Autor: | Editorial:
Verdad y Libertad. El sentido de la vida humana
VERDAD Y LIBERTAD
Muchos de nuestros contemporáneos son hombres superficiales, que no tienen ideas personales, que orienten con fuerza su vida. Por eso, van por la vida sin rumbo, desorientados, según el viento de la moda o de la opinión. Para ellos, no hay prohibiciones ni limitaciones. Y caen en el permisivismo: todo está permitido. Y de aquí surge en ellos el relativismo, que es hija natural del permisivismo. Todo es relativo, cualquier cosa puede ser buena o mala, positiva o negativa, depende. Lo único absoluto es que todo es relativo. Y se llega al escepticismo, a dudar de todo, y viene la tolerancia total y la indiferencia pura, porque si no podemos tener certezas seguras, entonces hay que vivir intensamente y a todo placer, a como dé lugar. Es la civilización light, que evita todo esfuerzo y sacrificio. Es el hombre desombrecido, como diría Quevedo, que se hace menos hombre al alejarse de Dios y encerrarse en un egoísmo brutal, que se olvida de los demás.
Para ellos, lo que otros llaman verdad es sólo una opinión más. Lo único que vale es la libertad: pensar, hablar, obrar y creer, de acuerdo a lo que cada uno considere lo mejor. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias contestan incluso las certezas de la fe (FR 91). Hay algunos sistemas filosóficos que, engañando al hombre, lo han convencido de que puede decidir autónomamente sobre su propio destino y su futuro, confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. Pero la grandeza del hombre jamás consistirá en eso. Sólo la opción por la verdad será determinante para su realización personal. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y de su llamado al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo (FR 107).
Algunos han llegado a exaltar la libertad hasta el punto de considerarla como norma absoluta y fuente de los valores. De este modo, sólo la conciencia personal tendría el derecho de decidir sobre lo que es bueno y malo. Lo que es bueno para mí es bueno para todos. Pero cada uno tiene la obligación de buscar la verdad objetiva, que es válida, no sólo para mí, sino para todos los hombres. Porque hay principios fundamentales, que son universales e inmutables. Así como hay actos intrínsecamente malos, malos de por sí, independientemente de las circunstancias. Una obra mala no se hace buena por hacerlo por un fin bueno, por ejemplo, robar para dárselo a los pobres. Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Éstos bien merecen la propia condena (VS 78). Sólo las acciones que están conformes al bien, al verdadero bien del hombre, conducen a la vida (VS 72). El fin no justifica los medios.
S. Agustín decía: En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados, como el robo, la fornicación, la blasfemia y otros actos semejantes ¿quién osará afirmar que, cumpliéndolos por motivos buenos, ya no serían pecados o, conclusión más absurda, que serían pecados justificados?. Hay principios fundamentales que están inscritos en la conciencia y que todos deben respetar, pues el bien está de acuerdo a la verdad objetiva de lo que es realmente bueno para la realización personal del hombre.
Por eso, es tan importante que nuestra libertad se base en la verdad, ya que como dice Jesús: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8,32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y, al mismo tiempo, una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición para una auténtica libertad... Después de dos mil años, Cristo aparece como Aquel que trae al hombre la libertad, basada en la verdad, Aquel que libera de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces en el alma del hombre, en su corazón y en su conciencia (RH 12). La verdad no es creada por cada uno o por grupos humanos especiales, la verdad existe, la verdad universal, a la que todos deben someterse, y esta verdad en último término es Dios, que es quien da sentido a la vida del ser humano. Por eso, se comete pecado cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del mandato divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación... y el hombre se aleja de Dios y pierde el amor (VS 70).
Lamentablemente, muchos hombres actuales desconfían de encontrar la verdad, porque ésta ha sido, con frecuencia, presentada con dogmatismo, intolerancia o fanatismo. Por eso, no creen en una verdad absoluta, sino en una verdad relativa, la que emana de las urnas y se convierte en ley por el poder de los votos. Pero esta verdad, periódicamente cambiante en cada consulta electoral, no puede satisfacer el corazón humano que busca razones firmes y seguras en que anclar la propia existencia. La verdad debe ser eterna y para todos. La verdad no puede ser fruto del consenso de la mayoría, pues, de este modo, podrían justificarse los más graves errores y crímenes contra la humanidad como el aborto. Tampoco podemos aceptar, con algunas filosofías del escepticismo o del nihilismo, que no se puede llegar a conocer nunca la verdad, que somos demasiado pequeños para llegar a estar seguros de lo que es la verdad definitiva. Esto llevaría también a decir que no se pueden asumir compromisos totales y definitivos, como si el hombre fuera un ser provisional, vivir al día; porque lo que hoy dicen que es bueno o verdadero, mañana pueden decir que es malo y falso. NO, hay que decirles a estos seguidores de la nada y del absurdo que Dios es VERDAD, que es LUZ, que es AMOR y Él, con su sabiduría infinita, nos ha creado y nos enseña la verdad definitiva para que no nos equivoquemos y podamos vivir para la eternidad.
Por eso, ha puesto en nuestros corazones la ley natural que Él mismo ha escrito en nuestra naturaleza y que a través de nuestra conciencia, nos dice lo que nos conviene para nuestra realización personal. Y esto es lo mismo para todos los seres humanos. Podemos decir que la ley natural es la voz de Dios, que llega a nosotros a través del entendimiento o de la conciencia. Esta ley natural es la base y fundamento de la Moral y de los derechos humanos fundamentales para todos los hombres, aunque la conciencia o conocimiento de esta ley natural pueda ser mal interpretada en algunos, por efecto de sus pecados, cultura o educación.
La conciencia es el sagrario del hombre en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de sí mismo... En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. En obedecer esta ley escrita por Dios en su corazón está su dignidad humana y según ella será juzgado (GS 16). La dignidad humana exige que el hombre actúe según su conciencia (GS 17).
Hay, pues, que buscar con ahínco la verdad y el bien en nuestra vida. Dios nos habla a través de nuestra conciencia. Sus mandamientos no son órdenes caprichosas, sino señales para que no equivoquemos el camino. ¿Qué diríamos de aquel hombre que se dijera a sí mismo al ir por la carretera: yo no obedezco las señales de tráfico? ¿Quién ha puesto estas señales aquí? ¿Por qué voy a tener que obedecer a un desconocido? ¿Por qué no puedo ir a la izquierda, cuando la señal indica ir por la derecha? Si así piensa y actúa y va a la izquierda, probablemente caerá en el barranco y se matará. Eso les pasa a los hombres que no quieren escuchar la voz de su Padre de Dios a través de su conciencia y quieren seguir sus propias ideas. Hombres que todo lo discuten y creen que sus ideas son las mejores. Son los soberbios, que no aceptan imposiciones de nadie y se creen más sabios que el mismo Dios. Por eso, seamos razonables y responsables para ser libres de verdad. Solamente la verdad, que Dios nos enseña, nos dará la verdadera libertad, para llegar a ser hombres auténticos, plenamente humanos, llenos de luz y de amor.
EL SENTIDO DE LA VIDA HUMANA
Decía Blas Pascal: Cuando considero la escasa duración de mi vida absorbida en la eternidad, que la precede y que la sigue, el pequeño espacio que lleno y que veo, hundido en la infinita inmensidad de los espacios, que ignoro y que me ignoran, me estremezco y me asombro de verme aquí y no allí. Porque no hay razón alguna para estar aquí y no allí, para existir ahora y no en otro momento. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y mandato de quién me ha sido asignado este lugar y este tiempo? ¿Por qué está limitado mi conocimiento? ¿Mi estatura? ¿Mi duración a cien años y no a mil? ¿Qué razón ha tenido la naturaleza para darme lo que tengo y no otra cosa? Son preguntas que desde siempre han torturado al ser humano y que los filósofos con la sola luz de la razón todavía siguen contestando. ¿Quién soy yo? ¿A dónde voy y de dónde vengo? ¿Qué hay después de la vida?
La respuesta será diferente según se acepte o no a Dios. Si Dios no existe, y la vida humana no es un don de Dios, entonces, lógicamente, el ser humano no es más que un ser viviente en la inmensidad del Universo, un organismo, que, a lo sumo, ha alcanzado un grado de perfección más elevado. Y la vida humana será solamente una cosa, que es de su exclusiva propiedad y puede manipularla y manejarla a su gusto y capricho. Por eso, cuando se oscurece el sentido de Dios, se cae fácilmente en el materialismo brutal, que es el caldo de cultivo para el egoísmo y la búsqueda descontrolada del placer a cualquier precio.
Siguiendo esta lógica, se valorará al ser humano, no por lo que es como persona, sino por lo que tiene, hace o produce, según su utilidad. De ahí viene la supremacía del más fuerte sobre el débil y se margina como seres sin valor a los ancianos, pobres, enfermos, etc., etc. De aquí viene una cultura de muerte, que propicia la anticoncepción, el aborto y la eutanasia para evitar problemas y conseguir mejor el bienestar material. Y se olvidan los valores espirituales... Y el hombre se queda cada día más vacío y triste existencialmente, porque su vida carece de sentido y todo termina con la muerte. Y vienen los suicidios y la violencia para conseguir el poder y el placer.
Por todo esto, debemos admitir que el ser humano sólo tiene sentido en Dios, por Dios y para Dios. De ahí le viene su grandeza, como hijo de Dios, y la raíz de todos sus derechos y deberes como persona humana. Visto así, el hombre es la obra más hermosa de la creación. No hay en la inmensidad impensable del Cosmos un ser más fascinante que el ser humano. Es su creación más fina. Es como una chispita de amor divino, que se alza continuamente hacia las estrellas, hacia lo alto, hacia su Padre Dios. Decía Haecker que el hombre es un ser abierto a horizontes infinitos. León Bloy diría que el hombre es un peregrino de lo Absoluto. No puede satisfacerse con las cosas materiales de este mundo, tiene sed de horizontes sin límites, de mares sin orillas, en una palabra, tiene sed del infinito de Dios. Su deseo de felicidad es demasiado grande para que pueda colmarse con las pobres satisfacciones de este mundo material. Y, por eso, busca siempre a Dios, su Padre, para encontrar en Él la satisfacción de todas sus aspiraciones y el sentido de su vida. Ha sido creado por amor y para amar. Por lo cual, siente constantemente una atracción natural hacia Dios, que es Amor. Dios, su Padre, le ha dado la vida con mucho amor, como una prolongación de su amor. El material de que está hecho el hombre es amor. Por lo cual, el hombre que no ama y se cierra al amor, se vuelve antinatural y antihumano. Su vocación como ser humano es el Amor. Y en este camino del amor, Jesucristo es el modelo y el camino. Él es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Jesucristo es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida (EA 10). Para llegar a Dios debemos hacerlo por medio de Cristo. Dios nos da la victoria por medio de Jesucristo (1 Co 15,57). Por Cristo, con Él y en Él se esclarece toda nuestra existencia y la razón de nuestro vivir.
Muchos de nuestros contemporáneos son hombres superficiales, que no tienen ideas personales, que orienten con fuerza su vida. Por eso, van por la vida sin rumbo, desorientados, según el viento de la moda o de la opinión. Para ellos, no hay prohibiciones ni limitaciones. Y caen en el permisivismo: todo está permitido. Y de aquí surge en ellos el relativismo, que es hija natural del permisivismo. Todo es relativo, cualquier cosa puede ser buena o mala, positiva o negativa, depende. Lo único absoluto es que todo es relativo. Y se llega al escepticismo, a dudar de todo, y viene la tolerancia total y la indiferencia pura, porque si no podemos tener certezas seguras, entonces hay que vivir intensamente y a todo placer, a como dé lugar. Es la civilización light, que evita todo esfuerzo y sacrificio. Es el hombre desombrecido, como diría Quevedo, que se hace menos hombre al alejarse de Dios y encerrarse en un egoísmo brutal, que se olvida de los demás.
Para ellos, lo que otros llaman verdad es sólo una opinión más. Lo único que vale es la libertad: pensar, hablar, obrar y creer, de acuerdo a lo que cada uno considere lo mejor. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias contestan incluso las certezas de la fe (FR 91). Hay algunos sistemas filosóficos que, engañando al hombre, lo han convencido de que puede decidir autónomamente sobre su propio destino y su futuro, confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. Pero la grandeza del hombre jamás consistirá en eso. Sólo la opción por la verdad será determinante para su realización personal. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y de su llamado al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo (FR 107).
Algunos han llegado a exaltar la libertad hasta el punto de considerarla como norma absoluta y fuente de los valores. De este modo, sólo la conciencia personal tendría el derecho de decidir sobre lo que es bueno y malo. Lo que es bueno para mí es bueno para todos. Pero cada uno tiene la obligación de buscar la verdad objetiva, que es válida, no sólo para mí, sino para todos los hombres. Porque hay principios fundamentales, que son universales e inmutables. Así como hay actos intrínsecamente malos, malos de por sí, independientemente de las circunstancias. Una obra mala no se hace buena por hacerlo por un fin bueno, por ejemplo, robar para dárselo a los pobres. Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Éstos bien merecen la propia condena (VS 78). Sólo las acciones que están conformes al bien, al verdadero bien del hombre, conducen a la vida (VS 72). El fin no justifica los medios.
S. Agustín decía: En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados, como el robo, la fornicación, la blasfemia y otros actos semejantes ¿quién osará afirmar que, cumpliéndolos por motivos buenos, ya no serían pecados o, conclusión más absurda, que serían pecados justificados?. Hay principios fundamentales que están inscritos en la conciencia y que todos deben respetar, pues el bien está de acuerdo a la verdad objetiva de lo que es realmente bueno para la realización personal del hombre.
Por eso, es tan importante que nuestra libertad se base en la verdad, ya que como dice Jesús: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8,32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y, al mismo tiempo, una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición para una auténtica libertad... Después de dos mil años, Cristo aparece como Aquel que trae al hombre la libertad, basada en la verdad, Aquel que libera de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces en el alma del hombre, en su corazón y en su conciencia (RH 12). La verdad no es creada por cada uno o por grupos humanos especiales, la verdad existe, la verdad universal, a la que todos deben someterse, y esta verdad en último término es Dios, que es quien da sentido a la vida del ser humano. Por eso, se comete pecado cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del mandato divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación... y el hombre se aleja de Dios y pierde el amor (VS 70).
Lamentablemente, muchos hombres actuales desconfían de encontrar la verdad, porque ésta ha sido, con frecuencia, presentada con dogmatismo, intolerancia o fanatismo. Por eso, no creen en una verdad absoluta, sino en una verdad relativa, la que emana de las urnas y se convierte en ley por el poder de los votos. Pero esta verdad, periódicamente cambiante en cada consulta electoral, no puede satisfacer el corazón humano que busca razones firmes y seguras en que anclar la propia existencia. La verdad debe ser eterna y para todos. La verdad no puede ser fruto del consenso de la mayoría, pues, de este modo, podrían justificarse los más graves errores y crímenes contra la humanidad como el aborto. Tampoco podemos aceptar, con algunas filosofías del escepticismo o del nihilismo, que no se puede llegar a conocer nunca la verdad, que somos demasiado pequeños para llegar a estar seguros de lo que es la verdad definitiva. Esto llevaría también a decir que no se pueden asumir compromisos totales y definitivos, como si el hombre fuera un ser provisional, vivir al día; porque lo que hoy dicen que es bueno o verdadero, mañana pueden decir que es malo y falso. NO, hay que decirles a estos seguidores de la nada y del absurdo que Dios es VERDAD, que es LUZ, que es AMOR y Él, con su sabiduría infinita, nos ha creado y nos enseña la verdad definitiva para que no nos equivoquemos y podamos vivir para la eternidad.
Por eso, ha puesto en nuestros corazones la ley natural que Él mismo ha escrito en nuestra naturaleza y que a través de nuestra conciencia, nos dice lo que nos conviene para nuestra realización personal. Y esto es lo mismo para todos los seres humanos. Podemos decir que la ley natural es la voz de Dios, que llega a nosotros a través del entendimiento o de la conciencia. Esta ley natural es la base y fundamento de la Moral y de los derechos humanos fundamentales para todos los hombres, aunque la conciencia o conocimiento de esta ley natural pueda ser mal interpretada en algunos, por efecto de sus pecados, cultura o educación.
La conciencia es el sagrario del hombre en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de sí mismo... En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. En obedecer esta ley escrita por Dios en su corazón está su dignidad humana y según ella será juzgado (GS 16). La dignidad humana exige que el hombre actúe según su conciencia (GS 17).
Hay, pues, que buscar con ahínco la verdad y el bien en nuestra vida. Dios nos habla a través de nuestra conciencia. Sus mandamientos no son órdenes caprichosas, sino señales para que no equivoquemos el camino. ¿Qué diríamos de aquel hombre que se dijera a sí mismo al ir por la carretera: yo no obedezco las señales de tráfico? ¿Quién ha puesto estas señales aquí? ¿Por qué voy a tener que obedecer a un desconocido? ¿Por qué no puedo ir a la izquierda, cuando la señal indica ir por la derecha? Si así piensa y actúa y va a la izquierda, probablemente caerá en el barranco y se matará. Eso les pasa a los hombres que no quieren escuchar la voz de su Padre de Dios a través de su conciencia y quieren seguir sus propias ideas. Hombres que todo lo discuten y creen que sus ideas son las mejores. Son los soberbios, que no aceptan imposiciones de nadie y se creen más sabios que el mismo Dios. Por eso, seamos razonables y responsables para ser libres de verdad. Solamente la verdad, que Dios nos enseña, nos dará la verdadera libertad, para llegar a ser hombres auténticos, plenamente humanos, llenos de luz y de amor.
EL SENTIDO DE LA VIDA HUMANA
Decía Blas Pascal: Cuando considero la escasa duración de mi vida absorbida en la eternidad, que la precede y que la sigue, el pequeño espacio que lleno y que veo, hundido en la infinita inmensidad de los espacios, que ignoro y que me ignoran, me estremezco y me asombro de verme aquí y no allí. Porque no hay razón alguna para estar aquí y no allí, para existir ahora y no en otro momento. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y mandato de quién me ha sido asignado este lugar y este tiempo? ¿Por qué está limitado mi conocimiento? ¿Mi estatura? ¿Mi duración a cien años y no a mil? ¿Qué razón ha tenido la naturaleza para darme lo que tengo y no otra cosa? Son preguntas que desde siempre han torturado al ser humano y que los filósofos con la sola luz de la razón todavía siguen contestando. ¿Quién soy yo? ¿A dónde voy y de dónde vengo? ¿Qué hay después de la vida?
La respuesta será diferente según se acepte o no a Dios. Si Dios no existe, y la vida humana no es un don de Dios, entonces, lógicamente, el ser humano no es más que un ser viviente en la inmensidad del Universo, un organismo, que, a lo sumo, ha alcanzado un grado de perfección más elevado. Y la vida humana será solamente una cosa, que es de su exclusiva propiedad y puede manipularla y manejarla a su gusto y capricho. Por eso, cuando se oscurece el sentido de Dios, se cae fácilmente en el materialismo brutal, que es el caldo de cultivo para el egoísmo y la búsqueda descontrolada del placer a cualquier precio.
Siguiendo esta lógica, se valorará al ser humano, no por lo que es como persona, sino por lo que tiene, hace o produce, según su utilidad. De ahí viene la supremacía del más fuerte sobre el débil y se margina como seres sin valor a los ancianos, pobres, enfermos, etc., etc. De aquí viene una cultura de muerte, que propicia la anticoncepción, el aborto y la eutanasia para evitar problemas y conseguir mejor el bienestar material. Y se olvidan los valores espirituales... Y el hombre se queda cada día más vacío y triste existencialmente, porque su vida carece de sentido y todo termina con la muerte. Y vienen los suicidios y la violencia para conseguir el poder y el placer.
Por todo esto, debemos admitir que el ser humano sólo tiene sentido en Dios, por Dios y para Dios. De ahí le viene su grandeza, como hijo de Dios, y la raíz de todos sus derechos y deberes como persona humana. Visto así, el hombre es la obra más hermosa de la creación. No hay en la inmensidad impensable del Cosmos un ser más fascinante que el ser humano. Es su creación más fina. Es como una chispita de amor divino, que se alza continuamente hacia las estrellas, hacia lo alto, hacia su Padre Dios. Decía Haecker que el hombre es un ser abierto a horizontes infinitos. León Bloy diría que el hombre es un peregrino de lo Absoluto. No puede satisfacerse con las cosas materiales de este mundo, tiene sed de horizontes sin límites, de mares sin orillas, en una palabra, tiene sed del infinito de Dios. Su deseo de felicidad es demasiado grande para que pueda colmarse con las pobres satisfacciones de este mundo material. Y, por eso, busca siempre a Dios, su Padre, para encontrar en Él la satisfacción de todas sus aspiraciones y el sentido de su vida. Ha sido creado por amor y para amar. Por lo cual, siente constantemente una atracción natural hacia Dios, que es Amor. Dios, su Padre, le ha dado la vida con mucho amor, como una prolongación de su amor. El material de que está hecho el hombre es amor. Por lo cual, el hombre que no ama y se cierra al amor, se vuelve antinatural y antihumano. Su vocación como ser humano es el Amor. Y en este camino del amor, Jesucristo es el modelo y el camino. Él es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Jesucristo es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida (EA 10). Para llegar a Dios debemos hacerlo por medio de Cristo. Dios nos da la victoria por medio de Jesucristo (1 Co 15,57). Por Cristo, con Él y en Él se esclarece toda nuestra existencia y la razón de nuestro vivir.