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Elegir lo mejor

Elegir lo mejor
La ética es la única bandera que ha dejado en pie la histórica crisis de las ideologías políticas y sus respectivas utopías sociales.


Por: Juan Miguel Otxotorena * | Fuente: Arvo.net



La ética es la única bandera que ha dejado en pie la histórica crisis de las ideologías políticas y sus respectivas utopías sociales. Es ella la que ha dado cuenta de sus resultados, a menudo inesperadamente paradójicos; y, a su vez, lo que ha quedado de esa crisis es justo la memoria del aliento ético que latía bajo los ideales que las impulsaban. Sin embargo, su impacto parece modular de manera decisiva esta memoria, envolviéndola en una difusa nube de nostalgia y decepción; y esto amortigua los ecos de su pulso reivindicativo.

LA PREOCUPACIÓN POR la ética de las conductas públicas y las políticas geoestratégicas se ha vuelto un clamor generalizado que incluso domina la escena social y el panorama mediático. No obstante, al mismo tiempo, el mero hablar de ética se ha ido volviendo cada vez más difícil, como si el hecho de apelar a ella despertase ahora recelos resabiados y suspicacias inéditas. Y no por las dudas sobre su pertinencia y aun su necesidad imperiosa y urgente, sino por nuestra aguda experiencia del alcance de la triste lacra de la corrupción, con todo el fondo de falsedad e hipocresía que encierra, así como por las dificultades que presenta a menudo la concreción de sus consecuencias.

La ética constituye, desde luego, la única divisa aún vigente en nuestro mundo desarrollado, y lo es en tanto norte y juez reconocido para nuestros comportamientos; sin embargo, su delimitación y orientación parecen complicarse por momentos. Parece como si la crisis de las ideologías hubiera terminado arrastrando al discurso ético a cuyo servicio nos movilizaban y combatían. En realidad, le sucede un escepticismo relativista que lo privatiza de manera drástica: postulamos con más fuerza y convicción que nunca la primacía de los criterios éticos, pero desconfiando de quien pretenda atribuirse la autoridad para precisarnos su sentido y alcance.

La propia generalización del clamor por la ética y del escándalo ante los comportamientos inconsecuentes confirma, obviamente, la de un sustrato básico de convicciones y criterios compartidos por todos; sin embargo, tal sustrato parece extraordinariamente reacio a enfrentarse con sus propias implicaciones a la hora de redundar en un discurso ético cabal, articulado y programático, en especial en tanto han ido descubriéndose esos mismos comportamientos inconsecuentes en algunos de sus presuntos paladines o valedores.

Aquel clamor social por la ética convive, por tanto, con su subjetivización. Y este hecho, sin duda sintomático, expresa el nudo del problema: ¿existe una ética objetiva, universal, que se imponga defender y erigir en punto de referencia común?, ¿hay por tanto una ética mínima —un mínimo de ética— que quepa esperar de todos y exigir con carácter general?, ¿puede esa ética mínima resultar suficiente o, en su caso, ser implementada en la conducta personal, en pos de eventuales cotas más altas de excelencia moral?, ¿tiene esto último, en tal caso, algún sentido?

Acertar con la opción adecuada
Pues bien, vayamos por partes. Según podemos comprobar, y demuestran también los vivos debates que suscita el tema en la opinión, acertar con la opción éticamente adecuada para cada caso no es tan fácil. En la práctica, supone entregarse al esfuerzo de aplicarnos ciertas reglas de conducta universales de alcance a veces poco claro, o cuando menos no siempre evidente; y, por si fuera poco, parece que sólo un sutil y evasivo velo separa con demasiada frecuencia lo correcto de lo rechazable, y hasta lo heroico de lo depravado. Esto es lo que nos topamos en terrenos tan candentes como el de la experimentación genética y la investigación biomédica o, por ejemplo, en lo tocante a la asunción resignada de las calamidades y penurias sobrevenidas a causa de guerras, catástrofes, accidentes o enfermedades: de esas trágicas adversidades que nos desarman por completo, que nos sumen en el desconcierto, que nos acercan peligrosamente a la desesperación y ponen a prueba nuestros genuinos resortes morales. Por lo demás, nos toca decantarnos a menudo en encrucijadas marcadas por una compleja colisión de intereses y derechos fundamentales que se hace difícil dirimir y, en ocasiones, hasta amenaza con sumirnos en una especie de parálisis perpleja.

Lo cierto es que, precisamente en relación con las condiciones de la decisión, puede resultar ilustrativo lo que ocurre a propósito de la eutanasia. Parece que estamos llamados a preguntamos si un transplante de corazón o de hígado puede encajar en la categoría de esos denominados medios extraordinarios que la ética católica, renegando del llamado encarnizamiento terapéutico, autoriza a rechazar al enfermo terminal. Todo abona una respuesta afirmativa, al menos mientras los transplantes de este tipo no resulten un poco más fáciles en todos los sentidos. Ahora bien, cabe que el asunto nos invite a ir más allá: hay que cuestionarse acaso si esta observación puede servirse aislada y separada de su marco sin que pierda sentido en sí y termine traicionándolo, ofreciendo de él una imagen tan burda como inexacta, simplista y esquemática.

Es decir, se impone averiguar si tal respuesta está acabada y, en consecuencia, si el planteamiento a que responde la misma pregunta a que satisface resulta definitivamente oportuno y útil. Quizá la naturaleza de dicha pregunta sugiere algo más importante, relacionado con su propia pertinencia; y es que, en la medida en que se destaca de su contexto, no es extraño encontrar en ella cierta artificiosidad.

Desde el punto de vista ético, nuestras elecciones están llamadas a abrirse paso en un denso mar de condiciones coyunturales que perfilan y cualifican las situaciones concretas. Esto nos obliga a ponderar con cuidado en cada caso los datos que definen el problema, para no alumbrar iniciativas paradójicas o embarcamos en empeños contraproducentes.

Ahora bien, hay otro tipo de ponderación bien diferente en que conviene fijarse con atención: el de quien quiere cumplir con su conciencia con el mínimo de costo y esfuerzo, el de quien mide sus movimientos para no obligarse salvo en el menor grado posible y en los temas ineludibles. El caso es que, si se dan, estos dos modos o momentos de ponderación se superponen.

Pueden, por tanto, llegar a confundirse, en una confusión que es justo cómplice de la segunda; con lo cual, en la medida en que nos viéramos afectados por ella, careceríamos de interés por superarla. Esto es quizá lo que hace que el inevitable ingrediente situacionista del discurso ético resulte aún más inquietante.

Cabría preguntarse, en concreto, si no encierra o puede llegar a amparar cierta actitud calculadora que resulta difícil situar a la altura de los altos ideales al servicio de los cuales se construye pretendidamente, ideales como aquellos que representa y nos propone la fe cristiana.

La tesis a que puede conducir de entrada, tal pregunta, en síntesis, sería la siguiente: hay que buscar en cada caso el comportamiento mejor, porque este es el remedio que vence con seguridad sobre la duda inevitable acerca de nuestra propia rectitud de intención. La talla o estatura moral la proporcionaría no una especie de medianía entreguista y cómplice, a lo sumo merecedora de comprensión, sino más bien la conducta ejemplar: ella ha de constituir en todo momento nuestro punto de referencia, también porque de lo contrario correríamos el peligro de deslizarnos por la pendiente que lleva a lo fácil.

Una cosa es creernos impecables y otra darnos de antemano por perdidos. Y una cosa es saber que nunca seremos perfectos y otra muy distinta el conformismo de quien deja desde el principio de hacer por intentarlo y de medir su comportamiento con referencia a los óptimos, aquel cuyo precio es ese pacto con la propia fragilidad que supone la renuncia a la exigencia; o sea, aquel conformismo que nos lleva a limitarnos a tratar de ser algo así como no excesivamente perversos: a intentar que nuestra conducta, aunque no sea merecedora de especial alabanza, tampoco llegue a ser globalmente objetable y susceptible de rechazo y condena. Hemos de proponemos, por tanto, las metas morales más altas, aun a sabiendas de que es muy difícil alcanzarlas; de lo contrario es seguro no sólo ya el que no lo lograremos sino que, además, nos quedaremos por fuerza cortos incluso en relación con los hipotéticos mínimos a cumplir para tratar de cubrir el expediente a que estaríamos entonces apuntando; y es que aquello que nos hace pactar con nuestra debilidad en las deliberaciones del día a día es justo lo mismo que nos lleva a dejar de lado los óptimos a la hora de fijar un norte global para nuestra conducta.

La idea no es nueva y, de alguna manera, recuerda los dictados nucleares de lo que podríamos llamar la ética clásica. Ahora bien, su actualización sería precisa y perentoria en la medida en que el discurso ético corriese el riesgo de convertirse en una específica búsqueda de tales mínimos. O también, en la medida en que nuestra conducta aspirase únicamente a no ser demasiado mala, poniendo empeño sólo en evitar los riesgos y rehuir posibles perversiones; en una palabra: en la medida en que tuviese para sí un marco de referencia eminentemente negativo o defensivo.

El hecho de que nuestras conductas puedan tener para sí un marco de referencia más bien negativo o defensivo no es algo tan raro o insólito; hay que pensar en la medida en que la deriva del discurso social, político y cultural moderno prima una actitud de esta clase, alentando posiciones reactivas (funcionalismo, historicismo, activismo, emotivismo, etc.): eso es lo que podrían representar en último extremo el relativismo como actitud cultural y vital, el laicismo como postura intelectual y los propios ideales de la tolerancia, el consenso y la democracia como correlativos de una especie de mera aspiración suprema a la no agresión (o, si se quiere, a la superación de los conflictos).

Cabe observar, desde luego, que el ordenamiento jurídico se dedica de hecho, siquiera directamente —o en primera instancia—, a combatir el delito, con lo que formula sus prescripciones en términos defensivos. Y se puede también argüir que los mismos Mandamientos se enuncian en muchos casos empezando con la palabra no (no matarás, no mentirás, no hurtarás, etc.). Ahora bien, esto se explica justo en tanto constituyen una sintesis significativa de la ley religiosa; y, en cualquier caso, tienen su pórtico y marco específico en toda una serie de enunciados programáticos profundamente afirmativos, y su glosa y desarrollo cabal en las Bienaventuranzas. No sólo no hay que matar al vecino, sino que hay que ayudarle, comprenderle y quererle; no hay que aspirar meramente a evitar ser infieles, falsos o frívolos, sino más bien a conducimos con rectitud, respondiendo a nuestros compromisos con una entrega solvente, sincera y leal; no basta conformarse con evitar blasfemar, sino que hemos de honrar a Dios y darle el culto debido; y no hay que limitarse a renunciar a robar, sino que debemos mostrarnos sobrios y generosos, austeros y solidarios.

Auge de la ética mínima
La idea de una ética mínima, en todo caso, experimenta en los últimos tiempos un auge sintomático. Constituye un lugar común en el terreno de la filosofía política, donde comparece al hilo de la tarea de la fundamentación teórica de la democracia y la sociedad plural. Y pretende subrayar la necesidad de un perfil ético básico en sus miembros, como ingrediente imprescindible del ordenamiento social cuya madurez desemboca en la opción irrestricta por la lógica del consenso. Sin esa ética mínima, sin ese mínimo de ética en los ciudadanos, la democracia resultaría insostenible excepto como mera transcripción de la ley de la fuerza. Esta conclusión subraya la necesidad y validez de ese sustrato básico de convicciones morales y de conducta consecuente como condición y premisa de referencia. Ahora bien, la cuestión está en si una ética mínima definida en estos términos es posible en la práctica como objetivo y como pauta de conducta.

Tal cuestión, en fin, no es otra que la de las limitaciones del debate cultural y la praxis política que prevalecen a menudo en nuestra sociedad, en tanto amenazada por el peligro de estar valiéndose de una fundamentación meramente negativa y reactiva para sí, a la hora de organizarse y fijar sus fines y expectativas, cosa sin duda dependiente de las condiciones de su propia autopercepción; un peligro que, entre otras cosas, significa o lleva consigo justo la reducción de la ética a las meras prescripciones limitativas del ordenamiento jurídico positivo.

Se impone a este respecto, desde luego, advertir el auténtico alcance de la propuesta que sintetiza aquella idea —en apariencia tan simple e inocua— de que no debiera valernos sino intentar buscar siempre el comportamiento mejor: no se trata sólo de dar con un discurso moral tanto más ambicioso cuanto al tiempo más útil, sino también de sugerir (sin idealismos ingenuos ni utopismos fuera de lugar) la posibilidad de un comportamiento dotado de dirección y de marco, de proyecto, de un horizonte constructivo y real.

No tenemos ya, a estas alturas, ningún empacho en marcar distancias frente a aquella caricatura de la moral tradicional —aludida de manera implícita al hilo de lo dicho en relación con la eutanasia— que nos la muestra amenazada por la trampa de la casuística interminable. Dibujaba una doctrina abstracta y rígida que terminaba diluyéndose en farragosas y exigentes discusiones sobre situaciones hipotéticas, progresivamente barrocas, cada vez más lejana a nosotros y extraña a la vida; en esas condiciones, desde luego, el juicio avanzaba con extraordinaria dificultad, a través de la atenta consideración de sucesivas series de pros y contras —necesitada siempre de ulteriores precisiones—, demorándose y dilatándose hasta extremos inverosímiles.

Hay que atender sin duda al grado de voluntariedad indirecto de las consecuencias de nuestras acciones, a menudo no queridas, sometiendo la cuestión de su licitud o calidad moral a la valoración detenida y matizada de cada una de sus implicaciones. Ahora bien: no podemos disponer, para guiamos, de un tratado capaz de proporcionarnos la valoración de cada una de las situaciones en que hemos de llegar a encontramos a lo largo de nuestra vida, entre otras cosas porque el enunciado riguroso de esas situaciones poseerá una riqueza de matices muy superior a la de cualquier previsión teórica del orden de la que puede recoger un manual, por completo que parezca y exhaustivo que se pretenda. Y todavía hay más: esa trampa de la casuística interminable no se supera del todo por la ya de conformarse con oponer dosis proporcionadas de prudencia y buen sentido a aquella inevitable deriva de los argumentos hacia cotas de complejidad siempre crecientes, paralelas a las de las eventuales situaciones que hay que resolver; tal remedio —el de esa actitud más madura, basada en una perspectiva más abarcante— no puede incurrir en la jactancia de tenerse por suficiente, o actuar como excluyente, porque entonces escondería cierto ingrediente voluntarista que vendría a demostrarlo finalmente improvisado y también insuficiente.

El problema, en la práctica, sólo se supera por elevación: hay que buscar en cada caso el comportamiento mejor, y esto es lo único válido o moralmente recomendable. Aquella imagen distorsionada del discurso ético tradicional representa un modelo para trascender y superar precisamente en tanto nos lo acaba presentando como una suerte de esfuerzo mental dedicado de manera obsesiva a fijar el límite de lo aceptable.

Ahora bien, eso no es todo: hay una especie de segunda parte. Tal modelo es un modelo para trascender y superar no sólo porque el objetivo hacia el que mira es inferior y se queda corto, incluso peligrosamente corto, sino también por un motivo complementario de tanta o mayor entidad: apunta a una meta que no cabe concretar ni fijar, que no es práctica ni verdaderamente manejable; se encuentra dirigido a un objetivo que, en definitiva, además de escaso resulta imposible por teórico y formulario, artificial e inefable.

En definitiva, la tal caricatura del discurso ético tradicional constituye un modelo para trascender y superar por una especie de motivo doble: de entrada, por capcioso; pero, a la vez, por teórico e inoperante. La ética, en efecto, constituye el ámbito del ejercicio de las cualidades que determinan nuestra estatura moral, a todas luces intensivas e indefinidamente perfectibles; se impone, a tal respecto, salir al paso de las desvirtuaciones que aprovechan el equívoco a que se presta ya en origen el principio in medio virtus: se trata de que uno sea bueno, prudente, justo, noble, sensible, ecuánime, magnánimo, compasivo, etc. (y en consecuencia, en cierto modo, lo más bueno, prudente, justo, noble, sensible, ecuánime, magnánimo, compasivo, etc., que sea posible), aunque estas virtudes se ejerciten de manera habitual mediante opciones y decisiones marcadas por el equilibrio juicioso, ajenas a los excesos y los extremismos.

Pero también, en segundo término, sólo la actitud de búsqueda de lo mejor aparece dotada de una resolutividad proporcionada a la urgencia de las sucesivas situaciones a que nos enfrenta la vida a cada instante: sólo ella resuelve nuestros dilemas con la necesaria rapidez. Además, no es difícil comprender que, por ejemplo, aun con independencia de su premiosidad insalvable, el discurso obsesivamente casuístico —dedicado a fijar el límite de lo aceptable— acaba estando sometido (tanto en su desarrollo teórico cuanto a la hora de abordar su aplicación) al peligro de la fascinación perpleja que pudiera causarnos la posibilidad teórica de eventuales situaciones de empate en las que resultaría difícil inclinarse por una de las alternativas a elegir; con lo cual, en la práctica, puede llegar a mostrarse paralizante.

Por cierto que, significativamente, el recurso a la consideración del caso extremo a que el laicismo acude para someter a prueba la fortaleza y seguridad del discurso ético cristiano, reaccionando con escándalo ante lo que considera la exigencia impasible e implacable de sus prescripciones, podría no ser sino justo una reedición literal de esa caricatura del discurso moral tradicional que nos lo presenta preso en la red de la casuística interminable.

Pero estábamos en si la estatura moral la proporciona la conducta ejemplar y no otra y si, precisamente, hay intermedios a que acogerse. El asunto está —según lo dicho— en la posibilidad de que, además, el objetivo de ser tan sólo casi bueno (de ser prudente, justo, noble, sensible, ecuánime, magnánimo, compasivo, etc., sólo hasta cierto punto) sea imposible de concretar y de perseguir: de que resulte insostenible en términos objetivos. Si bien puede haber decisiones o historias de aprobado raso en el terreno ético, no sólo es muy difícil construir toda una biografía moral sobre la misma línea de separación entre lo bueno y lo malo, sino que seguramente la pretensión de apuntar hacia ella está viciada de antemano y termina cosechando frutos perversos.

El aprobado raso podría ser quizá la nota obtenida al final de la acción, pero no tanto el objetivo; en la práctica, si nos lo propusiéramos: entonces no sabríamos qué hacer o, cuando menos —en la línea de lo dicho—, necesitaríamos dedicar a cada decisión un tiempo del que no disponemos, ya que esa calificación de aprobado raso es de una precisión que requiere una deliberación decisivamente más compleja que la existente en la simple alternativa entre el sí y el no, esa lógica binaria que — no por casualidad— tiende de suyo a regir las decisiones; y además, nuestro fracaso en esa aspiración podría darse por seguro: entre otras cosas, sólo apuntando alto podemos ganar en confianza y seguridad en relación no sólo ya con nuestra propia rectitud de intención, sino también con la cualidad de aquellos efectos indirectos, incontrolados e imprevistos de nuestras acciones. La ignorancia y la buena voluntad salvan nuestra conciencia tan sólo si son a su vez inocentes.

Una ética de ideales

La observación, por lo demás, confirma la oportunidad del conjunto de lo dicho: cabe notar, ciertamente, que ese discurso ético que representaría la dedicación obsesiva a la casuística es más alguien que juzga a posteriori que algo que guía y orienta al individuo en el interior del desarrollo o proceso de su acción.

Más aún: es claro que el discurso ético no puede limitarse siquiera a ser algo que nos guía y orienta en el interior del desarrollo de nuestras acciones sino que ha de ser también activo, proyectivo, impulsor. Nuestras convicciones éticas están llamadas a mover nuestra conducta hacia delante y desde el principio, no sólo a ayudarnos a decidir una vez embarcados en actividades determinadas.

Así pues, hay que buscar en cada caso el comportamiento mejor; pero no sólo porque representa la opción más loable en sí, sino también por falta de alternativa. Habríamos de proponernos ser positivamente buenos, en el sentido de modélicos y no sólo discretamente correctos, por un motivo doble: porque esto es lo que realmente satisface las aspiraciones y exigencias de nuestra conciencia ética y, a la vez, porque acaso sea lo único que cabe a quien pretenda conducirse con arreglo a ellas. Según lo dicho, la inercia nos llevaría de manera natural a apuntar hacia una especie de perfil moral intermedio, moderado y relativamente llevadero; ahora bien, quizá esto resulta no sólo pobre —y tal vez mezquino— sino además inviable.

Hay que reconocer, en fin, que sólo una ética de ideales merece la pena y justifica nuestros esfuerzos por comportarnos con responsabilidad, cosa que supone proponernos ser buenos o hacer el bien, en el mejor sentido de la expresión; pero hay que ir aún más lejos: acaso sólo ella, además, puede satisfacer nuestras necesidades prácticas. Cabe que, a la postre, la presunta opción intermedia que podría representar la idea de conformarse con aspirar a un perfil tibio o mediocre —en lugar de proponernos la meta de la conducta ejemplar y admirable— no nos quepa ni resulte real, y no exista otra posibilidad compatible con la ética que la de apuntar siempre al óptimo. No es sólo que esa posible alternativa intermedia represente una opción menos segura y en conjunto más pobre, menos digna y peor; además, tampoco habría margen o espacio para ella. Si la talla o estatura moral la proporciona la conducta ejemplar, y ella ha de constituir en todo momento nuestro norte o punto de referencia, es también porque seguramente no hay otro.

Y esto nos lleva aún más lejos. Lo que hay que terminar concluyendo, frente a las actitudes que refleja aquella caricatura del discurso ético tradicional que —según lo dicho— nos lo presenta entregado a la casuística precisamente en tanto dedicado a la búsqueda del limite de lo aceptable, es que no cabe esa clase de límite. El esfuerzo dedicado a tratar de identificarlo se demuestra baldío en tanto equivocado, viciado y paradójico, también en el sentido de contraproducente. Aquella hipotética línea de separación entre lo bueno y lo malo, entendida como frontera a no traspasar en medio de una escala continua de opciones disponibles y clasificables de mejor a peor, no existe ni por tanto puede barajarse. No hay una raya para no rebasar que se pueda encontrar con más o menos dificultad, ni siquiera en relación con cada uno de los casos concretos en que nos toca elegir: no hay un umbral de seguridad ni un mínimo para cubrir para cada una de las decisiones individuales, pequeñas o grandes, que van construyendo nuestra biografía moral.

Buscar el comportamiento mejor

En resumen, hay que buscar siempre el comportamiento mejor en el plano ético, por toda una serie de motivos encadenados: de entrada, es mejor por definición ser muy bueno o muy justo que bueno o justo sólo a medias; en segundo término, hay que apuntar alto para compensar el eventual efecto negativo tanto de nuestro tácito y hasta inconsciente margen de falta de rectitud de intención cuanto de la imposibilidad de prever, y controlar con completa exhaustividad, las consecuencias no queridas de nuestras acciones; y por fin, el objetivo de ser bueno o justo tan sólo a medias no funciona, no es práctico, con lo cual tampoco vale ni está disponible.

Estas conclusiones, por lo demás, interpelan al discurso de la denominada ética mínima enfrentandolo a sus propios límites: sólo cabe hablar de una ética sin adjetivos, de ética en general, y es esto lo que determina el sentido de lo que advertimos cuando descubrimos que la democracia exige un cierto nivel de ética en los ciudadanos. En cierta manera, incluso, cabe concluir que el triunfo de la democracia equivale al acceso del conjunto de la sociedad a la madurez moral: que está llamado a coincidir con el desarrollo general de la sensibilidad ética, e incluso a deducirse de él. Lo que ocurre es que esto nos debe llevar a pensar en la democracia como todo un proyecto de convivencia, comprometedor para los individuos, en lugar de verla como mal menor —de acuerdo con su definición habitual como el menos malo de los sistemas políticos conocidos— o como una especie de mera fórmula avanzada para la resolución de los problemas sociales, a modo de solución técnica de efectos poco menos que automáticos, impersonales y anónimos.

La observación nos descubre, precisamente, la medida en que el discurso de la ética mínima va de la mano de una significativa despersonalización de la ética: la implícita en el hecho de pasar a verla más como una aséptica condición funcional, de naturaleza relativamente abstracta y referida al orden social, que como pauta y proyecto vital para cada uno de nosotros. La alternativa es paralela a esa otra que acabamos de recordar, referida a la visión o concepción de la democracia; y representa la disyuntiva fundamental a que se enfrenta tanto el conjunto de nuestras conquistas sociales —de nuestro progreso político y cultural— cuanto, en definitiva, nuestra propia percepción de la ética y de las convicciones morales: a esa misma disyuntiva que nos llama a superar aquella visión negativa y defensiva de las cosas —de la ética, la sociedad y la política— a que venimos aludiendo. Es claro que tal disyuntiva afecta de lleno a la viabilidad, la estabilidad y seguridad y las perspectivas de futuro de la democracia y de la sociedad plural, mucho más ligadas a la imagen de una sensibilidad ética madura dedicada a construir la convivencia que a la de una especie de tenso alto el fuego provisional que pudiera interesarnos a todos para evitar el desastre final.

Por lo demás, la idea que tal conclusión trae a primer plano, la de que no cabe rehuir nuestro compromiso con la ética en el plano personal, enlaza directamente —y acaso se identifica— con la de que se debe buscar siempre el comportamiento mejor.

Al fin y al cabo, bien mirada, la experiencia diaria las confirma y nos las propone con mucha más claridad y urgencia de la que a veces percibimos o podemos suponer. La medida de lo que unos padres han de hacer por sacar adelante a sus hijos —y viceversa: la de lo que, en su caso, unos hijos han de hacer por atender a sus padres—, no puede existir: sólo puede ser algo así como “lo que esté en su mano” o “todo lo posible”; y, de la misma manera, lo que todos debemos hacer por defender la justicia social o ayudar a resolver las necesidades de los demás, con un espíritu sensible y con conciencia solidaria, no puede ser sino “todo lo que podamos”, “lo que buenamente se nos alcance ”: no hay otra medida más acotada o definida que pueda facilitarnos las cosas y, a la larga, dejarnos tranquilos. No hay precio, por alto que sea, en que la paz de conciencia pueda comprarse.

Resulta ilustrativo, además, el cúmulo de situaciones en que la alternativa está planteada ya desde el principio en los términos más radicales: la vida misma, a menudo, no nos deja otra opción que o volvernos heroicos o ser inmorales. Así, no cabe desentenderse del continuo desvelo que requiere, si se da la circunstancia, el cuidado del cónyuge desvalido y discapacitado; o de la paciencia que reclama la conducta de un hijo díscolo o problemático, con su llamada a responder a su descaro hostil con el bálsamo de un afecto sacrificado y solicito, generoso e incansable.

Es de la misma manera como hay que elegir, cuando toca, entre abortar y aceptar un embarazo peligroso, o quizá asumir el compromiso de desvivirse en cuidados de por vida hacia un hijo minusválido o deficiente, con todas sus onerosas complicaciones; y, en su caso, entre apelar a la eutanasia o entregarse a la atención compasiva del familiar desahuciado o enfermo crónico; o entre el rencor que alimenta el afán de venganza y el perdón abnegado de quien padece una violencia injusta. Observarlo ha de llevamos a comprender cómo acaso muchas veces, al tratar del discurso moral y enunciar nuestras propias posiciones éticas —o nuestra postura general ante los temas morales—, manejamos premisas demasiado irreales y artificiales. Seguramente estamos llamados a pronunciamos al respecto, tanto de manera formal cuanto ante todo en el plano existencial, en términos bastante más simples, decididos y contundentes: los de un compromiso ético —con la ética— claro y sin fisuras, componendas ni relativizaciones. Ahí estaría el auténtico dilema, en la opción decidida entre un sí y un no sin apenas lugar para matices o contemplaciones.

Puede que, en efecto, el nudo de la cuestión se encuentre mucho más ahí que en ninguna otra parte: en la decisión de conducirnos por el hábito de preguntamos siempre, para obrar en consecuencia, cuál es la mejor opción desde el punto de vista ético, qué es lo que haría en nuestras circunstancias una persona ideal y modélica, en lugar de si tal comportamiento o tal otro llega o no a alcanzar el umbral de lo tolerable; y, en definitiva, en la decisión general de optar por tratar de ser verdaderamente buenos —que es de hecho, por fuerza, mirarse en el espejo de las actitudes y conductas ejemplares— en lugar de, siquiera de manera tácita, decantarnos por una actitud más pasiva: la de dejarnos llevar por esa especie de deriva acomodaticia que cree evitar los problemas por la vía de huir siempre hacia adelante tirando por la calle de enmedio... como si existiese, queriendo creer que es posible…



Publicado en la revista nº 570 de Nuestro Tiempo
Edición autorizada de arvo.net







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