» (GE, 8).
88. En los párrafos siguientes, se reseñan las conclusiones que, sobre los respectivos asuntos, aparecen en la monografía de I. von Martial y M.V. Gordillo, Coeducación: Ventajas, problemas e inconvenientes de los colegios mixtos, ed. EUNSA, Pamplona 1992, que recoge los estudios de estos autores, relativos a los resultados de la aplicación de la coeducación en la antigua República Federal Alemana y en España.
89. La pastoral de la Iglesia católica, aunque haya variado según las épocas, nunca ha profesado un fervoroso entusiasmo hacia la coeducación escolar, por las dificultades que plantea a la satisfacción del derecho de las personas a recibir una educación acomodada a sus peculiaridades sexuales. Pues, aunque en teoría cabe proponerse solventarlas, la experiencia demuestra que -fuera del ámbito familiar, en que, por el respeto fraterno, la coeducación se da de modo natural- ésta es un sistema educativo problemático: sobre todo en la pubertad, puesto que en la enseñanza superior, al haberse superado normalmente la adolescencia, plantea menos problemas (cf PC, 934). Con esta prevención, las orientaciones eclesiales no pretenden desaconsejar el trato entre chicos y chicas en la adolescencia, sino poner de manifiesto la dificultad de salvaguardar en la escuela ese sentido de prudencia que es necesario fomentar en esta etapa de la vida, en que la atracción entre los dos sexos se despierta de manera intensa e insuficientemente configurada.
90. Así lo ponía de manifiesto el estudio Guía de los mejores centros educativos británicos, divulgado por el `Financial Times´, en que se cuestionaba el axioma de las ventajas de la coeducación al constatar que ésta no se practica en los 28 primeros centros de enseñanza secundaria (entre los once y los dieciséis años) de su ranking, de los que unos son estatales y otros, de iniciativa social; y al comprobar que, sin la cercanía en esas edades de una persona del otro sexo, tanto ellos como ellas mejoran su rendimiento en clase (cf Diario `ABC´, Madrid, 9.XI.1993, 72). Parece deberse este hecho a que en los centros de educación separada se ahorra el esfuerzo de cuidar la imagen ante personas del otro sexo, restringiéndose esa preocupación a los momentos de descanso extraescolar. Además se ha comprobado que, en los centros mixtos, las chicas tienden a perder autoestima y a sentirse desplazadas en la confrontación con sus compañeros, así como desatendidas por los profesores, sobre todo en las clases de matemáticas y ciencias; y que los chicos, por su parte, se sienten en inferioridad de condiciones cuando coinciden en el aula con compañeras o hermanas más inteligentes, importándoles menos esa inferioridad respecto de sus compañeros. Por lo demás, la acentuación de la diversidad sexual puede dificultar también la relación humana de comunicación con el profesor cuando el alumno adolescente es de distinto sexo (cf J. Láinez, ¿Deben estudiar los niños con las niñas?, cit., 693).
91. Cf J. Láinez, ¿Deben estudiar los niños con las niñas?, cit., 690-693: ahí se reseña, por ejemplo, que en áreas como matemáticas y ciencias las alumnas suelen tener más éxito cuando estudian en colegios femeninos que cuando lo hacen en centros mixtos; o que, en éstos, disminuye su índice de participación en clase, tendiendo a inhibirse por temor a quedar mal ante sus compañeros. A este respecto, conviene recordar aquí lo que ya se ha señalado en el primer capítulo acerca de las conclusiones a que ha llegado la neurofisiología, empleando la nueva tecnología tomográfica (PET o tomografía por emisión de positrones) para observar el funcionamiento cerebral del varón y de la mujer. Además, esa constatación visual de la diversidad funcional del cerebro masculino y femenino se ve confirmada por el hecho de que las niñas CAH (raro defecto que les hace tener altos niveles de la hormona masculina testosterona) obtienen un nivel más alto que la media de las niñas, en los test espaciales, en que los chicos alcanzan mejores resultados. Y viceversa, los niños con un síndrome que les hace insensibles a la testosterona, demuestran habilidades cognitivas femeninas (p. ej., para el lenguaje) notablemente superiores al resto de sus hermanos varones (cf A. Murr - A. Rogers, Grays matters `Newsweek´, 27.III.1995, 42-48).
92. «La castidad torna armónica la personalidad, la hace madurar y la llena de paz interior. La pureza de mente y de cuerpo ayuda a desarrollar el verdadero respeto de sí y al mismo tiempo hace capaces de respetar a los otros, porque ve en ellos personas» (SH, 17). «El sexo... en contraste con otros aspectos de la experiencia corporal, es esencialmente profundo. Cualquier manifestación suya produce un efecto que trasciende la esfera física, y envuelve profundamente al alma en su pasión, de forma bastante distinta a como lo hacen otros deseos corporales... Es característica suya que, en virtud de su mismo significado y naturaleza, tienda a verse inmerso en experiencias de orden superior, puramente psicológicas y espirituales... La profundidad exclusiva del sexo... se manifiesta suficientemente por el simple hecho de que la actitud del hombre hacia él tiene un significado moral incomparablemente superior que la que ostenta ante otros apetitos del cuerpo. Rendirse al deseo sexual, por su propio interés, profana al hombre de una manera que la gula, por ejemplo, nunca lo puede alcanzar. Le hiere hasta lo más profundo de su ser... El sexo ocupa un lugar destacado en la personalidad... En y con el sexo, el hombre se entrega a sí mismo de una manera especial» (D. von Hildebrand, In defense of Purity, Sheed and Ward, New York 1935, 12-14). «Un pecado contra la castidad es más humillante que un pecado contra la justicia porque en el pecado contra la castidad lo que es ontológicamente superior queda sometido a lo que es ontológicamente inferior. El resultado es una forma de idiotismo espiritual, de debilidad perceptiva de la mente» (C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, 76).
93. Cf 1 Jn 4, 8. Esto explica que el ser humano experimente ante lo sexual una sensación de `misterio´, en el sentido de vislumbrar la profundidad divina o sagrada que se encierra en la sexualidad y que hay que desentrañar. El carácter sagrado del cuerpo humano resulta subrayado de modo sobrenatural en la Nueva Alianza obrada mediante la Encarnación de la segunda Persona Divina y la Redención de los humanos. Por eso, san Pablo advierte con fuerza que la lujuria de un bautizado constituye una prostitución de un miembro místico de Jesucristo y una profanación de un templo del Espíritu (cf 1 Cor 6, 15 19). De ahí la importancia fundamental de la castidad como presupuesto y primer ámbito de ejercicio de la caridad: «La castidad no es la virtud más importante, pero las más importantes no son posibles sin ella» (R. Lawler-J. Boyle-w. May, Ética sexual, cit., 397).
94. Por la índole de este estudio, no se entrará aquí a pormenorizar las contraindicaciones sanitarias de los distintos procedimientos técnicos que desde los años 60 se emplean masivamente para privar a la actividad sexual de su virtualidad procreadora, y para procrear artificialmente. No obstante, merece la pena hacer notar cómo la creciente sensibilidad ecológica de nuestra sociedad tecnificada, está ocasionando que los medios de comunicación estén abandonando el sospechoso silencio que mayoritariamente han mantenido durante casi treinta años, y vayan divulgando progresivamente el importante índice de fallos de todos esos medios, el efecto secundario antiimplantatorio o abortivo del DIU y de muchos contraceptivos químicos, y los perjuicios a la salud que pueden ocasionar el DIU (infecciones por clamydias, perforaciones de útero, embarazos ectópicos, esterilidad, afecciones inflamatorias pélvicas -como en la interrupción del coito-, etc.), los contraceptivos orales (aumento de riesgo de cáncer de órganos genitales, problemas vasculares, esterilidad, alteraciones psicosomáticas -p.ej., anestesia sexual-, etc.), la esterilización quirúrgica (aumento del riesgo de cáncer de testículo y de próstata, entre otros) o los preservativos masculinos y femeninos (erosiones en el cervix uterino, inflamaciones pélvicas, alteración biológica del campo vaginal ante la presencia del eyaculado femenino sin el masculino, que propicia, como en el caso del DIU y del coitus interruptus, infecciones por clamydias y otros gérmenes de transmisión sexual), por mencionar algunos casos.
Subrayado especial merece, por su particular significación antropológica, el perjuicio que ocasiona a la mujer su eyaculado femenino sin el masculino, en el caso de que se masturbe, del uso de preservativos y de la interrupción del coito. Pues a lo ya mencionado, hay que sumar el desequilibrio somático y psíquico que le produce la reabsorción vaginal de su propia eyaculación, cuando ésta ha sido privada de la benéfica acción hormónica de las sustancias estimulantes provistas habitualmente por el esperma masculino: impregnación necesaria y de trascendental importancia para el organismo de la mujer, cuando ésta comienza a llevar una vida sexual activa: véase la bibliografía al respecto recogida por C. Guarnero, La legge dell´ amore (trad. castellana La verdad sobre el amor, ed. Marfil, Alcoy 1966, 152-156).
Por lo demás, conviene señalar también el efecto anti-eugenésico que producen el DIU, el preservativo y la píldora anticonceptiva al alterar el moco cervical. En efecto, este moco, en su fase fértil o periovulatoria, se presenta tanto en forma travecular o de red que atrapa a los espermatocitos defectuosos, como en forma lineal que estimula la ascensión de los espermatozoides con buena calidad quinética: es decir, constituye un mecanismo natural de protección eugenésica, que garantiza una generación saludable, del que resultan privadas las mujeres que emplean esos sistemas, quedando potencialmente desprovistas de esa profilaxis natural respecto de las gestaciones con defectos genéticos.
Todo ello pone cada vez más en evidencia la falta de ética profesional de los implicados en estos negocios que tan pingües beneficios producen: desde los sanitarios que los recomiendan -y no digamos ya si no advierten con claridad acerca de los riesgos que implican estos métodos-, hasta los que se dedican a su investigación, fabricación o distribución. El paso del tiempo está mostrando progresivamente la magnitud de los efectos de que se hicieron responsables tanto esas personas, como los consejeros morales que justificaron esas prácticas y, naturalmente, los gobernantes y las poderosas organizaciones no gubernamentales que las promovieron.
95. El temor al sida, con sus correspondientes gravámenes económicos sociales, está modificando las directrices de acción de los centros de planificación de los gobiernos occidentales -en su mayoría, ideológicamente libertinos en el orden sexual-, en el sentido de haber pasado de la recomendación de la píldora, el DIU o la esterilización, que favorecen la difusión de ésa y otras enfermedades de transmisión sexual (ETS), a la preferencia por el preservativo. El actual descenso en el recurso a esos métodos se debe también a que, por un lado, las casas productoras de la píldora han perdido interés financiero en su fabricación, en parte también por las abundantes reclamaciones propiciadas por los perjuicios producidos por esos esteroides, por sus efectos abortivos y porque favorecen contraer el sida al crear en el cuello uterino un estado permanente de ectopia, es decir, una solución de continuidad en ese tejido, que ofrece una puerta de entrada a los gérmenes. Por lo que se refiere al DIU y a la esterilización, ha disminuido su empleo porque, además de no proteger contra el sida, provocan rechazo entre la población a causa de sus efectos nocivos, así como por el índice de fallos del 3% del DIU y su carácter abortivo, y por el índice de error del 0´5% de la vasectomía y la ligadura de trompas (por intervenciones fallidas y por posterior recanalización), y por los riesgos quirúrgicos y el carácter permanente y prácticamente irreversible de esta índole de esterilizaciones. Todo esto contribuyó a que muchas autoridades sanitarias, para evitar embarazos precoces y la difusión del sida, pusieran sus esperanzas en la promoción y distribución del preservativo entre la juventud y la población escolar. Esta implícita pero directa incitación a la promiscuidad ha ocasionado el paradójico resultado de que los embarazos precoces y las ETS disminuyen en números relativos (la proporción entre relaciones biosexuales realizadas y esos efectos) pero aumentan en números absolutos. Esto explica la más reciente tendencia de los centros gubernamentales de planificación y `orientación´ sexual, hacia la presentación de diferentes técnicas de masturbación recíproca como mejor sistema para ejercitar el sexo sin riesgos.
96. Juan Pablo II viene denunciando esta realidad de modo recurrente, advirtiendo que «la construcción de una auténtica civilización del amor debe incluir un gran esfuerzo para educar las conciencias en las verdades morales que sostienen el respeto a la vida frente a cualquier amenaza» (JH, 14.VIII.1993, 5). En su Mensaje para el 1.I.1995, Día Mundial de la Paz, 8.XII.1994, explica que el respeto sexual recíproco entre varones y mujeres es el presupuesto más primario de la paz social, ya que ésta no puede conseguirse limitándose a ordenar «los aspectos exteriores de la convivencia», sino que necesita sustentarse en «una nueva conciencia de la dignidad humana» (1), de la que el respeto sexual es su expresión más elemental (cf 3-5). Y en tono de advertencia a los poderes que fomentan e instrumentalizan esa cultura para sus turbios intereses, hace notar que son precisamente los más débiles de la sociedad quienes mas sufren las consecuencias de esta promoción del hedonismo (cf JH, 15.VIII.1993, 4).
97. «Es bien sabido que la ruptura de la vida familiar produce efectos negativos en los hijos, que son las primeras víctimas. La miseria asociada al fenómeno, por desgracia bastante frecuente, del abandono afectivo y espiritual de los jóvenes, que se sienten de hecho sin familia, es la causa de males muy graves, que comprometen el desarrollo integral de la juventud de un país: falta de valores y de normas de vida, desorientación, desapego al trabajo, vulnerabilidad frente al ambiente de hedonismo y de corrupción moral, alcoholismo, droga y delincuencia» (JD, 23.X.1995, 5). «La familia es la primera y fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley que la rige y la hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más completa y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad» (FC, 37).
98. «La experiencia muestra que la extensión de la promiscuidad entre los jóvenes produce un aumento de las necesidades de atención sanitaria y tiene consecuencias psicológicas, todo lo cual acarrea, a largo plazo, un gran aumento del gasto público, y grandes sufrimientos a las personas. ¿Están los Gobiernos dispuestos a pagar este precio?» (EC, observación al cap. XII, 10). Por esta razón, Juan Pablo II señaló en el Encuentro Mundial de la Familia que «ante la degradación cultural y social actual, y la difución de plagas como la violencia, la droga, la criminalidad organizada, ¿qué garantía de prevención y recuperación mejor que una familia unida, moralmente sana y socialmente comprometida? Es en las familias donde se forma en las virtudes y en los valores sociales de solidaridad, acogida, lealtad, respeto del otro y de su dignidad» (JD, 8.X.1994, 4).
99. «La vida humana es a la vez e irreductiblemente corporal y espiritual... `Cada persona humana, en su singularidad irrepetible, no está constituida solamente de espíritu sino también de cuerpo, así que en el cuerpo y a través del cuerpo se realiza la persona misma en su realidad concreta´ (JD, 29.X.1983)» (AS, 39). «El cuerpo participa indivisiblemente del espíritu, de la dignidad propia, del valor humano de la persona: cuerpo-sujeto no cuerpo-objeto, como tal indisponible e inviolable. No se puede disponer del cuerpo como objeto de pertenencia. No se le puede desfigurar como una cosa o un instrumento del cual se es amo y árbitro. Cada intervención abusiva sobre el cuerpo es una ofensa a la dignidad de la persona y por consiguiente a Dios, que es el único y absoluto Señor: `El hombre no es patrón de la propia vida, la recibe solamente en usufructo; no es propietario, sino administrador, porque sólo Dios es el Señor de la vida´ (JD, 12.X.1985)» (AS, 42).
100. Para una justificación de este principio moral, puede verse, p. ej., S. Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 101, a. 3, ad 2; II-II, q. 10, a. 11, c. Sobre la aplicación de este principio, cf F. Cuervo, Principios morales de uso más frecuente. Con las enseñanzas de la Encíclica `Veritatis splendor´, ed. Rialp, Madrid 1994, pp. 15-50. Conviene subrayar que tolerar es aceptar sufrir -por un bien superior- un mal inferido por otro y no una elección positiva de algo reprobable como medio para un buen fin. Por eso, por ejemplo, no puede entenderse como una aplicación de este principio moral, y resultaría moralmente inadmisible, que una pareja decidiera practicar la contracepción por entenderla como un medio para cumplir el `grave deber de caridad´ de evitar un previsible e inminente riesgo de incontinencia, por ejemplo, cuando deben espaciar los nacimientos o evitar el posible contagio de una enfermedad grave: pues no estarían aceptando una imposición ajena, sino escogiendo positivamente un acto sexual desnaturalizado para evitar otro desorden que consideran peor, ignorando que no es lícito escoger el mal para lograr el bien (cf Rom 3, 8; VS, 79-83). En cambio, sí podría ser lícito, como supuesto de tolerancia de un `mal menor´, prestarse al onanismo del cónyuge si fuera violentado por éste, por ejemplo, bajo amenaza de malos tratos o de adulterio.
101. Pío XII, A los miembros del XXVI Congreso italiano de urología, 8.X.1953, en AAS 45 (1953) 674. El paréntesis es mío: pretende subrayar que la aplicación del `principio de totalidad´ es admisible en el supuesto de la enfermedad del órgano respectivo; es decir, cuando esa parte del organismo se relaciona patológicamente con el conjunto del organismo. En cambio, «no se puede violar la integridad física de una persona para el tratamiento de un mal de origen psíquico o espiritual. En estas circunstancias no se presentan órganos enfermos o funcionando mal; así que su manipulación médicoquirúrgica es una alteración arbitraria de la integridad física de la persona. No es lícito sacrificar al todo, mutilándolo, modificándolo o extirpándole una parte que no se relaciona patológicamente con el todo. Es por esto que no se puede correctamente asumir el principio de totalidad como criterio de legitimación de la esterilización antiprocreativa, del aborto terapeútico y la medicina y cirugía transexual. Diverso es el caso de sufrimiento psíquico y malestar espiritual de base orgánica, originados por un defecto o por una enfermedad física, sobre el cual, en cambio, es legítimo intervenir terapéuticamente» (AS, nota 145; cf F. Cuervo, Principios morales de uso más frecuente, cit., 51-78).
102. «Cada persona humana, en su irrepetible singularidad, no está constituida solamente por el espíritu, sino también por el cuerpo, y por eso en el cuerpo y a través del cuerpo se alcanza a la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre comporta, por consiguiente, salvaguardar esa identidad del hombre `corpore et anima unus´, como afirma el Concilio Vaticano II (GS, 14,1)» (DV, introd., 3). Esta doctrina acerca del carácter personal del cuerpo humano, recurrentemente subrayada por el magisterio eclesiástico reciente, es el fundamento de la inviolabilidad ética de su integridad no sólo sexual sino física. Pues como advierte Juan Pablo II a propósito de las investigaciones sobre el genoma humano, «en su misterio, el hombre sobrepasa el conjunto de sus características biológicas. Es una unidad fundamental en la que el aspecto biológico no se puede separar de la dimensión espiritual, familiar y social, sin correr el riesgo grave de suprimir lo que constituye la naturaleza misma de la persona y de convertirla en un simple objeto de análisis... El cuerpo humano no es un objeto del que se pueda disponer» (A la Academia pontificia de ciencias, 28.X.1994, 4). «El cuerpo, en su conformación y dinámica biológica, es revelación de la persona y es fundamento y fuente de exigencia moral. Lo que es y ocurre biológicamente no es indiferente. Tiene en cambio una relevancia ética: es indicativo-imperativo para el obrar» (AS, 41).
103. Esta interpretación de Gen 2, 7 es compatible con que Dios pudiera haberse servido de un animal o de cualquier otra criatura para emplear sus elementos inorgánicos como materia sobre la cual infundir el alma humana. En todo caso, la pregunta acerca del origen material del cuerpo humano resulta, a mi juicio, irrelevante: pues en el instante en que Dios infundió un principio vital en una materia preexistente, fue necesario que desapareciera el elemento formal que venía constituyendo aquella materia en otra cosa. No hubo continuidad entre un principio formal y otro. No existió continuidad formal entre la criatura anterior y el hombre, sino sólo entre sus principios materiales o informes. Y por eso no me parece que, en rigor, pueda sostenerse que el cuerpo humano proceda de alguna especie animal, análogamente a como resultaría un despropósito pensar que el mono procede del plátano del que se alimenta.
104. El IV Concilio Constantinopolitano, mencionando expresamente el sentir unánime de los Padres a este respecto, declaró que el alma humana es única (cf DZ, 338). Los Concilios Lateranense IV y Vaticano I pusieron de relieve que el ser humano está constituído de espíritu y cuerpo (cf DZ, 428 y 1783, respectivamente), y no de alma y cuerpo. Juan Pablo II señala que el empleo de este segundo binomio, a pesar de su imprecisión terminológica, no ha impedido comprender el carácter revelado de la unidad de la persona humana y de su dualidad espiritual-corporal: «Si bien la terminología filosófica utilizada para expresar la unidad y la complejidad (dualidad) del hombre, es a veces objeto de crítica, queda fuera de duda que la doctrina sobre la unidad de la persona humana y al mismo tiempo sobre la dualidad espiritual-corporal del hombre está plenamente arraigada en la Sagrada Escritura y en la Tradición» (JG, 16.IV.1986). La declaración del Concilio de Vienne, que se ha mencionado en el texto, dice así: «Ha de considerarse herético sostener que el alma racional o intelectiva no sea forma del cuerpo humano por sí misma y esencialmente (per se et essentialiter)» (DZ, 481; cf Conc. V de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DZ, 738; HG: DZ, 2327; GS, 51). Juan Pablo II se refiere expresamente a esta cuestión en VS, 48-50, en que menciona «las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es per se et essentialiter la forma del cuerpo. El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo -corpore et anima unus- en cuanto persona» (48).
105. Así lo expresa Carlo Caffarra: «La persona es también su cuerpo: es falso decir que la persona tiene un cuerpo o que está unida a un cuerpo. El cuerpo entra en la composición de la persona: la persona humana es una persona corporal y el cuerpo humano es un cuerpo personal» (Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, 32). Carlos Cardona, en la Presentación de este libro, p. 16, añade lo siguiente, citando dos textos de santo Tomás de Aquino: «Como lo superior en el ser contiene virtualmente lo inferior, el alma espiritual humana, única forma sustancial de la persona humana, hace `no sólo que el hombre sea hombre, sino también animal y viviente y cuerpo y sustancia y ente´ (De spir. creat., 3). Por eso, `el alma racional da al cuerpo humano todo lo que el alma sensible da a los brutos animales, lo que el alma vegetativa da a las plantas y algo más´ (ibid., 2 ad 2): algo más en el sentido de una mayor perfección sensitiva y vegetativa -en su conjunto orgánico- y en el sentido de una perfección de orden superior, espiritual».
106. En efecto, Gen 1, 27 afirma que el ser humano fué creado como hombre y hembra -igual en eso a los restantes animales- pero, al mismo tiempo, a imagen de Dios; e insiste en que esa imagen tiene que ver con su dimensión sexual. Esta afirmación resulta realzada por el contraste entre el tono impersonal -«Sea la luz», «Produzcan las aguas reptiles», etc.- con que, en este primer relato creacional, se refiere la creación de los seres no espirituales, y el relato del capítulo 2 del Génesis, de redacción más primitiva, que presenta a Dios abajándose para coger barro y modelar con sus propias manos al hombre e insuflarle en sus narices -cara a cara- un soplo de su propia vida. Estos relatos del Génesis expresan a su modo idéntica enseñanza a la que la tradición viva de la Iglesia ha confesado al fundar la peculiar dignidad de la persona humana en lo que Juan Pablo II denomina como la singular «genealogía de la persona» (CF, 9). A este respecto, Juan Pablo II, relacionando el texto de Gen 1, 27 con las afirmaciones del capítulo 2 del Génesis relativas a la soledad originaria del ser humano, explica que esta soledad significa primariamente la trascendencia y distancia del ser humano respecto de los demás vivientes corpóreos; y afirma que esta «soledad trascendental» (JG, 12.III.1980, 7) no puede ser referida sólo a su dimensión espiritual, sino también a la corporal: «El hombre así formado pertenece al mundo visible, es cuerpo entre los cuerpos. Al volver a tomar y en cierto modo al reconstruir el significado de la soledad originaria, lo aplicamos al hombre en su totalidad. El cuerpo, mediante el cual el hombre participa del mundo creado visible, lo hace, al mismo tiempo, consciente de estar `solo´. De otro modo no hubiera sido capaz de llegar a esa convicción, a la que, en efecto, como leemos (cf Gen 2, 20) ha llegado, si su cuerpo no le hubiera ayudado a comprenderlo, haciendo la cosa evidente. La conciencia de la soledad habría podido romperse a causa del mismo cuerpo. El hombre (`adam´, que significa `de tierra´) habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes (animalia) basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, no llegó a esta conclusión, más bien llegó a la persuasión de estar `solo´» (JG, 24.X.1979, 3). Por lo demás, la Escritura subraya también la semejanza divina del cuerpo humano, al prohibir los atentados a su integridad física: «El que derrama sangre humana, por mano de hombre, le será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Elohim» (Gen 9, 6).
107. «Homo distinguitur a brutis non solum in eo quod est rationale essentialiter, sed etiam in eo quod est rationale per participationem» (In III Sent., d. 33, q. 2, a. 4, qla. 2, ad 4). En el texto, he traducido `racional´ por `espiritual´ porque ésa es la significación que santo Tomás suele atribuirle, ya que con el término `razón´ suele referirse más a la dimensión espiritual de la inteligencia humana en su modo discursivo de proceder, que a la dimensión sensible o cerebral de ésta, que él denomina `cogitativa´ y que se corresponde con lo que la psicología actual entiende -con mayor propiedad, a mi entender- como razón humana. Conviene hacer notar también que la expresión «racional por participación» es empleada por el Aquinatense para referirse a las facultades corporales sometidas al imperio de la razón, especialmente a los apetitos sensitivos (cf, p. ej., In III Sent., d. 33, q. 1, a. 2, qla. 1, sol.). Por consiguiente, teniendo en cuenta el sentido espiritualista que él atribuye a lo racional, no cabe la menor duda sobre su consideración personalista de la corporeidad humana: especialmente de sus facultades intelectuales y afectivas, pero también de aquellas otras susceptibles de hábitos.
108. Así lo señaló Juan Pablo II al explicar que, en su inocencia originaria, el cuerpo humano «constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y éste es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente... mediante su `visible´ masculinidad y feminidad. En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios y ser así su signo» (JG, 20.II.1980, 4). «En el hombre creado a imagen de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad misma de la creación, la sacramentalidad del mundo. Efectivamente, el hombre, mediante su corporeidad, su masculinidad y feminidad, se convierte en signo visible de la economía de la verdad y del amor, que tiene su fuente en Dios mismo... Juntamente con el hombre entró la santidad en el mundo visible, creado para él... La inocencia originaria, unida a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo, es la misma santidad que permite al hombre expresarse profundamente con el propio cuerpo, y esto precisamente mediante el `don sincero´ de sí mismo. La conciencia del don condiciona, en este caso, `el sacramento del cuerpo´: el hombre se siente, en su cuerpo de varón o de mujer, sujeto de santidad» (ibidem, 5). «Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de amor» (ibidem, 6).
109. En sus catequesis sobre la teología del cuerpo, Juan Pablo II explica que la despersonalización o cosificación del cuerpo, que produjo el pecado original, es la causa de la visión maniquea o vergonzosa del sexo: «La comprensión del significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de su libertad, que es libertad del don. De aquí arranca esa comunión de personas en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en la plenitud de su subjetividad. Así ambos crecen como personas-sujetos, y crecen recíprocamente el uno para el otro, incluso a través de su cuerpo y a través de esa `desnudez´ libre de vergüenza (cf Gen 2, 25)... Si el varón y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que `están desnudos´ (cf Gen 3, 7). Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido en el estado de inocencia originaria» (JG, 13.II.1980, 5). «El cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente» (EV, 23).
110. Como señala Juan Pablo II, «el pensamiento occidental, con el desarrollo del racionalismo moderno, se ha ido alejando de esta enseñanza. El filósofo que ha formulado el principio Cogito, ergo sum: `Pienso, luego existo´, ha marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que la distingue» (CF, 19). Y así, a partir de Descartes, sólo las dimensiones superiores del ser humano tendrán relevancia personal para los imbuidos por el espíritu de la `modernidad´: lo que cada persona haga en el orden laboral o procreativo, por ejemplo, ya no tendrán significación existencial decisiva, que repercuta en la realización del ser humano como persona: existo como persona en tanto que pienso o quiero, y no según cómo me comporte en el orden conyugal o parental, ni según cómo trabaje o descanse, etc. Estas otras dimensiones de la personalidad resultan así despersonalizadas, desprovistas de significación moral, convirtiéndose en asuntos meramente biológicos -`premorales´, dirán los teólogos a quienes refuta Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor- en los que sólo cabe emplear criterios de valoración técnica, pero no ética ni moral.
111. JG, 16.I.1980, 1. Aunque el texto es suficientemente explícito, conviene advertir que, al afirmar que el cuerpo humano posee un significado esponsalicio en cuanto expresa el amor, está refiriéndose al amor espiritual, al amor desinteresado o gratuito y no al amor pasional de la psicoafectividad. Es decir, está afirmando que la sexualidad humana, que es corporal, es esponsalicia porque su dimensión biosexual y psicosexual contienen constitutivamente una tensión a ser integradas en la afectividad espiritual, esto es, a ser vividas «en la plena libertad de toda coacción del cuerpo y del sexo..., con la misma libertad del don. Esta libertad está precisamente en la base del significado esponsalicio del cuerpo» (ibidem). Como se verá en los dos capítulos siguientes, esto es posible porque las inclinaciones corporales del ser humano no son instintivas en un doble sentido: de una parte, porque no son automáticas y repetitivas, sino tendencias susceptibles de hábitos -de cultura- que permiten a la persona responder (esponsalicio viene de spondeo) de ellas, esto es, comprometerse libremente respecto de ellas con sentido de donación libre; y, de otra, porque trascienden el orden de los intereses meramente utilitarios, permitiendo a las personas interesarse por las demás en sí mismas -no instrumentalmente- con la libertad del don. De ahí que, como se mostrará en esos capítulos, la sexualidad humana sea esponsalicia, esto es, que sea, de una parte, comprometedora y que, de otra, contenga un sentido de amor a la pareja en sí misma, y no un mero interés por ella en cuanto medio para realizarse parentalmente -como sucede entre los animales-. Y de ahí también que, como se verá en el capítulo cuarto, esta virtualidad esponsalicia de la masculinidad y feminidad humanas se manifieste máximamente en que éstas no necesiten realizarse sexualmente, sino que admitan una realización asexual o célibe de su tensión donativa-unitiva, en las relaciones solidario-amistosas (cf ibidem, 5).
112. «En mi opinión -señalaba Gandhi-, afirmar que el acto sexual sea un acto instintivo, como el sueño o la satisfacción del hambre, representa el colmo de la ignorancia. La existencia del mundo depende del acto de la procreación y, puesto que el mundo es un dominio que Dios gobierna y que constituye un reflejo de su poder, es preciso que el acto de procreación esté sometido a un control que tenga por fin la continuidad de la vida sobre la tierra. El hombre que lo haya comprendido intentará a toda costa dominar sus sentidos, se armará del saber indispensable para el crecimiento moral y físico de su prole y transmitirá los frutos de este saber a la posteridad para su provecho» (cit. por K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Madrid 1978, 219). En su exégesis de los cuatro primeros capítulos del Génesis, Juan Pablo II destaca el carácter donativo o libre que la Escritura atribuye a la sexualidad humana, su condición personal e irrepetible: «Gen 4, 1-2 acentúa sobre todo el datum. En el `conocimiento´ conyugal, la mujer `es dada´ al varón y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este `conocimiento´ (personalista)... Cada uno de ellos, varón y mujer, no es sólo un objeto pasivo, definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado `por la naturaleza´ (en su sentido meramente biológico o impersonal). Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es `dado´ al otro como sujeto único e irrepetible, como `yo´, como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto» (JG, 5.III.1980, 5. En los paréntesis aclaro el sentido en que el Papa emplea esos términos en el conjunto de esta Audiencia).
113. Un perro, por ejemplo, no se activa sexualmente porque se sienta estéticamente atraído por las cualidades morfológicas de la hembra, sino porque percibe olfativamente su estado de fertilidad biológica. Al animal no le interesa lo estético -«No arrojéis vuestras perlas a los puercos» (Mt 7, 6)- porque, como atinadamente puso de relieve Kant, «lo bello es una finalidad sin fin utilitarista» (cit. por a. López-Quintás, Belleza, en GER. IV, ed. Rialp, Madrid 1971, 12). A esta capacidad de dirigirse a las realidades circundantes de forma no utilitaria, que está presente en las dimensiones psíquica y espiritual de la afectividad humana, se refiere Juan Pablo II cuando advierte sobre la urgencia de «cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa (cf CA,37)... Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente» (EV, 83).
114. Esto explica que la Escolástica no hablara de `especie humana´ para referirse al conjunto de los humanos, sino que empleara la expresión `género humano´, que tan arraigada está en el lenguaje común. De esta forma, se reconocía que la notable indiferenciación natural del ser humano en su nacimiento, no permite atribuir a la condición humana el estatuto de especie del reino animal: no sólo porque su distinción respecto de éste es más profunda que la mera diferenciación específica, sino también porque las personas no se distinguen entre sí meramente por sus diferencias genéticas (por un principio material de individuación), como ocurre entre los individuos de cada especie animal, sino sobre todo por aquellas peculiaridades que son fruto de su educación y de su libertad (por un principio personal de distinción). Por eso, entre los seres humanos existe una variedad que se aproxima a la que existe entre las personas angélicas, de quienes, por ser puramente espirituales, la Escolástica afirmaba que cada ángel agota su especie. Y así, se puede afirmar con propiedad que cada ser humano es irrepetible no sólo en su dimensión espiritual, sino también -por la condición personalista de su corporeidad- en su dimensión corporal.
115. «La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el seno de una mujer» (CL, 37). De ahí que no resulte admisible nunca supeditar los derechos inalienables de ninguna persona a los intereses de la sociedad, por muy mayoritarios que sean. Como señala expresivamente William May, «el `principio de Caifás´, según el cual es mejor que un hombre muera a que todo el pueblo entero perezca, es un principio falso, que subordina la dignidad y santidad de la vida personal a (un supuesto) bien superior de la vida de la sociedad. Esto es así porque los seres humanos no son simples partes individuales de un todo más grande. Por el contrario, en cuanto personas, están `completos´, y el bien común de la comunidad humana incluye -y de ninguna manera excluye- el bien de las personas, para cuyo bien existe la comunidad humana» (`Palabra´ 364, IV-1995, 188).
116. La naturaleza humana, antes del pecado original, era inmortal (cf Gen 2, 17; 3, 19; Sap 1, 13-14; 2, 23-24; Rom 5, 19; EV, 7; CEC, 376). No en el sentido de que no pudiera morir, sino porque disponía de la fuerza necesaria para no morir: mientras secundara las inclinaciones que Yahveh había impreso en su naturaleza, no estaría afectada por la ley de la corrupción; y sólo habría de morir si perdía ese sentido `ecológico´ de respeto a lo creado, que se expresa «simbólicamente con la prohibición de `comer del fruto del árbol´ (cf. Gn 2, 16-17)» (CL, 43). Además, la corrupción que le aqueja desde aquella caída no afecta a la pervivencia de la persona después de la muerte, ni al ejercicio post mortem de sus facultades espirituales (cf CEC, 1021, 1022, 1030). Y su principio vital, el alma, aunque imposibilitada respecto del ejercicio de sus virtualidades psico-somáticas, las conserva sustancialmente, como lo demuestra el hecho de que en la Parusía, en virtud de la Resurrección de Jesucristo, será capaz de informar los elementos materiales necesarios para reconstituir un cuerpo que, aunque incorruptible, será formalmente idéntico al que la persona tuvo antes de morir (cf CEC, 999).
117. La Biblia presenta a la primera pareja humana en comunión espiritual con Yahveh, en comunión recíproca y en armonía y señorío respecto de sí mismos y de las demás criaturas (cf CEC, 374-378), así como en estado biofísicamente adulto y con una madurez psicológica -intelectual y afectiva, también en el orden sexual- recibida gratuitamente del Creador. Pero no explica -ni la doctrina católica se ha pronunciado al respecto- en qué estado de configuración psicológica habría sido recibida la naturaleza humana por su descendencia, de no haberse producido el pecado original. Por eso he dicho que me parece respetable la opinión reflejada en el texto de referencia. Pero entiendo que no habría sido así, por la sencilla razón de que, al crearlos varón y mujer, Dios ya había establecido infundir cada nuevo principio vital espiritual en cada generación biológica (cf Gen 1,28), con lo cual cada persona habría recibido una naturaleza íntegra, esto es, no defectuosa, pero no desarrollada ni biofísica ni psíquicamente; y por tanto, habría de adquirir su madurez psicológica según fuera configurándose el sistema orgánico que posibilita sus actos. De hecho, la Escritura afirma que Jesucristo, que no tuvo pecado original, «progresaba en sabiduría, vigor y gracia a los ojos de Dios y de los hombres» (Lc 2, 52).
118. La Escolástica, siguiendo la psicología aristotélica, denominaba `cogitativa´ a esta capacidad humana de discernir los valores de las cosas más allá de su utilidad inmediata, para distinguirla de la `estimativa´ o instinto que orienta el comportamiento de los animales contrastando sus necesidades elementales con la utilidad inmediata de los seres de su entorno (cf, p. ej., santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II q. 74, a. 3 ad 1 y q. 30, a. 3 ad 3; I q. 78, a. 4, c y q. 81, a. 3, c). Parece atinada esta distinción porque la confrontación afectiva con la realidad, que realiza el ser humano, trasciende la superficialidad de la percepción de las propiedades `inmediatamente´ aprovechables de las cosas y penetra en ellas más profundamente, intelectualmente (de intus legere, leer dentro), captando cómo pueden ser aprovechadas `mediante´ su previa transformación. Por otra parte, conviene aclarar que, con la distinción que hago en el texto entre inteligencia racional y sapiencial, pretendo subrayar la diferencia que existe entre las dos dimensiones que -de forma inseparable pero sin confundirse- están presentes en el pensamiento humano: respectivamente, la psíquica, que es de índole orgánica o corpórea, y tematiza los objetos sensibles en función de su utilidad intramundana; y la espiritual, que es inmaterial y considera la realidad en su origen, semejanza y sentido divinos, esto es, trascendentalmente.
119. Como advierte el Cardenal J. Ratzinger, «a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más trazada hasta el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea, una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser humano, decidir quién o qué quiere él ser como hombre» (Creación y pecado, ed. EUNSA, Pamplona 1992, 67). Sobre la relación existente entre naturaleza y cultura humanas, cf J.V. Arregui-C. Rodríguez Lluesma, Inventar la sexualidad, ed. Rialp, Madrid 1995, 87-98.
120. Esta conexión entre la universalidad afectiva del ser humano (su «apertura al mundo», como dijera Max Scheler en El puesto del hombre en el cosmos, Librería del Jurista, Buenos Aires 1990, 37-50) y su inespecialización biológica ha sido desarrollada sugerentemente por Arnold Gehlen en El hombre, ed. Sígueme, Salamanca 1980 y en Antropología filosófica, ed. Paidós, Buenos Aires 1993. Desde esta perspectiva se entiende que una versión materialista de la hipótesis evolucionista no puede explicar la indiferenciación no especializada de la coporeidad humana. Pues si el proceso evolutivo conduce a las especies vivientes a una progresiva especialización corporal que facilite su pervivencia mediante su adaptación al medio, el cuerpo humano (cuyas extremidades, por ejemplo, no están configuradas de manera especializada, mediante alas, o garras, o pezuñas, o aletas, etc.) constituiría para esta hipótesis un auténtico enigma, puesto que su indiferenciación corporal supondría un serio fracaso evolutivo.
121. Como señala Rocco Buttiglione, en un capítulo dedicado al libro del entonces Cardenal Wojtyla, Amor y responsabilidad, «la tendencia sexual lleva al hombre a la escuela más dura y más eficaz, donde aprende mediante la paciencia, el don de sí e incluso el sufrimiento, qué es la vida y cómo concretamente se configura su ley fundamental, que es la entrega de sí mismo. Es natural que sea imposible pretender que la conciencia plena y entera de esto esté presente desde el comienzo en todo matrimonio. Esta se desarrolla gracias a la vida conyugal, a la generación y educación de los hijos, a la confrontación de los caracteres, de las exigencias y de los temperamentos, en la vida común, a la prueba del sufrimiento, que es un elemento que no cabe eliminar de la experiencia humana si se toma ésta en su conjunto. Es preciso un período de tiempo muy largo para aprender que el único modo de poseer verdaderamente al otro es respetar el carácter irreductible de su destino, aceptar, en cierto sentido, perderle para encontrarle de nuevo en la ruta común que lleva a Dios. Para que un matrimonio (es decir, una justa convivencia sexual) comience, es suficiente que haya una disponibilidad para vivir sin reserva ni limitación la experiencia del amor humano que, después, de acuerdo con su interna dinámica, llevará hasta el resultado que hemos descrito» (El pensamiento de Karol Wojtyla, Madrid 1992, 128-129).
122. A esto viene a reducirse, en el fondo, la educación en libertad: a que entiendan el sentido de las exigencias que se proponen y a que tengan capacidad para vivirlas. De otro modo, es decir, si el educando no valorara las normas morales o no se sintiera capaz de vivirlas, no llegaría a interiorizar la ley moral y, cuando cumpliera sus normas, las experimentaría o como una represión -porque, en el fondo no las aceptaría por sí mismas, sino por otros intereses-, o como una carga insoportable -porque, aun queriendo vivirlas, no podría-. Juan Pablo II resume este doble objetivo de la educación sexual en los siguientes términos: «La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que `banaliza´ en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona -cuerpo, sentimiento y espíritu- y manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor» (FC, 37; cf EV, 97).
123. «Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana. Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia» (FC, 37; cf SH, 68-70). Garantizar la adecuada formación de los jóvenes es responsabilidad indeclinable de los padres porque son ellos quienes, por haberlos procreado, tienen la responsabilidad de su viabilidad, y ésta no sería posible sin su formación integral. Por eso, aunque «la familia es una realidad social que no dispone de todos los medios necesarios para realizar sus propios fines, incluso en el campo de la instrucción» (CF, 17), las ayudas técnicas o especializadas a que puedan recurrir los padres no disminuyen su responsabilidad inalienable respecto de proveer a la formación de sus hijos, debiendo ajustarse al principio de subsidiaridad las intervenciones de las restantes instancias educativas (cf ibidem).
124. «Al contrario de lo que, tal vez, se quiere hacer creer y de lo que muchas veces y de varias maneras se suele incluso proclamar, el amor es una llamada particular a la responsabilidad. Ante todo, una llamada a la responsabilidad respecto a otra persona, a la que no se debe defraudar. Pero es asimismo una llamada a la responsabilidad hacia el futuro común de los esposos, y no sólo hacia su futuro personal, sino también hacia el de los hijos, a los que van a dar vida: es decir, el futuro de una familia como comunión de vida y amor» (JH para los universitarios de Roma, 15.XII.1994, 5; cf AH, 5). Sobre la información que debe proporcionarse en cada fase del proceso evolutivo de la persona -infancia, pubertad, juventud, pre-matrimonio-, cf SH, 77-111.
125. Cf SH, 57 y 97; K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, cap. 2: `Metafísica del pudor´, ed. Razón y Fe, Madrid 1979. «El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza a un valor, y, al mismo tiempo, protege interiormente ese valor. El hecho de que, desde el momento en que apareció la concupiscencia del cuerpo, el corazón humano también sienta en sí mismo la vergüenza, indica que se puede y se debe apelar a él para garantizar aquellos valores a los que la concupiscencia despoja de su originaria y plena dimensión» (JG, 28.V.1980, 6).
126. «En tiempos de confusión, los directores espirituales deben cuidar que los creyentes aprendan bien el significado de la castidad. No es una forma irracional de represión. Es una parte esencial de la templanza y del autodominio, porque dirige ordenadamente las emociones, afectos y las mismas pasiones para que el deseo sexual se oriente sabiamente sólo hacia aquellos placeres que tengan una relación adecuada con los espléndidos bienes que se obtienen mediante el uso apropiado de la sexualidad. Por eso, al casto le es fácil despreciar placeres que no debe perseguir. La plena realización de la castidad, por lo tanto, es distinta del tipo de continencia en el que mucha gente debe luchar más o menos repetidamente contra la tentación grave porque, aunque originalmente desean ser castos, no han logrado la plena integración de sus personalidades y deseos sexuales con sus buenas opciones morales. La mayoría de las personas necesitan esta lucha, pero ella no es el objetivo de la castidad, pues esta misma lleva consigo la paz y la serenidad, y no la constante lucha contra la tentación» (R. Lawler-J. Boyle-W. May, Ética sexual, cit., 388-389).
127. La expresión entrecomillada está tomada de las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá, en que la castidad aparece como una «afirmación gozosa» (HC, 5; cf SH, 17), «una triunfante afirmación del amor» (Surco, 11ª ed., Madrid 1992, n. 831). Esta visión está enraizada en la concepción bíblica del sexo, según aparece ya en las primeros capítulos del Génesis. Por ejemplo, Gen 2, 25 muestra que, en estado de naturaleza íntegra, «Adán y Eva estaban desnudos y no sentían por ello rubor ninguno»; y que fue el pecado lo que les llevó a entender negativamente su sexualidad: inmediatamente después de la caída original, ambos cubrieron sus valores sexuales (cfr Gen 3, 7-11). Esta vergüenza mutua no se explica más que porque comenzaran a sentirse recíprocamente como extraños y ya no como una sola carne, puesto que nadie se avergüenza ante sí mismo. El fuerte erotismo de nuestra cultura, en que se confunde el amor genuino, que es donación, con la utilización hedonista del otro, explica la visión tan negativa y pesimista que se tiene acerca de la sexualidad.
128. «El varón y la mujer, después del pecado original, perderán la gracia de la inocencia originaria. El descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple realidad de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado permanecerá como prenda dada al hombre por el `ethos´ del don, inscrito en lo profundo del corazón humano como eco de la inocencia originaria. De ese significado esponsalicio se formará el amor humano en su verdad interior y en su autenticidad subjetiva. Y el hombre -aunque a través del velo de la vergüenza- se descubrirá allí continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto, esto es, de la libertad del don, capaz de defenderla de cualquier reducción a posiciones de puro objeto» (JG, 20.II.1980, 2). Por eso la tradición viva de la Iglesia, siguiendo el consejo paulino «Huid de la fornicación» (I Cor 6, 18), siempre ha enseñado a vencer en esta materia huyendo de las ocasiones de pecado. Cervantes expresa esta convicción con unos versos que resumen la enseñanza de su relato del `Curioso impertinente´: «Es de vidrio la mujer; / pero no se ha de probar / si se puede o no quebrar, / porque todo podría ser. / Y es más fácil el quebrarse, / y no es cordura ponerse / a peligro de romperse / lo que no puede soldarse» (El Quijote, I parte, cap. 33º, ed. Aguilar, Madrid 1973, 598).
129. Ésta es la ascesis que propone S. Pablo (cf Rom 12, 21; 5, 20) al advertir el procedimiento salvífico desbordante que Dios ha empleado para ayudar a los humanos a vencer sus miserias. En consonancia con esta exhortación paulina, el beato Josemaría Escrivá recomienda plantear la lucha en asuntos en los que la derrota no pueda ocasionar un descalabro grave: «Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. -Sostienes la guerra -las luchas diarias de tu vida interior- en posiciones que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. -Y si llega, llega sin eficacia» (JC, 307).
130. Mt 7, 6. Nótese que, en esta advertencia, Jesucristo precisa que no deben ofrecerse a las personas despersonalizadas los dos tipos de valores que los animales no son capaces de apreciar: no sólo los valores del espíritu (`las cosas santas´), sino tampoco los valores sensibles no utilitarios, esto es, los estético-afectivos (`las perlas´), que tampoco son capaces de despertar el interés de quien sólo se motiva ante los bienes que pueden instrumentarse para el placer biofísico. De hecho, la explicación que dió el Señor de los motivos por los que empleaba parábolas para dirigirse a la muchedumbre (cf Mt 13, 10-17; Mc 4, 10-12; Lc 8, 9-10), permite entender su modo de proceder como una aplicación de ese principio didáctico.
131. Según se puede advertir en la parábola del `hijo pródigo´ (cf Lc, 15, 11-24), ésta es la pedagogía que Dios emplea con el pecador para ayudarle a reconocer su error moral y reconducirle, sin violentar su libertad, hacia el bien. Así lo subraya S. Juan Crisóstomo, comentando Rom 1, 24-32, al explicar que «cuando Pablo dice que Dios los entrega, hay que entender que Dios deja hacer. Dios abandona al malvado, pero no le empuja al mal. Cuando en el fragor de la batalla el general se retira, entrega a sus soldados al enemigo, no porque él materialmente los encadene, sino porque les priva de la ayuda de su presencia. Dios actúa de la misma manera. Rebeldes a su ley, los hombres le han vuelto la espalda; Dios, que ha agotado su bondad, los abandona (...). ¿Qué podría hacer? ¿Emplear la fuerza, la violencia? Pero estos medios no hacen a los hombres virtuosos. No queda otro camino que dejar hacer» (Homilías sobre la Epístola a los Romanos, 3, cit. en Sagrada Biblia. VI, ed. EUNSA, Pamplona 1984, 124-125).
132. A este respecto, resulta paradigmático el itinerario pastoral que siguió el Salvador, junto al pozo de Sicar, para facilitar la conversión de una mujer cuyo desorden sexual había sido pertinazmente recurrente. En efecto, el primer paso que dio Jesucristo con aquella mujer samaritana, para disponerla a su rectificación, fue ayudarle a entender que la satisfacción de sus intereses utilitarios (obtener el agua necesaria para sus necesidades domésticas) no aquietaba esa otra sed interior de aquel agua que salta hasta la vida eterna (cf Jn 4, 7-14). A continuación, una vez que se despertó en ella el deseo de los bienes imperecederos, Cristo le hizo ver que no podría recibirlos sin rectificar su conducta sexualmente desordenada (cf Jn 4, 15-18). Finalmente, cuando la Samaritana, como oveja perdida encontrada por el Buen Pastor, aceptó el planteamiento religioso no nacionalista que le hizo Jesucristo (cf Jn 4, 19-24), el Señor la consideró capaz de entender en clave no temporalista la primera declaración pública de su condición mesiánica (cf Jn 4, 25-26) y la convirtió -de ocasión de escándalo para los habitantes de Sicar- en el instrumento apostólico que les acercaría al Salvador (cf Jn 4, 28-30.39).
133. En el caso de la conjunción generativa humana y de algunas especies superiores, se da una cierta inmanencia recíproca, puesto que las facultades generadoras de los individuos sexualmente complementarios se influyen recíprocamente para activarse. Sin embargo, el resultado de su conjunción no queda en ninguno de ellos de modo definitivo: sólo en la hembra y durante el tiempo necesario para que la prole resulte viable.
134. No obstante, según se aclarará a continuación, entre los humanos, por poner en juego en sus actuaciones corpóreas valores que trascienden el orden meramente biológico, su conjunción puede proponerse como objetivo, por ejemplo, `producir´ belleza, esto es, fabricar objetos materiales valiosos no para el consumo sino para la contemplación sensorial. Asimismo, y en sentido inverso, las relaciones de comunión interpersonal pueden expresarse mediante actos conjuntivos en los que, más allá de su utilidad biofísica, se pretende `honrar´ a la otra persona, esto es, reconocerla como valiosa por sí misma y entregarse a ella: como se verá también, esto es lo que sucede en el verdadero amor conyugal.
135. Según se explicará más adelante la relación comunitaria no equivale a la relación de comunión. Una comunidad se establece cuando dos individuos se comprometen recíprocamente a algo común, sea a realizar juntos algo, sea a quererse; y, por tanto, en el primer caso, no requiere el mutuo afecto de los que integran esa comunidad, aunque pueda -y debería- ocasionarlo. La comunión, en cambio, consiste en la unión o comunidad que se produce cuando existe un afecto -recíprocamente consentido- que concierne a la totalidad de la persona amada y que, en consecuencia, origina una suerte de comunidad que compromete a sus miembros de manera mucho más íntima y total que la mera comunidad conjuntiva. En esta dirección apunta la definición del matrimonio que emplea el Concilio Vaticano II (cf GS, 47-48), cuando establece que no es sólo una `comunidad de vida´, esto es una conjunción de ideales y esfuerzos en orden a un interés común (que, en el rito católico del matrimonio, es representado por las arras que los nuevos esposos se entregan recíprocamente), sino también una `comunidad de amor´, una comunión interior o afectiva en que ambos cónyuges asumen como objetivo de su vida terrena la realización existencial del otro, vinculándose recíprocamente (como se expresan recíprocamente los recién casados, al ponerse recíprocamente los anillos).
136. La belleza o armonía de la corporeidad es la dimensión estética de lo biofísico; la fortaleza o vigor corporal es su aspecto energético. Como valores estéticos psíquicos de una persona se pueden mencionar la cultura y educación, entre los psicointelectuales; y la simpatía, la amabilidad y delicadeza en el trato, la armonía o equilibrio interior, la alegría, la efusividad, la discreción y la capacidad de acogida, entre los psicoafectivos. En el orden energético, la psique humana se desarrolla intelectualmente con la profundidad y el sentido práctico, con la sagacidad y la capacidad intuitiva; y, afectivamente, con el valor, la constancia, la laboriosidad, el autodominio, el optimismo, la autoridad y la docilidad. Entre los valores espirituales intelectuales, cabe destacar la sabiduría y la prudencia moral. La nobleza de ideales, la honestidad, rectitud y fiabilidad pueden mencionarse entre los valores afectivos estéticos; y, la generosidad y la esperanza trascendente, entre los afectivos energéticos.
137. Por esta razón, esta reciprocidad afectiva unívoca o simple suele ser suficiente para que la comunión se sostenga espontáneamente, al menos durante un tiempo considerable, en los dos tipos de relaciones sentimentales que surgen al ejercitar la sexualidad, a saber, en la relación esposo-esposa (en que aquél adopta la condición de amante y ésta, de amada) y en la relación padres-hijos (aquéllos son los amantes y éstos, los amados): pues la diversidad sexual entre el varón y la mujer es permanente y las necesidades educativas y de sostenimiento de la prole, muy duraderas. No obstante, para que el afecto mutuo no acabe desapareciendo ante las dificultades que entraña la convivencia, es preciso que el afecto esponsal y parental-filial se convierta en amistad sentimental y, sobre todo, que sea integrado por el espíritu mediante el amor de benevolencia.
En cambio, en las relaciones sentimentales extrafamiliares, la comunión espontánea unívoca difícilmente se mantendría por algún tiempo, si no fuera reforzada -si no con la intervención del amor espiritual- al menos con la doble reciprocidad sentimental, convirtiéndose en biunívoca o amistosa. Pues no hay, de ordinario, en este orden, una diversidad y una consiguiente necesidad de complementación tan radicales como las que existen entre el varón y la mujer o entre los padres y los hijos; y por eso, ni la admiración suele ser tan intensa ni la necesidad ajena tan persistente como para mantener prolongadamente una actitud servicial gratificante, sino que suele ser preciso además sentirse honrado por el otro en el orden estético o correspondido por él en el afectivo-energético, respectivamente. Esto explica también que uno de los mayores problemas que encuentran las `parejas´ homosexuales sea el de su inestabilidad: pues su falta de diversidad sexual les impide que lleguen a complementarse duraderamente, induciéndoles a un constante cambio de pareja.
138. Las dos operaciones propias del orden biofísico no son, de suyo, comunionales. Pues la generación, aunque sea conjuntivamente relacional respecto de la pareja y donativamente relacional respecto de la prole, no es propiamente comunional o enriquecedora para los que engendran, ya que ni une en sí mismos a los progenitores, sino fuera de ellos, en la prole; ni la transmisión de la vida transforma enriquecedoramente a los que engendran. Asimismo, la nutrición, de suyo, ni siquiera es relacional, puesto que consiste en hacer desaparecer la alteridad del alimento (destruir su formalidad propia, descodificar su estructura vital) para aprovechar sus virtualidades nutritivas. En el plano humano, estas operaciones se revisten de una condición comunional en la medida en que sean asumidas afectivamente como medio para vivir en comunión: es decir, si se entiende la conservación de la propia vida como medio para vivir para los demás, y la procreación de nuevas vidas, como expresión de una entrega total al cónyuge que se prolonga en la comunión con los hijos.
139. Esto explica el carácter efímero de la comunión sexual que, marginando los valores sexuales psicoafectivos, se restrinja al plano biosexual, que suscita impulsos momentáneos; o que haya sido motivada mediante unas actitudes positivas pero forzadas, es decir, que son fruto del interés, que contrastan con la actitud egoísta que la persona mantiene, por ejemplo, en su vida familiar y que, por tanto, difícilmente podrían mantenerse por mucho tiempo. A mi juicio, estos tipos de inmadurez psicosexual, si son graves, se incluirían entre los supuestos de esa incapacidad psíquica que se señala como causa de nulidad matrimonial en el canon 1095, & 3 del nuevo ordenamiento jurídico de la Iglesia católica.
140. Por eso, Juan Pablo II afirma que sólo la intervención del espíritu permite al varón y a la mujer trascender el carácter autointeresado de la psicosexualidad y descubrir en los valores sexuales ajenos otra belleza más alta de la persona: «El cuerpo humano, orientado interiormente por el `don sincero´ de la persona, revela no sólo su masculinidad o feminidad en el plano físico, sino que revela también este valor y esta belleza de sobrepasar la dimensión simplemente física de la `sexualidad´» (JG, 16.I.1980, 4). «De este modo, él la acoge interiormente; la acoge tal como el Creador la ha querido `por sí misma´, como ha sido constituida en el misterio de la imagen de Dios a través de su feminidad; y, recíprocamente, ella le acoge del mismo modo, tal como el Creador le ha querido `por sí mismo´ y le ha constituido mediante su masculinidad. En esto consiste la revelación y el descubrimiento del significado `esponsalicio´ del cuerpo» (ibidem, 3). A este respecto, resulta ilustrativa la idea de que «saber mirar es saber amar», que se señala en la novela de Gregorio Martínez Sierra que, con el título de Canción de cuna, ha sido llevada espléndidamente al cine en 1994 por José Luis Garci.
141. La voluntad puede adoptar decisiones con sentido de parcialidad y de provisionalidad o comprometer el futuro de una o varias dimensiones de la personalidad, en atención a las exigencias internas de las dimensiones que se comprometen, como se requiere para que haya matrimonio. Por eso, antes de casarse, hay que calibrar la autenticidad nupcial de las disposiciones volitivas de los interesados: pues, si ésta faltara, los deseos de que la convivencia fuera enriquecedora estarían abocados a la frustración. Además, para que la comunión conyugal se mantenga, es preciso hacer efectivo día a día el compromiso asumido al contraer. En efecto, el acto de unión matrimonial, que se efectúa mediante el recíproco consentimiento -relativo a la total comunión sexual psicosomática- y que se consuma en la unión marital rectamente realizada, deja una huella estática en los contrayentes, que les vincula indisolublemente constituyéndoles en una unidad o comunidad familiar que se ordena al bien de los cónyuges y de la prole. Pero esta unidad estática indisoluble debe dinamizarse. De lo contrario, los esposos, a pesar de su vínculo permanente, no conseguirían evitar que su comunión sexual psicosomática se desvaneciera progresivamente hasta convertirse, de sexualmente complementarios, en sexualmente opuestos. Y cuando esto sucede, la ruptura suele producirse bajo el signo de la indiferencia cuando las relaciones sentimentales estaban planteadas desde su inicio de forma utilitarista; mientras que la disolución de una comunión sentimental inicial y prolongadamente amorosa, rara vez sucede de forma pacífica y ocasiona tensiones frecuentes aun después de la separación, a causa de la huella inolvidable que deja en los afectados: una herida psicoafectiva que también padecen los novios al romper, pero que, en el caso de los que llegaron a casarse, se ve acentuada por la conciencia de la infidelidad a aquel compromiso espiritual irrevocable.
142. Este sentido intimista (de capacidad de aprovechar sin destruirlos, los valores interiores ajenos) de las reacciones espontáneas de la psicoafectividad humana, debe ser subrayado para que se advierta que la afectividad humana se distingue de la afectividad animal, en que posee una tensión efusivo-receptiva personalista, no sólo en su dimensión espiritual, sino también en su dimensión meramente psíquica. En efecto, el natural deseo de experimentar las emociones que se derivan del cumplimiento de este tipo de deseos, es de suyo aptitudinalmente personalista, porque tiende a poner en relación a seres distintos en tanto que distintos, y de manera no utilitarista sino recíprocamente teleológica. Es decir, la atracción hacia los valores psicoafectivos ajenos es de suyo una virtualidad personalista, puesto que esos intereses no pueden existir en el orden animal. En efecto, la sensibilidad animal, por su condición exclusivamente terrena, ni es capaz de trascender su propia perfección, enriqueciéndose con valores diferentes; ni de interesarse por lo que no vaya a redundar en su pervivencia individual o específica. De ahí que los sentimientos del animal no pueden ir más allá del afecto utilitario, y sólo hacia seres que le resulten complementarios para sus intereses de conservación individual o específica. Ni le atraen los demás seres estéticamente, ni le interesa en sí misma más que su propia individualidad o -mientras está afectado por el instinto paterno o materno- la de su prole.
143. Los sentimientos no requieren para producirse, el consentimiento ajeno: los deseos receptivos son consecuencia del impacto que produce en la psicoafectividad la percepción de determinados valores o actitudes, independientemente de la disposición a compartirlos o no por parte del que los posee; asimismo. los deseos efusivos son el resultado automático de las unilaterales necesidades expansivas de la psicoafectividad. Es decir, estas reacciones espontáneas -aunque contengan una virtual tensión `relacional´, sin la cual no podrían satisfacerse- se producen unilateralmente. Para que surjan estos deseos, no es necesario tener en cuenta los sentimientos que, al respecto, pueda tener la persona cuyo afecto o cuyos valores son requeridos: basta que esté adornada de propiedades que se consideren valiosas. Y se entiende que el deseo pueda producirse sin la aquiescencia de la persona implicada en él (e incluso, en contra de su voluntad), porque no es un afecto `operativo´ (en las operaciones no existe separación entre su inicio y su término), como sucede al amor; sino un acto cinético, esto es, un movimiento de la afectividad que perdura en la medida en que no ha alcazado su objetivo. De ahí que los deseos, de suyo, surgen y se mantienen unilateralmente hasta que alcanzan su fin: y, entonces, o desaparecen en el placer, si respondían a una actitud utilitarista, o se aquietan en el gozo sostenido de la posesión afectiva, si contenían una tensión relacional.
144. A propósito de esto, me permito contar lo que me respondió un árabe musulmán, estudiante de la Universidad de Sevilla, con quien entablé conversación fortuitamente mientras desayunábamos en una cafetería del conocido barrio de Santa Cruz. Al preguntarle si pensaba establecer una familia polígama, replicó en tono grave: -Si usted fuera hijo de la tercera mujer secundaria de su padre, no desearía que ninguno de sus hijos padeciera las discriminaciones que yo he sufrido.
145. Jesucristo subrayó en sus enseñanzas (cf, p.ej., Mc 10, 7-8) la advertencia del Génesis relativa a la necesidad de «dejar padre y madre» para «hacerse una sola carne» (Gen 2, 24). Se trata de un dejar que debe interpretarse exclusivamente como una cesación del aspecto utilitario de la donación paterno-filial, y no como una ruptura de relaciones afectivas comunionales, puesto que el mismo Jesús recordó que los hijos nunca pueden considerar suspendido el deber de seguir honrando a sus padres y de asistirles en sus necesidades (cf Mt 15, 4-6). De esta necesidad de preparar a los hijos para que puedan fundar su propia familia se desprende que parte importante de la misión instructiva de los padres con sus hijos es ayudarles a que progresivamente sean capaces de valerse por sí mismos, sobre todo estimulándoles a conseguir una progresiva autosuficiencia económica que les posibilite el ejercicio de su libertad y fomente en ellos el sentido de responsabilidad. Resultaría, por lo tanto, contraproducente permitir que, mientras vivan con sus padres, les sean económicamente gravosos en la medida en que ya puedan conseguir recursos. Pues eso redundaría negativamente en la armonía familiar ya que, al fomentar el parasitismo de los hijos, éstos no querrían establecerse por su cuenta -a pesar de no estar conformes con los criterios de convivencia de sus padres- para ahorrarse los ingresos que eso les costaría.
146. En el capítulo II de la primera parte de la monografía del Prof. M. Toso, Famiglia, Lavoro e Società nell´ insegnamento sociale della Chiesa, LAS, Roma 1994, puede encontrarse una buena síntesis del desarrollo de la doctrina de la Iglesia en este aspecto: ahí se explica cómo, manteniéndose unos puntos de referencia perennes, la terminología y el énfasis han evolucionado desde una concepción `objetivista´ en consonancia con la visión patriarcal de la familia, propia de épocas pasadas, a un planteamiento `personalista´ más adaptado al tiempo presente, en el que aparecen nociones como significado unitivo y procreativo, reciprocidad sexual, relaciones conyugales y parentales, etc., con las que se explican mejor las diversas dimensiones del matrimonio y de la familia. Esta acentuación personalista de la doctrina sobre el matrimonio, que realiza el Concilio Vaticano II, supone un indudable progreso en la comprensión teológica de este sacramento, que desborda los planteamientos todavía limitados que aparecen en san Agustín y santo Tomás. Como es sabido, el beato Josemaría Escrivá, al presentar el matrimonio -en confrontación con la mentalidad de la época- como una vocación a la santidad, fue un precursor de esta doctrina conciliar: «Como se ve, el Beato Josemaría va notablemente más allá de la doctrina de San Agustín. Éste defendía contra los maniqueos -según los cuales el cuerpo humano y el matrimonio eran obra del demonio- la bondad natural del matrimonio, en cuanto instituido por Dios. Pero el Obispo de Hipona no llegó a presentarlo como camino concreto a través del cual Dios llama a Sí a las almas, a la mayoría de los hombres y de las mujeres. Santo Tomás, refiriéndose en un pasaje al matrimonio como `obra de Dios´, expone igualmente la bondad natural del matrimonio. Parece cifrar su valor como sacramento sobre todo en el `remedio contra el pecado´, sin alcanzar a presentarlo como fuente -y vocación- de santificación. Para el Beato Josemaría el matrimonio fue instituido por Dios también para constituir una vocación. Vocación que es llamada personal -de persona a persona-; de Dios al hombre que debe ser esposo, y a la mujer que debe ser esposa. Y vocación que implica llamada hacia una meta muy concreta: la santidad, a través de gracias sacramentales propias del estado conyugal» (C. Burke, Il Beato Josemaría Escrivá e il matrimonio: cammino umano e vocazione soprannaturale, `Romana´ 19, VII-XII.1994, 382).
147. «El deseo de perpetuarse es un aspecto natural que ya de por sí posee un profundo valor personalista. Sin embargo la conyugalidad lleva el instinto procreativo sexual más allá del deseo natural de perpetuarse a sí mismo. En el contexto del amor conyugal, el deseo de auto-perpetuación adquiere un nuevo valor y un nuevo sentido. No se trata ya de dos `yoes´ inconexos que buscan -quizá de modo egoísta- la auto-perpetuación. Se trata más bien de dos enamorados que, de modo natural, quieren perpetuar el amor recíproco, y experimentar la alegría de verlo encarnado en una nueva vida, fruto del recíproco conocimiento espiritual y carnal con que expresan su amor de esposos» (C. Burke, Il Beato Josemaría Escrivá e il matrimonio, cit., 375).
148. Se añade `inseparablemente´ para subrayar que la ordenación de la biosexualidad a expresar y fomentar la unión afectiva de la pareja (que permite, además de la instrucción y manutención de la prole, su educación psicoafectiva) presupone el respeto del significado procreador que cada acto sexual tenga de suyo: unos, una significación procreativa inmediata, por realizarse en momentos de fertilidad; otros, una significación procreativa mediata, que -aun cuando se prevean infértiles- no deja de ser procreativa porque no sólo forman parte de un proceso que prepara la procreación, sino que además se realizan de modo abierto a la generación. En virtud de esa virtualidad procreativa, los actos realizados en periodos previsiblemente infértiles son biosexualmente unitivos y, derivadamente, son capaces de constituir un medio de expresión de la unión afectiva profunda de la pareja y de fomentarla. Por eso, si fueran privados artificialmente de la virtualidad procreativa que contienen -esto es, en cuanto dejaran de estar abiertos a la procreación-, ya no resultarían útiles para expresar y fomentar el cariño de los esposos, sino que contribuirían a desvirtuarlo.
149. Por este motivo, cuando surgen graves inconvenientes entre los cónyuges, que afecten a la plenitud de su unidad (p. ej., infidelidad matrimonial), no parece conveniente ni eficaz dejar pasar el tiempo sin afrontarlos, pensando que tal vez así se resuelvan esos problemas. En tales situaciones hay que hablar claro y exigir, como condición indispensable para mantener la convivencia, la rectificación total del cónyuge culpable. Si ésta no se consigue, la separación temporal parece lo más adecuado para ayudar a recapacitar al cónyuge infiel. Así lo subraya León N. Tolstoi, en una novela en que afronta magistralmente la fenomenología de las dificultades conyugales: «Para emprender algo en la vida familiar es preciso que exista entre los cónyuges una separación total o un acuerdo basado en el amor. Cuando las relaciones entre los cónyuges son indefinidas y no existe ninguna de estas dos cosas, nada puede llevarse a cabo... Muchos matrimonios pasan años enteros en un punto muerto, incómodo para ambos, sólo por no existir la separación completa ni el acuerdo» (Ana Karenina, en Obras, 2, 4ª ed., Madrid 1966, 517).
150. Por esta razón, resultaría insuficiente un planteamiento teológico que considerara inmorales pero no contrarios a la naturaleza, desde un punto de vista corpóreo, los pecados de fornicación; y que, consiguientemente, sostuviera que el acto fornicario anticonceptivo -por considerarlo `contrario a la naturaleza´- es más grave que el aptitudinalmente procreativo, o que entendiera el rechazo eclesial del preservativo como medio para disminuir la difusión del sida y los embarazos de adolescentes, como una afirmación de que la fornicación que procura evitar la concepción y el contagio de las ETS es más grave que la fornicación que no procura evitarlos. Un enfoque así sería reduccionista porque la condición personal del cuerpo humano ocasiona que su biosexualidad, para ejercitarse naturalmente, contenga una exigencia que no existe en la sexualidad animal: ser expresión de una entrega total. Como ya advirtió Pío XII, «la fecundidad humana, por encima del plano físico, reviste aspectos morales esenciales que es necesario considerar hasta cuando se trata el problema desde el punto de vista médico» (Discurso, 19.V.1956, 5); y no digamos ya desde el teológico-moral. Por eso, cuando al acto le falta aquella condición personalista, la mayor consumación fisiológica desvirtúa más el acto. En efecto, la fornicación consumada y la anticonceptiva son contrarias a la naturaleza del sexo, por contradecir las exigencias personalistas de éste (por esto, es moralmente inaceptable la promoción del preservativo como medio de favorecer un `sexo seguro´: aparte de que esa recomendación, al obviar que los preservativos no preservan de la concepción en un porcentaje importante de casos, ni del sida -aquí el % es aún mayor-, y al constituir una incitación a la promiscuidad sexual, ocasiona el aumento de esos problemas). Pero la consumada, al ir más lejos en el mal, es más grave que la no procreativa: pues, por una parte, atenta de modo pleno contra la intimidad sexual de los que la realizan; después porque, como consecuencia, añade una nueva y mayor gravedad, en cuanto expone a lesionar un derecho básico de la persona que pueda ser procreada en ese acto, a saber, el derecho a ser engendrado por unos padres que, por estar casados, puedan atenderle debidamente; y, finalmente, porque favorece la difusión de las ETS más que la no consumada. Es decir, los actos fornicarios son inmorales no sólo por producirse entre personas cuyas voluntades no se han unido en matrimonio, sino también porque son sexualmente antinaturales, en el sentido de que atentan contra las exigencias personalistas de la corporeidad sexual humana: y tanto más, cuanto más consumados sean. Por esta razón, la doctrina moral entiende que, cuando una persona no está dispuesta a vivir la castidad, la fornicación realizada, por ejemplo, con un preservativo es un mal nunca justificable, aunque un mal menor que la que expone a los riesgos susodichos; y que, en el supuesto de violencia sexual -incluso dentro del matrimonio-, es legítimo defenderse con una conducta contraceptiva (obviamente, que no pueda resultar abortiva), puesto que «lo que debe ser respetado es el vínculo de la fecundidad con el amor, no con el alcohol o con la violencia del instinto» (Mons. A. Léonard, La moral sexual explicada a los jóvenes, Madrid 1994, p. 96): «Obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una (acción) injusta; antes bien, se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos» (EV, 73. La palabra puesta entre paréntesis sustituye la palabra `ley´ del texto original: a mi entender ese juicio moral del Papa es aplicable a este supuesto de violencia sexual y justificaría también, por ejemplo, que un farmaceútico vendiera un preservativo -manifestando al cliente su disconformidad y advirtiéndole del índice de su ineficacia contraceptiva y en orden a evitar contagios-, si entendiera que el interesado está firmemente decidido a obrar desordenadamente enseguida y, por las circunstancias de lugar o de tiempo, fuera muy difícil adquirirlo en otro establecimiento).
151. Esto explica que Adán y Eva sintieran vergüenza de su desnudez en cuanto perdieron aquella inocencia originaria, en virtud de la cual se sentían afectivamente «una sola carne, y... estaban desnudos sin avergonzarse de ello» (Gen 2, 24-25): «Efectivamente, se ven y se conocen a sí mismos con toda la paz de la mirada interior, que crea precisamente la plenitud de la intimidad de las personas» (JG, 2.I.1980, 1). «El hecho de que `no sentían vergüenza´ quiere decir que la mujer no era un `objeto´ para el varón, ni él para ella..., que estaban unidos por la conciencia del don, tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos, en el que se expresa la libertad del don y se manifiesta toda la riqueza interior de la persona como sujeto» (JG, 20.II.1980, 1). «Sólo la desnudez que hace `objeto´ a la mujer para el varón, o viceversa, es fuente de vergüenza» (ibidem): el convertir al otro en «objeto de concupiscencia, de `apropiación indebida´, ...y reducirlo interiormente a mero `objeto para mí´... Efectivamente, ésta (la vergüenza) corresponde a una amenaza interferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca» (JG, 6.II.1980, 3). «Se puede decir así, que el hombre y la mujer, gracias a la vergüenza, permanecen casi en estado de inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsal del cuerpo, y tienden a protegerlo de la concupiscencia, como si trataran de custodiar el valor de la comunión, esto es, de la unión personal en la `unidad del cuerpo´» (JG, 25.VI.1980, 1). Por esto, la despersonalización que supone la inmodestia sexual suele inducir a quienes la ejercen a no necesitar intimidad para sus actividades sexuales, es decir, a realizarlas impúdicamente ante otras personas. Sobre esta cuestión, además de la ya citada monografía de Jacinto Choza, La supresión del pudor y otros ensayos, puede verse Mikel Gotzon Santamaría Garai, Saber amar con el cuerpo. Ecología sexual, Bilbao 1993, 55-68.
152. Por eso, es decir, por el valor amoroso de la unión marital, la infertilidad -sea por edad o por deficiencias funcionales- no es impedimento matrimonial. En cambio, sí lo es la impotencia, porque incapacita para consumar biofísicamente de modo natural la comunión psíquica y porque, por tanto, la atracción biosexual induciría a expresiones biofísicas del afecto que -por su superficialidad unitiva y su ausencia de virtual sentido donativo parental- serían desordenadas y que además, como consecuencia, repercutirían negativamente en su comunión psicoafectiva, trivializándola y convirtiéndola en hedonista y utilitarista.
153. Dios no se desentiende de sus criaturas una vez creadas, sino que las mantiene y conserva en su ser y en sus virtualidades existenciales. Esta divina actividad conservadora es suficiente para que se realice la generación vegetal y animal, ya que éstas son meramente repetitivas o re-productivas. Pues como recuerda a este respecto el Cardenal J. Ratzinger, «cada organismo vivo transmite de nuevo exactamente su muestra, el proyecto que él es. Cada organismo ha sido construido... de una manera conservadora. En la reproducción se reproduce de nuevo a sí mismo» (Creación y pecado, ed. EUNSA, Pamplona 1992, 81). En cambio, la generación humana es novedosa y, por eso, es pro-creativa: es decir, no sólo supone la divina intervención conservadora de las virtualidades generadoras de los padres, sino que requiere además una nueva intervención creadora -tan original como la que se produjo en la creación de Adán y de Eva-, en virtud de la cual en cada hijo aparecen en estado germinal unas novedades cualitativas que trascienden la mera conjunción de las peculiaridades de sus padres (cf EV, 34 y 43). Esta realidad, manifestada implícitamente en la sagrada Escritura, ha estado siempre presente en la tradición viva de la Iglesia, que ha ido mostrando de forma cada vez más clara el misterio divino que se encierra en la alianza matrimonial (el misterio de la alianza de Dios con los hombres, quien con una fidelidad esponsal irrevocable se ha comprometido a crear un ser humano cada vez que dos personas unan sus gametos, elevándoles a la dignidad de pro-creadores), así como el profundísimo sentido de responsabilidad y respeto a cuanto concierne a la sexualidad humana, que ese misterio debe inspirar.
154. Supuesto diferente es el de personas que efectuaron un matrimonio nulo. Deseaban vincularse matrimonialmente pero, por el motivo que fuera, no lo consiguieron, no llegando a pertenecerse mutuamente. Por eso conservan la capacidad de entregarse sexualmente a otra persona, que pueden actualizar una vez que hayan clarificado debidamente su situación. Por este motivo, cuando existen graves y prolongados problemas de convivencia matrimonial, resulta importante averiguar si existe el vínculo matrimonial: puesto que, aunque muchas desavenencias conyugales no proceden de la invalidez del matrimonio, es indudable que la nulidad matrimonial imposibilita el acoplamiento posterior y que, por consiguiente, una de las causas a que pueden deberse esos conflictos es la inexistencia del vínculo.
155. «El matrimonio es indisoluble por ley natural y no sólo por exigencia evangélica» (JD al primer grupo de obispos de Brasil en visita `ad limina´, 17.II.1995, 4). Además, la familia, por ser la «escuela de humanidad más completa y más rica» (FC, 21), «es en verdad el fundamento de la sociedad» (GS, 52). Resultaría, por tanto, erróneo considerar el ejercicio de la sexualidad como un asunto meramente privado, ya que el matrimonio, al que aquélla se ordena por naturaleza, «como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil es esencialmente una realidad pública... El consentimiento sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social» (CD, 7 y 8). En consecuencia, «la familia y el matrimonio, que es su fundamento, son instituciones a las que toda la comunidad civil y religiosa deben servir. Si se comprende que `esta comunidad del hombre con la mujer es la primera forma de comunión de personas humanas´, plenamente se percibe que toda iniciativa en servicio de la comunidad matrimonial y familiar vigoriza y redunda en beneficio de las varias formas de convivencia y, en definitiva, de toda la sociedad humana» (JD a los participantes en el Coloquio organizado en Roma por el Pontificio instituto `Utriusque iuris´, 26.IV.1986). Y por ello, «ningún hombre que haya percibido la belleza y la dignidad del amor conyugal puede permanecer indiferente frente a las tentativas que se están haciendo de equiparar, a todos los efectos, el vínculo conyugal con una mera convivencia de hecho. Equiparación injusta, que destruye uno de los valores fundamentales de toda convivencia civil -el aprecio del matrimonio- y que deseduca a las nuevas generaciones, que son tentadas así a tener un concepto y a realizar una experiencia de libertad distorsionados en su misma raíz» (JD al IV Congreso para la familia de Africa y de Europa, 14.III.1988).
156. «La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del amor en la que el hombre `nace´ y `crece´. Se ha de reservar a esta comunidad una solicitud privilegiada» (CL, 40). «La familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el `hombre interior´» (CF, 23); es decir, el primer ámbito en que cada ser humano descubre a los demás en su alteridad personal, en que se produce «el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos» (CF, 20; cf UH, 13). «Nada de cuanto perjudique directamente a la familia puede ser beneficioso para la sociedad... Los derechos de la familia no son un tema puramente espiritual y religioso, que, en consecuencia, puede la sociedad civil dejar de lado, como si no fuera una cuestión profundamente humana que le afecta íntimamente. Ciertamente, la Iglesia, al promover los valores fundamentales de la familia, responde a los compromisos de la propia misión; pero también sobre las autoridades civiles grava la obligación de promover la salvaguarda de tales derechos, que forman parte de los bienes primordiales del matrimonio. El destino de la comunidad humana está vinculado estrechamente a la salud de la institución familiar. Cuando en su legislación, el poder civil desconoce el valor específico que la familia rectamente constituida aporta al bien de la sociedad, cuando se comporta como expectador indiferente frente a los valores éticos de la vida sexual y de la matrimonial, entonces, lejos de promover el bien y la permanencia de los valores humanos, favorece con esta conducta la disolución de las costumbres» (JD a los participantes en el Coloquio organizado en Roma por el Pontificio instituto `Utriusque iuris´, 26.IV.1986).
157. «La solidez y trascendencia del amor conyugal, su carácter procreador y definitivo, es lo que le confiere una dimensión social y, por tanto, institucional y jurídica» (MF, 86). «El valor institucional del matrimonio debe ser sostenido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ser puesta en el mismo plano que el matrimonio debidamente contraído» (DF, art. 1,c). «Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no sólo por la cultura sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario de `humanización´ de la persona y de la sociedad» (CL, 40).
158. Así lo señala Enrique Rojas, en un artículo en el que, en clave psiquiátrica, resuena el conocido tema de la Bella y la Bestia: «La belleza interior es la verdadera diferencia humana... La hermosura de afuera es el primer estímulo para acercarse a alguien, sobre todo del otro sexo. La de dentro, va a ser la raíz inicial que luego se hará capilar y frondosa para mantenerse enamorado. Porque no olvidemos que es bastante fácil enamorarse y difícil y complejo mantenerse enamorado en profundidad» (La belleza interior, `ABC´, Madrid, 18.VIII.1993, 23.
159. Como señala J.M. Martínez Doral, «el amor consigue que las relaciones conyugales, sin dejar de ser carnales, se revistan, por decirlo así, de la nobleza del espíritu y estén a la altura de la dignidad del hombre. El pensamiento de que la unión sexual está destinada a suscitar nuevas vidas tiene un asombroso poder de transfiguración, pero la unión física sólo queda verdaderamente ennoblecida si procede del amor y es expresión de amor... Y cuando el sexo se desvincula completamente del amor y se busca por sí mismo, entonces el hombre abandona su dignidad y profana también la dignidad del otro. Un amor fuerte y lleno de ternura es, pues, una de las mejores garantías y sobre todo una de las causas más profundas de la pureza conyugal» (La santidad en la vida conyugal, `Scripta Theologica´ 21, 1989, 880-881).
160. Cf, por ejemplo, Diario `ABC´(Sevilla), 14.VI.1989, 89, en que se reseña un estudio de dos sociólogos de la Universidad de Wisconsin, que pone de manifiesto la correlación existente entre las relaciones prematrimoniales y el fracaso conyugal.
161. El psiquiatra Enrique Rojas, en su conferencia de inauguración del IV Simposio Internacional sobre Regulación Natural de la Fertilidad, celebrado en octubre de 1994 en Barcelona, aseguraba que entre el 80 y el 90% de las patologías sexuales contemporáneas como la impotencia y la frigidez, se deben a motivos psicológicos (cf Diario `ABC´, Madrid, 9.X.1994, 74).
162. «La paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (HV, 10). Según puede advertirse este concepto subraya simultáneamente la paternidad y la responsabilidad, y se opone tanto a la procreación irresponsable, como a la cerrazón a los hijos por motivos egoístas o con medios inmorales. Pues, como ironizaba a este respecto la Madre Teresa de Calcuta, en una célebre entrevista que concedió al diario `Avvenire´ (Milán), el 3 de agosto de 1986, se puede hablar de `paternidad responsable´ cuando se contempla y asume la responsabilidad de educar a los hijos; pero, sin paternidad, aducir la `paternidad responsable´ es un modo fácil de escabullirse de la propia responsabilidad parental.
163. La Organización Mundial de la Salud define los métodos naturales de regulación de la fertilidad humana (MNRF) como técnicas para buscar o evitar embarazos mediante la observación de los signos y síntomas que, de manera natural, ocurren durante las fases fértiles e infértiles del ciclo mestrual y la adaptación de la sexualidad de la pareja a dicha fertilidad. Como es sabido, esta regulación se consigue en la actualidad, mediante la predicción y detección o confirmación científicas de la ovulación a través de diversos parámetros ginecológicos (ya no se trata de una predicción estadística, como la que se efectúa con el sistema `Ogino-Knaus´): teniendo en cuenta que la vida media del óvulo oscila entre veinte y treinta horas y la de los espermatozoides, entre dos y cuatro días, esa detección permite no sólo espaciar los nacimientos, sino también solucionar problemas de infecundidad y, en cierta medida, elegir el sexo de los hijos sin manipular el proceso procreativo.
En efecto, estos métodos para detectar la ovulación resultan muy útiles para facilitar la procreación, en cuanto que permiten conocer los momentos de fertilidad y no dejarlos pasar sin tener relaciones conyugales. Por otra parte, conocer el momento de la ovulación permite buscar con mayor índice de probabilidad que sea concebido un hijo o una hija: como los espermatozoides `Y´ progresan con mayor velocidad que los `X´ y tienen una vida más corta que éstos, si se tienen relaciones conyugales horas antes de la ovulación, los espermatocitos `Y´ morirán sin haber encontrado ningún gameto femenino para fecundar, habiendo más probalibidad de que sea uno de los espermatozoides `X´ -que progresan más lentamente, pero tienen una vida más larga y son más abundantes- el que fecunde, y sea concebida una mujer; en cambio, si el acto conyugal se realiza después de la ovulación, hay más probabilidad de que sea un espermatocito `Y´ el que fecunde, y que sea concebido un varón. (Se subraya `probabilidad´ porque éste es sólo uno de los diversos factores conocidos que influyen en esta cuestión). Por último, detectar la ovulación permite espaciar los nacimientos sin dejar de mantener relaciones conyugales, no sólo cuando la mujer es ginecológicamente regular en su ovulación y en su ciclo menstrual, sino también cuando no lo sea. En efecto, una mujer puede ser irregular en su ciclo menstrual, puede adelantarse y retrasarse en su ovulación, e incluso puede tener ciclos anovulatorios o emitir más de un óvulo simultáneamente. Pero su tapón de moco cervical no fértil, de una parte impide la entrada de los espermatocitos en el útero; y en el supuesto de que se produjera una ovulación extemporánea, sus características habrían anulado la capacidad fecundadora de los espermas durante el tiempo que ese tapón tarda en diluirse. Además, doce horas después de haber ovulado, la aparición de la progesterona induce un proceso tal que no puede volver a ovular antes de tener la siguiente regla. Por estas razones, los matrimonios en que la mujer presenta irregularidades ginecológicas (p.ej., durante el puerperio y la lactancia, por alteraciones premenopaúsicas, por estrés, porque su constitución psicosomática la predispone a que sus orgasmos le induzcan ovulaciones extemporáneas o, finalmente, por los trastornos que se siguen después de abandonar la `píldora´) también pueden espaciar los nacimientos sin dejar de expresarse maritalmente el afecto, con tal de que, en la fase preovulatoria del ciclo, sepan interpretar bien las propiedades del moco cervical, y -una vez que detecten la ovulación- efectúen sus relaciones conyugales en el espacio de tiempo comprendido entre el tercer día que sigue al de la ovulación, y la siguiente regla. Puede encontrarse una buena síntesis del status quaestionis del tema, desde una perspectiva médica, sociológica y antropológica en RF, así como en el volumen de 562 páginas, publicado por la Universidad Católica del Sagrado Corazón, de Roma, que recoge, en italiano e inglés, las actas del encuentro que, sobre este tema, organizó el Pontificio Consejo para la Familia entre el 9 y el 11 de diciembre de 1992: A. López Trujillo - E. Sgreccia (ed.), Metodi naturali per la regolazione della fertilità: l´alternativa autentica, ed. Vita e Pensiero, Milán 1994. Puede encontrarse una amplia selección de textos de Juan Pablo II sobre esta cuestión, prologada por el Cardenal López-Trujillo, como Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, junto con una explicación del Dr. Billings sobre la eficacia técnica y los valores antropológicos de los métodos naturales de planificación natural, en Juan Pablo II-Dr. J. Billings, El don de la vida y el amor. Regulación natural de la fertilidad, ed. Palabra, Madrid 1994. Puede verse un atinado análisis de esos valores de la continencia periódica conyugal, en contraposición a la actitud que subyace a las prácticas anticonceptivas, y una sencilla descripción de los métodos naturales de planificación familiar, en T. Melendo - J. Fernández-Crehuet, Métodos naturales de la regulación humana de la fertilidad, ed. Palabra, Madrid, 1989, especialmente en las pp. 96-101; y en Planificación familiar natural, ed. Palabra, Madrid 1992, de los mismos autores. Puede resultar muy útil, desde el punto de vista divulgativo, el trabajo realizado por J. Aznar Lucea y J. Martínez de Marigorta, La procreación humana y su regulación. 100 preguntas y respuestas, 4ª ed., EDICEP, Valencia 1996: no obstante, la claridad y precisión con que se explican las cuestiones antropológicas, éticas y morales relacionadas con este tema, merecerían una exposición de los avances médicos al respecto, más actualizada que la que aparece en los nn. 57-68 de la susodicha edición.
164. El recurso a los períodos infecundos o a la contracepción responden a dos antropologías contrapuestas: en el primer caso, el cuerpo es entendido como algo personal que, por serlo, merece un total respeto a sus leyes internas; en el segundo, es considerado como una prótesis manipulable de la voluntad: «Cuando se usan los métodos naturales, se considera el cuerpo como una expresión de la naturaleza profunda de la persona; por el contrario, la separación de los diferentes aspectos de la sexualidad humana en un acto particular, lleva a considerar el cuerpo como un objeto externo, que la persona usa de un modo que niega una finalidad esencial del acto mismo y, por consiguiente, también los valores esenciales de la relación interpersonal de la pareja» (JD un grupo de estudio organizado por la Academia pontificia de ciencias, 18.XI.1994, 4). Ahora bien, para que la práctica de la continencia periódica sea lícita, es preciso vivirla con rectitud de intención: por eso se ha escrito en el texto `virtualidad´, puesto que la rectitud objetiva de esta práctica y su concordancia aptitudinal respecto de una motivación recta se desvirtuarían si se recurriera a esta conducta con una motivación egoísta. Sobre la necesidad de la rectitud en la intención y en los medios empleados, para que la conducta conyugal de quienes espacian los nacimientos sea recta moralmente, cf HV, 10 y GS, 50-51.
165. No parece compatible con esta enseñanza de Juan Pablo II la opinión de que, aunque existan motivos graves para vivir la continencia en los días de previsible fertilidad femenina, no obstante constituiría un deber de `caridad´ con el cónyuge aceptar mantener relaciones maritales en esos momentos para evitar el peligro próximo de incontinencia de éste. Este criterio parece erróneo, primero, porque desconoce la falta de caridad grave hacia la prole y los mismos cónyuges, que supondría exponerse a aumentar la familia cuando se piensa seriamente que eso sometería a la pareja a una tensión inadecuada que redundaría negativamente en su armonía esponsal y, derivadamente, en el clima necesario para la adecuada educación de los hijos ya nacidos y del que pudiera venir. En segundo lugar, ese parecer resulta inaceptable en cuanto presupone que el acto del cónyuge previsiblemente incontinente quedaría moralmente justificado con el consentimiento del otro porque obtendría su placer venéreo en el matrimonio y mediante un acto biosexualmente natural: lo cual tampoco es cierto porque la rectitud conyugal, además de esas condiciones, requiere una integración personalista -mediante la inteligencia y la voluntad- de los impulsos sexuales, que respete el bien conyugal y de los hijos; y, por tanto, acceder a esa pretensión, aparte de exponer a los perjuicios ya mencionados, favorecería el descontrol sexual del cónyuge y constituiría una ilícita cooperación material a su pecado. Dicho de otro modo, si es lícito que vivan la continencia periódica es porque piensan que en sus circunstancias ni deben buscar positivamente la procreación, ni deben suspender totalmente las relaciones maritales para evitar absolutamente la posibilidad de un nuevo embarazo que pudiera ocasionar un perjuicio mayor que los que podrían derivarse de la total ausencia de esas relaciones. Y por lo tanto, mientras que no obrarían mal manteniendo relaciones en los días previsiblemente agenésicos puesto que de este modo no procurarían la procreación aunque estarían dispuestos a aceptarla; en cambio, prestándose a mantenerlas en los días previsiblemente fértiles, estarían incumpliendo el grave deber moral de no buscarla positivamente, que entienden que Dios les pide en ese período de su vida matrimonial.
166. Son varios los métodos actuales de detección de la ovulación femenina desde que los Dres. Jacobi y Squire (1865-1880), el Rev. W. Hillebrand (1929), el Dr. Palmer (1939) y otros demostraron que la temperatura basal corporal (TBC: temperatura del cuerpo en circunstancias basales, esto es, en ayuno y reposo) sufre un desfase térmico, elevándose al menos dos décimas de grado centígrado en la fase post-ovulatoria; y desde que, en 1960, los Drs. Billings advirtieron que el moco cervical experimenta unos cambios cíclicos pre y post-ovulatorios, visual y tactilmente perceptibles. A partir de entonces, la metodología reguladora se fue decantado hacia el doble chequeo del sistema sintotérmico. Es decir, adoptó como modelo operativo confirmar la detección del estado ginecológico aplicando fundamentalmente dos métodos (del moco y del cálculo menstrual) para la fase preovulatoria, y otros dos (del moco y de la TBC) para la fase post-ovulatoria; y pudiendo tener en cuenta además, según las personas, otros signos de la ovulación menos precisos, tales como el dolor abdominal, la turgencia mamaria, los cambios de posición y consistencia del cuello del útero, la dilatación de las pupilas, la hinchazón de un ganglio inguinal, la hiperactividad, el nerviosismo, etc.
Las investigaciones posteriores, apoyándose en diversos recursos de la tecnología actual, han conseguido asegurar física y bioquímicamente esta detección de la ovulación y adaptar su averiguación a las peculiaridades de cada mujer. Se indican a continuación diversos instrumentos tecnológicos con los que se cuenta actualmente para espaciar los nacimientos o facilitar la fecundación de manera humanamente ecológica, es decir, por caminos que respetan la integridad biofísica y psicoespiritual de las personas: BIO SELF (termómetro dotado de un microordenador para facilitar la interpretación de la temperatura basal); L-SOPHIA (semejante al anterior, pero más completo porque su ordenador procesa personalizadamente los datos del moco y otros parámetros: sirve como método sintotérmico); CYCLOTEST (mide la TBC; consta de microprocesador que admite también datos del moco y de determinaciones hormonales: es algo más completo que el anterior); CLEAR PLAN o test azul, OVUQUICK y CONCEIVE (los tres miden en orina el pico de la LH o luteohormona, que predice la ovulación); MONITOR OVÁRICO del Dr. BROWN (detecta la ovulación y los días fértiles, por la determinación en orina de dos metabolitos hormonales -estradiol y pregnandiol-); SAFE PLAN (detecta en orina los metabolitos de la progesterona y asegura que ha habido ovulación); PERSONA (determina los días fértiles mediante la detección en orina de dos metabolitos hormonales: estradiol y LH; consta de un microordenador que procesa personalizadamente esos datos y los ofrece a la usuaria ya interpretados); BIOFERT EST (hisopo para extraer fluido vaginal: mide la encima peroxidasa cervico-vaginal; colorimétrico: cambia de color con la ovulación); OVULATOR y PG 53 (estudian la cristalización de la saliva o el moco en forma de hojas de helecho: especialmente útiles para casos especiales -como post-parto, trabajadoras nocturnas, etc.- en que no resulta factible averiguar la temperatura basal corporal); y ECOGRAFÍA (observar la evolución de los folículos ováricos).
167. Para calibrar el índice de eficacia de estas técnicas de observación de los signos y síntomas que, de manera natural, ocurren durante las fases fértiles e infértiles del ciclo menstrual femenino, baste saber, por ejemplo, que ya «en el Congreso Internacional celebrado en Málaga en noviembre de 1992, los resultados de un estudio multicéntrico de Düsseldorf, en el que se analizaron 3.547 ciclos, presentaron un índice de `Pearl´ -porcentaje anual de fallos- de 1,7%, y sólo el 0,3% fueron debidos a errores del propio método. En el último Congreso Internacional de Barcelona, el mismo estudio multicéntrico arrojó unos resultados -sobre un total de 17.500 ciclos- próximos al 98%. Son cifras similares e incluso mejores que las del uso de anticonceptivos artificiales» (J. Fernández-Crehuet, Ecología humana y sexualidad `Palabra´ 365-366, V-1995, 286). Últimamente, el índice de fiabilidad de los métodos naturales ha aumentado hasta el 99´2% (aunque su eficacia práctica disminuye hasta el 98% por los errores de las personas), incluso en los casos de estrés, post-píldora, puerperio, lactancia y premenopausia, en que -a pesar de que, al modificarse el moco cervical y cambiar los ciclos, se requiere una vigilancia más estricta de los signos y síntomas- los especialistas en los MNRF ya conocen con suficiente rigor científico los cambios específicos de cada una de esas situaciones y disponen de protocolos de actuación para cada supuesto concreto, que les permiten abordarlos con garantía.
168. El aprendizaje dura tres ciclos menstruales completos, aunque es conveniente revisar las gráficas a los seis meses y al año de haber comenzado el curso de MNRF. Por eso, un total de cuatro a seis consultas suele ser suficiente para su correcto aprendizaje. El valor ecológico de estos métodos se deriva del hecho de que «el núcleo de la planificación natural es el conocimiento y el respeto, rigurosamente científicos, del dinamismo `natural´ del organismo femenino, sin interferir en él ni distorsionarlo. Se limita a `saber´ en qué momento del ritmo biológico se encuentra la mujer y, por tanto, da la opción de proceder en consecuencia» (J. Fernández-Crehuet, Ecología humana y sexualidad, `Palabra´ 365-366, V-1995, 285). Respecto de su gratuidad, puede verse L.F. Trullols Gil-Delgado, Bases antropológicas de los métodos naturales de planificación familiar, en RF, 62.
169. Teniendo en cuenta el índice de eficacia para evitar la concepción de los MNRF (que -como se indicó en la nota 167- actualmente es del 99´2%, aunque la media de errores de los usuarios se acerque al 2%), resulta tristemente paradójico que abundantes `profesionales´ de la Medicina los desacrediten frívolamente, en la creencia de su escasa fiabilidad y que, en cambio, continúen recomendando los métodos antinaturales a pesar de sus serias contraindicaciones médicas (véase la nota 94) y de que el índice de fallos del preservativo -el más usado, por las razones aludidas en la nota 95- oscila desde un teórico 3% hasta un 13% en la práctica, o el 3% de errores del DIU y el 0´7% de la píldora y el o,5 % de las esterilizaciones quirúrgicas, que, por los motivos señalados también en esa nota, son cada vez menos aceptados por la población. Con las siguientes palabras, Mons. Martino denunció esa actitud en la Intervención que tuvo, como representante de la Santa Sede, en la Conferencia sobre población y desarrollo de El Cairo, el 7.IX.1994: «Los métodos naturales de planificación familiar son mencionados solamente de pasada en el borrador del Plan de acción, a pesar de que un número importante de familias desean usar estos métodos, no sólo por razones morales, sino también porque son científicamente eficaces, baratos, sin los efectos secundarios a menudo asociados a los métodos hormonales y técnicos, y porque fomentan, como ningún otro, la mutua cooperación y respeto de la pareja, sobre todo porque exigen una actitud más responsable de parte del varón» (n. 5).
170. El texto completo es el siguiente: «La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir, de la mujer, y con esto la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no `usada´, en cambio, como un `objeto´ que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona».
171. En ocasiones, se objeta que la práctica de los métodos naturales puede resultar antinatural, contraria a la espontaneidad del afecto y represiva de la libertad. Según señala el Presidente de la Asociación Española de Bioética, este error obedece a la confusión «entre la mera espontaneidad de los instintos y la genuina libertad humana, que radica en la voluntad. Dicho con otras palabras, se toma como amor lo que no es sino simple atracción física, similar a la que se experimenta en el reino animal. Pero amor no es exactamente lo mismo que pasión o deseo. Me parece un despropósito apelar a la espontaneidad de los instintos con el pretexto de tornarse más libre. Y todavía considero menos razonable la pretensión de conquistar la propia libertad sexual acudiendo a los contraceptivos... La espontaneidad propiamente humana es la de la voluntad: la que inclina a perseguir (desde ésta) el bien real y objetivo (de todas las dimensiones de la persona), aun cuando implique molestias o renuncias. Por eso se puede concluir que lo humana y noblemente espontáneo es el dominio de la voluntad, la victoria del amor sobre (el desorden de) los apetitos y sentimientos» (J. Fernández-Crehuet, Ecología humana y sexualidad, `Palabra´ 365-366, V-1995, 286-287. Los tres paréntesis son míos: me ha parecido conveniente añadir esos matices para evitar una posible interpretación voluntarista y maniquea, que sería contraria al pensamiento del autor, según se infiere claramente del contexto).
172. A este respecto, no está de más hacer notar que el deber de practicar la continencia periódica no se plantea, de ordinario, en los primeros momentos de la vida conyugal, sino cuando ya ha pasado lo que podría denominarse como el `fragor de los recién casados´: es decir, cuando ya pueden estar en condiciones de vivenciar las relaciones maritales de forma más honda y reflexiva y, por consiguiente, disponen de una mayor capacidad psicoafectiva para restringir sus expresiones biosexuales de afecto a periodos determinados. Por ese motivo también, no parece conveniente normalmente casarse cuando las circunstancias aconsejarían evitar los hijos durante los primeros momentos de la vida matrimonial. Por lo demás, para no exagerar el sacrificio que pueda suponer cumplir el deber moral de guardar la continencia periódica ante la necesidad de espaciar los nacimientos, conviene que los esposos adviertan que este deber también se plantea frecuentemente en la vida conyugal -a veces de forma absoluta y en otros casos como algo aconsejable- por motivos puramente sanitarios como, por ejemplo, en las cuatro primeras semanas después de un parto, de un aborto o de una intervención ginecológica; o en las últimas semanas de una gestación, en periodos más o menos largos de fatiga excepcional o de enfermedad de la mujer, o en los días de indisposición menstrual.
173. En efecto, «con los MNRF -una vez que han sido aprendidos y la pareja ha sido convenientemente adiestrada-, hemos constatado que, aun teniendo unos días de abstinencia, el número de relaciones aumenta, no sólo en cantidad, sino también en calidad, y esto nos parece sumamente importante. Las relaciones son más plenas y satisfactorias, fundamentalmente porque la mujer no tiene miedo al embarazo -si no es esto lo que se han propuesto-, y porque al haberse abstenido durante unos días, en los cuales, para mantener una comunicación gratificante, han tenido que desarrollar más todas sus cualidades de ternura, afectividad, etc., llegan a una relación sexual en la que los dos se sienten libres, amados y con un deseo de donación mutuo mucho mayor» (C. García Villanova, Psicología de la sexualidad en los métodos naturales de regulación de la fertilidad, en RF, 215).
174. El término latino caelebs proviene del sánscrito kévalah, que significa solo. Más que para denominar el estado de vida de soltero -que contiene unas connotaciones negativas-, parece adecuado para designar tanto la capacidad humana de ejercitar un tipo de paternidad/maternidad que no requiere la simbiosis conyugal, como un estado de vida positivamente escogido, el celibato. Conviene aclarar también el uso que se hará a continuación de los términos `célibe´ y `celibato´: con el adjetivo célibe se hará referencia a un ámbito de realización de la sexualidad; con el sustantivo celibato se designará un estado de vida en que ese ámbito se convierte en un cauce exclusivo de realización de la masculinidad o feminidad, que no resulta frustrante para el individuo por constituir una sublimación de sus virtualidades procreativo-conyugales. Con las expresiones `metaprocreativo-conyugal´, `metanupcial´ o `metamatrimonial´ se pretende expresar la superioridad que, según se explicará en el apartado 2 de este capítulo, este cauce de realización de la masculinidad o feminidad tiene respecto del ámbito procreativo-conyugal, nupcial o matrimonial de éstas.
175. En ocasiones se cuestiona la posibilidad de que entre un varón y una mujer pueda existir una amistad marginal a los intereses eróticos y venéreos. En mi opinión, esa índole de afecto, que existirá ciertamente en la bienaventuranza celestial (cf Mt 22, 30), es teóricamente posible en la vida presente, no ya cuando cada uno de ellos no resulta atrayente al otro ni en lo psicosexual ni en lo biosexual, sino porque cabe reconocer los valores psicosexuales y biosexuales de una persona del otro sexo y no desearlos para sí, limitando la relación comunional con ella a otro orden de valores. No obstante, para que esto sea posible, resulta imprescindible una plenitud psicoafectiva -encontrarse plenamente enamorado en sentido nupcial o célibe- de la que no siempre dispone la persona. Y por esta razón, el trato prolongado con una persona del sexo complementario suele ocasionar que la simple amistad que hubiera inicialmente, se vea interferida, en momentos de debilidad afectiva, por los intereses sexuales. En todo caso, lo que sí me parece imposible es que una relación motivada por intereses psicosexuales pueda mantenerse por mucho tiempo en el orden platónico, ya que la conexión de lo erótico con lo venéreo es naturalmente indisociable.
176. Desde esta perspectiva se comprende el carácter ilusorio de la pretensión de encontrar el compañero o la compañera sentimental ideales entre personas que, por su orientación afectiva homosexual, son sexualmente incapaces de abrirse a la alteridad, de pensar en el otro. Como reconoció abiertamente, ante las iras del movimiento gay, el sociólogo alemán Dannecker, que se autodefine homosexual, `la fiel amistad homosexual´ es un mito (cf D. Contreras, Una esperanza contra el fatalismo, `Aceprensa´ 136/95, 25.X.1995, 3). El psicólogo P. Cameron muestra con datos empíricos que la inestabilidad del consorcio homosexual procede de la tendencia que fomenta esta actividad, a obtener una gratificación sexual inmediata (A Case Against Homosexuality, `The Human Life Review´ 4,3 -1978- 17-49). S. McCraken ilustra esta tendencia casi exclusiva al placer y la consiguiente irresponsabilidad que produce la práctica homosexual, citando la siguiente estadística: aunque, entre los practicantes de la homosexualidad entrevistados, el 14% de los varones y el 38% de las mujeres aseguraban vivir el equivalente a `un matrimonio feliz´, sin embargo el 84% de los varones estudiados buscaban una aventura con otra persona por lo menos una vez al mes, el 42% por lo menos una vez a la semana, y la mitad de los varones de este estudio tuvieron por lo menos quinientos compañeros de actividad sexual (Are Homosexuals Gay? `Commentary´, I.1979, 22). En el presente subapartado se vienen sintetizando las ideas más relevantes desde el punto de vista antropológico, que aparecen en los siguientes documentos: CH; PH, 8; AH, 101-105; UH, 9; y CEC, 2357-2359.
177. Hay dos adagios latinos que explican el contraste que existe entre el modo unitario con que se establecen las relaciones sexuales normales (donde la variedad no proviene propiamente de lo sexual sino de las peculiaridades de cada persona), y la compleja multiformidad con que se plantean las relaciones homosexuales, según sea el origen de cada desviación. Dicen así: Bonum, uno modo; malum multifariam y bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. En efecto, a diferencia del bien, cuyas variedades no se oponen a la unidad porque todas contienen la totalidad de los elementos integrantes de aquél, el mal se realiza en una multiformidad discordante porque sus variedades pueden tener su origen en diferentes deficiencias de bondad.
178. En efecto, si lo que se pretende es el mero placer individual y no la alegría de satisfacer a otro, el varón, al ser menos refinado y sensible que la mujer, rehuirá las exigencias de delicadeza que requiere la satisfacción femenina, prefiriendo conjuntarse sexualmente -por su rudeza- con otro varón. Y otro tanto sucederá a la mujer, que encontrará en las personas del mismo sexo la sensibilidad que le agrada, sin tener que soportar la tosquedad masculina. Este tipo de homosexualidad de raíz ética y no psicosomática, cuya génesis describe San Pablo en Rom 1, 21-27, es la que más abunda cuando se extiende socialmente la depravación moral. Por no tener su origen en una deficiencia psicosomática y ser, más bien, consecuencia de un ejercicio egoísta prolongado de la sexualidad, suele ser compatible con la heterosexualidad -es decir, es propia de personas bisexuales- y tiende a ser una homofilia socialmente descarada y beligerante que, lejos de inducir a su ocultamiento y remedio, pretende ser reconocida y equiparada civilmente a la heterosexualidad. Para conseguir esto, es presentada como una orientación impulsiva innata e irremediable, cuestión que en este caso no es cierta porque, aunque su ejercicio acabe repercutiendo en el orden psicosomático, el origen de este tipo de desviación no es congénito y, por lo tanto, su terapia se plantea fundamentalmente en el orden ético y moral, y -aunque pueda requerir un complemento de psicoterapia y farmacoterapia- no exige las actuaciones médico-clínicas que se precisan en el caso de la homosexualidad debida a alteraciones congénitas del sistema endocrino.
179. Este tipo de impulsos -en los que, aunque induzcan a expresiones de tipo venéreo, predomina como factor motivador el aspecto erótico- pueden surgir más fácilmente en las personas que -por su edad, o por problemas psíquicos o somáticos- no han superado la adolescencia. Y tanto más fácilmente cuanto menor sea su configuración psicosexual, así como su seguridad en sí mismos en orden a tratar sin timideces a las personas del otro sexo. Pues esta falta de trato con personas del sexo complementario puede ocasionar -al normal o patológicamente adolescente- que sus intereses sexuales, al encontrarse insuficientemente configurados, se dirijan hacia alguna persona del mismo sexo, por proyectarlos sobre algunos valores asexuales de ésta (p. ej., la elegancia o la especial delicadeza de un varón, o la condición especialmente recia y resuelta de una mujer), que ordinariamente están más desarrollados en las personas del sexo complementario. Esta interferencia de lo sexual en la inclinación afectiva hacia una persona del mismo sexo, que da lugar a lo que suele denominarse como `amistad particular´, puede deberse también a una inadecuada asociación del interés sexual a defectos del propio carácter: a una condición lábil, en el caso del varón, que le lleve a buscar protección en otro; o, en el caso de la mujer, a un carácter tosco que le haga especialmente atrayente la delicadeza de otras mujeres, de que ella carece. Y entonces, en la medida en que la orientación sexual de una persona se determine según esa índole de defectos de carácter, así se desviará hacia el tercer tipo de homosexualidad, que se describe a continuación en el texto. Todo esto muestra la importancia de atender debidamente la maduración psicosexual de los adolescentes, ayudándoles a vencer una timidez relacional que les llevara a evitar el trato con personas del otro sexo o a mantener con las del mismo sexo amistades exclusivistas que, por el individualismo materialista que está presente en ellas, abonarían el terreno a una desviada orientación de su impulsividad sexual.
180. Los especialistas vienen comprobando que esas actitudes, que están en la base de esta forma de desviación homofílica, pueden haber sido inducidas no sólo por violencias sexuales padecidas en la infancia y adolescencia, sino también por meras carencias afectivas sufridas en esas edades, que se deben, en un porcentaje importante, a deficiencias del ambiente familiar (p. ej., a hiperprotección materna y a distancia o violencia por parte del padre, en el caso de los varones; y en el caso de las mujeres, a falta de cariño materno, a minusvaloración de la condición femenina por parte de la familia, a autoritarismo materno y labilidad paterna, o a que se les haya inducido complejo de ser poco agraciadas). Esto explica que la homosexualidad «tiende a difundirse en la moderna cultura urbana» (SH, 104), tan debilitada en el orden familiar. Puede encontrarse un espléndido estudio sobre las raíces de los diversos tipos de homosexualidad, y los magníficos resultados que se pueden obtener empleando una psicoterapia adecuada, en la monografía del Prof. holandés Gerard van der Aardweg, Homosexualidad y esperanza. Terapia y curación en la experiencia de un psicólogo, ed. EUNSA, Pamplona 1997.
181. Se entiende por disfunción hormonal congénita la que procede de una deficiencia en el desarrollo inicial de las glándulas sexuales -p. ej., atrofia, disposición ectópica de los órganos sexuales, hermafroditismo, etc.-: la intervención endocrinológica clínica puede remediar este tipo de patologías, sobre todo si se actúa en los primeros años del crecimiento de la persona. En relación a su origen, los genetistas están investigando últimamente si existen alteraciones cromosómicas innatas que induzcan anomalías en el sistema endocrino. Por el momento, los resultados de las diferentes vías de investigación empleadas son contradictorios y no permiten aventurar conclusiones, ni en un sentido ni en otro, que estén suficientemente comprobadas desde el punto de vista científico (cf A. Pardo, Aspectos médicos de la homosexualidad, `Nuestro Tiempo´ 493-494, VII-VIII.1995, 82-89); sin embargo, no considero improbable que esta desviación afectiva tenga repercusiones orgánicas y que éstas puedan transmitirse genéticamente, pues esta influencia de lo afectivo en lo genético ya aconteció en el caso del pecado original y parece que sucede en otras patologías psíquicas. También se están iniciando investigaciones sobre la influencia neuroendocrinológica que pueden tener diversos factores ambientales -durante la gestación fetal, el desarrollo puberal, etc.- en la configuración patológica de la identidad psicosexual del individuo: es decir, en la producción de alteraciones adquiridas del sistema endocrino (cf J. Bancroft, Human sexuality and its problems, Churchil & Livingstone, Edimburgo y Londres, 1989; M.J. Baum, R.S. Carroll, J.A. Cherry y S.A. Tobet, Steriodal control of behavioral and neuroendocrine brain differentiation, `J of Neuroendocr´, 1990, 2, 401-408). En todo caso, la existencia una base endocrinológica debida a causas genéticas o a trastornos biográficos no justificaría la consideración no patológica de esa deficiencia -como propugnan los colectivos gays-, sino que, como en las restantes enfermedades -sean o no hereditarias-, la línea de actuación exigible sería la de procurar su curación. Pues que una desviación afectiva tenga una base orgánica -hereditaria o inducida biográficamente- no convierte en normales ni al aspecto psíquico ni al biofísico de esa patología. Y por eso la postura que parece cuerda en un supuesto así es intentar la prevención y el tratamiento adecuados.
182. En contra de lo que suele pensarse comúnmente, este tipo de homosexuales, a diferencia de los primeros, son los menos proclives a las prácticas homosexuales y a formar parte de los colectivos socialmente beligerantes. Primero porque, por el carácter no voluntario sino patológico del origen de su ordenación psicosexual, su homosexualidad es más padecida que querida y, por ende, no tienden a ufanarse de ella. Después porque para estas personas la conjunción biosexual tiene menos relevancia que para los varones normales (en el caso de las mujeres masculinas, por ser mujeres y, en el supuesto de los varones femeninos, por ser femeninos) y, por eso, la complementación psicosexual les resulta mucho más importante que la conjunción biosexual (aparte de que la satisfacción homosexual de los deseos biosexuales es, desde el punto de vista del placer venéreo, prácticamente equivalente a su satisfacción en solitario). Y también porque el tipo de personas del mismo sexo que suele atraerles son precisamente las sexualmente normales, con lo que tienden a relacionarse con ellas sin demostrar el carácter sexual de sus intereses, para evitar la ruptura relacional que se produciría en el previsible supuesto de que el otro, al advertirlo, rechazara sus pretensiones.
183. Las tendencias emotivas hacia el mismo sexo en la etapa adolescente ordinariamente no requieren intervención médica alguna porque son consecuencia de la falta de orientación afectiva que es propia de esa edad. Normalmente, son corregibles mediante una adecuada intervención educativa: «Muchos casos, especialmente si la práctica de actos homosexuales no se ha enraizado, pueden ser resueltos positivamente con una terapia apropiada... Los padres, por su parte, cuando advierten en sus hijos, en edad infantil o en la adolescencia, alguna manifestación de dicha tendencia o de tales comportamientos, deben buscar la ayuda de personas expertas y cualificadas para proporcionarles todo el apoyo posible» (SH, 104). Desde el punto de vista médico, el problema surge cuando la persona que experimenta esa inclinación desviada completa el ciclo de su personalidad -en torno a los 18 años- y la toma como inevitable. Pues al dejarse arrastrar por esa tendencia, provoca trastornos psíquicos arraigados cuya curación requiere ya una actuación médica especializada. En todo caso, conviene tener presente que «la acción pedagógica ha de orientarse más sobre las causas que sobre la represión directa del fenómeno» (SH, 72; cf PH, 9 y AH, 99).
184. El positivismo, al mostrar que la racionalidad es una facultad orgánica, afectó negativamente al convencimiento cultural de la existencia de la espiritualidad en el ser humano, puesto que esa convicción venía apoyándose en su racionalidad. Sin embargo, el positivismo no consiguió explicar la radicalidad de la distinción entre el uso que los humanos y los animales hacen de sus facultades orgánicas cognoscitivas y afectivas: esto es, la incapacidad animal para la cultura. No andaba errada, pues, la Escuela cuando presentaba la racionalidad como expresión de la índole espiritual del ser humano. Es cierto que su manera de subrayar el carácter espiritualista de la razón humana podía inducir a desconocer que ésta es una facultad orgánica. Pero esto no quita que hubiera acertado en advertir que la racionalidad es una propiedad de la mente humana, que obliga a reconocer la impronta personalista del espíritu en la sensibilidad del varón y de la mujer y que ayuda a descubrir esa otra dimensión espiritual (sapiencial o trascendental) que también está presente en el conocimiento humano.
185. Tanto en el afecto sexual como en el asexual, la psicoafectividad masculina o femenina se mantienen abiertas a ejercitarse con quienes se aproximen a su radio de acción. Pero en el caso de la persona casada, su radio de acción es menor que el de la célibe, a causa de las exigencias biofísicas que comporta el ejercicio de su esponsalidad y de su paternidad o maternidad: «El amor esponsal comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad -aun estando abierta a todos- consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres» (MD, 21a).
186. Según explica Juan Pablo II, esta universalidad de la actitud solidaria procede de que la solidaridad «es una actitud del ánimo fundada en la consideración de los vínculos cada vez más estrechos que, de hecho, ligan entre sí a los hombres y a las naciones del mundo contemporáneo. Mas la solidaridad es también una virtud moral, que nace del conocimiento de la interdependencia natural que vincula a todo ser humano a los propios semejantes en los varios componentes de su existencia: la economía, la cultura, la política, la religión. La solidaridad, por tanto, no puede reducirse a una vaga actitud de participación emotiva o a una palabra sin resonancia práctica. Requiere un empeño moral activo, una determinación firme y perseverante de dedicarse al bien común, o sea al bien de todos y de cada uno: todos somos responsables de todos» (JD a los trabajadores de Atac de Roma, 19.III.1988).
187. El hecho de que las aportaciones célibes que los varones puedan hacer a la sociedad, resulten incompletas sin las correspondientes aportaciones célibes femeninas -y viceversa-, no contradice la condición no simbiótica o autosuficiente de la proyección célibe de cada sexo respecto del otro, en orden a realizar por sí solos esos servicios. Es el bien común de la sociedad el que, para enriquecerse debidamente, necesita recibir e integrar esas aportaciones masculinas y femeninas. Pero éstas pueden producirse con independencia, y también mediante una mera conjunción de las peculiaridades varoniles o femeninas puramente psicointelectuales, que -por ser ajena al interés psicosexual recíproco y a sus implicaciones biosexuales- no resulta exclusivista y, por tanto, tampoco resta autonomía donativa, al ser posible satisfacer esa suerte de conjunción con otras personas del sexo complementario. De ahí que se pueda afirmar que, en el orden célibe, la masculinidad y feminidad, además de conservar su complementariedad en sentido `terminal´, adquieren una autonomía `originaria´ que no existe en el orden matrimonial.
188. Esto es lo que acontece en la Trinidad, donde Dios Padre no necesita de ningún complemento para ejercer eternamente su paternidad (cf MD, 8d-e). Y otro tanto sucede en la afectividad espiritual de las criaturas personales, que se ejercita mediante una entrega desinteresada a los demás, que vienen a ser como sus hijos, hasta conseguir que éstos co-espiren los mismos `sentimientos´ (espirituales) del donante y, por esta donación asimilada, puedan entregarse en unión con él a terceras personas.
189. De ahí que, como también advierte Juan Pablo II, en la analogía que existe entre las relaciones sexuales y las trinitarias, haya importantes diferencias que convierten al amor conyugal en un analogado del Amor trinitario, inferior al afecto célibe y al amor de benevolencia (cf MD, 6-8). En efecto, de una parte, la igualdad y la distinción que existen tanto entre las personas que forman la trinidad sexual, como entre las que constituyen la Trinidad divina, se encuentran en planos diferentes: entre el esposo, la esposa y los hijos hay igualdad personal y complementariedad natural, mientras que en la Trinidad hay identidad natural y correlatividad personal. Es decir, como recuerda el CEC, 239 y 370, la correlación amorosa trinitaria no es de índole sexual o natural, sino personal. Ninguna Persona divina necesita de complemento natural para vivir en plenitud amorosa. Se relacionan amorosamente no porque se distingan naturalmente y sean complementarias en esa distinción: sino que son personalmente correlativas porque su vivir es amar; y son naturalmente idénticas porque son plenitud de Amor (cf I Jn 4, 8). Por otra parte, en el orden biofísico de la sexualidad la unión es conceptualmente anterior a la paternidad/maternidad, porque ninguno de los cónyuges es suficiente para procrear. En cambio, en la Trinidad, la paternidad y la filiación son conceptualmente anteriores a la `co-espiración´ por la que existe el Espíritu Santo. Es decir, en la relación biosexual la filiación es fruto de la conjunción conyugal; mientras que en el amor espiritual y psíquico -célibe o nupcial- la unión co-espirativa es prolongación del afecto donativo y receptivo. Por consiguiente, el empleo de la comunión sexual como analogado de la Trinidad induciría a confusión si se olvidara que ni el Padre necesita de ningún complemento para ejercer eternamente su paternidad, ni el Hijo lo es de dos personas, ni el Espíritu Santo es hijo del Padre y del Hijo, sino co-espirado eternamente por ambos. Por eso, si bien es cierto que obviar el amor sexual, como analogado primario del Amor trinitario, podría dificultar la comprensión de las dimensiones de unión y donación que son inherentes a cualquier amor auténtico, ya que éstas se manifiestan paladinamente en la expresión biofísica natural del afecto sexual; no obstante, para profundizar en el conocimiento del Amor divino, es preciso ascender en esa vía analógica, primero reparando en el carácter comunional de la relación sexual humana; y sobre todo, deteniéndose en el afecto célibe y en el amor espiritual o de benevolencia, porque en éstos, por su desvinculación respecto de lo biofísico, resalta más claramente que en el amor sexual la prioridad de la donación sobre la unión, que es propia de las relaciones comunionales.
190. Es una constante en la tradición viva de la Iglesia católica, considerar la virginidad y el celibato como superiores al matrimonio (cf, p. ej., FC, 16). Ambos son cauces de ejercicio de ese «amor hermoso» que, con el fiat de Santa María, irrumpió en la historia de los hombres (cf CF, 20). Y aun cuando el amor conyugal sea materia de un sacramento, el amor virginal es superior y podría denominarse como el amor hermoso aristocrático.
191. Ambas cuestiones fueron objeto de los ciclos tercero y cuarto de la catequesis de Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo humano, que desarrolló en las audiencias generales de los miércoles, entre el 11 de noviembre de 1981 y el 21 de julio de 1982. El texto íntegro en castellano de estos dos ciclos puede encontrarse en Juan Pablo II, El celibato apostólico. Catequesis sobre la resurrección de la carne y la virginidad cristiana, ed. Palabra, Madrid 1995.
192. Es decir, como preparación para una esponsalidad y parentalidad maduras -si se siente vocación matrimonial-, o -si se ha emprendido un noviazgo, o se está casado y se piensa que no se debe procrear en ese momento- como ocasión de potenciar el aspecto psicoafectivo de la propia sexualidad; y, además, como requisito para no desvirtuar las virtualidades afectivas metasexuales, que todos deben siempre ejercitar y que constituyen para algunos -quienes tienen vocación al celibato- la materia exclusiva de su afectividad masculina o femenina.
193. «El concilio Vaticano II advierte que la aceptación y la observancia del consejo evangélico de la virginidad y del celibato consagrados exige `la debida madurez psicológica y afectiva´ (Perfectae caritatis, 12). Esta madurez es indispensable» (JG, 16.XI.1994, 7). Pablo VI subraya la dependencia de la castidad respecto de la ascesis necesaria para crecer en las restantes virtudes humanas (cf SC, 70). Es una consecuencia de la realidad de la connexio virtutum, y de la índole de presupuesto que unas virtudes tienen respecto de otras; y sobre todo, es una manifestación de que el amor conyugal y el virginal son dos variedades de la psicoafectividad humana, que deben ejercerse de forma esponsalicia: «La naturaleza de uno y otro amor es `esponsalicia´, es decir, expresada a través del don total de sí. Uno y otro amor tienden a expresar el significado esponsalicio del cuerpo, que `desde el principio´ está grabado en la misma estructura personal del hombre y de la mujer» (JG, 14.IV.1982, 4).
194. Cf 1 Cor 7, 7-9. A este motivo parece deberse que san Pablo también excluyera como candidatos al sacerdocio a los viudos que hubieran vuelto a casarse (cf 1 Tim 3, 2 12; y Tit 1,6): pues esta conducta podría indicar que su equilibrio psicoafectivo dependiera tanto del ejercicio de la sexualidad matrimonial como para no poder permanecer sin casarse después de enviudar y que, por consiguiente, carecerían de la madurez afectiva que es necesaria para poder renunciar sin traumatismos, en caso de ordenarse, a la vida conyugal; requisito éste -el de la renuncia a la vida marital- que, según da a entender el Apóstol y se insinúa en la respuesta de Jesucristo a san Pedro (cf Lc 18, 28-30; Mt 19, 27-30; Mc 10, 20-21), era exigido desde los tiempos apostólicos a los candidatos a las Sagradas Órdenes (cf A. Stickler, El celibato eclesiástico, su historia y sus fundamentos teológicos, `Scripta Theologica´ 26, 1994, 15-35: ahí se muestra cómo el celibato, al inicio, se refería primariamente a la prohibición de hacer vida marital después de la ordenación, mientras «que la prohibición de casarse... sólo pasó a primer plano cuando la Iglesia comenzó a preferir, y posteriormente a imponer, candidatos célibes, de entre los que eran reclutados casi exclusivamente o del todo los aspirantes a las Sagradas Órdenes»: p. 17).
195. En el caso del celibato por motivos apostólicos, esta dimensión afectiva es elevada al orden sobrenatural. No obstante, como la gracia no prescinde de la naturaleza, la capacidad donativa espiritual de la persona célibe no sólo requiere saberse espiritualmente integrado en la Comunión de los santos, sino también el apoyo psicoafectivo del trato con la Humanidad de Jesucristo y de la fraternidad afectuosa con personas que comparten esos mismos ideales. De ahí que, en atención a las circunstancias en que tiene que desenvolverse la vida de determinados presbíteros por las exigencias de su ministerio, el magisterio eclesiástico venga insistiendo en la necesidad de compensar su carencia de vida en familia estableciendo espacios relacionales con quienes están sobrenaturalmente vinculados a ellos por la misma vocación e, incluso, integrándose en asociaciones sacerdotales oportunamente reconocidas por la Jerarquía, que se propongan entre su fines favorecer la necesaria atención psicoafectiva de sus miembros (cf C. Vaticano II, PO, 8; LG, 28c; Decreto Christus Dominus, 30a; PA, 44 y 81; Congregación para el clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Jueves Santo de 1994, 28, 29, 88, 92 y 93).
196. F.W. Nietzsche expresó con las siguientes palabras, marcadas por el tono desdeñoso hacia la mujer que aparece en su filosofía del `superhombre´, la secular relegación femenina en su desarrollo extramatrimonial: «Si eres un esclavo no puedes ser un amigo. Si eres un tirano no puedes tener amigos. Durante mucho tiempo han estado escondidos en la mujer un esclavo y un tirano. Por eso no es la mujer capaz todavía de amistad; no conoce más que el amor» (Así habló Zaratustra, 1, del amigo). Habría que decir, más bien, que es la falta de formación cultural (en el sentido de cultivo o desarrollo de todas sus virtualidades personales, especialmente las metasexuales) a que se ha sometido a la mujer, lo que la induce a adoptar una actitud servil y acaparadora en el ámbito conyugal.
197. Cf VC, 34c. Esta dedicación a la maduración de las dimensiones personalistas de los seres humanos es incondicional en el sentido de no estar condicionada por las limitaciones de espacio y de tiempo que conlleva el cumplimiento de los deberes biofísicos anejos a la vida matrimonial. Pablo VI subraya que el celibato por el Reino tiene como razón de ser un planteamiento de la propia existencia terrena que se concibe como «una donación total de sí al Señor y a su Iglesia» (SC, 72). De otro modo, si quedaran aspectos de la personalidad sin ordenarse a ese fin, la plenitud psicoafectiva del individuo se frustraría y, como consecuencia, se resquebrajaría su equilibrio sexual.
198. Hablando del celibato sacerdotal, enseña Pablo VI que el deseo conyugal y procreativo se sublima desde el otro cauce de «maduración integral de la persona», esto es, mediante «una más alta y vasta paternidad, una plenitud y riqueza de sentimientos» (SC, 56). Por su parte, Juan Pablo II señala que «la Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar -en su integridad- la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad» (FC, 33); y añade: «Más aún, a la luz de las palabras de Cristo (cf Mt 19, 11-12), debemos admitir que ese segundo género de opción, es decir, la continencia por el reino de Dios, se realiza también en relación con la masculinidad o feminidad propia de la persona que hace tal opción; se realiza basándose en la plena conciencia de ese significado esponsalicio, que contienen en sí la masculinidad y la feminidad. Si esta opción se realizase por vía de algún artificioso `prescindir´ de esta riqueza real de todo sujeto humano, no respondería de modo apropiado y adecuado al contenido de las palabras de Cristo en Mateo 19, 11-12» (JG, 28.IV.1982, 7). De ahí que Juan Pablo II insista en que, para que esto sea entendido mayoritariamente, es necesario que los célibes presenten «al mundo de hoy ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que demuestren equilibrio, dominio de sí mismos, iniciativa, madurez psicológica y afectiva» (VC, 88).
199. Esta realidad parece importante para que los padres sean capaces «de ayudar a entender el valor... de la castidad a aquellos hijos no casados o inhábiles para el matrimonio por razones ajenas a su voluntad. Si desde niños y en la juventud han recibido una buena formación, se encontrarán en condiciones de afrontar la propia situación más fácilmente. Más aún, podrán rectamente descubrir la voluntad de Dios en dicha situación y encontrar así un sentido de vocación y de paz en la propia vida (cf FC, 16). A estas personas, especialmente si están afectadas por alguna inhabilidad física, es necesario desvelarles las grandes posibilidades de realizarse y de fecundidad espiritual (y psicoafectiva) abiertas a quien, sostenido por la fe y por el Amor de Dios, se empeña en ayudar a los hermanos más pobres y más necesitados» (SH, 36. El paréntesis es mío).
200. Por ejemplo, en el caso de existir una incapacidad congénita psíquica o somática para contraer matrimonio. Asimismo, pueden existir otras muchas causas que obliguen a las personas a permanecer en celibato. Por ejemplo, las circunstancias de la propia familia de sangre pueden requerir que alguno de los hijos renuncie a formar un nuevo hogar, al menos por algún tiempo, para atender a los suyos. La situación de celibato puede deberse también, simplemente, a la falta de recursos económicos para fundar un hogar, o a no haber conseguido encontrar una persona que satisfaciera las personales aspiraciones matrimoniales. En todo caso, las consideraciones que se hacen a propósito de las posibilidades de integración psicoafectiva de quienes han escogido el celibato por entender que ésa es su vocación, son aprovechables igualmente por los solteros o viudos mientras lo sean, aunque admitan la posibilidad de un futuro matrimonio. Sobre el modo de ayudar a orientar correctamente su situación, a las personas que se ven obligadas a permanecer solteras por las razones susodichas, cf CEC, 1658. Para un planteamiento cristiano de la viudez, pueden encontrarse abundantes elementos en JG, 10.VIII.1994.
201. A propósito de las razones no sobrenaturales que pueden motivar la voluntaria asunción del celibato, L. N. Tolstoi expresa con cierta hilaridad, en su novela Ana Kanerina, la necesidad social del celibato, poniendo en boca de un amigo de Levin -en la despedida de soltero de éste- la siguiente justificación de su soltería: «No soy enemigo del matrimonio. Soy amigo del reparto de trabajo. La gente que no puede hacer otra cosa debe hacer hombres y los demás contribuir a su educación y felicidad. Esa es mi opinión. El mezclar esas dos actividades es embrollar las cosas. Yo no lo hago» (en Obras, T. 2, 4ª ed., Aguilar, Madrid 1966, 313). Dejando aparte la visión reductiva del matrimonio que se expresa en esas palabras, el texto parece acertado respecto de destacar la utilidad del celibato para suplir las deficiencias educativas que se producen en las familias, y para construir otros aspectos del bien común, que trascienden el ámbito familiar de la existencia de las personas humanas.
202. El texto que trascribo a continuación acredita claramente, con la genialidad humana y la hondura cristiana que son habituales en Cervantes, el convencimiento acerca de esta doctrina:
«-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos... Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero...
-Todo eso es así -respondió don Quijote-; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.
-Sí -respondió Sancho-; pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes.
-Eso es -respondió don Quijote- porque es mayor el número de los religiosos que el de los caballeros.
-Muchos son los andantes -dijo Sancho.
-Muchos -respondió don Quijote-; pero pocos los que merecen nombre de caballeros» (El Quijote. II parte, Madrid 1978, 98-99).
203. Cf, p. ej., LG, 34b, 40b y 41e; GS, 47a, 48b y 49. Por distintas razones históricas, en las que no voy a entrar ahora, esta doctrina revelada había quedado oscurecida en la teología espiritual de los últimos siglos, hasta el punto de que resultara escandaloso, incluso en algunos ambientes eclesiásticos, que el beato Josemaría Escrivá asegurara -desde 1928, en que fundó el Opus Dei- que el matrimonio es un camino tan divinamente vocacional como el celibato (cf, p. ej., JC, 27) y que, por tanto, la «excelencia objetiva» que posee la vida consagrada respecto de las demás vocaciones eclesiales (cf VC, 18c y 32b), no prejuzga el grado de santidad -de excelencia subjetiva- que las personas llamadas a otro estado puedan alcanzar correspondiendo a su específica vocación divina.
204. Una vez más recurro a Cervantes como testimonio de la conciencia cristiana acerca de la entraña de heroicidad que contiene la existencia corriente, rectamente vivida:
«-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-; pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir, que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ella tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni se me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el de encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso» (El Quijote. I parte, cit., 173-174).
205. Como explica Juan Pablo II, aunque las inclinaciones que se ordenan al cumplimiento de las necesidades temporales son buenas en sí mismas, la persona humana, «al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a Dios como el bien absoluto. Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una `terapia espiritual´ para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios viviente» (VC, 87). Este testimonio es ofrecido también por los cristianos seculares -ministros o laicos- que asumen el celibato por el Reino para representar, en el caso de los ministros, al Esposo de la Iglesia o, en el caso de los laicos, para contar con una mayor disponibilidad en orden a santificar las estructuras temporales.
206. En la tradición viva de la Iglesia, entre estas razones para asumir el celibato por el Reino, ha prevalecido una distinta, según se tratara de la vocación al sacerdocio ministerial, a la virginidad laical o a la vida consagrada. En el caso de los sacerdotes, la doctrina católica ha entendido su celibato (que no es un voto sino un compromiso eclesial) como expresión corporal del significado esponsalicio respecto de la Iglesia de Jesucristo -unión y donación personal a ésta-, que contienen la consagración y misión sacerdotales. En efecto, la configuración ontológica con Cristo Cabeza y Esposo de la Iglesia, que opera la consagración sacerdotal, impulsa al ministro ordenado a dedicarse a su misión con el mismo Amor de Buen Pastor y Esposo que emana del Corazón del Señor Jesús (cf PA, 29. Sobre la historia y el sentido del celibato eclesiástico, puede verse el magnífico estudio del cardenal A. Stickler, El celibato eclesiástico..., cit., 13-77). Desde los tiempos apostólicos también se ha dado en la Iglesia la experiencia de laicos que han asumido el celibato por el Reino (cf CEC, 1618). En este caso, tiene el sentido de una mayor disponibilidad psicoafectiva para la transformación cristiana del mundo desde dentro (cf SH, 34, in fine, en que se habla de «la dedicación al prójimo por un ideal» como un tipo de celibato distinto del sacerdotal y de la virginidad consagrada). En el caso de los religiosos, la doctrina cristiana ha entendido que, entre las diversas significaciones del celibato por el Reino, el voto de castidad célibe contiene un primordial sentido de índole escatológica, es decir, de promover la santidad recordando la provisionalidad de la vida secular, mediante ese testimonio que anticipa en la tierra la condición de Esposa del Cordero que los bienaventurados poseerán en plenitud en la vida definitiva (cf Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.X.1965, 12; MD, 20e; VC, 16b y 32b).
207. Podría objetarse a esto que en el caso del celibato sacerdotal sí existe una superioridad espiritual en cuanto expresa la configuración ontológica del ministro ordenado con Jesucristo Cabeza, Esposo y Pastor de la Iglesia. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que esa configuración ontológica -si bien confiere al ordenado las gracias necesarias para ejercer santamente la capacidad recibida de ayudar a otros como instrumento de Cristo Sacerdote- no le hace más santo que los restantes bautizados, sino que su santidad depende de su correspondencia a su vocación específica: igual que la de los demás bautizados depende de la generosidad de su respuesta a la que cada uno haya recibido.
208. De hecho, dentro de la Iglesia, que es «`el pueblo de la vida y para la vida´, es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza -la de ser comunidad de vida y amor, fundada sobre el matrimonio- y de su misión de `custodiar, revelar y comunicar el amor´ (FC, 17)... La familia es verdaderamente `el santuario de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano´ (CA, 39). Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible» (EV, 92).
209. La distinción aristotélica entre práxis (la operación inmanente) y poiésis (el hacer) expresa esta diversidad de virtualidades de la corporeidad humana. La aptitud especulativa y estética pertenecen a la dimensión contemplativa o `práxica´ de la sensibilidad humana y, por eso, no se actualizan de suyo cinéticamente, sino de forma instantánea. En cambio, la capacidad humana de mejorar el mundo mediante el trabajo, se encuentra en el orden transformador o `poiético´ y, por ello, se ejercita según las leyes que rigen el movimiento, esto es, según la sucesión temporal. Ahora bien, mientras la persona no llegue al término de su existencia temporal, su capacidad práxica necesita de lo poiético para desarrollarse porque lo emplea como la materia de su ejercicio y como su cauce de expresión. Y esto ocasiona que las virtualidades práxicas del ser humano, aunque en cada ocasión se actualicen instantáneamente, no alcancen su plenitud efectiva de una vez, sino que se desarrollen paulatinamente mediante hábitos. En cambio, después de que con la muerte haya terminado el proceso de maduración psicoespiritual de la persona, así como su evolución biofísica, los cuerpos resucitados no ejercerán las actividades humanas que se ordenaban a facilitar aquellos procesos -tanto la nutrición, el crecimiento y la actividad biosexual, como la actividad poiética dirigida a posibilitar estas funciones biofísicas-. Y por eso, la actualización de la plenitud interior del individuo no necesitará ni del ejercicio de esas funciones biofísicas, ni de la transformación utilitaria del entorno; sino que todo el obrar humano será un desbordarse de lo que la persona haya llegado a ser, sin resultar modificada por las actividades corporales que, después de la resurrección de la carne, pueda realizar.
210. El mandato laboral, que aparece también en el segundo relato creacional (cf Gen 2, 15), no contiene, por tanto, ningún sentido penal: aparece en la Biblia antes de que en el tercer capítulo del Génesis se haga referencia al pecado original. La consecuencia del pecado no es, pues, el trabajo mismo, sino el sufrimiento que éste acarrea en el actual estado de naturaleza caída: una consecuencia que, al haber sido asumida por el Redentor, lejos de resultar deletérea para el ser humano, puede convertirse en medio de purificación y santificación (cf HC, 47).
211. La otra faceta de la personalidad que ha de cultivarse al descansar, es la espiritual o religiosa: aunque de ella no se tratará aquí, quedando reservada para el último capítulo la exposición de la influencia de su desarrollo en el equilibrio sexual de la persona. Sí parece oportuno señalar, en relación a la concepción cristiana del descanso humano, el enfoque más antropológico con que el nuevo ordenamiento canónico de la Iglesia prescribe el deber de vivir cristianamente el descanso de los días de fiesta. Pues, al abandonar el uso del término `trabajo servil´, soslaya su posible interpretación economicista, para ir al fondo de la cuestión, con su prohibición de un planteamiento del descanso que dificultara acrecentar el sentido gozoso de la vida vivida en unión con Dios, porque obstaculizara el culto divino o reponer las energías psicosomáticas desgastadas (cf CIC, c. 1247; DD, 65-68). De este modo, congrua congruis referendo, se ofrece a los cristianos una orientación valiosísima respecto de la manera de enfocar los momentos de descanso necesarios, esto es, el tiempo libre diario, los fines de semana y los periodos de vacaciones: si la organización del trabajo diario, o de las actividades de los momentos semanales y anuales de vacaciones, impidieran descansar el espíritu con las prácticas de piedad, el descanso de la afectividad -olvidando las propias preocupaciones mediante el ocuparse de las de los demás (familiares y amigos)-, o el descanso corporal -cambiando la actividad habitual por otras ocupaciones que desarrollen aspectos de la personalidad menos cultivados-, la personalidad se iría resquebrajando en sus tres niveles; es decir, se resentiría la salud espiritual, psíquica y corporal del individuo.
212. En este sentido pueden resultar útiles tanto la exposición de las influencias que ejerce la televisión en las personas, como las sugerencias para aprovechar educativamente en el hogar este medio, que aparecen en el libro de J. Ferrés, Televisión y educación, ed. Paidós, Barcelona 1994, 23-102 y 133-142.
213. Respecto de lo primero, Jesucristo remitió a la necesidad de la gracia divina como condición para alcanzar una adecuada comprensión del sentido natural de la sexualidad (cf Mt 19, 11); y en el libro de Tobías, que es como la carta magna sobre el matrimonio en las Escrituras, se presenta la importancia de la oración para superar el desorden sexual (cf Tob 8, 1-10). Y respecto de lo segundo, Jesucristo exigió en las bienaventuranzas la pureza del corazón, para ser capaces de ver a Dios (cf Mt 5, 8); y San Pablo explica que la lujuria embrutece y estraga el paladar espiritual (cf 1 Cor 2, 14). No nos detendremos aquí en esta segunda cuestión, puesto que el tema que nos ocupa es la sexualidad, y no la espiritualidad de la persona: aunque en el capítulo III de la I Parte se haya tratado implícitamente -al hablar de la trascendencia personal de la rectitud o inmadurez sexual- la repercusión de la vida sexual en la vida espiritual del individuo; sin embargo, lo que interesa aquí es explanar esa peculiaridad de la sexualidad humana, diferencial respecto de la sexualidad animal, que constituye el hecho de que su ejercicio recto resultaría costoso, y su madurez, imposible, si la persona no progresara simultáneamente en su vida espiritual.
214. La exposición de las propiedades trascendentales de todo lo real (su unidad, belleza, bondad, etc.), que aparece tradicionalmente en los tratados de Metafísica, constituye un reconocimiento implícito de la capacidad humana de entender la realidad como Dios la entiende. Aunque se trate de una consideración imperfecta desde el punto de vista sapiencial -en cuanto que no llega a captar que esas propiedades expresan la condición creatural de los entes-, el reconocimiento de que todas las criaturas convergen en unas propiedades que trascienden su diversidad constitutiva, demuestra que la inteligencia humana, por encima de sus virtualidades raciocinantes, contiene una dimensión metasensorial o espiritual que trasciende el ámbito fenomenológico.
215. En efecto, esta doble reciprocidad afectiva que, según se explicó en el apartado 1.b del capítulo II de esta II parte, podría no llegar a producirse por meros intereses sexuales, es inducida, en cambio, en cuanto se advierte con los ojos del espíritu que «el Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad» (EV, 76).
216. Véase a este respecto lo que señala el Concilio Vaticano II acerca de la autonomía de lo temporal y de que la primera consecuencia de la intervención divina sobrenatural en la historia humana es desentrañar el misterio del hombre (cf GS, 36 y 22, respectivamente). En este mismo sentido, aunque en otro contexto, insistía recientemente Juan Pablo II, al subrayar la necesidad de prestar atención a los elementos humanos, respetando su consistencia natural, para poderlos aprovechar sobrenaturalmente (cf JD a la plenaria de la Pontificia Comisión Bíblica, 23.IV.1993, 6-8). Y es que no se debe establecer -como hace la teología protestante- una solución de continuidad entre el orden natural y el sobrenatural, puesto que la creación es el inicio de la acción salvífica de Dios con los hombres: una acción salvífica que se continúa en la intervención redentora, a fin de remediar sobrenaturalmente los efectos del pecado en la naturaleza creada (cf CEC, 280).
217. Esto no obsta para que, según se vió en su momento, cuando alguien esté deteriorado sexualmente y, como consecuencia, sea refractario, por desesperanza, respecto de las motivaciones religioso-morales, quizá no convenga inicialmente poner el acento en argumentos de este tipo, sino más bien hacerle ver lo inconveniente de su conducta con razonamientos de índole más bien ética. Después, en la medida en que haya reconocido, desde un punto de vista ético, su error y que, paralelamente, la persona esté abierta a la rectificación, entonces será el momento de invitarle abiertamente a asumirlo moralmente, para que ese reforzamiento volitivo de sus propósitos éticos contrarreste las dificultades que el interesado encontrará en el camino de vuelta; dificultades que son consecuencia de los malos hábitos adquiridos.
218. La acción sobrenatural de Dios en el ser humano caído reactiva la capacidad de su espíritu, atrofiada por el pecado, de tratar desinteresada o altruistamente a los demás: es decir, de quererles con ese tipo de amor, tan bien descrito por san Pablo (cf 1 Cor 13, 1-7), que es el amor espiritual o caridad (de járis, gratuito, desinteresado). Pues sólo mediante el espíritu la persona puede descubrir el Ser de las Personas divinas, que es espiritual, experimentar su Amor providente, saberse inmortal y -como consecuencia de todo esto, que es su verdad- vivir en el amor, es decir, olvidado de sí mismo y entregándose generosa y gratuitamente a los demás (cf GS, 24).
219. Cf 1 Cor 6, 19. Glosando este texo, Juan Pablo II señala que «a los ojos de Pablo, la dignidad del cuerpo no se debe solamente al espíritu humano -por el que el hombre se constituye en sujeto personal-, sino, más aún, a la realidad sobrenatural de la morada y presencia del Espíritu Santo en el hombre, en su alma y en su cuerpo, como fruto de la redención realizada por Cristo» (JG, 11.II.1981, 3). Y añade que la conciencia de esta presencia es fruto del don de piedad: «Entre estos dones -conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf Is 11, 2, según los setenta y la Vulgata)- el don más congeniante con la virtud de la pureza parece ser el don de la `piedad´ (eusebeía, donum pietatis). Si la pureza dispone al hombre a `mantener el propio cuerpo en santidad y respeto´, según leemos en 1 Tes 4, 3-5, la piedad, don del Espíritu Santo, sirve de modo particular a la pureza porque sensibiliza al sujeto humano ante la dignidad propia del cuerpo humano, en virtud del misterio de la creación y de la redención» (JG, 18.III.1981, 2; cf EV, 30-51).
220. Como subraya J.M. Martínez Doral, «un amor fuerte y lleno de ternura es, pues, una de las mejores garantías y sobre todo una de las causas más profundas de la pureza conyugal. Pero hay todavía una causa más alta. La castidad, nos dice San Pablo, es un `fruto del Espíritu´ (cf Gal 5, 23), es decir, una consecuencia del amor divino. Para la guarda de la pureza en el matrimonio hace falta no sólo un amor delicado y respetuoso por la otra persona sino sobre todo un gran amor a Dios. El cristiano que intenta conocer y amar a Jesucristo encuentra en este amor un poderoso estímulo para su castidad. Sabe que la pureza acerca de modo especial a Jesucristo y que la cercanía de Dios, prometida a los que guardan limpio el corazón (cf Mt 5, 8), es la garantía principal de esa misma limpieza» (La santidad en la vida conyugal, art. cit., 881).
221. Se trata de relaciones que la teología escolástica ha explanado con amplitud y rigor analíticos al señalar que las facultades del alma se derivan de ella como las partes de un todo potestativo, y guardan entre sí unas relaciones de dependencia y subordinación que ocasionan que la conducta virtuosa encierre diversas virtualidades que, como elementos integrales suyos, han de estar siempre presentes tanto en las diversas materias en que la virtud se ejercita (que son como sus partes subjetivas), como en los distintos niveles de la persona -a saber, el biofísico, el psíquico y el espiritual-, que vienen a ser como sus partes potenciales. Ahora bien, a diferencia de lo que sucede respecto de las partes subjetivas, donde se expresa por igual la virtud de la persona; en los niveles de la persona, la conducta virtuosa va afianzándose de manera `potestativa´: es decir, necesitando consolidarse en los niveles más bajos, antes de establecerse en los más altos. Pues, al modo como la potencia es genéticamente requerida por el acto, así también aquéllos -aun cuando deban ejercitarse en orden a éstos- son no obstante su condición de posibilidad y su presupuesto genético (cf, p. ej., santo Tomás de Aquino, In I Sent. d.8, q.5, a.3, sol.; In II Sent. d.9, q.1, a.3, ad 1 y d.24, q.1, a.2, sol.).
222. Estas interdependencias se reflejan muy bien en el siguiente texto, en que primero se señala que la castidad depende de la actitud generosa del individuo, para mostrar después que sin ella no es posible la rectitud afectiva asexual: «La castidad es la afirmación gozosa de quien sabe vivir el don de sí, libre de toda esclavitud egoísta. Esto supone que la persona haya aprendido a descubrir a los otros, a relacionarse con ellos respetando su dignidad en la diversidad. La persona casta no está centrada en sí misma, ni en relaciones egoístas con las otras personas... La pureza de mente y de cuerpo ayuda a desarrollar el verdadero respeto de sí y al mismo tiempo hace capaces de respetar a los otros» (SH, 17).