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¿Es rentable ser ético?
Rafael Termes nos pregunta ¿es necesario ser ético?, ¿vale la pena?, ¿es rentable? Descubre la respuesta leyendo.


Por: Rafael Termes (*) | Fuente: Arvo.net




Aparentemente, no ser tan recto es la ley más rentable en los negocios: «business are business». Sin embargo, en los últimos años muchas empresas se han percatado de los beneficios económicos que supone «portarse bien». Códigos de ética, cursos, incentivos a los empleados, han hecho más productivos los negocios. Hoy, los directivos enfrentan un gran reto: ¿son estos resultados el único motivo para conducirse éticamente en la vida empresarial?

Sin duda, alguna vez nos habremos preguntado si realmente es necesario ser ético en la vida empresarial, y si es así, ¿cómo se compatibiliza la exigencia ética en la empresa con la necesidad de lograr los objetivos económicos de la misma? Dicho de otra manera: ¿vale la pena ser ético?, ¿es rentable? Intentaré responder brevemente a estas preguntas.

¿Es necesario ser ético?
La necesidad de la ética en el campo de la economía se explica, en parte, por los efectos externos que, fuera de los mecanismos de mercado, producen las actuaciones de los sujetos. Los estudios teóricos sobre la contaminación o la congestión, sobre los efectos externos derivados de la educación o la investigación, etcétera, en buena parte se han dirigido al diseño de medidas que reduzcan sus efectos nocivos y potencien los benéficos. Pero la intervención correctora —impuestos y subsidios, topes a la contaminación, leyes de patentes…— produce efectos inciertos, a menudo contrarios a los deseados. Y otras medidas no interventoras —como el llamado mercado de contaminación o los convenios de investigación entre empresas— presentan también riesgos e inconvenientes, además de costos altos.

La ética viene en socorro de la economía, porque los problemas derivados de los efectos externos parecen muy propios de la ética: ¿«tengo derecho» a verter las aguas sucias de mi fábrica al río o sus humos al prado vecino? ¿Es superior el derecho de los perjudicados al de los trabajadores, cuyo nivel de vida depende de la continuidad de la fábrica contaminante? ¿Y el derecho de los consumidores a tener bienes baratos? ¿Es ético limitar el acceso de otras empresas a las patentes que he conseguido con mis investigaciones?

En esta línea se ha volcado una parte de los estudios relacionados con la ética económica. Si se aplican las reglas éticas apropiadas —se argumenta—, la actividad económica y la política pública serán mucho más efectivas y justas. O incluso, hablando en términos utópicos, se podrá prescindir de la política económica si la conducta ética de los individuos es suficiente. En definitiva, si la actuación de los individuos se guía no sólo por su bien individual, sino por alguna forma de bien común, es posible internalizar los efectos externos, reducir los costos de control y minimizar el papel del Estado. Este argumento explica como digo, en parte, la necesidad de la ética, pero no es toda la explicación.

La segunda razón por la cual el comportamiento ético es necesario, es por el efecto que las actuaciones del agente producen en el interior de los demás.

Tomemos, por ejemplo, la virtud de la veracidad: mis mentiras, además de degradarme a mí, tienen efectos sobre otras personas. Les estoy enseñando que pueden mentir, les estoy enseñando cómo hacerlo, y quizás les estoy induciendo a ello, si mis mentiras hacen la vida más difícil a los que quieren seguir siendo sinceros. Otro ejemplo: si el directivo de una empresa decide que no hay límites morales para obtener beneficios y toda clase de ventajas personales, es evidente que se deteriora éticamente, pero además este modo de comportarse se convierte en norma de actuación de sus colaboradores y producirá, por otra parte, efectos sobre la conducta de todos ellos, en su familia y en la sociedad. Ése es el sentido social de la ética: incluso acciones que parecen meramente privadas, personales, pueden tener implicaciones importantes para los otros como personas y para la sociedad.

La tercera y principal razón por la que hay que ser éticos es la dependencia que existe entre los fenómenos en el plano afectivo de los seres humanos y el estado de sus virtudes morales, teniendo presente, además, la unidad de las virtudes. Para que nos hagamos cargo de la seriedad del tema voy a mencionar un par de aplicaciones.

El lazo empresa-persona
Supongamos que un directivo ha tomado una decisión claramente injusta respecto a alguna persona de su organización. Pues bien, esa decisión tendrá un profundo impacto en su capacidad afectiva y, por lo tanto, consecuencias en sus futuras relaciones afectivas con su propia familia.

Los sentimientos no se modificarán de modo inmediato, de ahí que en apariencia todo parezca seguir igual en el plano familiar (no se siente que haya ocurrido nada en ese plano). La situación, sin embargo, es similar a la que ocurre al infectarse una herida: de momento los efectos tan sólo se notan en la lesión.

Obsérvese que somos tan conscientes, aunque sólo sea intuitivamente, de que las cosas funcionan más o menos de esa manera, que a nadie le gusta que sus seres queridos sepan que se está comportando de modo cruel con otras personas. Cuando una persona es injusta, su injusticia acabará afectando a todas las personas con las que se relacione. Por sus sentimientos respecto a cada una de ellas, el proceso será más lento en los casos particulares, pero la Ética demuestra que esos sentimientos no son más que las hojas y los frutos de un árbol cuya raíz ya está seca.

El ejemplo anterior se refiere a la conexión entre virtudes y afectividad. Pasaré a otro que ilustra el tema de la unidad de las virtudes. Actualmente se dan con cierta frecuencia en las empresas sistemas de incentivos con indudables ventajas fiscales æpor más que Hacienda intente inútilmente «controlarlos»æ que facilitan la «buena vida» de los directivos (desde el automóvil deportivo o poco menos, hasta las cuentas de gastos y viajes innecesarios pero «motivadores», pasando por toda la constelación de bienes accesibles en una sociedad consumista).

Todo ello tiende a producir directivos materialistas obsesionados por ganar más y disfrutar más. Por supuesto, esa actitud es dañina en el caso de cualquier ser humano, pero ocurre que en el caso del directivo no es tan sólo dañina, sino que implica un proceso que asegura el desarrollo de una profunda incapacidad profesional. ¿Cómo va a ser compatible la toma de decisiones justas que trasciendan los intereses pequeños y egoístas, si quien decide está cegado por su impulso hacia la maximización de aquello que le produce un goce inmediato? Efectivamente ambas cosas son incompatibles. Ya demostró Aristóteles que el intemperante acaba siendo necesariamente injusto.

En resumen, la necesidad de la ética, deducida del efecto que produce en quien decide, en el otro y en la sociedad en general, puede expresarse diciendo que la ética en economía no constituye una imposición externa, como temían los economistas en el pasado (y algunos siguen temiendo hoy), sino una condición de equilibrio o estabilidad del sistema socio-económico.

Esto quiere decir, en el plano individual, que el proyecto de vida de una persona y su actuación diaria no pueden regirse, sin más, por los criterios de la economía: la ausencia de reglas éticas llevará a conductas que pueden acabar contradiciendo el propio desarrollo y cumplimiento del fin del hombre. Y en el plano social, que la observancia de la reglas económicas no basta para asegurar la estabilidad a largo plazo de la evolución de la sociedad: si no se atiende a los criterios éticos —metaeconómicos— la vida acaba por hacerse imposible y la sociedad no tendrá garantizado lo que en terminología económica hemos llamado equilibrio estable.

¿Ética rentable?
Pasemos ahora a la otra pregunta: ¿es rentable ser ético en la dirección de las empresas? Hoy es común oír discursos encaminados a convencer a los directivos y futuros directivos de la importancia de que se comporten éticamente, porque ese tipo de comportamiento es económicamente rentable a largo plazo

Reconociendo la buena voluntad que está detrás de la mayoría de esos intentos, los argumentos incluyen tal mezcla de verdad y mentira que la mínima conclusión acerca de ellos es su falta de seriedad científica. Cuando se intenta argumentar de ese modo a los jóvenes que se preparan en nuestras escuelas de dirección, y comparan este tipo de enseñanza con las enseñanzas rigurosas de los campos meramente técnicos, no es extraño que acaben pensando que, de lo aprendido, lo verdaderamente importante es esto último. Así se explica que se pueda llegar a concluir «que nuestras escuelas de negocios estrechan la mente, endurecen el corazón, empequeñecen el alma.

Los enfoques rigurosos de la ética van por caminos absolutamente distintos. Es cierto que resulta fácil demostrar que un comportamiento ético es condición necesaria, aunque no suficiente, para la maximización de valores económicos futuros, pero esto no es la razón para ser ético, es sólo una propiedad de las decisiones éticamente correctas.

Pretender que quien decide se comporte éticamente por motivos económicos es tan insensato como pretender que una persona se abstenga de beber un veneno porque tiene muy mal sabor. Ese tipo de formación terminaría educando directivos condenados a morir envenenados en cuanto se tropezasen con venenos cuyo sabor les resultase agradable.

La ética se justifica por la consecución del fin auténtico del hombre. Perseguir otro fin con la ética es forzar los medios, es utilizarlos para lo que no sirven. El que miente para vender un producto defectuoso sacrifica muchas cosas —su compromiso con la verdad, su realidad como hombre cabal, su sociabilidad— a la consecución de un fin, el beneficio.

Quien utiliza la ética con el fin de obtener un beneficio, está haciendo una violencia parecida y está aprendiendo a poner el fin del beneficio por delante del fin de la realización como hombre: está haciendo trampas consigo mismo. No es de extrañar que tarde o temprano recurra a otros medios menos lícitos para la consecución del mismo resultado.

¿Quiere decir esto que la decisión de comportarse éticamente supone renunciar al beneficio? ¿Atentar contra la rentabilidad? No ciertamente. Lo único que decimos es que la razón para ser ético no es que la ética pague, aunque muy bien puede suceder que pague, si se entiende bien lo que hay que entender por «rentable».

En primer lugar, si todo lo dicho hasta ahora es aceptable, una sociedad ética es una sociedad más eficiente: en este sentido la ética es rentable, pero será para todos, para la sociedad, no necesariamente para cada individuo. En efecto, ante cualquier situación puedo cumplir siempre las reglas éticas—no disimular los defectos de un producto, por ejemplo—, lo que resulta rentable para todos excepto, a primera vista, para mí, si los demás no cumplen las reglas. O puedo decidir no cumplirlas sabiendo que los demás las cumplen.

Esto parece muy «razonable» porque entonces la conducta no-ética es rentable para mí, al menos a corto plazo: si nadie disimula los defectos de sus productos los clientes no sospecharán que yo sí los disimulo, con lo que saldré beneficiado (es el caso del «viajero sin boleto»: si el tren funciona normalmente porque todos pagan, el «aprovechado» sale ganando).

Ahora bien, a la larga, el resultado de mi comportamiento es animar a no cumplir las reglas éticas: si yo disimulo los defectos de los productos, cada vez habrá más vendedores que también lo harán. Y cuando muchos lo hagan todos saldrán perdiendo, porque se crearán situaciones del tipo «dilema del prisionero»: si todos dicen la verdad, todos salen ganando; si alguno no dice la verdad, el mundo resultante es el peor de todos.

En definitiva, la falta de ética puede ser rentable a corto plazo, para algunos, en algunas ocasiones. La ética es siempre rentable a largo plazo para el conjunto de la sociedad. Las conductas, tanto las éticas como las inmorales, se extienden a largo plazo como una mancha de aceite por el aprendizaje individual y social, que lleva al sujeto a hacer lo bueno o lo malo y enseñar a los demás a hacerlo: los hombres aprendemos de los demás como «por contagio».

Para el sujeto individual que decide comportarse éticamente, la ética es siempre «rentable» en cuanto que le ordena a la consecución de su fin; pero además puede, y no tiene por qué no, ser rentable económicamente a largo plazo si quien decide se comporta no movido por el sentimentalismo, que no puede conducir a buenas decisiones, sino por la virtud de la prudencia.

Las decisiones prudenciales del directivo
Vamos a intentar describir, para acabar, cómo un directivo empresarial puede actuar prudencialmente en su toma de decisiones económicas.

Todo acto humano —racional y libre— tiene tres valores: económico, psicológico y ético. Dichos valores corresponden, respectivamente, al valor de lo que hace el sujeto, en cuanto que con ello otra persona puede satisfacer sus necesidades (valor económico); al aprendizaje para hacer las cosas que el sujeto consigue por el hecho de hacerlo (valor psicológico); y, por último, al cambio que se produce en el sujeto en función de los motivos que le impulsaron a hacerlo (valor ético).

El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la satisfacción de las necesidades humanas y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes y servicios producidos por tales actos, se refleja, más o menos perfectamente, en los precios de mercado de dichos bienes y servicios.

Digo «más o menos perfectamente» porque bien puede suceder que los precios no den una imagen correcta del valor económico real de las actividades humanas, si se determinan por la utilidad inmediata, ignorando o despreciando los efectos perversos que los actos del sujeto pueden producir cara al futuro, de modo que, aun siendo económicamente eficientes ahora, dejarían de serlo a largo plazo en términos de contribución al bien común. Pero un bien común que no es la suma de los bienes individuales ni mucho menos la renta media per cápita, sino la tendencia al desarrollo integral de todos los hombres.

Esta eventual incapacidad del mercado para orientar sobre el valor económico real de las actividades humanas obliga a pensar en el valor psicológico y ético de toda acción como antídoto, en el supuesto de que sea positivo, de los efectos perversos que el acto económico puro podría producir.

Los valores psicológico y ético de los actos humanos son valores subjetivos, es decir, expresan realidades que se producen en el interior de las personas y, en consecuencia, no pueden ser objeto del mercado. Confianza, afecto, sinceridad, lealtad, honradez, etcétera; no podrán ser nunca materia de compraventa, pero la influencia de estas cualidades personales es decisiva para la generación de valor económico real. Por ello, la correcta actuación del dirigente empresarial exige que quien decide ædespués de analizar la factibilidad de las alternativas a la luz de su valor económico, expresado por los indicadores del mercadoæ elija en función del valor que las alternativas en juego tengan para el desarrollo integral de las personas, incluyendo el suyo propio.

Esa vía no contradice, en mi opinión, la hipótesis del interés propio racional adamita, dado que es del mayor interés de quien decide, sobre todo a largo plazo, el armónico desarrollo de la sociedad. Por otra parte, la vía del autocontrol evitará la tentación de atribuir al Estado la misión de corregir los pretendidos fallos del mercado mediante el control gubernamental de las actuaciones individuales.

Elegir en función no sólo del valor económico, sino además del valor psicológico y ético de los actos humanos, puede suponer un cierto costo de oportunidad; es decir, quien decide renuncia a un cierto beneficio a corto plazo que otra alternativa podía haberle aportado. Sin embargo, al hacerlo es consciente de que ha elegido la mejor alternativa para los demás y para él mismo, en términos del desarrollo integral de las personas.

La experiencia y también la razón nos dicen que, a la larga, los beneficiosos efectos psicológicos y éticos de la decisión tomada, en todas las personas que forman la empresa o están en contacto con ella, también conducirán a mejores resultados económicos. Cierto que ésta no debe ser la razón por la cual la decisión ha sido tomada. Siguiendo a John Locke sabemos que lo que importa es la virtud, el precio de la virtud es ella misma; pero este gran liberal inglés también nos dice que «la rectitud de una acción no depende de su utilidad, sino que la utilidad es una consecuencia de su rectitud» .

No hay que ser ético en la vida profesional y en la gestión empresarial porque es rentable, pero a la larga lo es. Así lo testifican multitud de profesionales y empresarios que saben renunciar al enriquecimiento rápido o al beneficio inmediato en aras de la rentabilidad sostenida a largo plazo, que es la garantía de la continuidad, el desarrollo y la expansión; lo cual constituye el fin último de la empresa como comunidad de personas.

La excelencia profesional y la ética
Comportarse éticamente y al mismo tiempo lograr resultados económicos satisfactorios; no hacer lo mismo que los competidores cuando lo que hacen no es ético y triunfan; tomar decisiones económicas en función del impacto psicológico y ético de esta decisión y obtener un buen nivel de beneficios, supone que el dirigente empresarial, en vez de actuar de manera rutinaria y mediocre, ponga en juego investigación, imaginación y creatividad, es decir, la excelencia profesional. De hecho, el esfuerzo por alcanzar la excelencia forma parte del comportamiento ético del empresario, hasta el punto que una ejecutoria profesional y técnicamente deficiente no es ética por muy «buenos sentimientos» que tenga el supuesto empresario.

Podríamos aquí citar ejemplos de empresas con gran calidad técnica y ética que, en una cuestión concreta, como puede ser la remuneración de los trabajadores y el despido, han actuado de manera distinta a la que actuaba su entorno para defender sus beneficios y, sin embargo, en razón de su excelencia en la gestión, figuran en la cabecera de los rankings por rentabilidad sobre ventas, activos y fondos propios, a lo largo de 25 ó 50 años.

Estos ejemplos apoyarían una especie de ley general que vendría a decir que cuanto mayor sea la calidad ética y profesional de la dirección de una empresa, menor será su propensión a contemplar las circunstancias concretas de un entorno dado como fuente de disyuntivas éticas. A la inversa: una empresa que no sepa ver nada más que los beneficios económicos inmediatos, como su razón de ser, estará plagada casi constantemente por «conflictos éticos» generados por las circunstancias del entorno.

Todos —sigo ahora a Juan Antonio Pérez-López de la Universidad de Navarra — tenemos experiencias de bastantes directivos con auténtica categoría profesional que con la mayor naturalidad rechazan posibilidades oportunistas no-éticas que ofrece el entorno, sencillamente porque tienen bien claro el efecto corrosivo que ello tendría en el funcionamiento de sus equipos humanos.

Saben bien la desmoralización que cunde entre los buenos vendedores cuando estos perciben que los productos que venden suponen un cierto engaño al cliente y conocen también los engaños que esos vendedores intentarán con la empresa. Saben que los ambientes morales laxos provocarán gran hinchazón en las cuentas de gastos. No hay un sólo ámbito en la empresa en que la confianza mutua no sea importante. Y barruntan, muy acertadamente, que esa confianza es imposible que exista sin un alto grado de calidad ética. El entorno para ellos puede ser incómodo, pero son capaces de sacrificar las salidas fáciles no-éticas a esos conflictos, porque son conscientes del tremendo costo oculto que significaría para sus organizaciones esa caída en la tentación oportunista.

Para el directivo sin esa visión, es claro que no tiene un para qué que justifique el sacrificio de la oportunidad. Y si lo tiene, está tan sólo en el plano de la ética personal. Sin embargo, el problema de fondo es que tanto si cede como si —por motivos éticos individuales— no lo hace, la carencia de esa visión significa que no es un auténtico directivo.


(*) Reproducción parcial de la conferencia «La ética en la vida profesional», dictada en el II Congreso Internacional de Liderazgo, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México, febrero de 1993.

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