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Contra la censura
Hoy no hay nadie, sea un político, un intelectual o un funcionario público que se atreva a estar a favor de la censura. Corre el peligro de sufrir la condenación general.


Por: Lorenzo Servitje S. | Fuente: Catholic.net




Hoy no hay nadie, sea un político, un intelectual o un funcionario público que se atreva a estar a favor de la censura. Corre el peligro de sufrir la condenación general. Pronunciar la palabra censura se ha convertido en un tabú. Estar a favor de la censura es "políticamente incorrecto".

Nadie puede estar en favor de la censura si ella nos impide denunciar o quejarnos de atropellos de la autoridad; si ella no nos deja dar nuestros puntos de vista sobre las ideas o conducta de otras personas o grupos; si por ella quieren obligarnos a vivir de acuerdo con la particular ideología de algunos; si ella desalienta la positiva creatividad intelectual, artística o literaria, o si ella nos prohíbe expresar nuestras creencias y convicciones.

La censura ha sido el arma de los regímenes autoritarios, tanto de izquierda como de derecha, para acallar a contrarios y disidentes y de ello hay innumerables y dolorosos ejemplos.

La censura está en contra de la libertad de expresión. Esta libertad es un derecho humano fundamental. Sin ella el intercambio de ideas, de valores y proyectos difícilmente podría existir. Sin ella el progreso científico, la creación artística y el desarrollo económico se estancarían y la crítica social y política -tan necesaria para una vida democrática- sería casi imposible.

Sin embargo, en uso de la libertad de expresión ¿puede alguien enseñar a los niños a torturar a sus compañeros? ¿Puede incitar al robo, al odio o a la violencia? ¿Puede enseñar a hacer explosivos y emplearlos con fines terroristas? ¿Puede invitar a mi hija a prostituirse? ¿Puede insultarme, calumniarme o difamarme?

Es obvio que estas acciones y otras semejantes no pueden justificarse en uso de la libertad de expresión. Es evidente que esta libertad está limitada por la responsabilidad de cada uno de responder de todos sus actos y de no dañar u ofender a los demás. Y en muchas ocasiones la autoridad ha de intervenir para exigir esta responsabilidad y evitar que a nadie se ofenda o dañe. Es inaceptable el que todo se vale.

Rodolfo Soriano Núñez ha dicho que una de las paradojas más reveladoras de la fragilidad de la democracia ha sido no saber dar límites a la libertad de expresión y que aquella que no lo haga corre el riesgo de convertirse, por una parte, en verdugo de sus minorías y, por la otra, en el de permitir la calumnia o la invasión de la privacidad de individuos o familias, en aras de la tolerancia.

Con demasiada facilidad, quienes hablan, escriben, enseñan o entretienen, hacen una defensa cerrada de la libertad de expresión: una libertad sin restricciones de ninguna especie. Y advierten de inmediato el peligro de "la mordaza" y la censura.

La libertad entraña audacia, riesgo, creatividad, imaginación, retos y rupturas, pero la realidad de la vida exige también orden, sensatez, prudencia, responsabilidad y disciplina, cauces civilizados para la libertad. Y muchos sostienen que esa libertad de expresión, que ha de tener la responsabilidad de responder de su ejercicio y no ofender o dañar a los demás, debe asimismo contribuir, de algún modo, a su bien para justificarse socialmente.

En los seres humanos las ideas conducen a los actos y las malas ideas conducen a los actos malos. ¿Qué es lo que hace que una persona sea cada vez más persona? Hoy se plantea la cuestión de qué es bueno y qué es malo y se dice que sobre esto no hay acuerdo porque todo es subjetivo. Sin embargo, en la mayoría de la gente hay una clara conciencia de lo que está bien y de lo que está mal. Y las respuestas que se reciben a las preguntas arriba expresadas así lo demuestran.

Examinando la realidad observamos que existen ideas y valores que se oponen, pero que no se contradicen. Ideas y valores que se sustentan por sí mismos y que coexisten en esa realidad como polos de un todo. Y la gama de esos opuestos es muy extensa. Pensemos en naturaleza-cultura, razón-sentimiento, teoría-práctica, análisis-síntesis, trabajo-ocio, reflexión-acción... Y, desde luego, libertad-responsabilidad.

En la vida cotidiana esta oposición tiene como rasgo fundamental una tensión permanente y requiere, para su eficacia, que se equilibre o armonice en una realidad difícil de definir y de alcanzar.

Otro binomio semejante a los anteriores es el de libertad-orden, cuya conciliación con frecuencia se exige en el campo económico. Acerca de esto, hace años, el destacado economista Wilhelm R"pke decía que "así como un reloj necesita no sólo un volante que regule su marcha, sino además una cuerda que lo mantenga en movimiento, así es imposible una economía satisfactoria sin un sistema de fuerzas propulsivas y ordenadoras".

Si no se puede ya hablar de censura, no quiere decir esto que no se puedan poner límites y restricciones por parte de la autoridad a todo aquello que pueda dañar o envilecer a los miembros de una sociedad.

Todas las disposiciones que prohíben las drogas y que limitan la publicidad de las bebidas alcohólicas y el tabaco son una muestra de esto.

Ningún país, ninguna sociedad funciona sin un principio de orden. Por los excesos del orden, de los regímenes fascistas o autoritarios, todo lo que tiene que ver con límites, restricciones, orden y disciplina, se ve con temor y desconfianza, pero una convivencia pacífica y civilizada los requieren. Y no debe ridiculizarse ni descalificarse como neoconservadores, ultraderechistas o reaccionarios a quienes defienden la necesidad de este orden en nuestra sociedad. El orden se da por hecho y con facilidad subestimamos la magnitud y la importancia que tiene en mil aspectos de nuestra vida cotidiana.

Hay que evitar por igual los excesos del orden, y los de la libertad. Los primeros conducen a la esclavitud y a la opresión, los segundos al desquiciamiento social y a la anarquía.

Como conclusión puede decirse que la sociedad contemporánea, para asegurar una convivencia pacífica y civilizada, ha de esforzarse por respetar y sostener las ideas y valores fundamentales en materia de orden y libertad que le son indispensables y que inevitablemente han de conciliarse.

Una voz autorizada se preguntaba hace ya tiempo cómo podría vivirse la libertad sin que ésta se destruyese a sí misma. Y afirmaba que si la cultura es el motor de la historia, las economías libres y las comunidades democráticas deberían consolidar los cimientos de una moral pública enérgica, capaz de disciplinar la gran energía humana desatada por la libertad.

Hay que luchar contra la censura pero también contra el fetiche de una censura equivocada.


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