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Francisco en la misa de Reyes
Temas actuales /De la Fe

Por: Sergio Mora | Fuente: zenit.org

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En la solemnidad de la Epifanía del Señor, el papa Francisco presidió la misa en la basílica de San Pedro. Con el Gloria in Excelsis Deo cantado por el coro de la Capilla Sixtina inició la liturgia solemne, seguida por el Kyrie, en el templo repleto de fieles y con hermosos arreglos florales.

En esta misa festiva que recuerda la adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús en el portal de Belén, el Santo Padre vestía paramentos color crema con ribetes verdes y dorados, y portaba el palio. En cambio los cardenales y obispos llevaban paramentos color crema y dorado.

En el lado izquierdo del dosel del Bernini estaba la imagen de María con flores blancas a sus pies y en el centro, delante del altar y de la tumba de san Pedro, una imagen con el Niño Jesús en la cuna, en cuya cabecera se encontraba la sagrada Biblia.

Después del evangelio de Mateo cantado en latín, el cual narra el viaje y encuentro de los Reyes Magos con el Niño Dios, se indicó también la fecha de la fiesta de Pascua y las otras festividades móviles.

Francisco en su homilía señaló que estos hombres venidos de Oriente “reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón”. Porque si la nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado, “va en busca del futuro empujado por su fe”.

Así, explicó Francisco, mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía de la mano de un Herodes “bajo la anestesia de una conciencia cauterizada”, y que que “los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio”. Y Herodes tuvo miedo.

“Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir –explicó Francisco– que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial”, lejos de los ídolos del poder, donde no lo esperamos.

Y descubrir “que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados y abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia”. Entretanto aseguró el Santo Padre los magos pudieron adorarlo porque se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, ante el extraño y desconocido Niño de Belén, descubrieron la Gloria de Dios”.

La oración universal de los fieles fue hecha en diversos idiomas: polaco, armenio, japonés, sueco y chino, significando la univesalidad del mensaje cristiano.  Le siguió la liturgia eucarística.

 

Texto de la Homilía:

«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2). Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido.

Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una estrella y queremos adorar. Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos.

No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo).

Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad. Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste.

Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón. La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente.

La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven, Señor Jesús».

Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre.

Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado.

La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometernos por ese cambio que anhelamos y necesitamos.

La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera su Señor.

Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.

Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ?que distaba muy pocos kilómetros de Belén?, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía. Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado.

Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre su riqueza sin lograr ver más allá.

Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655).

Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no necesariamente amado.

Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad. Ídolos que solo prometen tristeza y esclavitud. Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos hombres venidos de lejos.

Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial.

Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey desconocido ?pero deseado? no humilla, no esclaviza, no encierra.

Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo queremos. O donde tantas veces lo negamos.

Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados y abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia.

Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén. Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen.

Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.

Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad. Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén descubrieron la Gloria de Dios.