Libertad y derecho de asociación en el misterio de comunión
Por: + Luis Bambarén Gastelumendi, S.J. | Fuente: Comisión Episcopal de Apostolado Laical, Perú

En la enorme floración de experiencias asociativas a lo largo de la historia se pone de manifiesto la universalidad de la Iglesia, sacramento de comunión y reconciliación entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Las asociaciones y movimientos sirven a la unidad en la fe a través de los múltiples modos de expresarla y vivirla, según los carismas que el Espíritu Santo suscita para utilidad del Pueblo de Dios.
Las asociaciones y movimientos eclesiales nacen dentro de esa comunión y, desde sus particularidades y acentos propios, están llamados a fortalecerla y enriquecerla. Pero al hacerlo no pierden sus características singulares. Es precisamente desde sus acentos propios que aportan y fortalecen la comunión en un dinamismo de complementariedad. Se pone así de manifiesto la libertad y el derecho de asociación dentro de un único misterio de comunión al que estamos invitados todos los bautizados en la Iglesia. Todos los fieles -clérigos y laicos- tienen la libertad de agruparse con un determinado objetivo cristiano, convocados todos por el mismo Espíritu Santo, para vivir y anunciar el único Evangelio de Cristo. Dentro de la unidad del Pueblo de Dios es totalmente legítimo, como lo enseña el Magisterio, vivir con un determinado estilo, acentuando dentro de la totalidad de la fe de la Iglesia algunos aspectos del misterio de Cristo en orden a la salvación, con la convicción de que en Él encontramos una «inescrutable riqueza» (Ef 3,8) que no agota ningún carisma, asociación o estado de vida. La Iglesia reconoce y protege este derecho dentro del tangible misterio de comunión.
2.1.La Iglesia, misterio de comunión
El fundamento eclesial de la vida asociada se encuentra en la naturaleza misma de la Iglesia. En efecto, como enseña la Lumen gentium, la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (11). Esta rica perspectiva nos sitúa ante el corazón mismo de la vida eclesial y nos indica que la Iglesia es un misterio de comunión. La fuente de esta comunión es la Santísima Trinidad. La comunión de todos los bautizados en Cristo es reflejo y participación de la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El Concilio Vaticano II ha impulsado, desde la historia y Tradición viva de la Iglesia, una eclesiología de comunión (12) que permite un marco muy rico para aproximarse al misterio de la salvación. Como se indica en la carta Communionis notio, «el concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica» (13). El Papa Juan Pablo II, haciéndose eco de la renovación conciliar, ha dado un lugar central en su Magisterio a esta perspectiva eclesiológica de comunión; realidad que para él representa el contenido central de la redención y como tal del misterio de la Iglesia: «La realidad de la Iglesia-Comunión es... parte integrante, más aún, representa el contenido central del "misterio" o sea del designio divino de salvación de la humanidad» (14).
La invitación a participar de la comunión divina de Amor encuentra en el corazón del ser humano un anhelo profundo. Creado a imagen y semejanza de Dios Amor (cf. 1 Jn 4,8), el hombre lleva en lo más hondo de su ser el reflejo del misterio de comunión que es la Santísima Trinidad. Más aún, su plenitud sólo la alcanzará en la comunión con Dios, fuente de su vida. Como afirma el documento de Puebla, «al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito en el Espíritu Santo» (15).
El ser humano vivía en los orígenes en comunión con Dios. Las relaciones entre los seres humanos participaban de esa comunión. Sin embargo, el hombre pecó y rompió esta comunión, introduciendo en su vida y en todo el universo el germen de la ruptura y la división. El documento de Santo Domingo lo expresa claramente: «Reconocemos la dramática situación en que el pecado coloca al hombre. Porque el hombre creado bueno, a imagen del mismo Dios, señor responsable de la creación, al pecar ha quedado enemistado con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la armonía de la naturaleza» (16). Por el pecado original, el hombre perdió esta vida en comunión y entró la ruptura en su existencia (17).
No obstante, la exigencia profunda de la comunión no desaparecerá de la naturaleza humana. Quedará oculta por el pecado, pero siempre se dejará sentir como una ansia profunda que llevará al hombre a vivir en una constante búsqueda de esta comunión perdida. Como afirmaba San Agustín, el ser humano tiene un anhelo muy hondo de Dios (18), tiene una nostalgia de reconciliación (19) y de comunión con Dios Amor. El ser humano expresará esta aspiración de diferentes maneras en las diversas formas de vida social. Pero siempre quedará el anhelo profundo de la comunión con Dios, a la que está invitado.
Dios, sin embargo, nunca se olvida del ser humano. Atento a su vida, le ofrece la posibilidad de establecer una alianza y recobrar la comunión perdida. El Padre eterno, en su amor misericordioso, envía a su Hijo único para reconciliarnos con Él y devolvernos la comunión anhelada. En Cristo y por Cristo, se restablece la comunión entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí (cf. 2 Cor 5,18-21). Como se señala en Santo Domingo, Jesucristo «es el Hijo único del Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, que vino al mundo para librarnos de toda esclavitud de pecado, a darnos la gracia de la adopción filial, y a reconciliarnos con Dios y con los hombres» (20). Así pues, la historia de la salvación, como afirma el Papa Juan Pablo II, es la historia admirable de la reconciliación, «aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados» (21). De esta manera, vemos que «toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos» (22).
El ser humano encuentra el camino de retorno a la comunión anhelada en Cristo, quien le revela la verdad sobre Dios y sobre sí mismo, y lo invita a vivir la plenitud de su vocación a ser hijo de Dios (cf. Ef 1,4-5). En Él se nos revela «que la vida divina es comunión trinitaria» (23) y que «de allí procede todo amor y toda comunión, para grandeza y dignidad de la existencia humana» (24). En el Señor Jesús, pues, el ansia profunda de comunión encuentra su sentido definitivo y su posibilidad de plenitud (25). Y en Cristo el ser humano descubre que es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma», y que como tal «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (26).
Esta comunión a la que está invitado el ser humano, exigencia del Reino (27), tiene su germen aquí en la tierra en la Iglesia, que «aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (28). En ella los hombres y mujeres pueden ir colmando su anhelo de comunión, puesto que la Iglesia es sacramento de unidad entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, es decir, signo e instrumento de salvación (29). La Iglesia es el «sacramento visible de esta unidad que nos salva» (30) querida por Dios, pero es además el instrumento y el lugar donde se realiza de modo eficaz la comunión y reconciliación de los hombres con Dios y entre sí (31). De ahí la exigencia profunda de que la Iglesia sea cada vez más «una comunidad que viva la comunión de la Trinidad y sea signo y presencia de Cristo muerto y resucitado que reconcilia a los hombres con el Padre en el Espíritu, a los hombres entre sí y al mundo con su Creador» (32). La Iglesia es, pues, un misterio de comunión y reconciliación (33); comunión de fe, de vida, de verdad, de caridad.
Llamados a una misma fe y a una misma esperanza, vivimos en la comunión de amor que es exigencia permanente de apertura y amor a Dios y a los demás. El Pueblo elegido por Dios es uno solo y se funda en un solo bautismo. Como leemos en la Carta a los Efesios: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5). Nunca debemos olvidar que «no hay más que... un solo Señor, Jesucristo» (1 Cor 8,6), y que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). Partícipes todos en la Iglesia de la misma dignidad de hijos de Dios, derivada de la redención alcanzada en Cristo, todos estamos llamados, cada cual desde la propia vocación y el don recibido del Espíritu, a contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo.
La comunión que es la Iglesia se configura como una «comunión orgánica... caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades» (34). La pluralidad y diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado no obstaculizan la unidad sino que más bien le confieren desde el dinamismo de la complementariedad el carácter de comunión (35)<a>. Como señala el Papa, «en la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor» (36). Desde la inmensa riqueza de la diversidad, todos contribuyen al fortalecimiento de la unidad en la comunión, ya que «la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues "todo esto lo hace el único y mismo Espíritu" (1 Cor 12,11)» (37). Esta comunión orgánica está ordenada jerárquicamente.
La Iglesia es, además, el Cuerpo de Cristo. Este hecho ilumina ante todo la unidad de toda la Iglesia con su Cabeza, que es el Señor Jesús, pero también la unidad de todos los miembros entre sí, a pesar de las diferencias. «La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia" (LG, 7)» (38). Y esto de tal manera que la diversidad no va en contra de la unidad, sino que la enriquece: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12,4-5).
Esta comunión, nutrida del amor que es plenitud de la ley (cf. Rm 13,10), no se repliega sobre sí misma, sino que se proyecta en un dinamismo de sobreabundancia de amor hacia los demás, puesto que la Iglesia «ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"» (39). La comunión es siempre misionera. «La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera» (40). La Iglesia es «por su naturaleza misma... siempre reconciliadora» (41) y como tal «debe buscar ante todo llevar a los hombres a la reconciliación plena» (42). Todos los bautizados estamos llamados a colaborar en el «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18) que debe realizar la Iglesia como sacramento de Cristo, predicando la «palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19) a todos los seres humanos.
Quedan así de manifiesto los lazos profundos entre la comunión y la misión, ya que ambas «están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» (43). Como se afirma en Santo Domingo, la Iglesia es un misterio de comunión evangelizadora (44). El recordado Pablo VI lo destacaba en su memorable exhortación apostólica post-sinodal Evangelii nuntiandi: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa» (45).
Por la fe y el bautismo somos introducidos en la comunión eclesial. Esta comunión, como don de Dios, tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana (46), «es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo» (47). Por el sacramento de la reconciliación recobramos la comunión que se pierde por el pecado.
El Obispo es principio y fundamento de la unidad en la Iglesia particular, y como tal es signo visible de comunión. Esta comunión está fundada sobre la unidad del Episcopado -los sucesores de los Apóstoles-, de los Obispos entre sí, y con y bajo el sucesor de San Pedro, el Romano Pontífice, que es cabeza del Cuerpo o Colegio Episcopal (48). Como se señala en la Lumen gentium, «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible» (49) de la unidad del Episcopado y de la unidad de la Iglesia entera.
Invitado desde su misma naturaleza a vivir la comunión, el ser humano porta dentro de sí el anhelo profundo de esta exigencia. A la evidencia de su naturaleza social, se añadirá luego la gracia de su llamado a alcanzar la plenitud de su misma condición en la vivencia de la comunión con Dios que se reflejará en sus relaciones con los demás seres humanos, puesto que la comunión implica una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los seres humanos). La fidelidad a la propia naturaleza y la acogida del don de la reconciliación lleva al hombre a hacer de la comunión un elemento central de su vida. Esta comunión, participación y reflejo de la comunión trinitaria, debe encontrar caminos de expresión en toda la vida del ser humano.
En la naturaleza humana, iluminada por la Revelación, descubrimos el sustento del derecho y la libertad de asociación. Las formas asociadas de vida cristiana encuentran un fundamento complementario y plenificador en el misterio de la Iglesia entendida como comunión evangelizadora. En el designio divino así manifestado se descubre la razón fundamental de la existencia de las asociaciones, y el sustento de su testimonio comunitario y el servicio evangelizador en el que están comprometidas (50).
2.2.Mirando la historia de la Iglesia
A lo largo de la historia de la Iglesia esta ansia de comunión se ha plasmado de diferentes maneras, fundándose y organizándose asociaciones de fieles de diversa índole. Ya desde los primeros tiempos el Espíritu Santo convocó y suscitó en muchos el deseo de asociarse en vistas a cumplir diversos fines dentro de la vida y misión del Pueblo de Dios. «Constatamos así continuamente en la historia de la Iglesia el fenómeno de grupos más o menos numerosos de fieles que, por un impulso misterioso del Espíritu, han sido impulsados espontáneamente a asociarse para conseguir determinados objetivos de caridad o de santidad, en relación con las particulares necesidades de la Iglesia de su tiempo o también para colaborar en su misión esencial y permanente» (51).
Los dos milenios de historia del Pueblo de Dios han visto florecer una inmensa cantidad de asociaciones de diferente naturaleza. En las distintas épocas y culturas han ido surgiendo diversas formas de asociación. Algunas de ellas, las que más se conocen y mayor gravitación han tenido en la historia de la Iglesia, se desarrollaron directamente hacia una entrega total en las diversas formas de vida consagrada. A lo largo de los siglos «Dios ha querido que surgiese una maravillosa diversidad de congregaciones religiosas que han contribuido mucho a la vida de la Iglesia. Así, ésta no sólo está preparada para toda buena obra (cf. 2 Tm 3,17) y dispuesta al servicio para construir el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12); aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21,2), y por ella se da a conocer la sabiduría de Dios en sus muchas formas (cf. Ef 3,10)» (52). Allí están los testimonios de tantas comunidades que han sido instrumentos del amor de Dios y que han contribuido grandemente al enriquecimiento de la Iglesia y al anuncio del Evangelio.
Además de las asociaciones de vida religiosa, los institutos seculares y las sociedades de vida apostólica, se deben mencionar también otras asociaciones en el Pueblo de Dios. El Papa Pío XII lo ponía de manifiesto: «...los fieles constituyen la Iglesia, y por esto ya desde los primeros tiempos de su historia con el consentimiento de los Obispos se han unido en asociaciones particulares dedicadas a las más diversas manifestaciones de la vida. La Santa Sede nunca ha dejado de aprobarlas y de alabarlas» (53). Muchas han sido asociaciones conformadas fundamentalmente por fieles laicos. Entre las muchas que se podrían mencionar están, por ejemplo, las diversas y variadas confraternidades, las congregaciones marianas, las terceras órdenes. La lista es sumamente amplia y recorre los dos mil años de historia de la Iglesia, así como toda la geografía del planeta en donde ha sido sembrada la semilla de la fe. Un caso cercano a nosotros, que tiene grandes enseñanzas para nuestro tiempo, es el de la proliferación de cofradías en la época de la primera evangelización del Nuevo Mundo. Éstas fueron un elemento muy importante de participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia, y al mismo tiempo tuvieron una inmensa repercusión en la vida cultural y social en los nacientes pueblos latinoamericanos.
Un gran número de estas asociaciones han sido creadas por iniciativa de los mismos fieles laicos y luego reconocidas y aprobadas por la autoridad eclesial. Pero también existen otras creadas por instancia de la Jerarquía, como la Acción Católica, que tantos frutos ha dado a la Iglesia (54). Se debe destacar el rol singular que jugó ésta última en la participación del laicado en la misión de la Iglesia especialmente en la primera mitad del siglo XX.
Después del Concilio Vaticano II el Pueblo de Dios viene experimentando un notable florecimiento y desarrollo de movimientos y asociaciones eclesiales. Es un fenómeno de características singulares que viene evidenciando una manifiesta fecundidad. Estos impulsos de renovación también han alcanzado a asociaciones de larga trayectoria en la Iglesia. En efecto, algunas asociaciones surgidas antes del Concilio han experimentado un importante estímulo de renovación y crecimiento. El Pueblo de Dios ha recibido inmensos beneficios de estas asociaciones, varias de las cuales están inspiradas en los grandes carismas de la Tradición de la Iglesia. Otras asociaciones y movimientos han surgido después del Concilio -creciendo claramente bajo el dinamismo de la renovación conciliar-, poniendo de manifiesto la riqueza inagotable del Espíritu que renueva a la Iglesia ofreciendo cauces nuevos de vida cristiana y anuncio del Evangelio. Hay en este fenómeno una novedad del Espíritu para los tiempos venideros. Las respuestas nuevas se suman a las antiguas integrándose en la comunión del Pueblo de Dios en un dinamismo de complementariedad y concordia, que permanece fecundo por la acción del Espíritu Santo y la cooperación de los hijos de la Iglesia.
Esta riqueza del Pueblo de Dios puesta de manifiesto en la multiplicidad y pluralidad de carismas y asociaciones nacidas y desarrolladas a lo largo de su bimilenaria historia ha sido siempre alentada y protegida por la Iglesia, explicitándose el derecho a asociarse que tienen todos los fieles clérigos y laicos. De diversas maneras se ha reconocido y plasmado este derecho en la normatividad de la Iglesia, siendo de gran importancia, en los últimos tiempos, especialmente los desarrollos del Concilio Vaticano II y su plasmación jurídica en el nuevo Código de Derecho Canónico promulgado en 1983.
2.3.El Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II ofreció los elementos para una profundización de la identidad del laico al tiempo que alentó una promoción más amplia de su papel en la vida y misión de la Iglesia. Se recogió y profundizó una importante corriente histórica que había venido creciendo en las décadas anteriores al Concilio, como se puede apreciar en el Magisterio de todos los Romanos Pontífices desde comienzos de siglo. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su primer viaje apostólico, precisamente en tierras latinoamericanas, «el Concilio Vaticano II recogió esa gran corriente histórica de promoción del laicado, profundizándola en sus fundamentos teológicos, integrándola cabalmente en la eclesiología de la Lumen gentium, convocando e impulsando la activa participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia» (55).
En la Lumen gentium, verdadera clave de lectura de toda la enseñanza conciliar, se subraya la llamada universal a la santidad de todos en la Iglesia (56), al tiempo que se reafirma la responsabilidad de todos en la tarea común de la edificación del Pueblo de Dios (57). Los laicos participan de esta exigencia porque «están llamados todos, como miembros vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor» (58). Ningún bautizado debe quedar ajeno o al margen ante la misión de la Iglesia, puesto que es un derecho y un deber que se deriva de la misma unión con Cristo (59). Los fieles laicos deben asumir su responsabilidad plenamente. La Apostolicam actuositatem en esta misma línea señala: «El apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana, no puede faltar nunca en la Iglesia» (60). Y añade además que las circunstancias del tiempo actual exigen de los fieles laicos «un apostolado mucho más intenso y amplio» (61).
El tema de la vocación apostólica de los laicos y sus formas de organización está desarrollado principalmente en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium (62), y en el decreto sobre el apostolado de los fieles laicos, Apostolicam actuositatem. Partiendo del hecho de que «todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma "según la medida del don de Cristo" (Ef 4,7)» (63), se señala que su apostolado puede ser realizado de manera individual o de forma asociada (64).
En lo referente al apostolado asociado, la Apostolicam actuositatem hace importantes precisiones que vale la pena recordar. El fundamento de la vida asociada está tanto en la naturaleza misma del ser humano, en cuanto ser social, como en el hecho de que Dios ha querido unir a todos los creyentes en Cristo. Teniendo en cuenta esto, se afirma: «El apostolado asociado responde, pues, de modo conveniente, a las exigencias tanto humanas como cristianas de los creyentes y, al mismo tiempo, es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo, que dijo: "Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)» (65). Se plasma así la eclesiología de comunión del Concilio en lo referente a la vida asociada laical y a su dimensión evangelizadora.
La organización producto de la comunión y del aunar esfuerzos para el servicio evangelizador resulta sumamente provechosa para la misión de la Iglesia. Esto, además de potenciar enormemente la eficacia del anuncio evangélico a toda realidad humana, beneficia a todos los fieles en lo relativo al apoyo para la vida cristiana y para la formación. Los Padres conciliares subrayaron, además, lo conveniente que resulta para los difíciles tiempos actuales. Por ello llamaron a un fortalecimiento de «la forma asociada y organizada del apostolado, pues sólo la estrecha unión de fuerzas puede conseguir plenamente todos los fines del apostolado contemporáneo y defender eficazmente los bienes que de él derivan» (66).
La Apostolicam actuositatem recordará que no se debe perder de vista que las asociaciones «no son un fin en sí mismas, sino que han de servir a la misión que la Iglesia debe cumplir en el mundo» (67). Se señala allí que existe una gran variedad de asociaciones de apostolado al servicio del fin apostólico de la Iglesia. Su eficacia apostólica dependerá de su conformidad con los fines de la Iglesia y de la coherencia de vida de sus miembros en fidelidad al divino Plan. Se trata de un apostolado que se hace desde la comunión de la Iglesia, bajo la guía pastoral de sus legítimos Pastores. Sin comunión con el Obispo, y en última instancia con el sucesor de San Pedro, Pastor universal, no hay verdadera eclesialidad.
Es precisamente al hablar del apostolado asociado que se proclama con toda claridad el derecho que tiene todo fiel de asociarse para el apostolado y la vida cristiana: «Guardando la relación debida con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen derecho a fundar asociaciones, a dirigirlas y a afiliarse a las ya fundadas» (68). Cabe destacar que este derecho de asociación no sólo fue proclamado en relación al apostolado de los laicos. También se ha reconocido este derecho a los clérigos (69). La proclamación de este derecho no debe ser entendida como el deseo de que se funden asociaciones sin límite alguno. Teniendo en cuenta las legítimas aspiraciones de asociarse para un fin eclesial el Concilio recuerda que hay que evitar la inútil dispersión de fuerzas al fundar asociaciones innecesarias o mantener algunas que han dejado de ser útiles. Para ello se deben tener presentes las características espirituales, el modo de proceder y la identidad de cada asociación. Es claro que hay diversos tipos de asociaciones en la comunión eclesial, según la acción del Espíritu en los corazones.
En la Apostolicam actuositatem se hace un llamado a valorar las diversas formas de apostolado asociado. «Todas las formas de apostolado han de ser debidamente apreciadas; no obstante, los sacerdotes, los religiosos y los laicos deben conceder especial consideración y promover según las posibilidades de cada uno, aquellas que la Jerarquía, de acuerdo a las necesidades de los tiempos y los lugares, ha alabado, recomendado o declarado como de más urgente creación. Entre ellas han de contarse, muy principalmente, las asociaciones o grupos internacionales católicos» (70). Se pone de manifiesto aquí, por un lado, que son diversas las maneras como la Jerarquía se relaciona con las asociaciones. Se evidencia, además, que desde el derecho de asociación que todos los fieles tienen no necesitan ningún tipo de reconocimiento ni autorización particular. Pueden existir y actuar siempre y cuando se mantengan dentro de la fe de la Iglesia, respeten sus fines y guarden la debida docilidad ante las orientaciones pastorales de los legítimos Pastores. Así, pues, una asociación existe de hecho desde el momento en que la constituyen libremente sus miembros. Pero la Jerarquía puede reconocerla e incluso darle personería jurídica dentro del Pueblo de Dios. Esto sin descalificar a las que no han recibido ningún tipo de pronunciamiento de parte de la correspondiente autoridad eclesiástica.
Precisando más la relación entre la Jerarquía y las asociaciones, se dice: «El apostolado de los laicos admite ciertamente diferentes modos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de este apostolado» (71). Y se añade distinguiendo los diversos casos lo siguiente: «Existen en la Iglesia muchas obras apostólicas instituidas por la libre elección de los laicos y regidas por su prudente juicio. En algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor con estas obras y por ello no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. No obstante, ninguna obra puede arrogarse el nombre de católica si no ha obtenido el consentimiento de la legítima autoridad eclesiástica». Y se anota inmediatamente de manera general: «Algunas formas de apostolado de los laicos son reconocidas explícitamente, de diversas maneras, por la Jerarquía». De donde se desprende que así como unas son «reconocidas explícitamente», otras no lo son de esa manera. A los Pastores corresponde «ofrecer los principios y los subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y velar para que se respeten la doctrina y el orden» (72).
Además de la Lumen gentium y la Apostolicam actuositatem también se hace explícita referencia al derecho de asociación en otros documentos. En el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes divinitus, se dice: «Eríjanse asociaciones y grupos mediante los cuales pueda el apostolado de los laicos llenar toda la sociedad del espíritu evangélico» (73). En el decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus Dominus, se indica que los Pastores «han de promover también o favorecer las asociaciones que buscan directa o indirectamente un fin sobrenatural: conseguir una vida más perfecta o anunciar a todos el Evangelio de Cristo, o impulsar la enseñanza cristiana o el desarrollo del culto público, o lograr fines sociales, o realizar obras de misericordia o de caridad» (74). También aparece este derecho en la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae: «...en la naturaleza social del hombre y en el carácter mismo de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso, pueden libremente reunirse o constituir asociaciones educativas, culturales, caritativas, sociales» (75).
Los desarrollos y profundizaciones del Concilio han iluminado la vida de la Iglesia de manera notable. Esto se ha visto reflejado de modo singular en los frutos de vida asociada que se han dado en el último tiempo, «caracterizado por una particular variedad y vivacidad» (76). No se puede dejar de ligar este florecimiento con el Concilio Vaticano II. «La gran variedad y vivacidad de agrupaciones y movimientos -señala el Santo Padre-, sobre todo laicales, característica del actual período post-conciliar, se presenta como algo muy significativo y lleno de promesas para promover la comunión eclesial y la capacidad de presencia apostólica de la Iglesia» (77).
También el Magisterio post-conciliar, tanto pontificio como episcopal, ha reflejado este impulso del apostolado asociado. Allí están en Latinoamérica como ejemplo los documentos de Medellín, Puebla y Santo Domingo, que han recogido explícitamente la enseñanza conciliar y la han aplicado a la realidad del Continente. Allí está también el vasto Magisterio episcopal regional que ha promovido de diversas maneras el apostolado asociado, especialmente en lo referente a las nuevas formas como son los movimientos eclesiales.
2.4.El Código de Derecho Canónico
El Código de Derecho Canónico constituye un notable y afortunado esfuerzo de traducir en términos jurídicos la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II. En lo que se refiere a nuestro tema recoge y sanciona claramente el derecho de asociación de los fieles proclamado en el Concilio. Partiendo de la común dignidad de todos los bautizados y de la exigencia de cooperación en la edificación del Cuerpo de Cristo (78), el Código señala que todos los cristianos, según su propia condición, están invitados a vivir en santidad (79). Dentro de la comunión de la Iglesia, que todos deben observar (80), es responsabilidad de cada uno llevar la Buena Nueva a los hombres: «Todos los fieles tienen el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero» (81).
Este derecho-deber de cooperar en la edificación de la Iglesia y, en este caso específicamente en la evangelización, puede ser ejercido de manera individual o de manera asociada. Recogiendo lo planteado por el Concilio Vaticano II, el Código indica claramente el derecho de asociación: «Los fieles tienen la facultad de fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también de reunirse para conseguir en común esos mismos fines» (82). Se enuncia aquí, junto con el derecho de asociación, el derecho de libre reunión (83).
El Código precisa este derecho-deber del apostolado de los laicos reiterando el derecho de asociación: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos, como todos los demás fieles, están destinados por Dios al apostolado, tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo» (84).
En la sección del Código relativa a las asociaciones de fieles en la Iglesia (85), se vuelve a afirmar este derecho explicando un poco más sus alcances. «Existen en la Iglesia asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos, trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal» (86).
Se entiende así, pues, que todo fiel puede reunirse con otros para fundar una asociación. Puede igualmente inscribirse o incorporarse en cualquiera ya existente, de donde se concluye que estas asociaciones tienen libertad estatutaria y libertad de gobierno (87). Esto incluye ciertamente su justa autonomía de vida, así como su libertad de iniciativa (88), siempre dentro del espíritu y realidad de la comunión en la Iglesia. Para comprender mejor todo esto ayuda tener presente -teniendo en cuenta la naturaleza del tipo de asociaciones o movimientos de los cuales se trata- de manera análoga, las normas relativas a los institutos de vida consagrada (89).
Las asociaciones, según el Código, son de dos tipos atendiendo a su relación con la autoridad eclesiástica: públicas o privadas. Son públicas, si habiendo sido constituidas, son debidamente erigidas por la autoridad eclesiástica, y actúan en nombre de la Iglesia en aquellos asuntos que son propios de la misión eclesial. Son privadas, si habiendo surgido en la comunidad eclesial, no han sido erigidas por la autoridad eclesiástica, y en consecuencia no actúan en nombre de la Iglesia; esto incluso cuando hayan obtenido personalidad jurídica en la Iglesia mediante decreto dado por la misma autoridad eclesiástica. Cabe señalar que su naturaleza privada no disminuye en nada su eclesialidad. Para que una asociación privada sea reconocida como asociación de la Iglesia sus Estatutos deben ser examinados por la autoridad competente (90). Es importante, sin embargo, recordar lo que señala el Código: ninguna asociación privada puede utilizar el nombre de "católica" sin el consentimiento de la autoridad eclesial competente (91).
Se plasma así en términos jurídicos el derecho de asociación desarrollado por el Concilio Vaticano II.
2.5.Viviendo el derecho de asociación
Como se ha visto, la Iglesia reconoce clara y explícitamente el derecho de asociación. Este derecho está en directa relación con la libertad que todo ser humano tiene de asociarse con otros que surge de su misma naturaleza social (92). Pero, además, brota también del bautismo (93), que lo incorpora al Cuerpo de Cristo y lo introduce en el misterio de comunión que es la Iglesia, ya que del bautismo surgen una serie de deberes y derechos que incluyen la libertad de asociación.
El Papa Juan Pablo II ofrece un iluminador comentario sobre el particular: la «tendencia eclesial al apostolado asociado tiene, sin lugar a dudas, su origen en la "caridad" derramada en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), pero su valor teológico coincide con la exigencia sociológica que, en el mundo moderno, lleva a la unión y a la organización de las fuerzas para lograr objetivos comunes.... Se trata de unir y coordinar las actividades de todos los que quieren influir, con el mensaje evangélico, en el espíritu y la mentalidad de la gente que se encuentra en las diversas condiciones sociales. Se trata de llevar a cabo una evangelización capaz de ejercer influencia en la opinión pública y en las instituciones; y para lograr este objetivo se hace necesaria una acción realizada en grupo y bien organizada» (94).
En la Christifideles laici (95) Juan Pablo II explicita diversas motivaciones espirituales y apostólicas para asociarse. Desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, el Santo Padre destaca como la primera y principal razón una de orden teológico: el apostolado asociado es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo. «Es un "signo" -señala el Papa- que debe manifestarse en las relaciones de "comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el "derecho" de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos "criterios" de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse» (96).
Esta razón de fondo, de orden teológico, está en armonía con otras de orden más bien antropológico y sociológico. Luego de indicar que la primera explicación de este deseo de asociarse hay que buscarla en la naturaleza social de la persona, Juan Pablo II añade que obedece también «a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa» (97). Es decir, la capacidad para llevar a cabo el servicio del testimonio y de la evangelización aumenta notablemente cuando no queda librado a la acción de un individuo aislado, sino de un conjunto de personas que se asocian para este fin. El Santo Padre señala sobre el particular: «En realidad, la incidencia "cultural", que es fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un "sujeto social", o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento» (98). Esta razón adquiere más fuerza cuando se tiene en cuenta el contexto de la sociedad actual, «pluralista y fraccionada..., y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles» (99) como los de hoy en día.
A la eficacia apostólica y a la capacidad de multiplicar la presencia cristiana el Santo Padre añade el valioso apoyo que significa la comunidad para vivir una vida cristiana y un compromiso apostólico en medio de un mundo que está muchas veces alejado de Dios: «Sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica» (100). A esto habría que sumarle la posibilidad de generar instrumentos de formación integral para la vida cristiana y el servicio evangelizador. La comunidad multiplica la posibilidad de servicios y de apoyo para el crecimiento en la fe y la proyección apostólica.
Uno de los aspectos que destaca claramente el Magisterio de la Iglesia, y que debe tenerse muy presente, es que la vida asociada es un derecho y no un mero privilegio o concesión. «Tal libertad es un verdadero y propio derecho -precisa Juan Pablo II- que no proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia» (101). Todos los fieles gozan de una plena libertad para asociarse y participar así de una manera más activa en su vida y misión eclesial. La Iglesia vela cuidadosamente para que este derecho sea siempre respetado.
En los últimos tiempos el Magisterio de la Iglesia ha reafirmado reiteradamente este derecho. Así, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: «Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo» (102).
El documento de Santo Domingo también ha puesto de manifiesto la importancia de este derecho de asociación. Se llama allí a «favorecer la organización de los fieles laicos a todos los niveles de la estructura pastoral, basada en los criterios de comunión y participación y respetando "la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia" (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29-30)» (103).
Esta libertad de asociación se debe ejercer al interior de la comunión, respetando siempre la naturaleza de la Iglesia. En consecuencia, para ser verdaderamente eclesial no puede alejarse de la constitución y fines de la Iglesia. «Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia» (104).
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NOTAS
11.LG, 1.
12.Cf. Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, C, 1.
13.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 1.
14.S.S. Juan Pablo II, ChL, 19; cf. también el n. 18.
15.Puebla, 182.
16.Santo Domingo, 9.
17.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1440.
18.Cf. San Agustín, Confesiones, lib. I, cap. I, 1.
19.Cf. S.S. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia (RP), 7.
20.Santo Domingo, 8.
21.S.S. Juan Pablo II, RP, 4.
22.Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
23.Puebla, 212.
24.Loc. cit.
25.Cf. Puebla, 273.
26.Gaudium et spes (GS), 24.
27.Cf. S.S. Juan Pablo II, Redemptoris missio (RMi), 15; Santo Domingo, 5.
28.LG, 4.
29.Cf. LG, 48.
30.LG, 9.
31.«La Iglesia es como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con Dios y también de la comunión y reconciliación de los hombres entre sí» (Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, 2).
32.Puebla, 1301.
33.Cf. S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
34.S.S. Juan Pablo II, ChL, 20.
35.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 15.
36.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
37.LG, 32.
38.Catecismo de la Iglesia Católica, 790.
39.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 4.
40.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
41.S.S. Juan Pablo II, Homilía en Liverpool, 30-V-1982, 3.
42.S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
43.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
44.Cf. Santo Domingo, 123.
45.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14.
46.Cf. LG, 11.
47.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 5.
48.La Lumen gentium dice: «junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y jamás sin ella» (LG, 22).
49.LG, 23.
50.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 3.
51.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2.
52.Perfectae caritatis, 1.
53.S.S. Pío XII, Discurso, 20-II-1946, 11.
54.Cf. AA, 20.
55.S.S. Juan Pablo II, Alocución a las organizaciones nacionales del laicado, México, 29-I-1979.
56.«Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios» (LG, 32; cf. también el n. 39).
57.Cf. LG, 30.
58.LG, 33.
59.Cf. Apostolicam actuositatem (AA), 3.
60.AA, 1.
61.Loc. cit.
62.Cf. LG, 30-38.
63.LG, 33.
64.Cf. AA, 15.
65.AA, 18.
66.Loc. cit.
67.AA, 19.
68.Loc. cit.
69.«También hay asociaciones con estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica competente que fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio. Lo hacen por medio de una organización adecuada y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna. Hay que apreciar mucho estas asociaciones y promoverlas diligentemente» (Presbyterorum ordinis (PO), 8).
70.AA, 21.
71.Loc. cit.
72.AA, 24.
73.Ad gentes divinitus (AG), 15.
74.Christus Dominus (CD), 17.
75.Dignitatis humanae, 4. Se pueden ver otras menciones relacionadas a otros temas en los textos conciliares, como por ejemplo en GS, 65, 68 y 75.
76.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
77.S.S. Juan Pablo II, Discurso en el encuentro de Loreto, 11-IV-1985, 6.
78.Cf. Código de Derecho Canónico (C.I.C.), c. 208.
79.Cf. C.I.C., c. 210.
80.Cf. C.I.C., c. 209.
81.C.I.C., c. 211.
82.C.I.C., c. 215. El Papa Juan Pablo II comentando este canon lo aplica a los movimientos eclesiales. Luego de citar el texto del canon afirma: «...palabras que ciertamente podemos referirlas también a los movimientos eclesiales» (S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2).
83.Se puede ver también el c. 216 que viene a ser una variante del derecho de asociación y que se refiere a la promoción de obras apostólicas (como editoriales, centros educativos, medios de comunicación, entre otras muchas).
84.C.I.C., c. 225 § 1.
85.C.I.C., libro II, parte I, título V, cc. 298-329.
86.C.I.C., c. 298 § 1.
87.Cf. C.I.C., c. 304.
88.Cf. por ejemplo en el caso de las asociaciones públicas: C.I.C., c. 315. Se pueden ver también de manera análoga los cánones relativos a la vida consagrada: cc. 673-683.
89.Cf. C.I.C., cc. 573-605.
90.Cf. C.I.C., c. 299.
91.C.I.C., c. 300.
92.Cf. S.S. León XIII, Rerum novarum, 35; S.S. Pío XI, Quadragesimo anno, 30; S.S. Juan XXIII, Pacem in terris, 23-24.
93.Cf. C.I.C., c. 96.
94.S.S. Juan Pablo II, El compromiso apostólico de los laicos en sus formas individual y asociada, 23-III-1994, 2.
95.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
96.Loc. cit.
97.Loc. cit.
98.Loc. cit.
99.Loc. cit.
100.Loc. cit.
101.Loc. cit.
102.Catecismo de la Iglesia Católica, 900.
103.Santo Domingo, 100.
104.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.

