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V. Su vida, piedra de toque de su predicación
Su espiritualidad fue de tendencia predominantemente mística


Por: Mons. Alberto Iniesta | Fuente: www.franciscanos.org



Todos los contemporáneos de San Antonio de Padua coinciden en destacar el testimonio de su vida ejemplar como el caldo de cultivo de su carismática predicación, que arrastraba a las masas en su seguimiento. Entre los franciscanos llegó a ser considerado como el mejor seguidor de Francisco, según refleja el capítulo XX de las Florecillas donde se cuenta que un novicio con grandes tentaciones sobre su vocación, y a punto de dejar la orden, tuvo una visión celestial, en la cual vio innumerables bienaventurados con admirables túnicas, y entre ellos dos que destacaban extraordinariamente sobre los demás. Al preguntar a uno de los personajes celestiales quiénes eran, le contestó que todos eran franciscanos, y aquéllos dos de mayor esplendor y majestad eran San Francisco de Asís y San Antonio de Padua.

Este relato refleja el sentir de la Iglesia de aquel tiempo. Cuando murió el 13 de junio de 1231, la voz del pueblo le aclamaba como santo, según refleja la Legenda Assidua (18), por lo que su cuerpo fue trasladado triunfalmente a Padua, y colocado en una urna de piedra en la Iglesia de Santa María Mater Domini. Como confirmación oficial, antes de un año, el 30 de mayo de 1232, Gregorio IX le canonizó. En el pasado siglo, León XIII expresó la inmensa popularidad de que goza el santo, llamándole «el santo de todo el mundo».

Uno de los síntomas de sus deseos de perfección podemos rastrearlo al abandonar una vida que, aun teniendo evidentes exigencias espirituales, ascéticas y pastorales en la Regla de los Canónigos de San Agustín, podía resultarle relativamente cómoda en comparación con las condiciones de vida que le esperaban entre los frailes franciscanos, impulsado por su deseo de testimoniar el Evangelio de Cristo entre los infieles, aun a costa de derramar su sangre, como era el principal motivo de su heroica decisión.

Como refleja la leyenda ya citada de las Florecillas, Antonio asimiló profundamente el espíritu franciscano. Provisto de una sólida base de teología escolástica, recibida en los canónigos de San Agustín, y siendo además el primer profesor de teología que tuvo la orden franciscana, por autorización expresa del mismo Francisco, reacio hasta el momento a que sus frailes estudiaran, por miedo a que perdieran la sencillez evangélica, Antonio de Padua supo unir la ciencia con la sabiduría, el estudio con la oración y la enseñanza con la vida.

Habla con sincero entusiasmo de la pobreza evangélica: «Cuando el hombre mísero abunda en delicias y se afana por las riquezas, entonces decrece, porque pierde la libertad. La solicitud por las riquezas conviértele en esclavo, pues cuando las sirve desciende de sí en sí mismo. ¡Desdichado el espíritu que se tiene a sí en menos de lo que posee! Pues ciertamente menos es si sujeta su ser a las cosas, y no las cosas a san ser. Esta posición servil aparece más clara cuando lo que posee con amor se pierde con dolor. Este mismo dolor manifiesta la gran servidumbre. ¿Qué más? Solamente en la pobreza voluntaria está la verdadera libertad» (Sermón del domingo infraoctava de Navidad).

Su espiritualidad era completamente cristocéntrica, como refleja este pasaje de un comentario al nombre de Jesús: «Dulce fue en el seno de su Madre. Dulce en el pesebre. Dulce en el Templo. Dulce en Egipto. Dulce en el Bautismo. Dulce en el desierto. Dulce en los éxitos. Dulce en el patíbulo. Dulce en el sepulcro. Dulce en el Averno. Dulce en el cielo. ¡Oh, dulce Jesús! ¿Qué cosa hay más dulce que tú? Tu recuerdo es dulce más que la miel y que todo lo dulce. Tu nombre es nombre de dulzura, es nombre de salud. ¿Qué es Jesús sino Salvador? Pues bien, ¡oh, Jesús! Sednos Jesús por ti mismo, a fin de que, pues nos has dado la promesa de la dulzura -esto es, la fe-, nos des la esperanza y la caridad, para que viviendo y muriendo en ella merezcamos llegar a ti, por las súplicas de tu madre dulcísima, con tu auxilio, pues eres tú bendito por los siglos. Amén».

Como una derivación de su cristocentrismo, su piedad era también profunda y devotamente mariana y mariológica. De acuerdo con la escuela franciscana, sostuvo firmemente la creencia en la Inmaculada Concepción de María, en contra de la corriente predominante por entonces, por influencia de San Bernardo, San Alberto Magno, y, poco después, de Santo Tomás de Aquino. En la fiesta de la Natividad de María -que con la Anunciación, la Purificación y la Asunción eran las cuatro fiestas marianas de aquel tiempo-, dice así: «Acógete a María, ¡oh pecador!, porque ella es ciudad de refugio. Así como antiguamente señaló Dios tres ciudades de refugio a las que poder acogerse todo aquel que cometiese un homicidio involuntario (Núm 35,13-14), así ahora la misericordia del Señor provee de un refugio incluso para los homicidas voluntarios: el nombre de María. Torre fortísima es el nombre de Nuestra Señora. El pecador se refugiará en Ella y se salvará. El de María es nombre dulce, nombre que reconforta al pecador, nombre de consoladora esperanza. ¡Oh, Señora! Tu nombre es el tesoro de mi alma».

Entre sus correligionarios fue hombre puente, sabiendo conjugar las necesarias adaptaciones a los tiempos y circunstancias, con el mantenimiento firme de los grandes principios del franciscanismo, sin dejarse llevar por banderías de unos ni de otros. Mantuvo siempre una actitud pacífica y pacificadora en relación con los grupos heréticos y los sectarismos violentos que pululaban por entonces en el Sureste de Francia y en el Norte de Italia, de acuerdo con el talante de Francisco, que recogió el espíritu misionero y evangelizador de las Cruzadas, pero renunciando sistemáticamente a la violencia, como demostró con su visita al sultán de Marruecos, sin más armas que el Evangelio de Jesús.

Este espíritu debió de beberlo Antonio junto a las reliquias de los mártires franciscanos, que, como Cristo, dieron su sangre por sus perseguidores, anunciando el Evangelio por amor y con amor, con espíritu de paz y sin violencia ni derramamiento de sangre. Entre la cruz y la espada, ellos prefirieron quedarse con la cruz, dejando la espada en todo caso para sus enemigos; prefiriendo, como el Señor, que si alguna sangre debiera derramarse, fuera la suya, vertida precisamente para salvarlos. Antonio no recibió el don de dar su vida y su sangre de una vez, pero supo entregarla día a día, gastándola intensamente por el Evangelio, en muy pocos años.

Su espiritualidad fue de tendencia predominantemente mística, hablando ya, mucho antes que San Juan de la Cruz, de una «noche oscura» del alma, no buscada por ella, pero por ella soportada como preparación para la contemplación, que reconoce como una llamada universal para todo cristiano. Exhorta a la vida contemplativa, pero valora mucho la acción si está alimentada por la contemplación. La plenitud y perfección de la vida cristiana consiste en la caridad, en su doble movimiento de amor a Dios y al prójimo. La cruz de Cristo es la puerta para el gozo del Reino, en relación con las tres Personas de la Santa Trinidad, como se refleja en este hermoso comentario sobre el Salmo 45,8: «En el corazón de Cristo el justo hallará su pascua, pudiendo decir aquello: "Mis delicias consisten en estar con el Hijo del Hombre", levantado sobre el patíbulo de la Cruz, sujeto con clavos, abrevado con hiel y vinagre, con el pecho abierto. ¡Oh, alma mía!, éstas son tus delicias; en ellas gózate, deléitate en ellas. Por lo que Isaías te dice: "Entonces verás y te regocijarás, admirarás y se deleitará tu corazón" (9,5). ¡Oh, alma!, verás al Hijo de Dios pendiente del patíbulo, y entonces abundarás en delicias, bañándote en lágrimas. Admirará tu corazón la benignidad del Padre, que veía suspendido a su Unigénito, y no lo arrancaba del madero. ¡Oh, Padre! ¿Cómo te pudiste contener? ¿Cómo no rasgaste los cielos y descendiendo, no liberaste a tu amado? En esta admiración se deleitará tu corazón, al amor del Padre, pues dio al Hijo que nos remedió, y al amor del Espíritu Santo, que lo obró».

¿Podemos nosotros, en nuestra coyuntura histórica, en esta sociedad pluralista y agnóstica, post-ilustrada y post-moderna, indiferente y escéptica, economicista y hedonista, liberal y materialista, intentar la aventura y la audacia de una evangelización nueva sin evangelizadores, catequistas y predicadores santos?

Reconozcamos, para evitar maximalismos idealistas que no conducen a ninguna parte, que no se pretende que todos sean santos en el sentido estricto de la palabra, como cristianos carismáticos que puedan ser ejemplo permanente de virtudes heroicas, como lo fue San Antonio de Padua, porque entonces tendríamos todos o casi todos que callarnos, empezando por el que suscribe. Renunciar a la predicación por no ser santos, por sentirse con muchos defectos, debilidades y hasta pecados sería algo así como el médico que teniendo alguna enfermedad renunciara por eso a trabajar por la salud de los demás. El debe tomar con interés sus propios males, y tratar de ponerles remedio acudiendo a otro colega suyo para que le ayude a curarse, pero eso no puede impedirle tratar de curar a sus pacientes.

Pero si no se puede pedir a los evangelizadores, catequistas y predicadores que sean «ya» santos consumados -cosa que, además, es un camino para toda la vida-, sí se puede pedir que queramos caminar sinceramente hacia la perfección cristiana. Así como la eficacia de los sacramentos es más independiente del ministro -y aun así, no del todo-, la palabra de la predicación está más vinculada a la vida del predicador, como se comprueba con frecuencia en la historia de la Iglesia.

Al fin y al cabo, el artífice de nuestra santificación es el Espíritu Santo, que trabaja en nosotros incesantemente si nosotros le dejamos hacer. Recordemos este párrafo de San Antonio en la fiesta de Pentecostés sobre el Espíritu Santo y su poder transformante en el cristiano: «El río es la misma agua corriente, con el declive por donde se desliza el agua. Río es la gracia del Espíritu Santo, que hoy regó abundosamente el corazón de los Apóstoles, y los sació y limpió. (...) Aquí se trata de un río de fuego. ¿Qué es el Espíritu Santo sino fuego divino? Lo que hace el fuego con el hierro hácelo este fuego con el corazón manchado, frío y duro. Pues a la comunicación de este fuego, el alma humana depone poco a poco toda herrumbre, frialdad y dureza, y toma la semejanza completa de este fuego que la inflama. Para esto precisamente se le comunica al hombre, para esto se le infunde: para configurarla, en cuanto fuere posible. Pues por virtud del fuego divino pónese toda candente; a la vez, se inflama y se derrite en amor de Dios, según aquello del Apóstol a los Romanos (5,5): "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado"». O éste otro: «El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas [cf. Hch 2,4]. Estas diversas lenguas son los diversos testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las palabras con que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta».



[Alberto Iniesta, Antonio de Padua, teólogo, santo y evangelizador,
en AA.VV., Para conocer a San Antonio de Padua. XXXIII Semana de Confres. Madrid 1995, págs. 33-48]


 



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