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Valores
10.1 La solidaridad como excelencia

Hace poco concurrí a una Jornada de Reflexión Ético-Teológica en la Universidad de los Jesuitas en San Miguel, cuyo título era “La solidaridad como excelencia”.
La excelencia, la capacitación, el destacarse en algo, el ser el mejor, es una de las aspiraciones del hombre de hoy.
Junto a esto vemos que existe una gran injusticia social: Las diferencias entre ricos y pobres, incluidos y excluidos, son cada vez más grandes. Esto ha generado acciones solidarias, no tanto en el ámbito gubernamental, sino de asociaciones pequeñas e intermedias, vecinales, no gubernamentales, religiosas, y en el ámbito personal muchas veces.
Pero el mercado y sus leyes convierten el servicio profesional en una mercadería que se vende al mejor postor, y la capacitación en un medio de rédito económico, por medio de la cual se trata de desplazar al otro para ocupar su lugar y relegarlo sin importarle en lo más mínimo.
Es de destacar que en Europa no se habla de globalización, sino de mundialización, a este estar al tanto unos de otros en esta aldea global y a cierta interdependencia que se genera con la información al instante desde cualquier punto del planeta. En cambio, globalización lo utilizan para hablar del sistema de dominación imperial norteamericano, con los países satélites que intercambian económicamente con él entregándole sus recursos y capitales.
Desde esta perspectiva hiperliberalista de la sociedad económica global dependiente del imperialismo político-militar de EU (con capacidad de ingerencia inmediata y total en cualquier punto de los cinco continentes sin autorización ni consenso previo de ningún tipo, como vimos luego de los sucesos del 11 de setiembre), el hombre (varón y mujer), sólo pueden ser rescatados desde la ética o principio de la solidaridad y de la humanización, ya que la perversión económica de los valores ha deshumanizado al individuo, convirtiéndolo en lobo del propio hombre (“homo lupus homo”, el hombre lobo para el hombre, según la expresión del filósofo moderno Hobbes).
Precisamente la modernidad trajo la exaltación de las libertades individuales y de la conciencia, pudiendo cada uno actuar según ésta sin regulación externa de ninguna clase, y aplicar sus libertades en la generación de lucro económico con la mínima cuando no nula intervención estatal para regular la justa distribución de los bienes que a todos pertenecen. Esto genera un individualismo exacerbado sin compromiso social.
Rescatar a la persona desde la solidaridad, requiere una antropología totalizante, integral y rica, que abarque no sólo los tres componentes cristianos del ser humano (alma-mente-psiquis, cuerpo y espíritu), sino también la alteridad, el otro, la comunitariedad, el nudo de relaciones, la socialidad, la reciprocidad.
El tender hacia una ética u obrar solidario, superaría las contradicciones, la competencia despiadada en lo laboral y en la capacitación egoísta buscando solamente el lucro y el figurar sin la óptica del servicio cualitativo y generoso, que sí merece su justa recompensa, pero no al revés. Además, atemperaría o moderaría la tensión individuo-sociedad que siempre existe (o egoísmo-comunitariedad).
De aquí surgiría la solidaridad como principio ético, como actitud y como virtud cristiana que se deriva de la caridad en la justicia social, en las relaciones con el prójimo.
Necesariamente, se derivan de aquí cuatro principios lógicos:

a) El principio de responsabilidad: El hombre solidario se hace responsable de su hermano y no se desliga de él abandonándolo a su suerte. Se hace responsable también del espacio común que a todos nos alberga, de lo ecologal.
b) El principio de reconocimiento: El varón y la mujer solidarios reconocen la común dignidad de todos los seres humanos en la común aspiración a la felicidad, principalmente del que se tiene al lado en las diversas circunstancias del accionar cotidiano, sea rico, pobre, empresario, obrero, trabajador, linyera o piquetero, tenga títulos o no títulos, sea mejor o peor que yo.
c) El principio de preferencia: El hombre solidario opta por el más pobre, el más necesitado, el que más carencias tiene, el excluido y marginado, tanto en la comunidad política, social, económica, religiosa, cultural o educativa.
d) El principio de comunión: El varón y la mujer solidarios son altruistas y magnánimos, y optan siempre por el asociacionismo y el diálogo.

De nada valdría este enunciado si no penetrara en la cultura. Ella tiene que ser solidaria. La cultura es la que nos da pertenencia e identidad, la que nos hermana en las instituciones y destinos de una misma patria, del lugar donde están nuestros muertos, donde fuimos dados a luz y crecimos, con nuestros anhelos, esperanza y frustraciones, pero que hacen que seamos lo que hoy somos, y no aquello que no somos ni seremos. La cultura es ese todo social al cual pertenecemos.
Es más, la cultura solidaria es una exigencia antropológica.
América Latina tiene una fe vivida, imperfecta, necesitada de ser purificada y reevangelizada en profundidad y calidad.
Pero este barniz, aunque sea superficial, hace referencia a un Otro trascendente que nos hermana como creaturas y nos hace solidarios e interdependiente entre nosotros.
Sólo así es posible la excelencia: En una cultura de la solidaridad y del servicio, y no desde la soberbia y la ambición individualista, aunque esta se disfrace de “equipo de trabajo”.

10.2 Virtudes humanas

En la vida social y comunitaria:


a) Murmurar, es hablar mal de una persona ausente, pero de cosas que, el que habla y el que escucha, conocen, aunque no tienen por qué comentarlo “ponzoñosamente”.

b) Difamar, es quitar la fama al otro, diciendo de él, en su ausencia, cosas malas que el o los que escuchan no conocen, y que no hay por qué decirlas, aunque sean ciertas.

c) Calumniar es lo peor. Es decir, “con mentira”, cosas malas de alguien que no está presente, para perjudicarlo.

1. Es feo murmurar, y esto se da mucho en los “serpentarios” de distintas asociaciones, clubes, o grupos de personas, desde la familia hasta en reuniones ocasionales y, aún, pseudo-religiosas.

Y se puede evitar: Poniendo de manifiesto lo positivo del ausente, desviando la conversación cuando se dirige a lo negativo de la persona que no está, poniendo de manifiesto sus cualidades y no sus vicios, aunque sean conocidos por todos. Esta “tentación” es muy común, y se hace difícil sustraerse de ella, porque se habla de “cosas que son”, pero no para poner en común y así vituperar a aquel de quien se está hablando.

Después de hacerlo, si uno se da cuenta y se arrepiente, porque siempre queda un sabor amargo, conviene proponerse hablar de lo bueno del otro y no de lo malo, salvo que esto ayude al bien común y al mismo del que se habla, para corregirlo o encauzarlo.

2. La difamación es peor. Es la que se dice casi despacito y como al oído, al que no lo sabía: “¿Viste che…que tal persona tal cosa, que Juanita esto o Robertito aquello…?”, cuando el interlocutor desconocía el hecho. Y ahí se entera: “¡Mirá vos, no lo sabía, pero era de esperar…!”.

¿Qué hacer cuándo uno se da cuenta? La cosa también es cierta, pero no hay por qué ventilarla por ahí, más cuando no produce frutos de bondad y/o de bien para el “alcahueteado” o para la comunidad. La posible solución, para el “botón”, es callarse la boca en adelante, y si necesita hablarlo, a manera de “catarsis” o purificación, conviene hacerlo no en son de crítica ni difamación, sino como pidiendo ayuda para sí, a un amigo/a íntimo/a o a un guía espiritual. O diciéndoselo al propio interesado, si es posible, para que se corrija de ello, en vez de andar diciéndoselo a los demás. Para el que escucha, ser fuerte y no “prestar el oído” para esas cosas, que lo debilitan en la integridad de su persona.

3. La cumbre de seguir el susurro del diablo es la calumnia. Aquí todo es mentira.

Y si el calumniador se arrepiente de lo que hace, debe restituir la fama a aquel al que se la quitó, en público ante quien lo dijo, pidiendo perdón y disculpas por su propasación.

Y el que escucha, de darse cuenta, debe solicitar reparación a aquel que calumnió, diciéndoselo, o diciéndole que no le cree, que no piensa que sea así, y guardándose de acercar el oído cuando se está hablando mal de otro aunque, sin llegar a ser calumnia, sea difamación o murmuración. La negatividad y veneno que se nos inocula, es luego difícil de extirpar.

La guerra no se vive sólo en medio oriente, en Irak, o la propicia nadie más que Estados Unidos. La guerra la propiciamos cuando comenzamos a condenarnos y eliminarnos en lo pequeño, cuando comenzamos a murmurar, difamar y/o calumniar. Busquemos, por lo tanto, la paz en eso que parece pequeño pero, que de seguirse, nos daría la paz en la familia, en el barrio, en el trabajo, en la provincia, en la Nación, en el continente, en el planeta.
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