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Autor: | Editorial:



Sólo Dios da sentido a la vida
La pregunta por el sentido de la vida, va unida normalmente a otros porqués: ¿Por
qué morir? ¿Por qué el mal? ¿Por qué el dolor y el sufrimiento? En mis sencillas reflexiones
de muchacho de pueblo, yo también me planteaba durante mi adolescencia esas
preguntas fundamentales sobre la vida y la muerte, sobre el dolor y el sufrimiento, sobre
la felicidad y la eternidad.

En aquellas ocasiones no podía encontrar la solución al enigma de la vida ni en mí
mismo, ni en mis padres que me la habían transmitido, ni en los hombres y mujeres que
como yo estaban destinados a pasar, ni en las cosas bellas de este mundo que también
aparecían transitorias y caducas. Sólo veía con nitidez una solución posible y radiante al
problema de la vida, que me llenaba el corazón de un gozo inexplicable. En el origen de
mi vida encontraba 1a presencia de un amor sobreabundante y poderoso, un amor capaz
de crearme de la nada y de llamarme a la existencia; del amor único e incomparable de
Dios, mi Creador. Y al final de mi vida veía también el rostro del Padre que me acogía
con los brazos abiertos después del peregrinar terreno. Y si Dios era el sentido de mi
vida, el único modo seguro de construirla era vivirla junto a Él, de cara a Él, en su presencia
y en su amor. Él habría de ser mi gran ideal. Por Él la vida merecía la pena ser vivida.

Él daba sentido al sufrimiento, al dolor, a los sinsabores, a las incomprensiones, a
las tinieblas, a la soledad, a la amargura. Él sería el gran tesoro por el que merecía la
pena venderlo todo con tal de cumplir su voluntad.

Yo sé por la fe que mi sencillo razonamiento de adolescente estaba sostenido por la
acción del Espíritu Santo. Desde entonces, decidí apegarme a Dios como el tesoro de
mayor valía, aferrarme a Él como base y fundamento de todo otro valor y dedicar mi
vida a compartir con los demás esta verdad que llenaba de gozo mi alma. Me apena profundamente
contemplar cómo, por diversas causas, otros hombres no han llegado a esta
conclusión, por otra parte tan lógica y contundente, y viven sumidos en la desesperación o en la amargura, construyendo a tientas su existencia.
Encontrando en Dios el valor supremo de mi vida, pronto me di cuenta de que mi
vida cobraba pleno sentido en e1 cumplimiento de su voluntad, en la realización de aquello que Él tenía planeado para mí desde la eternidad y para lo que me había creado.

Así la vida se me presentó como una apasionante misión por realizar. Merecía la pena invertir todo el esfuerzo y la energía que fueran necesarias para llevarla a cabo, para decir al final de ella, como Jesucristo: «Todo ha sido cumplido» (Jn 19, 30) o, como san Pablo: «He combatido el buen combate, he llegado a la meta, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7).

Mucho me ayudó la meditación de la parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30) para
considerar que la vida se presenta como una misión por realizar de cuyo cumplimiento
Dios nos pedirá cuentas al final de nuestra jornada terrestre; que el triunfo lo da la realización del proyecto de vida que Él nos asigna: triunfa quien cumple por amor la misión confiada; fracasa quien administra en modo negligente, perezoso o inconsciente los dones que Dios le ha otorgado.
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