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Los Movimientos Eclesiales y su colocación teológica
He aquí que el Espíritu Santo, por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra


Por: Card. Joseph Ratzinger | Fuente: Catholic.net



Roma, 27 de Mayo, 1998

En la gran encíclica misionera Redemptoris Missio, el Santo Padre escribe: «Dentro de la Iglesia se presentan varios tipos de servicios, funciones, ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad emergida en no pocas iglesias en los tiempos recientes, el gran desarrollo de los «movimientos eclesiales», dotados de fuerte dinamismo misionero. Cuando se integran con humildad en la vida de las iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Recomiendo, pues, difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, en una visión plural de los modos de asociarse y de expresarse» (n. 72).

Para mí, personalmente, fue un evento maravilloso la primera vez que entré en contacto más estrechamente -a los inicios de los años setenta- con movimientos como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación, los Focolarini, experimentando el empuje y el entusiasmo con que ellos vivían su fe, y que por la alegría de esta fe sentían la necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido.

En ese entonces, Karl Rahner y otros solían hablar de «invierno» en la Iglesia; en realidad parecía que, después de la gran floración del Concilio, hubiese penetrado hielo en lugar de primavera, fatiga en lugar de nuevo dinamismo. Entonces parecía estar en cualquier otra parte el dinamismo; allá donde -con las propias fuerza y sin molestar a Dios- se afanaban para dar vida al mejor de los mundos futuros. Que un mundo sin Dios no pueda ser bueno, menos aún el mejor, era evidente para cualquiera que no estuviese ciego. Pero, ¿Dios dónde estaba? ¿Y la Iglesia, después de tantas discusiones y fatigas en la búsqueda de nuevas estructuras, no estaba de hecho extenuada y apocada? La expresión rahneriana era plenamente comprensible, expresaba una experiencia que hacíamos todos.

Pero he aquí, de pronto, algo que nadie había planeado. He aquí que el Espíritu Santo, por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres jóvenes y en mujeres jóvenes renacía la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni escapatorias, vivida en su integridad como don, como un regalo precioso que ayuda a vivir. No faltaron ciertamente aquellos que se sintieron importunados en sus debates intelectuales, en sus modelos de una Iglesia completamente diversa, construida sobre el escritorio, según la propia imagen. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Donde irrumpe el Espíritu Santo siempre desordena los proyectos de los hombres.

Pero había y hay aún dificultades más serias. Aquellos movimientos, efectivamente, padecieron -por así decirlo- enfermedades de la primera edad. Se les había concedido acoger la fuerza del Espíritu, el cual, sin embargo, actúa a través de hombres y no los libra por encanto de sus debilidades. Había propensión al exclusivismo, a visiones unilaterales, de donde provino la dificultad para integrarse en las iglesias locales. Desde el propio empuje juvenil, aquellos chicos y chicas tenían la convicción de que la iglesia local debería elevarse, por así decir, a su modelo y nivel, y no viceversa, que les correspondiese a ellos dejarse engastar en un conjunto que tal vez estaba de verdad lleno de incrustaciones. Se tuvieron fricciones, de las cuales, en modos diversos, fueron responsables ambas partes.

Se hizo necesario reflexionar sobre cómo las dos realidades -la nueva floración eclesial originada por situaciones nuevas y las estructuras preexistentes de la vida eclesial, es decir, la parroquia y la diócesis- podían relacionarse de forma justa. Aquí se trata, en gran medida, de cuestiones más bien prácticas, que no deben ser llevada demasiado alto en los cielos de lo teórico.

Mas, por otro lado, está en juego un fenómeno que se presenta periódicamente, de diversas formas, en la historia de la Iglesia. Existe la permanente forma fundamental de la vida eclesial en la que se expresa la continuidad de los ordenamientos históricos de la Iglesia. Y se tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que vuelven siempre viva y nueva la estructura de la Iglesia. Pero casi nunca esta renovación se encuentra del todo inmune de sufrimientos y fricciones. Por lo tanto, no se nos puede eximir de la obligación de dilucidar cómo se pueda individuar correctamente la colocación teológica de los «movimientos» en la continuidad de los ordenamientos eclesiales.


I. Intento de clarificación a través de una dialéctica de los principios:

1. Institución y Carisma

2. Cristología y pneumatología

3. Jerarquía y profecía


II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos

1. Ministerios universales y locales

2. Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia

3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica


III. Distinciones y criterios



 

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Imagen: jmarti.ciberia.es

 

 

 

 





 







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