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Control mental y objeción de conciencia
Artículo de Alejandro Llano, ex Rector de la Universidad de Navarra en el que habla de la confusión mental, la verdad y la mentira.


Por: Alejandro Llano, catedrático, ex Rector de la Universidad de Navarra | Fuente: ALFA Y OMEGA, Arvo.net



Lo peor no es la mentira. Lo peor es instalarse en la confusión mental y difundir alrededor esa neblina de la inteligencia en la cual ya no hay ni verdad ni error. Y es que, donde no hay error, tampoco hay verdad.

Lo peor no es la mentira. Lo peor es instalarse en la confusión mental y difundir alrededor esa neblina de la inteligencia en la cual ya no hay ni verdad ni error. Y es que, donde no hay error, tampoco hay verdad.

Si no se admite que hay juicios falsos, tampoco se sabe ya qué podrán significar los ciertos. Pero quien denuncie que algo oficialmente establecido no es verdadero, será acusado de derrotismo. Y muchos se sentirán obligados a creer tal censura, porque viene marcada por el solemne sello de la autoridad. Tal es la estrategia del totalitarismo. Consiste en mantener que todo es política, en excluir cualquier ámbito de la realidad que no esté sometido a la aspiración de dominio.

Nada queda fuera de una retórica hecha de apelaciones a la emotividad, de gestos y sonrisas, más que de argumentos. Pero ya Platón hizo ver que, cuando la retórica se convierte en la más alta instancia, lo que se busca con ella no es el conocimiento, sino el poder. Ya no se trata de hacer verosímil lo verdadero, sino de hacer verosímil lo que interese en cada caso a los poderosos. Lo cual ni siquiera merece el nombre de retórica: es sofística.

Quienes no se sometan a los lugares comunes establecidos por este simulacro de razonamiento, quedarán fuera del discurso dominante y se verán excluidos de una cultura tan superficial como fácil de digerir.


En ésas estamos. España se ha convertido últimamente –aunque la cosa viene de atrás– en campo abonado para cualquier intento de convertir el razonamiento más débil en el más fuerte. Es lo más grave de lo que nos está pasando. Nos encontramos en un atolladero intelectual, en un punto muerto de la cultura cívica, del que no resultará nada fácil salir. Sobre todo, si casi nadie se da cuenta de lo que ocurre, justo porque una de las virtudes de la confusión es que se oculta a sí misma.

Este control mental al que se ve sometida –sin sospecharlo quizá– buena parte de la población española lleva al conformismo de aceptar dócilmente planteamientos que resultan insostenibles en una sociedad democrática. La actualidad nos ofrece uno muy notorio: la acusación de que es ilegal la objeción de conciencia ante la aplicación de posibles ordenamientos jurídicos que repugnan al sano sentir de millones de ciudadanos.

Exigir que el objetor de conciencia se atenga a la ley positiva correspondiente es una trampa sofística que se llama petición de principio. Porque aquello ante lo que objeta es justamente esa ley que –con sólidos fundamentos– él considera injusta. Lo que pasa es que otro aspecto clave de la confusión mental que nos aqueja consiste en no distinguir adecuadamente lo moral de lo jurídico.

Llegar a pensar que todo lo que emana de la autoridad civil resulta justo y bueno, es el caldo de cultivo propio del Estado Ético de los fascismos. Algo de esto experimentamos ya los que tenemos cierta edad. En una sociedad libre, el ciudadano no está obligado a seguir las prescripciones del poder público cuando son contrarias a las exigencias de un orden moral reconocido universalmente durante largo tiempo. Todas las presunciones están, en tales casos, a favor del ciudadano que no se pliega a las desmesuras del poder político.

Es lamentable que a los gobernantes se les ocurra inmiscuirse en asuntos que no les competen, al menos sin el acuerdo explícito de los afectados. Mas peor aún es que pretendan controlar sus mentes, para que no rechacen aquello que les perjudica en aspectos esenciales de la condición humana, como es el caso de la tergiversación de la índole propia del matrimonio y la familia.

A nadie le agrada –no es signo de victoria– encontrarse en una situación que le obligue a acogerse a la objeción de conciencia. Quien recurra a ella (como último asidero) ha de estar a salvo de represalias penales y de cualquier sanción disciplinar o administrativa. Cuando se sabe que la reserva ética ante un determinado proyecto de ley está muy extendida en la sociedad –como es, por ejemplo, el caso de la atribución del carácter de matrimonio a las uniones homosexuales–, la propia ley civil debe reconocer y proteger el ejercicio de este derecho básico a salvaguardar la propia integridad moral.


En todo caso, nos encontramos ante una realidad prejurídica, porque ningún poder humano puede legislar sobre algo tan íntimo y profundo como es la conciencia. Se trata de un asunto demasiado serio para dejarlo exclusivamente en manos de los políticos, o para perderse en sutilezas jurídicas que embarullan lo que cualquier persona en su sano juicio comprende perfectamente. La libertad de conciencia es una parte esencial de la libertad de pensamiento, que representa la conquista ética fundamental de la modernidad.

Nadie me persuadirá de que ponerla entre paréntesis sea conveniente por el bien de la paz, por la vigencia de la corrección política o por el logro de la moderación en la discusión pública. Hasta en las peleas callejeras de mi infancia se sabía que quien golpea primero no puede pedir calma al que procura defenderse. No vale que el violento reclame serenidad y sosiego de sus propias víctimas. Según ha demostrado René Girard, intentar que la víctima se declare culpable es la táctica de todos los violentos que en el mundo han sido, desde los relatos bíblicos hasta los regímenes totalitarios.

Resulta cuando menos imprudente esperar que sean los dominadores quienes promuevan las libertades que procuran neutralizar por muy diversos medios. No hay más libertades que las que uno mismo se toma de una vez por todas. Ojalá llegara a ser de nuevo realidad el verso de Miguel Hernández: «Nunca medraron los bueyes en los páramos de España».







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