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Antes del voto, en el voto y después del voto
Laicos en la Iglesia /Artículos de interés

Por: Salvador I. Reding Vidaña | Fuente: Catholic.net

En cada votación ciudadana, en especial cuando los resultados son sorprendentes, discutibles, dudosos, además de contar los votos, vale la pena reflexionar sobre estos temas: ¿cómo se decide el voto ciudadano, qué influye en la decisión y que se piensa o sucede después de votar?

Es verdad que en la democracia electoral, la voluntad popular se mide por el número de votos a favor de alguna propuesta, partido o candidatura. Si el proceso de votación se observa y reconoce como limpio, salvadas posibles fallas menores, se puede considerar que el pueblo, efectivamente, tomó una decisión mayoritaria.

El número mayoritario de votos no es el problema, pero un análisis de los procesos electorales nos lleva a hacer ciertas reflexiones en torno a cómo y por qué decide individualmente un ciudadano por quien o por qué vota o se abstiene.

Se supone que el asunto es muy simple: los candidatos y sus partidos presentan sus propuestas de gobierno, hacen promesas de campaña y el ciudadano, según sus intereses, convicciones o conveniencias, otorga su voto a quien mejor le parece. Otros ciudadanos, por diversos motivos, no votan. Pero el no-voto puede interpretarse como una opinión, vgr.: no voto porque ninguno me convence, todos son iguales, mi voto no decidirá nada entre otros miles o millones de ellos.

El ejercicio del derecho a votar (y obligación constitucional, como en México) supone, si se hace un análisis más que superficial, que el voto es resultado de una decisión racional, reflexionada, inteligente. Hay una frase repetida: “el pueblo no es tonto”, en referencia a los intentos de engañarlo para obtener su voto, o simplemente su apoyo. Pero esto no es así de simple, veamos.

El hombre no es una máquina racional, para eso están los equipos de cómputo, es un ser que tiene capacidad si, de razonar, pero también es un ser emotivo, temperamental. Las acciones de una persona, en todos los aspectos de su vida, las decide en base a sus afectos, emociones, prejuicios, lealtades, temperamento, estado de salud y de ánimo, descanso o fatiga, influencias de otros y también, pero no únicamente, de sus razonamientos.

Su estado de ánimo, que lo puede llevar en muchos casos a tomar decisiones no reflexionadas (acertadas o no), puede ser de enojo, furia, deseo de revancha, entusiasmo, alegría, simpatía momentánea, pero también de miedo o presiones psicológicas o amenazas. La decisión no es tan simple, y por ello la votación ciudadana total de una elección no es, en la mayoría de los casos, resultado de una reflexión, de un razonamiento profundo, sino de cómo se siente en el momento poco antes de votar y en el momento mismo de hacerlo.

El pueblo no es tonto, es cierto, pero la persona humana, en política o en cualquier otro aspecto de la vida, es influenciable, controlable, objeto de violencia, o sujeta a decisiones de otros que tienen figura de autoridad moral sobre ella.

Se puede votar por decisión personal, de cualquier forma que se haya llegado a ella, o bien por obediencia o forma de lealtad a otros, que le dicen por quién debe votar, y obedecen. También el voto se compra con obsequios, ofertas o dinero.

Por todas estas razones los pueblos muchas veces se equivocan en sus preferencias masivas al votar; de allí la frase de que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”. Un personaje carismático, popular, simpático, o victima reivindicada, o muy poderoso, puede atraer votaciones masivas a su favor, para bien o para mal de ese pueblo. Estas decisiones electorales han sido, en la historia moderna de la democracia, buenas y malas.

Ha habido gobernantes democráticamente electos que se volvieron dictadores, opresores, belicosos, creadores de fantasías que serán irrealizables, o que simplemente resultan incompetentes para gobernar; o corruptos o sujetos a intereses y personas que estaban ocultos. Cuántas veces, ya en el poder, los malvados, democráticamente electos, se quitan o se les cae la máscara, la piel de oveja sobre su realidad de lobos. Los ciudadanos votaron por ellos y, decepcionados, luego no saben cómo quitarlos del poder.

Vista así la decisión del voto, no se puede afirmar que el número de votos expresa la “voluntad popular”. No, no bastan las boletas contadas a favor de uno y otro candidato, aunque para efectos legales sean decisivas. Las disputas en tribunales sobre esas votaciones, no son por su número sino por su origen y conteo. Entre las denuncias se incluyen por supuesto, los votos inventados, falsos como “promesa de político” (versión popular). También puede haber denuncias por actos ilegales en campañas, como la coacción o compra del voto, así como trampas en el conteo de los votos emitidos, falsificación de actas y otros casos relacionados.

Aunque al final los resultados electorales oficiales con números sobre las votaciones son las que definen ganadores y les entregan el poder de gobierno, la voluntad popular no es necesariamente la que esos números indican. A veces los fraudes electorales son tan grandes, que esos números de votos atribuidos son muy diferentes a los que los votantes depositaron en las urnas. Todo es posible.

Todo cuenta, para conocer hasta dónde el número de votos en urnas realmente representa la voluntad popular, hay eventos influyentes antes, en el voto y después del voto.