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Verdad y veracidad en la Ley de Dios
Profundo ensayo de Aurelio Fernández con relación a la virtud de la veracidad, el origen de la mentira y la libertad de expresión en los medios de comunicación social


Por: Aurelio Fernández* | Fuente: Biblioteca Almudí



*Aurelio Fernández
Cfr. Moral Especial, Rialp, Madrid 2002, capítulo XI.


Quien ama la verdad, conforme a la enseñanza del Señor (Jn 8,32), no sólo alcanza la libertad, sino que se sentirá libre, pues está en disposición de medir la veracidad de tanta información que se acumula sobre él. Por el contrario, el hombre y la mujer de nuestro tiempo, ante tal abundancia de noticias, corren el riesgo de trivializarlas, pues se sienten incapaces de medir el grado de veracidad de cada una en singular. Máxime, cuando la verdad está sometida a la manipulación publicitaria, entonces o no se cree nada o, a la inversa, se cree todo. Y esto que puede acontecer al individuo se multiplica cuando se aplica al conjunto de la sociedad. Es así como la verdad manipulada o trivializada ni es para el hombre el camino de la libertad ni favorece la convivencia justa.

La palabra es el signo más visible de la racionalidad. El hombre piensa, pero también articula sonidos, de forma que emite palabras que son portadoras de sus ideas. Por la palabra, la persona expresa su pensar y su querer, incluso las emociones repercuten en el tono de voz con que emite la palabra. "Ser hombre de palabra" es asegurar que ofrece garantía de hombría de bien y de fidelidad, puesto que es capaz de llevar a término el compromiso hecho. Mediante la palabra, el hombre y la mujer pueden alabar a Dios, pero también blasfemar su nombre. De modo semejante, con la palabra cabe amar y ensalzar al hermano o insultarle y despreciarle.

En efecto, la palabra puede ser vehículo del bien y del mal que el hombre y la mujer encierran en su corazón. Como enseña el Apóstol Santiago: "La lengua, con ser un miembro pequeño, se gloría de grandes cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad. Colocada entre nuestros miembros, la lengua contamina todo el cuerpo, e inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida. Todo género de fieras, de aves, de reptiles y animales marinos es domable y ha sido domado por el hombre, pero a la lengua nadie es capaz de domarla; es un mal turbulento y está llena de mortífero veneno. Con ella bendecimos al Señor y Padre nuestro y con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a imagen de Dios. De la misma lengua proceden la bendición y la maldición. Y esto, hermanos, no debe ser así" (Sant 3, 5-10).

El octavo Mandamiento enseña, precisamente, cómo debe usarse la lengua, de forma que sea vehículo de la verdad y no de la mentira. En él se estudia la obligación de practicar la veracidad. En consecuencia, se prohibe el mal uso de la palabra que puede mentir y maldecir. Asimismo, se prescribe que no se use la palabra cuando deba guardarse silencio para mantener un secreto. Asimismo, en la sociedad actual, en la que los medios de comunicación son tantos y tan plurales, se acentúa su importancia, pero, al mismo tiempo, se advierte que se han de evitar los daños que pueda ocasionar el uso indiscriminado de los medios de comunicación social. Finalmente, la palabra dada tiene un especial eco en los tribunales, en donde es garantía y testigo de la verdad. Por eso se condena como especialmente grave el pecado de perjurio.


"No dirás falso testimonio ni mentirás"
La formula del Éxodo sobre el contenido moral del octavo mandamiento es más limitada. Dice así: "No darás falso testimonio contra tu prójimo" (Ex 20,16). Esta misma expresión se repite, literalmente, en el Deuteronomio (Dt 5,20). Pero en el Levítico se enuncia así: "No mentiréis, ni os engañaréis unos a otros" (Lev 19,11). De este modo, la mentira se unió a la calumnia, pues ambas van con frecuencia unidas. Así lo sentencia el Eclesiástico: "No trames calumnias contra tu hermano ni lo hagas tampoco con tu amigo. Propónte no decir mentira alguna, porque acostumbrarse a ellas no es para bien" (Ecl 7,12-13). Y es que la gravedad de la mentira no consiste tanto en ocultar la verdad con el fin de engañar, cuanto en usarla como arma para dañar al prójimo. Es lo que denuncia Jesucristo cuando perfeccionó este mandamiento: "Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos" (Mt 5,33). En efecto, quien se habitúa a la mentira casi siempre la usará para defenderse frente al prójimo, lo cual lleva a la calumnia. Más aún, puede conducir al perjurio, o sea a jurar en falso incluso ante los tribunales.

Existen diversas definiciones de la mentira, pues no siempre es fácil fijar su sentido exacto. El Catecismo de la Iglesia Católica, en la edición típica, la matizó en estos términos: "Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error" (CEC 2483). Y esta otra: "Mentir consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo" (CEC 2508). En consecuencia, la mentira entraña el deseo de engañar.

Pero, a aparte de ese "engaño" que persigue la mentira, es importante destacar el aspecto positivo de este mandamiento, el cual implica la obligación de decir la verdad. En efecto, el hombre y la mujer deben amar la verdad, expresarla, defenderla y comunicarla, pues la "verdad" es propia del ser inteligente. Y ello porque la racionalidad -característica esencial del ser humano- busca espontáneamente la verdad. Como escribe Aristóteles al inicio de la Metafísica, "todo hombre, por naturaleza, desea conocer la verdad" [1].


La virtud de la veracidad


Si la "verdad" es el objeto y el fin de la reflexión humana, también es una realidad central de la Revelación, pues la verdad está en estrecha relación con Dios: Él "es la verdad" (Jn 17,17). Más aún, como enseña el libro de los Proverbios, "Dios es fuente de toda verdad" (Prov 8,7). Por su parte, el libro de Samuel constata: "Tú eres Dios y tus palabras son verdad" (2 Sam 7,28). Y el Salmista confiesa que él ha "elegido el camino de la verdad" (Sal 119,30), pues "todos los mandamientos divinos son verdad" (Sal 119, 86), y la razón es que "la ley de Dios es la verdad" (Sal 119, 142).

Sobre todo, la verdad hace relación a la misma Persona de Jesús. Como es sabido, describir a Jesucristo como la verdad y relacionar su mensaje con ella, es uno de los temas centrales del Evangelio de san Juan. Según este Apóstol, Jesucristo "es la verdad" (Jn 14,6). En consecuencia, el evangelista lo presenta como "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14) y como "la luz del mundo" (Jn 8,12). Por ello, "el que cree en Él, no permanece en las tinieblas (Jn 12,46), sino que "conocerá la verdad y la verdad le hará libre" (Jn 8,32-32), y quien le sigue "vive el espíritu de verdad" (Jn 14,17). Jesús pide al Padre que a sus discípulos los "santifique en la verdad" (Jn 17,17), hasta conducirlos a "la verdad completa" (Jn 16,13). En consecuencia, san Juan define a los discípulos como aquellos que "viven en la verdad". Y les ofrece este criterio para el discernimiento de su conducta: "Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad" (1 Jn 1,6).

Esa vocación del hombre a la verdad -que para el cristiano constituye su estilo de vida-, Jesús la sella con un mandato imperativo a sus discípulos, con el que completa el octavo precepto: "Sea vuestro sí, sí; sea vuestro no, no" (Mt 5,37). En otras palabras, dado que "Dios es verdad" y Jesús afirmó de sí "Yo soy la verdad", sus discípulos deben vivir la verdad en sus vidas. Es lo que se denomina veracidad, y que el Catecismo de la Iglesia Católica define en los siguientes términos: "La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía" (CEC 2468).

A la vista de la grandeza de la verdad, se deduce la importancia de la virtud de la veracidad, no sólo porque garantiza que se diga la verdad, sino porque, al mismo tiempo, se evitan algunos vicios que desdicen de la dignidad de la persona, cuales son la doblez, la falsedad, la hipocresía, la simulación, el embuste..., en una palabra, la mentira y, llegado el caso, la calumnia y hasta el perjurio.


La mentira


San Agustín la define en estos términos: "La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar" [2]. A la esencia de la mentira pertenecen dos cosas: Primero; decir lo contrario de lo que se piensa. Segundo, decirlo con intención de engañar.

Los autores suelen distinguir tres clases de mentira: "jocosa", si con ella se quiere hacer una broma o pasatiempo; "oficiosa", cuando se profiere para obtener un beneficio propio o en favor de un tercero; "dañosa", si mintiendo, se persigue hacer daño a alguien. En esta división no entra lo que, coloquialmente, se denomina "mentira piadosa", la cual de ordinario se identifica con la "oficiosa".

En la mentira se contienen numerosos males, por lo que es condenable. He aquí algunos de ellos:

——encierra una ofensa directa contra la verdad;

——induce al error a quien se le dice, el cual tiene derecho a no ser engañado;

——lesiona el fundamento de la comunicación de los hombres entre sí;

——fomenta -y en ocasiones tiene en ellas tienen su origen- la vanidad y la soberbia;

——quien miente pierde la reputación y la fama;

——lesiona la caridad en el trato con el prójimo;

——puede faltar a la justicia, cuando se miente en perjuicio de otro;

——la mentira es funesta para la convivencia, puesto que crea desconfianza en las relaciones sociales.

Estos y otros males que ocasiona la mentira explica por qué, mientras el origen de la verdad se sitúa en Dios, la mentira se atribuye al demonio. El origen diabólico de la mentira es mencionado por Jesús: "Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44).

El Catecismo de la Iglesia Católica pone de relieve ese cúmulo de males que conlleva la mentira, tanto para el individuo como para la colectividad. "La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene un germen de división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda la sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales" (CEC 2486).

Toda mentira es intrínsecamente mala (esto no quiere decir que sea siempre grave) y nunca debe decirse. En el lenguaje corriente se utilizan expresiones hiperbólicas que no son mentiras. Sin embargo la mentira en sí misma es pecado venial (cf. CEC 2484). De ordinario, no es pecado la mentira "jocosa". Es pecado venial casi siempre la "oficiosa". Sin embargo, la mentira "dañosa" es pecado mortal cuando se lesiona gravemente la caridad o la justicia. Esto se deduce por las circunstancias que concurren. Por ejemplo, es pecado mortal, si con la mentira, se tiene la intención de ocasionar un mal grave al prójimo o cuando una persona constituida en autoridad miente a los súbditos en cuestiones que atañen gravemente a sus intereses. También es pecado mortal en caso de que, mintiendo, se lesiona gravemente la fama del prójimo. Asimismo, se peca mortalmente si con la mentira al juez se conculcan los derechos ajenos en la administración de la justicia, etc. O como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados" (CEC 2484).

Los moralistas admiten con razón –lo dice el sentido común y también es el proceder de personas rectas- que, en algunos casos, es lícito no sólo ocultar la verdad, sino incluso dar contestaciones que induzcan al error a quien pregunta, si éste interroga injustamente. La explicación teórica de la licitud de este tipo de comportamiento se fundamenta en la llamada restricción latamente mental. Por ejemplo, no sería mentira decir: "el señor no está en casa", cuando, atendidas las circunstancias, quien escucha podría saber que esa contestación puede tener un sentido diverso por una restricción mental. Puede ser el medio, por ejemplo, de guardar un secreto o de evitar un compromiso. Por el contrario, la llamada "restricción puramente mental", que tiene lugar cuando la expresión utilizada hace imposible descubrir el sentido verdadero, no es lícita. Por ejemplo, decir "he visto París", pensando interiormente "en fotografía", es una mentira.

El secreto


Secreto es el conocimiento de una verdad que debe mantenerse oculta. El secreto es un género específico de verdad. En efecto, se puede llegar a alcanzar ciertos conocimientos que ni pueden ni deben ser comunicados a terceras personas.

Existen diversos tipos de secretos. Cabe reducirlos a dos: prometido y natural. "Secreto prometido" es el que debe guardarse en virtud de la promesa hecha cuando se da algo a conocer. Esta promesa puede ser expresa, lo que se denomina "secreto comiso", o bien implícita, la cual se supone siempre que se conoce por el ejercicio de la profesión: se denomina "secreto profesional". El "secreto natural" es aquel que debe guardarse por la propia naturaleza de la cosa, puesto que deriva de la ley natural.

Algunos secretos pueden ser ocasionales, o sea, se han adquirido, bien por comunicación íntima del interesado o por medio de otra persona distinta, o bien porque se ha sido testigo ocasional de hecho. Otros secretos tienen origen en el ejercicio del ministerio o cargo. Tal es el secreto médico, jurídico o del sacerdote, los cuales han llegado a adquirir conocimiento de hechos a través el desempeño de sus respectivos cargos.

La obligación de guardar el secreto profesional, además de ser de derecho natural, frecuentemente lesiona también la justicia, dado que existe un compromiso tácito de que no debe revelarse lo que se comunicó confidencialmente. La obligación de guardar el secreto es grave o leve, según la materia de la que se trate y del modo en que se ha obtenido conocimiento de él. Así, es pecado mortal si se trata de algo que daña gravemente la fama del prójimo o si se sigue un mal grave para el interesado o para un tercero. Puede ser el caso, de un médico que descubre datos de la enfermedad que ocasiona al enfermo un daño notable. También si se trata de una verdad comunicada al sacerdote, el cual está especialmente obligado a guardar el secreto de una confidencia que se le ha hecho [3].

También se puede pecar si se usa el secreto para provecho propio o ajeno. El caso puede repetirse en el ámbito de la compraventa, de la industria e incluso en el campo intelectual o de la investigación.

En ocasiones se puede revelar el secreto y en otras puede ser un deber revelarlo. Es lícito revelar un secreto si se sigue un daño grave e irreparable para un tercero. Puede ser el caso de dar a conocer a la novia una enfermedad grave de un novio por el daño que puede ocasionarle. Asimismo, se debe manifestar un secreto si se sigue un daño grave para sí mismo o para un tercero. También se ha de considerar el bien común de la sociedad, que en ocasiones sufre un grave quebranto si no se da a conocer el secreto confiado. En todo caso, se deben tener en cuenta las circunstancias que concurren. A este respecto, la casuística puede ser muy variada. Por eso basta enunciar los principios generales, tal como los expone el Catecismo de la Iglesia Católica: "Los secretos profesionales –que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas- o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardados, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercer daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad. Las informaciones privadas perjudiciales al prójimo, aunque no hayan sido confiadas bajo secreto, no deben ser divulgadas sin una razón grave y proporcionada" (CEC 2491).

Para obrar rectamente y con el fin de aplicar estos principios a los circunstancias tan variadas que puedan darse, se exige la recta formación de la conciencia. Pero en ocasiones, también es conveniente buscar el consejo prudente que garantice una decisión moralmente correcta. En todo caso, la revelación del secreto debe hacerse como último recurso y ante circunstancias excepcionales, puesto que es preciso velar por la valoración social del secreto. De lo contrario, se resiente la seriedad que merecen las profesiones, cuyo ejercicio lleva anexo la obligación de guardar secreto de los asuntos que confidencialmente se han tratado.


Las ofensas contra la verdad


Además de los pecados de mentira (veracidad "por defecto") y de faltas cometidas por revelación indebida del secreto (veracidad "por exceso), también se puede faltar a la veracidad si se cometen otras acciones, cuales son, por ejemplo, la calumnia, el juicio temerario, la sospecha, la maledicencia, el falso testimonio y el perjurio.

Calumnia es mentir causando un daño a la reputación de alguien o si se da ocasión para que se originen juicios falsos sobre una persona. Lo específico de la calumnia, frente a la murmuración, es que ésta contribuye a hacer juicios negativos sobre alguien, pero lo que se comenta en la murmuración es verdad, mientras en la calumnia, lo que se dice contra alguien es mentira.

Juicio temerario es formar un juicio negativo sobre la persona o sobre su actuación, pero sin tener fundamento suficiente para ello. El juicio temerario puede ser subjetivo, o sea interior, y puede emitirse externamente. Si el juicio es tácito, sin manifestarlo, también puede ser pecado interno, en la medida en que se consienta deliberadamente en él.

Sospecha es el juicio hecho sobre una persona o acontecimiento a partir de algunos datos, pero sin tener todos los elementos que garanticen formular un juicio seguro. La sospecha es legítima siempre que los indicios tengan suficiente verosimilitud. Asimismo, es legítimo seguir la indagación hasta alcanzar la certeza debida o para rectificar el juicio.

Maledicencia es manifestar los defectos y las faltas reales de alguien a otra persona que los desconoce. Se distingue de la calumnia, por cuanto en este caso se comunican faltas y defectos reales de la persona, si bien no son conocidos.

Falso testimonio es afirmar públicamente, ante un tribunal, algo falso a favor o en contra de alguien. El falso testimonio, por las circunstancias que concurren a la mentira, encierra una especial gravedad. El libro de los Proverbios sentencia que "el testigo falso no quedará impune" (Prov 19,9).

Perjurio es el testimonio falso emitido en un juicio hecho bajo juramento. El perjurio es un pecado especialmente grave contra el segundo mandamiento, puesto que, además de contribuir a la condena del inocente, "compromete gravemente el ejercicio de la justicia" y la desprestigia.

Las acciones, en las que se actúa con mentira y de la que se siguen males para el prójimo, son especialmente graves. Como la mentira puede lesionar la justicia, siempre que ocasiona un mal, el que miente tiene obligación de reparar. Esto obliga especialmente en la calumnia. En este caso, no es suficiente arrepentirse e incluso no basta con demandar perdón, se requiere además reparar el mal cometido. En ocasiones puede hacerse personalmente. Pero, en caso de que el daño ocasionado sea público, la reparación debe hacerse públicamente.

Esta reparación -y en su caso, la restitución- obliga en conciencia. Lo cual indica que no hay perdón del pecado si no se tiene intención de cumplir la reparación o la restitución. Se ha de devolver la buena fama perdida, pero en algunas cuestiones que se han seguido males materiales, la restitución debe hacerse incluso económicamente. El Catecismo de la Iglesia Católica amplía la casuística en los siguientes términos: "Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia" (CEC 2487).


Libertad de expresión: medios de comunicación social


El derecho a alcanzar la verdad y a comunicarla ha adquirido en la actualidad tales proporciones, que a los medios de comunicación social se les denomina con razón "el cuarto poder". En efecto, la importancia de estos medios es tal, que condicionan y en ocasiones dirigen la vida social, económica y política de los pueblos. Más aún: en la actualidad la cantidad de información es tal, que supera las posibilidades del hombre de lograr la síntesis de los hechos y de las ideas que circulan en los distintos ámbitos del saber o de la vida social, cultural y política.

Este papel decisivo que juegan en la vida individual y en la convivencia es lo que ha motivado que el Concilio Vaticano II se haya ocupado expresamente de los medios de comunicación y haya emitido el Decreto "Inter mirifica" (1965), que estudia detenidamente las exigencias éticas que han de regir en el ámbito de la comunicación. Más tarde, en el año 1971, la Santa Sede hizo pública la Instrucción "Communio et progressio", que trata de la recta aplicación del Decreto conciliar. Además de estos dos documentos, existe abundante doctrina magisterial en discursos y mensajes papales, emitidos con ocasión del "Día de los medios de comunicación social".

Estos son los aspectos que el Concilio señala como más decisivos para el comportamiento individual y para la convivencia en el uso de los medios de comunicación social:

- Valor moral. El uso de "mass media" no es ajeno a la moral: "El recto uso de tales medios es absolutamente necesario que todos los que se sirven de ellos conozcan y lleven a la práctica en este campo las normas de orden moral" (n. 4).

- Recta conciencia: Los usuarios deben "formar una recta conciencia sobre tal uso", de modo que la información que reciben "contribuya al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana". El derecho de información exige que ésta "sea objetivamente verdadera y, salvada la justicia y la caridad, íntegra". Además, "en cuanto al modo, ha de ser honesta y conveniente, es decir, que respete las leyes morales del hombre y los legítimos derechos y dignidad" (n. 5).

- Considerar el orden moral objetivo: Se ha de proclamar que "la primacía del orden moral objetivo ha de ser aceptada por todos, puesto que es el único que supera y concurrentemente ordena todos los demás órdenes humanos, por dignos que sean, sin excluir el arte" (n. 6).

- Tratamiento del mal moral. Los distintos medios han de cuidar atentamente cómo se ha de tratar los temas relacionados con el mal. Es cierto que su conocimiento puede "servir para conocer y descubrir mejor al hombre"; pero debe evitarse el riesgo de que "produzca mayor daño que utilidad a las almas", tal puede ser el caso en que no se atiendan "las leyes morales", especialmente, cuando se tratan "los deseos depravados" (n. 7).

- Opinión pública: Una de las finalidades de los medios de comunicación, tal como siempre ha destacado el Magisterio, es la formación de la opinión pública, tan decisiva para una convivencia plural y democrática: "con el auxilio de estos medios, se procura formar y divulgar una recta opinión pública" (n. 8).

Deberes de los usuarios: Los que hacen uso de los medios de comunicación deben también tener a la vista los siguientes criterios:

—hacer una "recta elección" de publicaciones, cadenas televisivas, programas de radio o televisión, etc.;

—evitar "lo que puede ser causa u ocasión de daño espiritual para ellos o para otros";

—atender "al mal ejemplo" que pueden ocasionar la lectura o apoyo a ciertos medios;

—"favorecer las malas producciones" y "no oponerse a las buenas";

—"no contribuir económicamente a empresas que tan sólo persigan el lucro en la utilización de estos medios";

—"atender al juicio y criterios de las autoridades competentes" que se hayan emitido;

—formar la conciencia recta con el fin de "oponerse a los malos atractivos y secundar los buenos";

—todos, pero especialmente los jóvenes, "deben ser moderados y disciplinados en el uso de estos medios";

—es conveniente mantener una actitud crítica para "formar un recto juicio";

—los padres tienen la obligación de "vigilar cuidadosamente" que los hijos hagan un uso adecuado de los medios (nn. 9-10) [4].

Los agentes de los mass media: Periodistas, escritores, actores, productores, realizadores, exhibidores, distribuidores, directores, vendedores, críticos... deben "tratar las cuestiones económicas, políticas o artísticas de modo que no produzca daño al bien común". En la medida de lo posible, deberían asociarse "en aquellas entidades que impongan a sus miembros el respeto a las leyes morales en las empresas y quehaceres de su profesión" (n. 11).

Deberes de las autoridades. Las autoridades "tienen peculiares deberes en esta materia en razón del bien común al que se ordenan estos instrumentos". Su misión es "defender y tutelar la verdadera y justa libertad" que necesita la sociedad. También la autoridad debe emitir leyes con el fin de que del uso de los medios de comunicación "no se siga daño a las costumbres y al progreso de la sociedad". Un deber especial de las autoridades es el cuidado "en proteger a los jóvenes" (n. 12).

Deberes de los católicos. El Concilio urge a que los católicos "utilicen los medios" para "las más variadas formas de apostolado" y se "adelanten a las malas iniciativas". Por su parte, los pastores cuiden estos medios "tan unidos a su deber ordinario de predicar" (n. 14) . Asimismo, "los sacerdotes, religiosos y también laicos" han de poseer la "debida pericia en estos instrumentos y puedan dirigirlos a los fines del apostolado" (n. 15). Esa formación debe extenderse a todos los católicos (nn. 16-18).

En todo momento, el Magisterio insiste en que los profesionales de los medios de comunicación consideren la dimensión ética de su profesión y que sean incorruptibles ante la verdad. En estos términos se expresó Juan Pablo II en un discurso a los periodista en su primera visita a España: "Un sector que tan de cerca toca la información y formación del hombre y de la opinión pública, es lógico que tenga exigencias muy apremiantes de carácter ético (...). La búsqueda de la verdad indeclinable exige un esfuerzo constante, exige situarse en el adecuado nivel de conocimiento y de selección crítica. No es fácil, lo sabemos bien. Cada hombre lleva consigo sus propias ideas, sus preferencias y hasta sus prejuicios. Pero el responsable de la comunicación no puede excusarse en lo que suele llamarse la imposible objetividad. Si es difícil una objetividad completa y total, no lo es la lucha por dar con la verdad, la actitud de ser incorruptibles ante la verdad. Con la sola guía de una conciencia ética, y sin claudicaciones por motivos de falso prestigio, de interés personal, político, económico o de grupo" [5].


Dar testimonio de la verdad: el martirio


El cristiano no sólo debe expresar la verdad y proclamarla, sino que también tiene la obligación de defenderla, en ocasiones, hasta la muerte. San Juan recoge las palabras de Jesús en las que señala su misión en orden a la verdad: "Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad" (Jn 18,37). Y san Pablo encarece a su discípulo Timoneo que cumpla este mismo encargo, aunque le sea costoso: "No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tim 1,8).

El Concilio Vaticano II profesa que la confesión de fe es exigencia obligatoria de todos los bautizados: "Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación" (AdG 11).

Pero en ocasiones este testimonio exige cierto heroísmo, pues demanda jugarse la vida hasta la muerte. Siguiendo este deber, los cristianos de todos los tiempos, cuando se vieron forzados a confesar la verdad en Jesucristo y en sus enseñanzas, lo hicieron incluso ofreciendo su propia vida. La biografía de los mártires cristianos a lo largo de la dilatada historia de la Iglesia constituye una de las páginas más brillantes de la crónica de la humanidad. Pues, a la grandeza y ejemplaridad de sus vidas, se añade su inquebrantable amor a la verdad y su fidelidad a las enseñanzas salvadoras del Evangelio. Son numerosos los testimonios martiriales en los que se contiene de modo explícito que ellos mueren, precisamente, por defender la verdad que profesan. Por ejemplo, san Policarpo alaba a Dios porque "es el Dios de la fidelidad y de la verdad", por eso él se asocia a esa verdad con la oblación de su propia vida.

En este sentido, los mártires no sólo son modelos de existencia y ejemplares de vida cristiana, sino que son garantía de la verdad del cristianismo. Un argumento a favor de la veracidad del dogma y de la moral cristiana es, precisamente, el martirio, pues, además de la garantía que ofrece la revelación y el magisterio, el creyente encuentra en los mártires otra señal más inmediata de la verdad que profesa. En este sentido, el martirio es como el sello y el resello de la verdad de lo que se cree y se practica. En efecto, unos hombres y mujeres concretos han sellado la verdad del dogma y de la moral cristiana con su propia sangre. Ellos son, pues, los verdaderos testigos de la fe y del Evangelio que profesamos.


Notas


[1] Aristóteles, Metafísica I, 1, 980b.

[2] San Agustín, Sobre la mentira IV. PL 40, 489.

[3] Se entiende un secreto obtenido fuera de la confesión sacramental. En caso de la confesión, se trata de un secreto especialmente cualificado que se denomina "sigilo sacramental", y que el sacerdote está especialmente obligado a guardar. La revelación del sigilo sacramental lleva consigo una gravísima pena canónica: la excomunión, que, según el canon 1388 del CIC, solo el Papa puede absolver.

[4] Según una encuesta realizada en 1993, el cuarenta por ciento de los españoles mayores no lee un libro y el sesenta por ciento no compra libros. Por el contrario, en España hay más de doce millones de televisores y catorce millones de radios. Noticias de Agencia 15-V-1995.

[5] Juan Pablo II, Ser incorruptibles ante la verdad, 3. Madrid 2-XI-1982, "Ecclesia" 2101 (1982) 1481.

 







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