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Autor: | Editorial:



Magnanimidad divina y libertad humana

No te enojes con Dios (9° y último)

Domingo 24 de noviembre de 2002.


Hola, amigos:

La madurez cristiana nos lleva a comprender, cada vez mejor y con mayor responsabilidad, que todo lo que sucede y todo lo que hagamos es para lograr el mejor de los mundos.


Preartículo (algo breve)


Que somos libres es algo evidente, no sólo en el ámbito de la objetividad universal, sino también en el de la subjetividad individual; sólo algunos despistados psicólogos modernos niegan esta realidad. Que Dios es magnánimo es algo sabido desde hace milenios. Sin embargo, de manera extraña y paradójica, históricamente ha quedado en entredicho esa magnanimidad en lo referente a la creación de nuestro mundo, pues se pensó que Dios había creado un mundo mediocre, por tener mezcla de muchos males.

Fue Leibniz, el gran filósofo creador del Cálculo Diferencial e Integral ―paralelamente a Newton―, quien salió en defensa de la magnanimidad divina, también en lo referente a la creación de nuestro mundo, porque sostuvo que Dios creó el mejor de todos los mundos posibles. Pues ni siquiera así la comunidad pensante de esa época aceptó el carácter óptimo de nuestro mundo; lo cual sentó precedente respecto a los pensadores siguientes. Leibniz fue duramente criticado, y se pensó, al menos implícitamente, que Dios será todo lo magnánimo que se quiera, pero que su magnanimidad no se manifiesta en la creación de nuestro malvado mundo.

En buena parte he dedicado los artículos anteriores de esta serie ―“No te enojes con Dios”― a la defensa de Dios, e indirectamente de Leibniz, procurando mostrar que, efectivamente, Dios creó el mejor de todos los mundos posibles. La tremenda aberración de negar esta maravillosa realidad se debe, en el fondo, a la contundente y verdadera afirmación de que Dios, al crear, goza de absoluta libertad. Por tanto, Dios es libre de crear o de no crear, y de crear una cosa en vez de otra. Aun así, nos encontramos ante una insoslayable disyuntiva. Dado el hecho de que Dios creó, necesariamente sucede una de dos cosas, por el principio de tercero excluido:

  • Dios creó el mejor de los mundos: Quienes esto sostengan tendrán que explicar cómo en el mejor de los mundos pueda haber males. Yo procuré explicarlo en los artículos anteriores de esta serie, ya que adopté esta postura.



  • Dios creó un mundo que no es el mejor: Quienes esto sostengan tendrán que explicar cómo quede a salvo la magnanimidad divina. Esta es la postura tradicionalmente adoptada, y la explicación requerida no ha sido clara, por no decir que ha sido evadida.

Estamos en el noveno artículo de una serie subtitulada “No te enojes con Dios”. Aunque estos artículos pueden leerse independientemente, hay entre ellos una seriación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si previamente se han leído los anteriores, que pueden encontrarse activando el siguiente vínculo:



No te enojes con Dios


Cuerpo del artículo

Además de lo dicho en el preartículo, existe la idea ―falsamente piadosa― de que Dios, en su omnisciencia, nos previó desde la eternidad y nos amó tanto que quiso hacernos libres, aunque nuestra libertad, tan amorosamente respetada, quedara fuera de su control. Si así fuera, si hubiera realidades que cayeran fuera del control de Dios, Dios no sería omnipotente. Ciertamente Dios nos previó desde la eternidad y nos amó tanto que nos hizo libres, pero nuestra libertad queda sin duda bajo su control. Es el viejo tema de la libertad humana y la omnipotencia divina.

No sólo nuestros actos libres ―aun los más íntimos― están abarcados por la omnipotencia divina, y caen bajo su control, sino que, dado que Dios nos da en cada instante todo nuestro ser y todo nuestro obrar, sin el impulso divino seríamos incapaces de obrar de manera alguna, incluidos nuestros actos libres. Dicho en breve, Dios impulsa incluso nuestros actos libres, sin por eso coartar nuestra libertad. De otra parte consta, por la razón y por la fe, que el hombre es libre y que Dios es causa de todas las cosas.


Tranquilidad y preocupación en nuestros actos

De todo lo que llevamos dicho y analizado se sigue que todo lo que sucede y todo lo que hagamos es para lograr el mejor de los mundos. Así lo previó Dios ―en su omnisciencia, omnipotencia y magnanimidad― al traer a la existencia el mejor de todos los decretos, entendiendo por decreto toda una posible creación, de principio a fin, desde lo más general hasta el más ínfimo detalle, incluidos todos los actos libres de las personas, también los malos. Comparó los infinitos decretos posibles, los evaluó con su sapientísimo criterio, y trajo a la existencia el mejor, que es la Creación o mundo en que vivimos.

El solo hecho de que Dios nos haya obsequiado con el mejor de los mundos es ya motivo de toda nuestra gratitud. Además, resulta que todo lo que hagamos, sea bueno o malo, es para lograr el mejor de los mundos. Si obramos bien no encontramos ningún problema; pero si obramos mal, ¿cómo pueden nuestros malos actos ser para el mejor de los mundos?

Como ya hemos visto, la clave del asunto está en que no hay males puros, sino que todo mal es la privación de un bien, como al hombre ciego le faltan los ojos. Tendemos a pensar en el mal al margen del bien, lo cual no es correcto. Hay un ejemplo muy bobo, pero muy didáctico. Pensemos en un cañón como un agujero forrado de acero. Si retiramos el acero, desaparecerá el cañón, pero también el agujero. De igual manera, las llamadas cosas malas son como agujeros ―males― forrados de bien; y si retiramos el bien, desaparecerá la cosa mala, pero también el mal.

Por eso todo mal es acompañado por algún bien; es en realidad un bien con mezcla de mal. Y si en ese ser mezclado de bien y mal ―como lo somos tú y yo, querido lector― Dios prescindiera del mal, prescindiría también del bien de la mezcla. Y como Dios ama el bien más de lo que detesta el mal, prefiere que no se pierda ese bien, aunque arrastre consigo ese mal. Y así, Dios a previsto los males de nuestros actos, y los ha permitido para que no se pierdan los bienes que los acompañan; y por eso aun esos actos malos son para lograr el mejor de los mundos.

Lo notable del asunto es que Dios no quiere los males, pero sí quiere permitirlos. Y, como es obvio, los males son malos, no buenos. El bien es el bien, y el mal es el mal, y son distintos; y Dios quiere el bien, no el mal, pero permite el mal, y también quiere permitirlo, para lograr el mejor de los mundos. Todo esto de algún modo nos tranquiliza, pero también nos preocupa; porque si obramos bien, es para lograr el mejor de los mundos y también para nuestro beneficio; pero si obramos mal, es también para lograr el mejor de los mundos ―porque Dios así lo previó―, pero es para nuestro perjuicio. Dios quiere nuestro beneficio y el mejor de los mundos; pero ha previsto que si obramos mal, también sea para el mejor de los mundos.

El hecho de que Dios previera y eligiera el mejor de los mundos, incluidos nuestros actos malos, de ninguna manera nos predestina; Dios nos deja en verdadera libertad. Dios lo sabe todo, y por eso sabe lo que libremente haremos en el futuro, lo mismo que en el pasado. El hecho de que Dios sepa lo que libremente haremos en el futuro no nos quitará la libertad con que obraremos en el futuro, del mismo modo que el hecho de que nosotros mismos sepamos lo que libremente hicimos en el pasado no nos quitó la libertad con que obramos en el pasado. Así como nuestro saber no determina nuestras obras pasadas, el saber divino no predestina nuestras obras futuras.


Colaborar con el plan de Dios

Tal vez Luzbel sabe todo esto y parte de su tormento consiste en darse cuenta de que jamás logrará frustrar el plan de Dios; o tal vez en su soberbia se le obnubile el intelecto y se haga la ilusión de lograrlo. El hecho es que nadie ―ni Luzbel ni nosotros ni nadie―, por mal que se porte, puede frustrar los planes divinos... ¡porque Dios previó esos males y los aprovecha para lograr el mejor de los mundos! Es lo que tradicionalmente se dice: Poderoso es Dios para sacar de los males mayores bienes. Aquí sólo hemos profundizado un poco en esta verdad.

Con todo y todo, los males son fuente de dolor para nosotros; y es distinto evitar el mal que evadir el dolor. Por eso, al conocer el contenido de estos artículos, hay el peligro de ir a reaccionar como unos cínicos y unos conchudos. Por algo Cristo no aclaró estas cosas explícitamente. La humanidad ―y de algún modo también la Iglesia― es como un hombre, con su infancia, adolescencia, madurez, etcétera; y también puede tener una mayor madurez intelectual que emocional, y al revés. Magisterio y clero son preferentemente la cabeza y el gobierno de la Iglesia; los laicos somos preferentemente el cuerpo, y podemos tener diferencias de madurez; de hecho las hemos tenido a lo largo de la historia.

También pueden darse ―en la humanidad, en Iglesia y en cada hombre― diferencias de madurez en lo profesional y en lo religioso; y también pueden darse diferencias de madurez en ciertos aspectos individuales respecto a otros aspectos que se tienen social o comunitariamente.

Puede suceder, por tanto, que algunas personas sean profesionalmente maduras y sepan salir adelante competitivamente y con éxito, como se dice hoy, sin que les falte una buena dosis de individualismo egoísta. Y que luego cínicamente piensen que no importa si se portan mal, ya que al fin todo es para lograr el mejor de los mundos, que es lo verdaderamente trascendente, cuando, en realidad, sólo esten tomando pretexto de estos conocimientos para convertirse en unos conchudos, a quienes lo único que les importa es su propio e inmediato provecho. Confío en que tales personas no tengan el interés ni la paciencia de leer esta completa serie de artículos.

Bueno, ése es el peligro (que también es un mal destinado a lograr el mejor de los mundos; hay mucho humor en todo esto). De otra parte, está la responsabilidad de colaborar en el plan de Dios. Indudablemente, el conocimiento de estas verdades nos sacude, espolea nuestra responsabilidad. Ni somos hombres color de rosa, ni vivimos en un mundo color de rosa, ni tenemos un Dios color de rosa, ni pertenecemos a una Iglesia color de rosa, ni aspiramos a una Gloria color de rosa. Queda muy claro que no debemos escandalizarnos de nada, absolutamente de nada.

Colaborar es obrar con los criterios de otro. Colaborar con Dios es obrar con los criterios de Dios, y por tanto en la realización del mejor de los mundos, tal como Él decidió. Tal colaboración implica la aceptación del mal y del dolor. Y como son pocos los que aceptan este tipo de colaboración, los que lo aceptan deben saber que les tocará una mayor porción de males y dolores, que en la economía de la salvación se llaman cruces. Para acompañarlo a llevar la cruz, Cristo cuenta con sus íntimos, sus incondicionales.

Es bueno saber que Dios, más que impecables, nos quiere entregados, abandonados en Él. Esta entrega abandonada puede ser muy difícil, y también, en algún sentido, muy fácil. Es difícil cumplir los deberes de estado con Dios y con los hombres, anhelar la sabiduría, hacer rendir los propios talentos, no acumular riquezas, no abusar del placer, no ambicionar el poder, ejercer la autoridad como servicio, no buscar los primeros lugares, no tener espíritu de competencia, amar sin acepción de personas... en síntesis, ¡cumplir amando! Es fácil, en cambio, decirle a Dios lo siguiente:

    No esperes a que yo te me entregue. Ya sabes que no lo logro, que me falta generosidad. No esperes, tómame y haz conmigo lo que quieras ―¡cheque en blanco!―; tienes mi libre consentimiento.

Quizás pueda ser dífícil decírselo con toda sinceridad. Al decírselo habitualmente, digamos, en cada Misa, vamos descubriendo que poco a poco Él nos va dando la fuerza que no tenemos, y que vamos logrando por propia iniciativa hacer cosas que antes no podíamos. Bien se dice que Dios no se deja ganar en generosidad. Y llega un momento en que todo cambia, y en que colaborar con Dios se nos convierte en el más pleno sentido de nuestra vida, aunque sigamos siendo pecadores.


El mal y el dolor en la Iglesia

Dios no privó del mal y del dolor a Jesús, ni a María, ni a José, ni a su Iglesia. La Sagrada Familia no encontró lugar en el mesón de Belén, fue perseguida por Herodes, vivió en el exilio, muchos persiguieron a Jesús en su vida pública, el joven rico se le fue triste, Judas lo traicionó y lo vendió, Pedro lo negó, casi todos los Apóstoles lo abandonaron en la Cruz, casi todos los Apóstoles padecieron el martirio, hubo persecuciones judías, hubo persecuciones romanas, y no tardaron en aparecer las herejías y los cismas.

Jesús dejó su Iglesia bajo la autoridad de Pedro, quien lo había negado tres veces, como para indicarnos que en su Iglesia habría fallas y pecados, también en sus Pastores, quienes no son tales por su buen comportamiento, sino por la elección de Dios. Los Pastores también son humanos, como nosotros, y tienen las mismas debilidades; por eso debemos pedir por ellos de manera especial. En la Iglesia también hay todo tipo de pecados, porque sus miembros, los hombres, somos pecadores. Por eso rezamos así: Ruega por nosotros, los pecadores...

No debemos escandalizarnos tampoco de los males internos a la Iglesia, ni la Iglesia deja de ser santa porque nosotros seamos pecadores. No debemos retirarnos, sino ayudar a ahogar en mal en abundancia de bien, también en la Iglesia. Tanto más santa tiene que ser la Iglesia, cuanto más pecadores seamos los hombres a quienes Ella tiene que santificar en su seno.

Si Dios permite el mal en la Iglesia, lo hace por los mismos motivos por los que lo permite en el mundo: para lograr la mejor Iglesia posible. Dios todo lo sabe. Dios lo puede. Dios es magnánimo, también con su Iglesia.

No nos enojemos, pues, con Dios. Más bien alegrémonos de tener este Dios, y de que sea tal como es; ya que si verdaderamente es Dios ―y ciertamente lo es― no puede ser de otra manera, sino que necesariamente es así. Si pudiera ser de otra manera, si fuera contingente, no sería Dios... ¡sería un ídolo!




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