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Cristo y el Universo. Cristo y el hombre.
CRISTO Y EL UNIVERSO
Cristo es el centro y eje del Universo. S. Pablo lo dice claramente: Cristo lo es todo en todos (Col 3,11). En Él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17,28). En Cristo todos somos vivificados (1 Co 15, 22). Dios ha puesto todas las cosas bajo sus pies (1 Co 15,25). Para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Co 15,28). Puesto que todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho (Jn 1,3).
Él es el primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, dominaciones, principados, potestades, todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él. Él es el principio, el primogénito de los muertos para que tenga la primacía sobre todas las cosas, pues Dios, tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud y reconciliar por Él y para Él todas las cosas (Col 1,15-20). Teilhard de Chardin afirmaba que todo lo que existe tiende con un impulso vital hacia un punto de convergencia, el punto omega, que es Cristo. Cristo, para él, es el punto central del Universo hacia el que confluyen todas las cosas, en un flujo y reflujo constante. Cristo es la piedra angular en la construcción del Universo.
Ahora bien, esta convergencia o concentración de todo lo que existe en Cristo se realiza de modo especial en la misa. El Cristo eucarístico, que se hace presente y se ofrece al Padre, es el mismo Cristo cósmico que une a todo y a todos. En la misa, Cristo toma una parte representativa de la Creación, el pan y el vino, y los hace totalmente suyos, aún más, los hace algo de sí mismo, los hace Él mismo. En ese momento de la consagración, podríamos decir que Cristo diviniza la materia y la lleva consigo hasta la máxima manifestación de su evolución como lo hizo con el cuerpo que asumió para hacerse hijo del hombre. Cristo diviniza la materia del pan y del vino y diviniza al hombre que la recibe en comunión. Así Cristo, el hombre y la materia se unen, formando una UNIDAD. Cristo, la humanidad y la Creación están inseparablemente unidos en el plan eterno de Dios. Por eso, aun en el supuesto caso de que existieran extraterrestres, Cristo sería igualmente para ellos su Dios, su Mediador y el punto de convergencia para llegar al Padre, aunque no lo supieran, como tampoco lo saben muchos hombres de la tierra.
Cristo es el principio y fin de toda la Creación. Es el puente y centro del Universo para llegar a Dios Padre. Su Encarnación estaría, pues, decidida desde toda la eternidad. Él debía asumir nuestra naturaleza humana y ser uno de nosotros para poder ofrecernos con Él al Padre. Cristo, por tanto, es parte inseparable de la Creación. Él debía ser el Rey del Universo, Rey de Reyes y Señor de los Señores (Ap 19,16). Y su dominio es un dominio eterno, que no acabará y su imperio, un imperio que nunca desaparecerá (Dan 7,14). Ahora bien, si el hombre no hubiera pecado desde el principio, no se hubiera roto la armonía de la Creación y, entonces, no hubiera habido necesidad de una Redención dolorosa. Pero, de todos modos, Cristo habría venido a hacerse nuestro hermano y nuestro amigo para llevarnos personalmente hasta el Padre.
El Papa Juan Pablo II en la carta apostólica Dies Domini dice que en la mañana de la Creación, el proyecto de Dios implicaba la misión cósmica de Cristo. Esta visión cristocéntrica, que se proyectaba en el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de Dios (1,8). En conclusión, podemos decir que Cristo es el término de toda la evolución cósmica, incluso natural, de todos los seres. El amor de Dios lleva todo hacia Cristo. Todo fue creado por Él y para Él (Col 1,16). Y sin Él nada tiene sentido pleno.
CRISTO Y EL HOMBRE
Decía Pablo VI en Manila, Filipinas, el 29-11-1970: Jesucristo es el Hijo del hombre por excelencia y el Hijo de Dios. Es el principio y el fin, el alfa y la omega. Él es la suprema razón de la historia humana y de nuestro destino... Yo nunca me cansaría de hablar de Él. Él es la luz, el camino, la verdad y la vida. Él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed. Él es nuestro pastor y nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo y nuestro hermano. Él, como nosotros, y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo y oprimido... Él nos conoce y nos ama, es nuestro compañero y amigo. Él es el centro de la historia y del Universo. Él es el mediador, a manera de puente, entre el cielo y la tierra. Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente la plenitud de nuestra vida y de nuestra felicidad. Con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado. Él es el Redentor del hombre (RH 8). Y, por esto, podemos decir que la revelación del amor y de la misericordia divina tiene en la historia humana una forma y un nombre: Jesucristo (RH 9).
Jesucristo le ha dado al hombre el sentido de su propia dignidad, que había perdido por el pecado y le ha descubierto así la grandeza de su vocación humana (GS 22). Todo ser humano está llamado a ser de Cristo, a ser cristiano auténtico. S. Agustín, lleno de alegría nos habla de la marca de Cristo, que hay en el corazón humano: El hombre es moneda de Cristo, porque en él está la imagen de Cristo y el Nombre de Cristo (Sermo 90,10). Y añade: Mi origen está en Cristo, mi cabeza es Cristo, mi raíz es Cristo (Contra litt Pet 1,7,8). Por esto, todo ser humano es cristiano de alguna manera, porque su vida está inseparablemente unida a Cristo. Como diría Rahner es un cristiano anónimo. Ahora bien, nuestro grado de unión a Cristo es muy diferente. Los bautizados están marcados con una señal indeleble que se llama carácter y pertenecen a Cristo de un modo especial. Pero, sobre todo, nuestra unión a Cristo depende de la vivencia de nuestra fe o, mejor dicho, de nuestro grado de amor y unión a Él. Todos pertenecemos, en alguna medida al Cuerpo místico de Cristo, aunque sea de modo general, pero Jesús quiere una vida de intimidad, viviendo en plenitud los medios y gracias que nos da en nuestra Iglesia católica. Por eso, todos los hombres están llamados a ser católicos, cristianos en plenitud.
Pongamos un ejemplo para entenderlo. Supongamos que el dueño de una gran empresa es, a la vez, el gerente general y administra personalmente todos los asuntos desde su sede central. Es un hombre muy bueno, que busca la felicidad de sus empleados y que se preocupa en todo de mejorar su vida y su trabajo. De alguna manera, la vida de todos sus empleados, incluso de los que no lo conocen personalmente, por estar en sucursales, queda influenciada positivamente por su pertenencia a esta Empresa, pues sus sueldos y las buenas condiciones de trabajo... están dictadas por tan buen gerente. Así son los cristianos no católicos, que reciben también la influencia benéfica de Jesús. Los que no son cristianos son quienes se beneficiarían, de algún modo, de la bondad de este hombre que, fuera de su Empresa, hace obras de bien y de caridad, a quien se lo pide. Y todo hombre bueno recibe en alguna medida la influencia y el amor de Jesucristo, aunque no lo sepa.
Ahora bien, este buen dueño y gerente visita personalmente muchas veces sus sucursales para que todos tengan la posibilidad de hablar con Él y exponerle sus problemas. Él les brinda siempre su amistad y les da todo lo que puede para ayudarlos a mejorar y superarse. Ésta sería la presencia personal de Jesús en la Eucaristía, para que todos los que lo deseen tengan la oportunidad de visitarlo y recibir sus bendiciones y su amistad personal. A quienes aceptan su amistad los recibe de un modo especial como sus hijos predilectos y los invita todos los días a su mesa y a ser confidentes de sus cosas más íntimas y personales. Esto es lo que hace Jesús al invitarnos todos los días a la mesa de la Eucaristía. He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre, entraré a él y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).
¡Dichosos nosotros, los invitados a la cena del Señor! Si fuéramos conscientes de lo que significa poder comulgar, no dejaríamos la comunión jamás, pues las gracias que recibimos son incalculables. Necesitamos de la Eucaristía para llegar a la plenitud de amor y unión con Cristo. Por eso, no te pierdas por tu culpa ninguna misa o comunión, acércate a Jesús, si te es posible, todos los días, para que puedas decir de verdad: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gál 2,20). Y dale siempre las gracias por tu fe católica.