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TRATADO SEGUNDO: Ornato de la vida contemplativa. Los siete dones del Espíritu Santo

La inmensa liberalidad de Dios, después que el hombre se hubiera fielmente preparado, se desborda sin medida. Más que con gracia y amor sensible, Dios quiere adornarle con las virtudes morales y sublimarle con los dones del Espíritu Santo. Ellos son el mejor ornato del hombre; lo que le hace plenamente grato a Dios. Entonces ordinariamente tiene lugar el desposorio espiritual por el que el alma se une inmediatamente con Dios. Viene el Espíritu Santo con las tres virtudes teologales y, como fuente de siete arroyos, inunda las facultades del alma con sus dones.

Santo Tomás dice que los dones perfeccionan las potencias del alma ennobleciéndolas para seguir prontamente al Espíritu Santo, que podrá actuar en ellas sin la menor resistencia; antes bien se compenetran perfectamente con el divino Espíritu tanto en la prosperidad como en lo adverso.

Temor filial

El primero es el temor filial, que imprime en el corazón una paternal y amorosa reverencia hacia Dios. Crea en la voluntad gozo y deseo de someterse por completo a la voluntad divina. Infunde asimismo un noble pudor ante El. El corazón se humilla y mueve al desprecio y a la insatisfacción de sí mismo, cada vez que advierte en sí algo que puede disgustar al Señor.

Queda superado el temor servil del Infierno, Purgatorio, juicio, muerte, etc. Lo mismo el temor temporal, sufrimientos, humillaciones, pérdida de bienes materiales, persecución de los hombres y cosas por el estilo. Se abandona al beneplácito de Dios. Favorece el temor del Señor, es decir, de ofenderle, entibiarse en su amor, perder su intimidad, etcétera.

En cambio, transforma en amor el sufrimiento. La congoja del corazón que proviene de las penas se cambia en dulzura, como dice David: «¡Qué grande es tu bondad, Yahvé! Tú la reservas para los que te temen» (Sal 31,20). El don de temor ciega el ojo izquierdo. Quiere decir que mortifica con ejercicios y obras virtuosas cualquier intención aviesa, latente quizá, en las virtudes morales. Existen frecuentemente en los hombres que no buscan al Señor de todo corazón. Dirige la intención a Dios sólo, porque el origen de las obras viene de Dios, del Espíritu Santo.

De este modo los dones ordenan, ennoblecen, enaltecen las virtudes morales por la intención amorosa que encaminan hacia Dios. Hacen que el hombre trabaje voluntariamente con anhelo de hacer el bien y evitar el mal. Dispone al hombre para someterse a toda criatura en el sentimiento y voluntad, aceptando gustosamente el ser tenido por el más despreciable del mundo, y deseando asimismo que otros le tengan por tal, se alegra en todo su desprecio. A éstos el Evangelio llama «pobres de espíritu» (Mt 5,3), esto es: humildes de corazón.

Piedad

Se llama piedad el segundo don del Espíritu Santo. Es un santo derretirse el alma. Crea cierta prontitud para servir a Dios y un afectuoso impulso para auxiliar y obsequiar a todos los hombres, proveniente de la copiosa avenida del amor divino. La misericordia es una virtud moral; su ejercicio está dirigido por una intención natural y humana. En cambio, con el don de piedad, la práctica de las obras de misericordia queda exclusivamente deificada, porque Dios es su fin en todas las cosas.

- Efectos de la piedad

La piedad se ejercita de tres modos: primero, en honrar, agradecer y alabar a Dios con gran amor y deseo. También en mortificarse a sí mismo conforme al beneplácito divino, y en hacer, en cuanto esté de nuestra parte, que todos los hombres rindan culto a Dios.

San Bernardo, sobre aquello de San Pablo, «ejercítate en la piedad» (1 Tim 4,7), dice en la Epistola ad fratres de Monte Dei, de la Orden de los Cartujos: «Tal piedad es constante memoria de Dios, continua actividad en la intención e infatigable movimiento en el amor. Que ningún día ni hora hallen al siervo de Dios en otra ocupación fuera de este ejercicio, o en el afán de aprovechar, o en la dulzura de experimentar y el gozo de disfrutar».

- Contra los tibios

Se oponen a este don los que viven en tibieza espiritual, que reciben mucha gracia sensible y hallan su voluntad dispuesta para todo bien. Pero son muy ingratos a tanto regalo, pierden mucho tiempo ociosamente sin necesidad cuando en realidad no están obligados a ocuparse en cosas exteriores y tienen tan grandes facilidades de disfrutar de Dios ininterrumpidamente. ¡Oh, cuán estrecha cuenta van a tener que dar de esto por la ingratitud a los dones de Dios! Parece que su devoción les viene más de la naturaleza que de Dios, cuando por tan fútil motivo o sin motivo alguno, tan ociosa y vanamente dejan pasar el tiempo. Si el amor que éstos tienen procediese de Dios, se sentirían atraídos hacia El, porque el amor atrae siempre hacia su origen. No estarán nunca ociosos.

En segundo lugar, la piedad vendría a ser tutela de la santidad, como Salomón dice en los Proverbios: «Por encima de todo cuidado guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida» (4,23). Eso lo necesita principalmente el hombre que quiere progresar en la vida contemplativa, porque no podrá aficionarse piadosamente si no ama la santidad. Por eso, cuando Jesús invita al alma contemplativa a ocuparse en las obras de misericordia para socorrer a los demás, ella responde en el Cantar de los Cantares: «Me he quitado mi túnica». Esto es, las ocupaciones exteriores. «¿Cómo ponérmela de nuevo? He lavado mis pies». Es decir, las potencias del entendimiento y voluntad. «¿Cómo volverlos a manchar?» (Cant 5,3). Manchas son las imágenes de las criaturas, porque cuando el hombre sale fuera de si, le resulta imposible verse totalmente limpio de tocar alguna vez la tierra de los sentidos, padeciendo algún desorden en la sensualidad.

En tercer lugar, el don de piedad produce abundancia de compasión fraterna para con todos los hombres, sin acepción de personas, con auxilios espirituales o corporales, porque guía al hombre con amorosa compasión, que compunge el corazón y le hace compasivo para cualquier necesidad humana. Se crea en, él una inclinación amorosa hacia todos, como un torrente de amor a todas las criaturas por causa de su Creador. El que lo posee se vuelve benévolo, obsequioso, dispuesto a servir en todo discretamente.

Ciencia

El don de ciencia es el tercero. Conocimiento de lo que se ha de creer, hacer u omitir, de suerte que el hombre no salga del camino justo. Esta ciencia consiste en cierta noticia infundida en la mente con la cual se pueden practicar perfectamente las virtudes morales, dando verdadero conocimiento y discernimiento de todas ellas.

- Efectos de la ciencia

Este don ilustra y ordena la razón del hombre en el uso de las criaturas, mientras que el don de entendimiento ilustra y dirige al hombre interior en orden a las cosas celestiales. Así, pues, el que quiera sacar mucho provecho del don de ciencia necesita proceder con diligencia a la mortificación de pecados e imperfecciones y vivir perfectamente en la virtud; particularmente las virtudes intelectuales. Hará diligente examen a fin de poseerlas y lo pedirá a Dios, porque este don nos estimula a ello.

Los tres dones que preceden orientan principalmente a la vida activa. Los siguientes, a la vida contemplativa.

Fortaleza

El cuarto don es el de fortaleza. Fuerza y vigor para continuar la práctica de las buenas obras. Los tres dones precedentes adornan al hombre para la perfección de la vida activa; el de la fortaleza empieza a adornarlo para la vida contemplativa. Hay que distinguir doble fortaleza espiritual.

- Fortaleza simple

La simple fortaleza, que hace al hombre capaz y poderoso para vencer todas estas cosas inferiores, le es dada principalmente para tres cosas. Ante todo, para perfeccionar las obras propiamente varoniles, con las cuales supere los pecados y tentaciones, desprecie lo que carece de valor y conserve el ornato de las virtudes. Segundo, para luchar fuertemente contra las tentaciones del diablo, mundo y carne. Tercero, para soportar toda tribulación, aflicción y adversidad con la verdadera paciencia a que se refiere Casiodoro cuando dice en Super Psalterium: «La paciencia supera las adversidades, no peleando, sino sufriendo; no murmurando, sino dando gracias». Ella es la que lava toda inmundicia del placer, la que devuelve limpia las almas a Dios y entonces el hombre todo, exterior e interiormente, se inunda de cierto sabor melifluo. Porque, como dice David: «Estaré a su lado en la desgracia» (Sal 91,16), el hombre en aquellos momentos está en la presencia de la Trinidad Santísima, de la cual recibe sabor de interna suavidad y consolación. Atraído por él, desprecia todo lo que es del mundo, y libre de todo desorden de aficiones y ocupaciones y fuera de la ebriedad espiritual no siente ningún sufrimiento, tribulación o adversidad.

- Fortaleza doble

Llaman fortaleza doble a la que hace al hombre ponerse por encima de toda consolación espiritual, gracia sensible, y todos los dones de Dios, por grandes, nobles y múltiples que fueren. No consiente descansar en ninguna consolación espiritual, dulzura, revelación, o en cualquier otro don. Se esfuerza en sobrepasar todo, de suerte que sea capaz de encontrar siempre a aquel a quien ama sobre todas las cosas.

Consejo

El quinto es el don de consejo. Consiste en una deliberada, cierta y segura elección de las cosas que más agradan a Dios. Esto es propiamente el don de consejo. Con él somos instruidos para discernir rectamente, conforme al dictamen de la razón, lo que es útil, decente y licito. Luego nos hace idóneos para elegir lo mejor y llevarlo a la práctica perfectamente.

- Efectos del don de consejo

Se nos da también este don para aconsejar a otros en las cosas de espíritu. Se distingue del de ciencia en que nos forma el juicio conforme a las reglas de la Ley eterna, inscritas en nuestros corazones. Este don nos enseña a encontrar la buena solución conforme a la voluntad de Dios para hacer u omitir las cosas que son difíciles, arduas y perfectas, sobre las cuales no haya ley escrita, porque hay cosas que no todos han de hacer uniformemente. Aprendemos también con este don a evitar la dispersión de los sentidos y nos lleva a trascendernos en la unidad del espíritu. Crea en el alma cierta semejanza y anticipo gozoso de la supraesencial unidad por amor fruitivo con Dios.

Gran propósito pretender la unión con Dios fomentando en nuestro corazón amor a El. Mayor aún el unirse por la conformidad de voluntad con la divina, incluso en la adversidad. Con esta unión de voluntad terminaba Jesucristo su oración de Getsemaní, cuando decía: «Padre, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Entonces, para quien ama con fidelidad, el divino beneplácito se convierte en supremo gozo del espíritu. Además, por primera vez se hace apto para recibir en sí todos los dones de Dios, porque renunció a si mismo por completo, y sin retractarse, a la voluntad propia y a todas las cosas. Entonces, finalmente recibe, como Eliseo, doble espíritu de consejo: emprender lo difícil y grande, y el deseo de sufrir lo grave y duro (2 R 2,9).

Entendimiento

El sexto es el don de entendimiento. Se le define como una luz sobrenatural que ilumina y agudiza nuestra mente, para comprender el provecho interior y espiritual de la vida contemplativa. Esta luz va dirigida al hombre contemplativo interior, al trascendido ya de los sentidos y de todas las imaginaciones sensitivas, al que está completamente muerto a la naturaleza y vivo para el espíritu. Cuanto más mortificamos la naturaleza en nosotros, es decir, las pasiones naturales, que son principalmente la causa de oscuridad en el entendimiento, tanto más nos ilustra este don. Por él nos viene cierta inclinación espiritual hacia Dios, que nos hace estar vivos y vigilantes para encaminarnos a El constantemente.

- Grados del don de entendimiento

Se distinguen tres grados en este don. El primero crea en el hombre la simplicidad, unidad de espíritu y claridad de entendimiento. El espíritu se simplifica en sí mismo, se esclarece y llena de gracia y de los dones de Dios. Se hace también semejante a El por gracia y caridad divinizante y se afianza en la unión con el Espíritu de Dios.

El segundo grado enseña a ordenar la vida contemplativa sin ningún error; a conversar en espíritu, a tener profunda inteligencia de las cosas celestiales y divinas, a captar un profundo conocimiento de las cosas creadas y de las actividades de Dios, a elevarse a El dándole gracias, alabándole y amándole en todas las cosas.

El tercer grado da perfecta noticia en la sublime contemplación con la cual se discurre acerca de Dios valiéndose de comparaciones espirituales que ocurren al entendimiento así elevado. Este don entonces evita toda equivocación y engaño. También nos da noticia de la semejanza que tenemos de Dios en nosotros por la gracia, caridad y virtudes, y de la unidad que poseemos en Dios por el amor fruitivo, donde el alma más es actuada que actuante, como diremos después.

Sabiduría

El séptimo don se llama sabiduría. Ciencia sabrosa que San Agustín, en su Libro XIV de Trinitate, distingue de otros conocimientos, cuando dice que es propio de la sabiduría un conocimiento intelectual de las cosas eternas, recibido con espiritual y experimental pregustación de las celestiales y divinas delicias. Por ciencia, en cuanto es don del Espíritu Santo, se tiene conocimiento racional de las cosas terrestres y de las virtudes morales. Esta sabiduría da un verdadero conocimiento, que orienta el entendimiento hacia toda verdad. Y un espiritual sabor, que levanta nuestro espíritu al sabroso amor de todo bien.

- Actos de la sabiduría

Lo específico de este don es contemplar a Dios no de cualquier manera, sino por amor, con cierta suavidad experimental en el afecto. La sabiduría en su grado más elevado es increada, y en realidad así se llama. Propiamente es el Hijo de Dios o sabiduría del Padre, que desea infundirse en el entendimiento del hombre para atraerlo al conocimiento del bien supremo, amarlo, disfrutarlo y unirlo con El.

El toque místico

Pero la operación más noble del Espíritu en el hombre es el toque que tiene lugar en lo más profundo del alma y es el medio más elevado entre Dios y nosotros, entre el actuar, el disfrutar y ser actuados; entre el vivir y morir o expirar. Qué sea propiamente esa actuación o atracción se podrá sentir ciertamente; comprenderlo o explicarlo, nunca. Brota de ello un deseo tan vehemente e inefable de gozar del sumo bien y comprenderlo, que es increíble para los que no lo han experimentado. A pesar de todo, más adelante diremos algo de este toque.

Baste, pues, lo dicho sobre el ornato que necesita el que quiera llegar al verdadero aprovechamiento de la vida contemplativa espiritual.






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