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El laboratorio de las ideas
Jaime Nubiola nos presenta una invitación a pensar hablando del cuaderno como tesoro; como bálsamo; como encendedor de las ideas.


Por: Jaime Nubiola | Fuente: Fluvium.com



Hace unas semanas vino a visitarme una antigua alumna y me trajo como regalo un ejemplar de la reciente publicación en castellano de los Cuadernos (1894-1945) de Paul Valéry. Se trata de una selección de más de 500 páginas de algunos de los mejores pensamientos contenidos en los 261 cuadernos que este afamado poeta escribió a lo largo de su vida. El autor de El cementerio marino solía despertarse temprano y a lo largo de más de cincuenta años fue llenando sus cuadernos con las reflexiones que venían a su cabeza en la madrugada. Por ejemplo, ayer leía «es necesario trabajar para Alguien, y no para desconocidos. Es necesario apuntar hacia alguien, y cuanto más claramente lo apuntemos mejor será el trabajo y el rendimiento del trabajo. La obra del espíritu sólo está completamente determinada si hay alguien ante ella. El que se dirige a alguien se dirige a todos. Pero el que se dirige a todos no se dirige a nadie». ¡Cuánta sabiduría práctica sobre el oficio de la escritura en tan pocas palabras!

A mí me gusta mucho este tipo de cuadernos, tan frecuentes en la tradición literaria francesa. Constituyen un auténtico laboratorio de ideas, porque muestran cómo nacen esas ideas y cómo se enriquece la vida del autor con la reflexión a partir de sus anotaciones. También me gustan porque muestran siempre la lucha interior del escritor por aprender a expresarse y por aprender a comportarse y a relacionarse con quienes tiene alrededor. Viene a mi memoria ahora el grito de mi admirado Albert Camus en sus Carnets: «Castidad, ¡oh, libertad!» y unas páginas más adelante: «No puede vivir uno todo lo que escribe. Pero trata de hacerlo».

Con estas líneas quiero animar a los lectores a que busquen un cuaderno —o una palm (o un iPhone) eficiente— y traten de poner por escrito de manera habitual sus reflexiones sobre lo que llena su mente, lo que les preocupa o quizá simplemente les entretiene. Si lo hacen con atención y con tenacidad, pronto descubrirán que su vida se ensancha creativamente de formas del todo insospechadas; advertirán que logran un mayor protagonismo de su propia vida y comprobarán —quizá con sorpresa— que incluso se les ocurren a veces ideas nuevas. Nunca es demasiado tarde para comenzar a reunir sistemáticamente las anotaciones; si están en papeles sueltos o en la típica servilleta de papel se pierden lamentablemente al poco tiempo. En síntesis, ponerse a escribir es el secreto que abre la puerta para adentrarse en un estilo de vida realmente creativo.

El cuaderno como tesoro

Resulta de muy escaso interés el registro pormenorizado de los incidentes cotidianos de la propia vida, pero en cambio sí que facilita mucho la creatividad personal el tener una libreta en la que uno vaya atesorando sus reflexiones u ocurrencias casuales, una detrás de otra, sin más título quizá que la fecha del día en que las escribe. A algunos les importa que el cuaderno sea bonito por fuera; a mí me basta un cuaderno escolar con rayas y espiral con tal de que la textura del papel sea adecuada para escribir con pluma.

Ese cuaderno sirve, en primer lugar, para coleccionar las ideas que se nos ocurren espontáneamente y que si no apuntamos enseguida —todos los mayores de 40 años tenemos penosa experiencia de ello— se nos olvidan por completo al 22 poco tiempo. Pero además de las ideas propias, el cuaderno va muy bien para guardar las palabras de otros que nos han llamado la atención al escucharlas o leerlas, porque nos han parecido estimulantes. Como dicen los estadounidenses, esas palabras acertadas, si las atesoramos por escrito, constituyen verdaderamente food for thought, alimento para el pensamiento. Basta con anotarlas de forma más o menos literal, indicando si es posible la fuente para poder citarlas si en el futuro quisiéramos recurrir a ellas.

Un cuaderno así no ha de tener un carácter confesional e íntimo, sino más bien una cierta pretensión literaria. Su redacción ha de estar movida por un esfuerzo creativo y comunicativo que permitiera, si llegara el caso, su lectura por otros. Se trata más bien —ha escrito el literato español Jiménez Lozano— de «un espigueo de notas que voy tomando sobre un cuadro o un paisaje que me emociona y no sobre mi vida (...). No me interesa mirar por la cerradura de los que solo relatan sus fisiologías. Me atrae más la vida clandestina del alma». Muchas veces lo que anotaremos será nuestra reflexión ante una noticia, una consideración a propósito de una lectura, una película o una impresión recibida. Se trata de algo parecido a las glosas de Eugenio d’Ors, o al texto breve que algunos intelectuales publican regularmente en su blog, con libertad tanto en la extensión y en la forma, como en su periodicidad. Lo importante —me parece a mí— al escribir nuestras anotaciones personales es esa pretensión comunicativa. Quienes tienen buena mano pueden, además, hacer pequeños dibujos, gráficos o caricaturas que al releer el cuaderno ayudarán mucho a entender qué se quería decir.

El escribir conjura nuestra soledad y permite también que vayamos atesorando nuestra experiencia. Para Wittgenstein, —cuenta su biógrafo McGuinnes— el propósito fundamental de llevar un cuaderno así era «alcanzar una auténtica comprensión de su vida tal y como realmente era: ajustar 23 cuentas consigo mismo». Con el paso del tiempo, al releer nuestras reflexiones entendemos muchísimo mejor nuestra vida. «La escritura —explica Hadot— hace cambiar de nivel al yo, lo universaliza. (...) El que escribe se siente de alguna manera mirado, ya no está solo, sino que forma parte de la comunidad humana silenciosamente presente».

El cuaderno como bálsamo

Quien escribe en su cuaderno progresa en la comprensión de sus problemas y angustias, y de ordinario cosecha incluso una cierta paz y serenidad de su trabajo como escritor. El escribir aquieta la angustia porque transforma la incertidumbre imaginativa sobre las posibilidades futuras en atención paciente a la tarea escritora. La maravillosa literata danesa Isak Dinesen escribió que todas las penas pueden soportarse si se cuenta una historia acerca de ellas. Por eso me parece que un cuaderno puede ser un bálsamo, como el medicamento que alivia las heridas, las llagas y otras enfermedades. Pero además, la escritura sirve para domesticar el problema que nos tenía atenazados. Escribiéndolo ya no es el problema el que nos domina, sino que somos nosotros quienes al plasmarlo sobre el papel, lo delimitamos y lo hacemos manejable. Hay algo, quizás inconsciente, que nos sugiere que si puede ser escrito, puede ser controlado. Y, aunque el problema continúe sin solución, nos resulta menos problemático y por eso nos parece más fácil comenzar a buscar el modo de resolverlo.

Los psicólogos recomiendan a veces esta técnica empleando para ella la fea palabra de «grafoterapia». Muchos de ellos probablemente no sepan que la escritura con carácter terapéutico aparece ya en los autores cristianos del siglo IV, concretamente en la Vita Antonii de San Atanasio y en Doroteo 24 de Gaza. Una de las mejores escritoras españolas del siglo XX, Carmen Martín Gaite, escribía en su novela Nubosidad variable: «Aprendí a irme abriendo camino a tientas, a esperar sin esperanza, a no exigir a nadie una respuesta, a alimentarme únicamente de mi hambre de vivir, aunque la sintiera aletargada. Este ha sido mi norte toda la vida (...). Y desde luego, no hay mejor tabla de salvación que la pluma».

Recomiendo siempre como primer paso para tomar una decisión tratar de definir por escrito cuál es el problema que en cada caso nos ocupa, cuáles son las posibles vías de solución y las razones en favor de las diversas opciones. Poner por escrito nuestra perplejidad facilita mucho el que poco a poco nos vayamos aclarando, e incluso que nuestra propia opinión vaya evolucionando como consecuencia de ese trabajo de sopesar razonablemente las diversas posibilidades que se abren delante de nosotros. En este sentido, el anotar un problema y sus posibles soluciones en nuestro cuaderno es una manera inteligente de «consultar el asunto con la almohada »: la escritura serena el apasionamiento, apacigua la imaginación perturbadora y permite ver a menudo posibilidades atractivas que antes ni siquiera se habían vislumbrado. En este sentido, la escritura tiene un carácter no solo balsámico, sino que además muchas veces ayuda eficazmente a descubrir el mejor curso para la inteligente solución del problema.

El cuaderno como encendedor

Sin embargo, lo más interesante es considerar el cuaderno como el laboratorio personal de nuestras ideas donde exploramos las cuestiones que nos preocupan y donde ensayamos las posibles vías de solución. En este sentido, el cuaderno no es solo un valioso archivo de nuestras anotaciones 25 personales o un alivio de nuestras inquietudes, sino que sobre todo puede llegar a ser el banco de pruebas de nuestra creatividad personal, el lugar en el que demos vueltas a las palabras, las ideas y las cosas hasta que se «encienda la bombilla ».

Ahora que estamos en el año de su bicentenario es interesante advertir que la genialidad de Charles Darwin radica sobre todo en la abundancia enorme de registros que había acumulado a lo largo de muchas investigaciones y en la inteligente habilidad para seleccionar de entre esa masa de registros los datos que avalaban su tesis. La meditación de sus diarios le iluminó decisivamente para llegar a formular la teoría de la evolución. La chispa no surge de la mera acumulación de datos, registros o experimentos. La creatividad científica —escribirá Peirce al italiano Mario Calderoni— consiste en «examinar una masa de hechos y en dejar que esos hechos sugieran una teoría».

En la medida en que una persona es capaz de reflejar sus experiencias por escrito, las páginas de sus cuadernos, releídas con atención, pueden convertirse en luces que enciendan su creatividad. Por eso me gusta pensar que el cuaderno puede llegar a ser también como un encendedor que potencie la capacidad creativa de nuestra razón.

Ni hay una técnica para generar nuevas ideas ni hay un laboratorio de ideas fuera de la subjetividad humana. Como ha escrito Sara Barrena en su magnífico libro La razón creativa, «el ser humano es capaz de crear en tanto que el pensamiento requiere expresión externa, y a la vez se va construyendo a sí mismo a través de esa expresión». Con nuestro empeño por escribir no solo creamos textos, en los que articulamos experiencias y razones, sino que además crecemos por dentro. Ese crecimiento personal a través de la escritura hace posible una vida realmente creativa, una vida que puede llegar a ser un auténtico laboratorio de nuevas ideas.







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