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Nuevos horizontes en el desafío de la increencia
Nuevos horizontes en el desafío de la increencia. Uno de los mayores desafíos para la cultura contemporánea consiste en encontrar la senda más adecuada para preparar el camino del Señor.


Por: Michael Paul Gallagher | Fuente: http://www.humanitas.cl




Ha caído el comunismo soviético como sistema ateo. Además toda la cuestión de la increencia está ahora menos ligada a un pensamiento abstracto o a ideologías impuestas. La cuestión se ve ahora más en conexión con los modos de vida que la gente asimila de las culturas circundantes. Por ello, me atreveré a hablar de una auténtica “increencia cultural”.

Por cierto, una de las mejores definiciones descriptivas de la cultura que conozco fue la que hizo el Papa Juan Pablo II en 1993, en la Universidad de Riga, cuando en un comentario improvisado se refirió a la cultura como “todo aquello que moldea a la persona humana y a la comunidad en que uno vive”. (Cf. L’Osservatore Romano, English edition, 15 de septiembre de 1993, p. 15). Y, de hecho, se constata que lo que moldea a la mayoría de las personas- independientemente de que sean creyentes o no- es la convergencia de toda una serie de mensajes implícitos recibidos de su contexto social, que tienen un influjo decisivo sobre el horizonte de sus esperanzas.

Ha cambiado la tonalidad de la increencia
Trataré primero de identificar la peculiar “tonalidad” de la increencia contemporánea. En una segunda parte trataré de hacer un diagnóstico cultural de los tipos de increencia. Y en una tercera, propondré algunas prioridades pastorales para la “evangelización de la cultura” desde un punto de vista práctico.

Hace algunos años propuse una tesis que se hizo popular, en parte, por basarse en una cómoda aliteración; en inglés, claro. Decía que, por lo que respecta a sus raíces psicológicas, se pueden distinguir tres formas de increencia: por alienación, por irritación y por apatía [alienation, anger and apathy]. Pero aunque esto era así en los años setenta, ahora en los noventa la irritación es más bien rara y la alienación está en claro declive, por lo que, en Occidente, la “familia” preponderante de la increencia es la que nace de la apatía. Si han disminuido la alienación y la irritación, se debe simplemente a que ambas implican un cierto contacto con la Iglesia; la alienación sólo se da respecto a alguien, y lo mismo la furia. En la situación actual estamos viendo a toda una generación de adultos bautizados cuyas experiencias formativas en relación con la religión o con la Iglesia han sido tan insignificantes que prácticamente son inexistentes. Rahner hablaba de “cristianos anónimos”; hoy habría que hablar más bien de “ateos anónimos”. En otras palabras: la tonalidad típica de la increencia ha pasado de una negación definida e incluso militante de Dios, a un distanciamiento vago de toda fe religiosa. Para algunos se trataría de una transición de la “modernidad” –con su confianza típica en la razón, en el control humano y en la tecnología- a la “postmodernidad”, escéptica respecto de las pretensiones humanistas, encontrando incómodo todo discurso sobre significados y valores. La palabra “ateísmo” sugería una decisión personal de rechazo a Dios, una auténtica toma de postura deliberada; hoy, en cambio, se prefiere hablar de “increencia”, término que evoca la confusión y la duda en vez de una decisión neta. Y no es tanto que la gente niegue la fe religiosa; más bien, la percibe como irreal. Por tanto, parece que hoy en día la forma más común de increencia es la indiferencia religiosa, aliada a veces con un agnosticismo no dogmático.

A este respecto, quiero aportar dos reflexiones teológicas recientes, una española y otra francesa:

“Si los viejos ateísmos y agnosticismos resultan anacrónicos, es evidente que no por ello se anuncia ya el reflorecimiento del teísmo. Lo que realmente caracteriza el momento presente es que la cuestión de Dios va quedando como irrelevante, más aun, es simplemente inexistente para la gran mayoría de los humanos. ‘Falta Dios, pero no se le echa en falta’. Esta es una situación verdaderamente nueva, que nunca se había dado en el mundo”. (Vives Josep, “Dios en el crepúsculo del siglo XX”, en Razón y Fe, mayo de 1991, p. 468).

“La novedad de nuestro tiempo estriba en que ahora los jóvenes nacen fuera de todo horizonte eclesial, de manera que no les preocupa la Iglesia en modo alguno. Hemos pasado de una situación en que se luchaba contra Dios, intentando desplazar a Dios del mundo de la imagen y del pensamiento, a una nueva situación en que la cuestión de Dios simplemente no interesa”. (“Comment dire Dieu à l’homme d’aujourd’hui?”, Lettre aux Communautés de la Mission de France, N° 158, janvier-février 1993, pp. 18-30).

Como consecuencia, la increencia se podría describir ahora –especialmente entre las generaciones más jóvenes- como una confusión heredada, como un distanciamiento de las raíces, como una pacífica perplejidad ante la religión oficial de la Iglesia, como un subproducto cultural. La situación no se puede describir ya como lo hacía De Lubac, hablando del “drama del humanismo ateo”; más bien se trata ahora de un limbo de indiferencia que no tiene nada de dramático. Es más, este vacío religioso habría que considerarlo parte de una inseguridad y desconfianza más amplias que afectan a los valores en general, a las instituciones, a la posibilidad misma de encontrar el sentido auténtico de la vida. Este sentimiento contemporáneo de ausencia de fe, que llega a percibir como extraño el mismo lenguaje de la fe, lo recoge el australiano James McAuley, en un magistral poema satírico, en el que evoca la generación de los “desheredados” desde el punto de vista religioso:

 

 

“los cuales ni piensan ni sueñan, ni niegan ni dudan;
simplemente, no tienen idea de todo esto”

[“Who do not think or dream, deny or doubt,
But simply don’t know what it’s all about]

 




Mi reflexión pone el acento sobre la tonalidad, es decir, esa especie de estado de ánimo de la cultura, su modo peculiar de afrontar la realidad. Pero mi análisis podría suscitar una serie de interrogantes: ¿Peca de pesimismo? ¿Parte del prejuicio de enjuiciar la realidad actual considerando la fe de épocas pasadas? ¿Carga demasiado las tintas sobre el elemento puramente cognoscitivo? Para responder a estas objeciones, quisiera insistir en la centralidad de la experiencia para cualquier diagnóstico de la actual increencia cultural, e incluso para cualquier respuesta pastoral nacida de la fe. Vivimos, ante todo, en una cultura de la experiencia, contrapuesta a una cultura de la obediencia; en el sentido de que la gente joven confía sólo en aquello que puede experimentar o vivir de un modo más o menos inmediato, mientras que desconfía de l que se les pueda comunicar de un modo meramente oral.

Resaltar el condicionamiento cultural de la increencia puede parecer un enfoque novedoso, pero no lo es tanto. El filósofo francés Jean Guitton, que sigue todavía activo, ya habló del tema hace más de sesenta años. En una fascinante conferencia, en que se preguntaba a qué causa se podría achacar la increencia, ofrecía tres respuestas. En primer lugar, la culpa podía ser de los no creyentes, “que no ven, porque no quieren ver”. Podía ser, en segundo lugar, de los creyentes, por “el daño que hacen los que no viven en consonancia con sus creencias”. Pero Guitton prefería una tercera hipótesis: más allá de las dificultades doctrinales o de testimonio, está la “mentalidad de la época”, “el complejo influjo del medio ambiente” que todos recibimos. Aunque Guitton no utiliza la palabra “cultural”, de lo que está hablando es de la presión que ejercen las ideas culturales que se reciben. En una frase brillante habla de que esta increencia es “algo prestado, pero que se convierte en propio por el uso”. (Cf. Jean Guitton, Perspectives sur l’Inquiétude Religieuse, Aix-en-Provence, 1947, pp. 43-47).

Es esta mentalidad “prestada” la que yo llamo increencia cultural. Los presupuestos culturales se caracterizan precisamente por esto, porque creemos en ellos sin ser conscientes de que creemos en ellos. Los tomamos prestados, inconscientemente, de entre las actitudes vitales predominantes. Por ello, este tipo de increencia es más bien pasivo, más que ser fruto de una elección; y lleva al “vagabundeo”, más que a la militancia. Este tipo de no creyente no es que rechace nada deliberadamente, sino que es más bien una víctima de una cultura empobrecida y confusa.

Un diagnóstico cultural: tipos de increencia
Muchos de los que escribíamos sobre increencias hace unos veinte años, tendíamos a ofrecer una cierta tipología, empleando términos como “humanista”, “agnóstico”, “científico”, “político”, “problema del mal”, etcétera. Hoy, en cambio, en la postmodernidad, este tipo de diagnóstico queda algo anticuado. No obstante, la pregunta sigue siendo útil: ¿es posible identificar algunos de los tipos de increencia que hoy se dan? Ya he sostenido que hoy por hoy es raro el ateísmo plenamente maduro y deliberado, aunque siempre fue raro. Sin pretender ser exhaustivo, yo sugeriría, en el momento actual, cuatro tipos principales de increencia cultural: la anemia religiosa, el secularismo marginador, el vagabundeo espiritual, y la desolación cultural. Comentaré brevemente los tres primeros, y me detendré un poco más en el cuarto.

1. La anemia religiosa” se refiere a diversos modos de distanciamiento de las raíces cristianas tradicionales. Tal y como decía antes, predomina la decepción sobre la irritación. No es tanto un desfase generacional, cuanto un desfase de credibilidad entre lenguajes, que se puede dar de dos formas principales.
a) Las mediaciones típicas que utiliza la Iglesia, o su lenguaje predominante, se experimentan como si se tratase de una lengua extranjera. El discurso evangelizador presupone la existencia de unas actitudes o disposiciones previas que ya no se pueden dar por descontadas, a no ser que primero haya un esfuerzo por despertarlas y suscitarlas.
b) Además frecuentemente la imagen que se percibe de la Iglesia es la de una fuente de alienación. Da así la impresión de que la religión es un moralismo que se complace en suscitar sentimientos de culpa, o bien una serie de ritos de iniciación, que serían indignos de ser tomados en serio por los adultos cultos del mundo de hoy.

En suma, la anemia religiosa se produce bien cuando el receptor se encuentra sólo con los aspectos externos de la institución, bien cuando los comunicadores de la fe, a diferencia de San Pablo en el areópago, no empiezan entrando de modo respetuoso en la cultura de los receptores.

2. Consideremos ahora el “secularismo marginador”. Durante la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura del año pasado, más de uno resaltó un nuevo miedo que está surgiendo, el cual impide que la dimensión creyente se haga oír en los debates públicos. Hay una fuerte tendencia a identificar democracia y secularismo liberal. Tanto en el ámbito académico como en el de los medios de comunicación predomina una cultura secularizada; lo cual implica que la religión se ignora sutilmente como algo carente de toda importancia. Por ejemplo, en la “católica” Irlanda, el periódico que lee la clase media cultivada publica todas las semanas un buen número de recensiones de libros, pero casi nunca se detiene a comentar libros religiosos, a no ser que se trate de libros controvertidos. Esta marginación es una reedición de lo que Peter Berger llamaba el colapso de las “estructuras de plausibilidad”. En su forma actual, no es tanto una cuestión de pertenencia o no a una comunidad, cuanto de toda una visión de la vida que se hace aparecer como irreal. En suma, se trata de un tipo de increencia que se caracteriza por el silencio y la timidez, tanto en el campo intelectual como en el de comunicación.

3. Por lo que respecta al “vagabundeo espiritual” , va en la dirección opuesta, y es una de las sorpresas de la postmodernidad: al llamado “retorno de lo sagrado”. Cuando la gente se encuentra “saciada pero insatisfecha” por el antiguo materialismo, pero, al mismo tiempo, aburrida o impertérrita con su experiencia de la Iglesia, puede derivar hacia una especie de búsqueda sin puntos de anclaje. Es esta ausencia de puntos de anclaje la que es peligrosa: el “hambre” de lo divino es buena en sí misma, pero dado que la cultura secularizada debilita las raíces cristianas, semejante tendencia espiritual puede llevar fácilmente a una mescolanza de antiguas herejías, tales como el gnosticismo o el pelagianismo. Vale la pena recordar en este sentido que la mayor parte de la herejía, en su estadio inicial, no pueden ser calificadas simplistamente como doctrinas erróneas; se trata más bien de formas de verdad que se fueron aislando y perdieron el contacto con la sabiduría de la tradición. En el contexto actual de “desnutrición espiritual”, una espiritualidad solitaria del tipo de la New Age, fácilmente se convierte en una nueva forma de descristianización. Sin el apoyo de una comunidad y de la contemplación, el riesgo es llegar a un narcisismo sin Cristo. Y, sin embargo, todo este fenómeno representa otro de los areópagos de nuestra cultura, así como un desafío que nos debe estimular para re-imaginar de forma creativa nuestra fe cristiana.

4. Por lo que se refiere al cuarto diagnóstico, es, como se verá, más explícitamente ignaciano. Lo he llamado una “desolación cultural” , y las tres palabras claves para explicar el concepto son las de disposición, imaginación y libertad. La tesis es que las presiones de la cultura dominante dejan a mucha gente bloqueada, en una desolación cultural, a nivel de disposición o disponibilidad para la fe. ¿Por qué? Porque lo trivial “secuestra” su imaginación, quitándoles la libertad para acoger la Revelación. Por una razón simple: porque queda imposibilitada la escucha de la que nace la fe, esa escucha de la que habla San Pablo en Romanos 10.

A modo de introducción, querría citar las opiniones de algunos jesuitas. Estoy de acuerdo, por ejemplo, con lo que dice Jaime Vélez Correa, aunque sólo en parte: “La no-creencia, en la variada gama de indiferencia religiosa, se origina y condiciona por y en la cultura con un contenido específico doctrinal [[...] No es fácil evangelizar a un hombre así condicionado culturalmente. Se impone, ante todo, despertarle ese amor apasionado por la Verdad”. (La Cultura como mediación para Evangelizar la No-Creencia en América Latina, CELAM, Bogotá, 1989, pp. 59 y 66).

Estoy de acuerdo con él en el efecto negativo de la cultura sobre la fe, pero no me convence su énfasis unilateral en la verdad. Yo situaría el daño del condicionamiento cultural a nivel de la libertad de disposición, más que en la doctrina. Por lo tanto, la tarea primera en esta situación sería un ministerio de disposición, en la línea de lo que dice San Ignacio en el párrafo primero de los Ejercicios espirituales: “todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas”, y para buscar a Dios “en la disposición de su vida”.

En este espíritu, un artículo reciente de William Barry (Estados Unidos) defiende que “escapa a nuestra conciencia el influjo que la cultura tiene sobre nosotros”, y que, como “seres humanos inculturados”, tenemos que encontrar “el modo de liberarnos suficientemente de nuestra cultura como para llegar a ser creyentes”. (“U.S. Culture and Contemporany Spirituality”, en Review for Religious 54, 1995, p. 7).

De este modo, podemos interpretar nuestras dificultades de fe en términos de desolación cultural, a nivel de disposición o disponibilidad para la fe. Si esto es así, ¿de qué modo podemos ayudar a la gente para que llegue a la consolación o a la apertura que se necesita para que brote la fe? Habrá que liberar los niveles de escucha y de deseo que permanecen embotados en la cultura cotidiana. De ello hablaremos en la sección tercera.

En términos de diagnóstico, hay otra invitación ignaciana que nos lleva al reconocimiento de un conflicto: el de identificar, según el espíritu de “las dos banderas”, los factores deshumanizantes presentes en los estilos de vida y en los presupuestos de nuestra cultura.

“En otras palabras, necesitamos desarrollar instrumentos de crítica y de observación que traspasen el engaño de la cultura ambiente. Ser cristiano hoy, es enfrentarse a la vida empobrecida que ofrecen las imágenes dominantes que circulan. Pero permítaseme que añada una nota de cautela por lo que se refiere al tono. Porque podríamos caer en un mero lamento sobre los diversos “ismos” (materialismo, hedonismo, inmanentismo). [...] Si hablamos de desolación, tenemos que tener una gran confianza en que la vocación humana más profunda es la consolación. Si el primer ministerio respecto a los no creyentes es el de disposición, el segundo es el de discernimiento”. (Michael Paul Gallagher, “What might St Ignatius say about Unbelief Today?”, en Atheism and Faith 27 (1992) 62).

En resumen: San Ignacio nos advierte sobre el modo en que la desolación bloquea la libertad a nivel de disposición, y encontramos un paralelo de est en las estructuras opresivas de la cultura moderna. San Ignacio es también experto liberador del corazón humano para que tome una decisión existencial. La fe es siempre una decisión; sin embargo, en la situación actual se añade que la fe madura ha de ser una decisión tomada contra corriente.

Para enlazar esta sección con la reflexión pastoral de la tercera parte, querría detenerme a considerar la zona crucial de la imaginación, que es importante para Ignacio, pero que la desarrollan de modo más explícito, en la tradición británica, el Cardenal Newman y T.S. Eliot. Para Newman, la increencia no nace de la inteligencia, sino del “estado del corazón”; y la zona crucial en que se decide la fe o la increencia es precisamente la imaginación. En su Grammar of Assent, escribe: “normalmente al corazón no se llega por la razón, sino por la imaginación”; y añade, con su típica ironía: “nadie irá al martirio por una conclusión” (op. cit., London, Longman, 1901, pp. 92-93). Como comentario sobre la cultura moderna, me causa admiración una afirmación hecha por el poeta T.S. Eliot hace unos cincuenta años: “El problema de la edad moderna no está sólo en la incapacidad de creer ciertas cosas sobre Dios, aquellas en la que nuestros antepasados sí que creían, sino en la incapacidad de tener hacia Dios y hacia el hombre los mismos sentimientos que ellos tenían [the inability to feel towards God and man as they did]”. (On Petry and Poets, London, Faber, 1957, p.25).

Estas palabras sitúan la crisis no en el credo, sino en la sensibilidad o en la imaginación, y nos ayudan a ver que lo que sufrimos no es tanto una crisis de fe –una crisis de contenidos- como una crisis del lenguaje de la fe. A esta luz, mi tesis de la desolación cultural, con la resultante pérdida de libertad para la fe, se sitúa más específicamente en el terreno de la imaginación. El ritmo secularizado de la cultura puede maniatar la imaginación humana, llevándola a ser incapaz de prestar una auténtica atención a la llamada de Dios. Los mensajes culturales, encarnados en las imágenes que nos rodean, penetran en nuestra imaginación sin ser notados, y se convierten en presupuestos sobre la realidad que provocan lo que Buber llamaba el "eclipse de Dios". En los dos niveles, la disposición, o el deseo de la fe, queda abotargado por la desolación cultural.

Prioridades pastorales: hacia la “evangelización de la cultura”
Ante un público como éste no hay que insistir en el tema de la teoría de la cultura. He estado utilizando el término no en su sentido clásico, como diría Bernard Lonergan, sino en su sentido empírico, como “conjunto de significados y de valores que informa un modo de vida”. (Method in Theology, London, Darton Longman & Todd, 1972, p. xi). Los representantes de la generación precedente de pensadores católicos, como Maritain o Guardini, pensaban en la cultura primariamente en términos de altos ideales y de creatividad. Hoy en día es más corriente en el discurso de la Iglesia el sentido descriptivo de cultura vivida.

He expuesto ya cómo hoy la increencia está basada en una falta de libertad espiritual que se debe a un condicionamiento cultural. Ahora querría pasar a una serie de sugerencias, sobre las prioridades pastorales que se imponen en nuestro deseo de “ayudara las ánimas”, a las víctimas potenciales de esta increencia cultural. ¿De qué modo habría que evangelizar esta cultura? Empiezo comentando cuatro respuestas recientes del mundo de habla inglesa.

Un comentador judío, el rabí Jonathan Sacks, de Londres, defiende que “la fe, la familia y la comunidad” están “mutuamente enlazadas”. En un best-séller de este año, resalta la familia y la comunidad como lugares de nacimiento de la fe, y explora cómo estos apoyos tradicionales pueden convertirse en una “refutación del individualismo”, y en un antídoto frente a la “fragmentación de la cultura” actual (Faith in the Future, London, Darton, Longman & Todd, 1995, pp. 5-6. 28). Podríamos bautizar esta orientación como la de “regar las raíces”.

Una segunda voz: El filósofo canadiense Charles Taylor pone de relieve los peligros de un puro pesimismo sobre las carencias de la modernidad. Detrás de las más triviales expresiones se pueden reconocer ideales genuinos de vida auténtica. Como Sacks, Taylor apela a la comunidad para enfrentarse con un sentimiento de impotencia, y propone una especie de discernimiento comunicativo: “los mecanismos de inevitabilidad funcionan sólo cuando la gente está dividida y fragmentada. Pero el problema cambia cuando se llega a una conciencia común. No es que queramos exagerar nuestros grados de libertad. Pero no son nulos”. (The Ethics of Autenthicity, Cambridge: Harvard University Press, 1991, pp. 100-101).

Andrew Greeley, sociólogo americano, ha rechazado muchas veces el presupuesto de que la secularización es inevitable, y subraya, en cambio, la “persistencia [poética] de la fe”. Habla de la “tradición [católica] de narrar historias” de imágenes religiosas, mientras que los símbolos narrativos del amor de Dios se reciben en el “nivel preproposicional de la personalidad”. Por ejemplo, el impacto de ciertos momentos de la infancia tan sencillos como el Belén navideño, deja la marca de una imagen “benigna” de un Dios que se preocupa por la humanidad; y Greeley aduce una prueba estadística de que cuando esta imagen positiva de Dios está acompañada regularmente de una cierta oración, el sujeto tendrá una actitud más compasiva hacia las víctimas de la injusticia, hacia los marginados sociales o hacia los criminales. (Religion as Poetry, New Brunswick: Transition Publishers, 1995, p. 175).

Michael Warren, un teólogo americano-irlandés, experto en pastoral juvenil, es menos optimista sobre la potencialidad de unas imágenes tan simples, en el momento actual, para comunicar la fe. Porque tendrían que luchar contra la imaginación secularizada que influye poderosamente en la actitud de las personas. Dado que “a toda cultura subyace un modo de imaginar el mundo”, a Warren le gusta desafiar a los jóvenes con la pregunta: “¿quién está imaginando tu vida para ti?”. A no ser que se logren explicitar los engaños de la cultura dominante, la estructura del sentimiento puede inducir un programa reduccionista de Jesús que favorezca únicamente una fe cómoda y sin preocupaciones. Semejante opresión cultural necesita la crítica viva de una comunidad cristiana: sólo puede ser superada por una “cultura religiosa de resistencia” que se base en una “visión alternativa de la vida”. (Communications and Cultural Analysis, Westport, Conn: Bergin & Garvey, 1992, pp. 18, 16).

La interacción de estas cuatro voces es significativa. Como vías para responder a la increencia cultural, dan una fuerte prioridad a la comunidad, a la interioridad, al discernimiento, a la imaginación y a la praxis. La tesis común sería más o menos ésta: contra la convergencia del divertissement –en sentido pascaliano- que se da en las imágenes modernas, la respuesta más fructífera vendrá de una imaginación cristiana alternativa que ha de ser descubierta, rezada y vivida en comunión con otros.

Nadie duda de la nueva fragilidad de la fe bajos las presiones de la cultura contemporánea, pero quizás también se aprecia una nueva frescura. El aparente reinado de la indiferencia y de la apatía no es más que la superficie desilusionada de la postmodernidad. Pero esta superficie podría ser simplemente la máscara de un hambre tímida que está a la espera de su lenguaje propio. La consecuencia implícita en los cuatro autores sería que hay que preguntarse por posibles nuevos lenguajes de fe.

Antes destacaba que la increencia cultural es más una cuestión de estilo de vida que de esquema mental, y que toma la forma de ídolos alternativos de la imaginación, en vez de discursos contra Dios o contra la Iglesia. Por ello deja a la gente paralizada por lo que respecta al compromiso religioso y, más que rechazar completamente la fe, se quedan como paralizados en el umbral del misterio religioso. Yo interpreto este fenómeno como una falta de libertad cultural y espiritual ante la decisión de la fe, y querría sugerir una respuesta ante esta carencia de libertad que consta de dos fases.

En primer lugar, si la gente está bloqueada en su disposición, entonces lo que necesitamos es un nuevo conjunto de preámbulos espirituales de la fe. En segundo lugar, si el contacto corriente con la religión se ha reducido a rituales rutinarios –con lo que resulta impotente frente al empuje de los mensajes de la cultura secularizada- entonces lo que necesitamos es una mistagogia renovada, o iniciación gradual a una conversión cristiana más madura.

Las dos sugerencias son obvias. Se basan en que las mediaciones tradicionales de la fe pueden ser estériles en el momento actual, el cambio en la situación cultural. Es por ello que no empiezan por los sacramentos. Empiezan más bien por los niveles previos de disposición y de encuentro contemplativo, con el fin de preparar a los sacramentos como momentos de evangelización. Sin este cambio de prioridades, corremos el peligro de defender, en medio de la actual cultura de la experiencia, un teísmo teorético o una adhesión externa a la Iglesia, en vez de ofrecer una vía que lleva a Cristo. El primero de los pasos supone despertar el sentido religioso por medio de un ministerio de preevangelización, con el fin de liberar la disposición y el deseo. Estos nuevos “preámbulos” de la fe, a diferencia de una apologética más racional, son de naturaleza experiencial: en vez de la antigua lógica, la gente necesita que se les dé la oportunidad de tener conciencia de quiénes son, y “qué es lo que desean” (cf. Juan 1, 38). El segundo paso será realzar el elemento de novedad del Evangelio. Si el lenguaje de la religión parece vacío o aburrido, la respuesta tiene que ser una pedagogía del descubrimiento contemplativo de la persona de Cristo (cf. “se quedaron con El”, Juan 1, 39).

La teología moderna ha redescubierto el paradigma del arte como modelo para el encuentro con la fe. A pesar de sus múltiples divergencias, este era uno de los puntos de acuerdo entre von Balthasar y Karl Rahner. Según Rahner, es necesario que la persona pase a través de una preparación “para ser o para llegar a ser cristiano, y que no es sino una capacidad receptiva de la palabra poética”. Según él, es ésta la longitud de onda que es capaz de “llegar hasta el corazón, hasta el centro”, porque el asombro prepara la longitud de onda del misterio. (“poetry and the Christian”, en Theological Investigations, vol. IV, London: Darton, Longman & Todd, 1975, pp. 357-361).

Por lo que respecta al segundo paso, que implica ya una evangelización más explícita, ¿qué es lo que le podemos ofrecer al no creyente, y cómo? Sebastian Moore, un teólogo benedictino inglés, ha insistido elocuentemente en que al no creyente no le debemos hablar de vacío humano, sino más bien de riqueza humana. La fe no es cuestión de rellenar un hueco en la vida humana:

“Es todo lo contrario. Una conciencia de inutilidad humana hace a Dios no creíble, mientras que una conciencia de grandeza humana es el umbral de la fe. El umbral de la fe es esa especial conciencia de la grandeza humana que se tiene en la experiencia de nuestra vida más amplia, intersubjetiva”. (Let this Mind be in You, London: Darton, Longman & Todd, 1985, p. 25).

En suma, de esta lectura de la cultura contemporánea, resulta que el mayor desafío consiste en encontrar la senda más adecuada para preparar el camino del Señor. Si los obstáculos están a nivel de la libertad para “conocer el don de Dios” (Juan 4, 10), entonces es crucial una compleja liberación previa del deseo, como en el pasaje de Jesús con la Samaritana. Ahora bien, tal y como dice San Agustín en su prólogo al De doctrina christiana (§ 3), en que hablaba como evangelizador de su cultura, “aunque puedo levantar mi dedo para señalar algo, no puedo proporcionar la visión [disposición] ni para que se vea el gesto, ni para que se vea lo que señala”.

 

 

 

 



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