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Autor: | Editorial:



Cap 2 democracia de las personas o los partidos
PARADIGMAS DEMOCRÁTICOS QUE DEBEMOS CUESTIONAR


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Lo que hoy entendemos por democracia es la democracia de los partidos, que es la democracia que pretenden vivir, con mayor o menor veracidad o transparencia, los llamados países democráticos. Y al entender la democracia de esta forma, se da por supuesto que a la vez se favorece lo que hemos llamado democracia de las personas, que busca el respeto de su dignidad y derechos, como ya dijimos arriba. Sin embargo, tal suposición está muy lejos de corresponder a la realidad. La verdad es que hemos creado el paradigma de que la democracia de los partidos favorece a la democracia de las personas, pero cada vez se hace más imperioso que cuestionemos tal paradigma, que lo sometamos a crítica y veamos si es verdadero o falso. Sorprendentemente, descubriremos que es falso.

Antes de seguir adelante será conveniente ver cómo surgió la suposición de que la democracia de los partidos favorece a la democracia de las personas. Históricamente, ante la experiencia de muchos sistemas de gobierno que lastimaban a las personas y que las excluían de las funciones de gobierno, fue surgiendo la convicción de que se trataba de una injusticia que lastimaba la dignidad y derechos de los súbditos, en su calidad de personas, quienes tenían que someterse a los caprichos de un tirano, de un monarca, de un señor feudal, etcétera. Resultaba prácticamente imposible defenderse de tales despotismos sin poder participar en las funciones de gobierno. Más aun, el hecho mismo de ser excluidos de las funciones de gobierno era ya un atropello a la dignidad y derechos de las personas. Era necesario, pues, que a todos les fuera reconocido el derecho de participar en el gobierno: ¡sólo así se lograría que todos fueran respetados! Y la ley pendular de la historia ―que suele llevar las cosas de un extremo a otro― dio lugar a que prácticamente todos quisieran participar en las funciones gubernamentales, casi por el solo hecho de que nunca habían participado en ellas. ¿Pero cómo lograr la participación de todos?

No era posible que todos fueran gobernantes, ni siquiera funcionarios de bajo nivel. Pese a ello, parecía muy claro que la norma de gobierno debería ser la voluntad del pueblo. ¿Pero cómo podía manifestarse o conocerse la voluntad del pueblo? La dificultad se agravaba por el hecho de que el pueblo casi nunca está de acuerdo unánimemente en cosa alguna. La solución fácil fue considerar que la voluntad del pueblo era la de la mayoría, y que esa voluntad mayoritaria se podía conocer votando, y contando luego el número de los votos. Pero aun así la dificultad persistía, porque el pueblo no podía estar votando cada una de las decisiones de gobierno; además era muy difícil, sin buenos medios de comunicación y cómputo, realizar las votaciones populares y el conteo de las mismas. Entonces se pensó que la voluntad del pueblo podía expresarse eligiendo a sus gobernantes por mayoría de votos. En adelante ya no se pensaría que la autoridad viene de Dios, sino del pueblo, o, en el mejor de los casos, que viene de Dios a través del pueblo. Obviamente, lo que sucedió fue que los gobernantes, una vez elegidos, empezaron a gobernar como ellos querían, al margen de lo que quisiera el pueblo.

El resultado fue que las personas ―el pueblo― seguían siendo atropelladas en su dignidad y derechos. Se hacía imperioso lograr elegir a gobernantes que verdaderamente respetaran la voluntad del pueblo. Resultaba indispensable que quien llegara al poder se comprometiera con el pueblo respecto a lo que haría en sus funciones de gobernante. Entonces, quienes pretendían llegar al poder empezaron a elaborar planes o proyectos de gobierno, a hacerle promesas al pueblo y a buscar el apoyo de los poderosos, los ricos y todos los que de un modo o de otro fueran influyentes. Y así, poco a poco, fueron surgiendo los partidos políticos y las campañas electorales.

¡Ahí tenemos la democracia de los partidos! Y ahí la tenemos junto con la ingenua suposición de que favorece a la democracia de las personas. Pronto se vio que los gobernantes así elegidos tienen más afán de poder que deseos de servir al pueblo, al bien común. Pronto se vio que las campañas electorales habrían de manipular los medios de comunicación para presentar los candidatos al pueblo como ellos quieren ser presentados, y no como realmente son. Pronto se vio que los proyectos de gobierno habrían de estar destinados a prometerle al pueblo lo que éste quisiera oír ―para conseguir su voto― aunque no se tuviera el propósito de cumplir tales proyectos y promesas. Y nuevamente las personas ―el pueblo― siguieron siendo atropelladas en su dignidad y sus derechos. ¿No es así? ¿No es eso lo que hemos venido viviendo y padeciendo? En mayor o menor medida, en todos los países democráticos ha sucedido lo mismo.

El resultado es que la democracia de los partidos no ha favorecido a la democracia de las personas, sino todo lo contrario. Por eso es necesario que comencemos a cuestionar nuestro sistema democrático, que lo sometamos a crítica y que lo pensemos y repensemos en profundidad. Lo que no funciona es más bien nuestro sistema, y no tanto nuestras personas. Es el sistema el que deteriora a las personas, más que las personas al sistema. Y lo que nosotros hemos venido haciendo ha sido criticar y atacar a las personas, en vez de cuestionar y revisar nuestros sistemas. Lo fácil es sacar nuestras “tijeras” y hacer pedazos a las personas, sin dejar títere con cabeza; pero se trata de algo muy destructivo. Lo constructivo es mejorar nuestros sistemas y educar a nuestra gente, incluidos los funcionarios y políticos; mas para lograrlo es indispensable atreverse a pensar, incluso contra corriente y contra lo establecido, reconocer errores y omisiones, corregir, afinar, quitar lo que sobra y añadir lo que falta.

Los actuales candidatos no son malas personas. Si cualquiera de ellos nos invitara a comer a su casa, con seguridad nos trataría de maravilla, se comportaría con gran educación y descubriríamos que es una fina persona. En cambio, cuando aparecen en la televisión se muestran como unos verdaderos patanes, que se insultan unos a otros, se atacan en lo personal, sacando a la luz pública incluso defectos y faltas de sus vidas privadas; les importa más desacreditar y desprestigiar al otro que convencer al pueblo de las bondades de su programa político. Y lo hacen así porque el sistema los empuja a obrar así, porque así es como pueden lograr mayores probabilidades de triunfar dentro de un sistema democrático de partidos políticos en pugna mediante campañas electorales que se deciden por votación. Y cuando los triunfadores llegan al poder, es también el sistema el que los empuja hacia la corrupción. ¡Lo que falla es nuestro sistema democrático!

Es muy importante que los sistemas nos empujen a mejorar; y el sistema que hoy tenemos nos está empujando a empeorar. Sucede como con nuestro sistema escolar, que empuja a copiar en los exámenes, ¿no es verdad? De poco sirve que se les repita a los alumnos ―hasta la saciedad― que no deben copiar, si el sistema los empuja a copiar. Si repruebas el examen se te viene el mundo encima, y lo puedes evitar copiando... ¡pues acabas copiando! El sistema te empuja a copiar. De manera semejante, nuestro sistema democrático empuja hacia la corrupción.

Los sistemas deben estar diseñados y construidos de manera que ante las desviaciones tiendan a corregirse por sí mismos, casi automáticamente. Este principio se puede apreciar con toda claridad en todas las embarcaciones, donde lo correcto es que el centro de gravedad esté por debajo de la línea de flotación. Cuando un barco construido así se ladea, el empuje de su propio peso hacia abajo, a la vez que el empuje del agua hacia arriba, tienden a enderezarlo y nivelarlo; se trata de un círculo virtuoso. En cambio, si el centro de gravedad estuviera por encima de la línea de flotación, al ladearse el barco ambas fuerzas colaborarían para a volcarlo por completo; se trata de un círculo vicioso. Pues, bien, algo semejante sucede con todos los sistemas: deben estar diseñados y construidos para autocorregirse ante las desviaciones. Los sistemas políticos no son una excepción a esta regla, por muy democráticos que sean.

Veamos al menos algunos ejemplos. Los países más pobres son los que tienen menos equipo electrónico y demás elementos necesarios para llevar a cabo elecciones rápidas, claras y limpias, sino que, por el contrario, son los más vulnerables a las duplicidades de votos, robos de urnas y todo tipo de trampas; lo cual lleva a que no se acepten las elecciones y a que se exija una segunda vuelta electoral. De tal manera, la multiplicidad de costosas rondas electorales empobrece más y más a un país que ya era pobre, en un círculo vicioso de empobrecimiento democrático, que, por supuesto, tiene lugar en una democracia de los partidos.

También sucede que cada partido político, para lograr mantenerse en el poder, apoya en todo a sus miembros activos en funciones gubernamentales a fin de que aumenten su poder y la fuerza de su partido; con lo cual tales miembros, al verse más poderosos e impunes, se hacen cada vez más corruptos; lo que lleva a que el partido también se corrompa y apoye a sus miembros activos por todos los medios posibles, sin importar lo ilegítimos o inmorales que puedan ser. Y en tal círculo vicioso los gobernantes terminan gobernando con la finalidad de mantenerse en el poder, o de mantener en el poder a su partido, en vez de gobernar con el fin de lograr el bien común o beneficio del pueblo.




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