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Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional

Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional
Documento de la Pontificia Comisión Justicia y Paz que profundiza en los desafíos de la comunidad internacional ante el tema de economía y la creación de nuevas solidaridades.


Por: PONTIFICIA COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX» | Fuente: Vatican.va



PRESENTACIÓN

Desde hace algunos años, el fenómeno de la deuda internacional se ha agravado con una tal agudeza que, por sus proporciones y sus riesgos, ha puesto a la comunidad internacional ante nuevos desafíos.

Se trata de un fenómeno cuyas causas lejanas se remontan a los tiempos cuando las perspectivas generalizadas de crecimiento incitaban a los países en desarrollo a atraer capitales, y a los bancos comerciales a conceder créditos para financiar inversiones que, a veces, implicaban un gran riesgo. Como los precios de las materias primas eran favorables, la mayor parte de los países deudores seguía siendo solvente.

En 1974 el primer «choc petrolero», luego el segundo en 1979, la caída de los precios de las materias primas y el flujo de los petrodólares en búsqueda de inversiones fructuosas, así como los efectos de los programas de crecimiento demasiado ambiciosos, han contribuido a poner a los países en desarrollo en una situación de endeudamiento masivo. Al mismo tiempo, los países industrializados tomaban medidas proteccionistas, mientras aumentaban las tasas de interés mundiales. Los países deudores se fueron volviendo progresivamente incapaces de pagar ni siquiera los intereses de sus deudas.

Desde hace tres o cuatro años, la acumulación de los términos de pago ha alcanzado un nivel tal que muchos países no están más en condiciones de respetar sus contratos y se ven obligados a solicitar nuevos préstamos, entrando así en un engranaje del que se ha vuelto muy difícil prever la salida.

En efecto, los países deudores se encuentran en una especie de círculo vicioso: para poder rembolsar sus deudas, están condenados a transferir al exterior, en medida siempre creciente, los recursos que deberían ser disponibles para sus consumos y sus inversiones internas, y por lo tanto, para su desarrollo.

El fenómeno del endeudamiento pone de relieve la interdependencia creciente de las economías cuyos mecanismos —flujo de capitales e intercambios comerciales— son sometidos a nuevas limitaciones. De este modo, factores externos pesan sobre la evolución de la deuda en los países en desarrollo. En particular, las tasas de cambio flotantes e inestables, las variaciones de las tasas de interés y la tentación de los países industriales de mantener las medidas proteccionistas crean para los países deudores un ambiente siempre más desfavorable en el que se encuentran cada vez más indefensos.

Los esfuerzos impuestos por los organismos de crédito a cambio de una mayor ayuda, cuando se limitan a considerar la situación bajo su aspecto monetario y económico, a menudo contribuyen a acarrear para los países endeudados, al menos a corto plazo, desocupación, recesión y drástica reducción del nivel de vida, cuyas víctimas son en primer lugar los más pobres y algunas clases medias. En una palabra, una situación intolerable y a mediano plazo desastrosa para los mismos acreedores.

El servicio de la deuda no puede ser satisfecho al precio de una asfixia de la economía de un país. Ningún gobierno puede exigir moralmente de su pueblo que sufra privaciones incompatibles con la dignidad de las personas.

Puestos ante exigencias a menudo contradictorias, los países interesados no han tardado en reaccionar Se han multiplicado las iniciativas a nivel regional e internacional. Algunos han preconizado soluciones unilaterales extremas. Pero la mayor parte ha tomado en cuenta el sentido global del problema y sus profundas implicaciones no sólo económicas y financieras, sino también sociales y humanas, que enfrentan a los responsables con opciones éticas.

Es acerca de este aspecto ético del problema que el Santo Padre Juan Pablo II, en varias ocasiones ha llamado la atención de los responsables internacionales, de modo particular en su Mensaje a la 40a. Asamblea general de las Naciones Unidas, el 14 de octubre de 1985 (n. 5).

Consciente de su misión de proyectar la luz del Evangelio sobre las situaciones donde están comprometidas las responsabilidades humanas, la Iglesia incita de nuevo a todas las partes en causa a que examinen las implicaciones éticas de la cuestión de la deuda exterior de los países en desarrollo con el fin de llegar a soluciones justas y respetuosas de la dignidad de quienes padecen más duramente sus consecuencias.

Por esto el Santo Padre ha pedido a la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» que ahonde la reflexión sobre el tema y proponga a los diferentes protagonistas afectados —países acreedores y deudores, organismos financieros y bancos comerciales— criterios de discernimiento y un método de análisis «en vista de una consideración ética de la deuda internacional».

La Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» expresa su más vivo deseo de que este documento pueda contribuir a iluminar las opciones de quienes ejercen responsabilidades en este campo hoy privilegiado de la solidaridad internacional.

Ella nutre también la esperanza de que estas reflexiones puedan devolver la confianza a las personas y a las naciones más desprotegidas al reiterar con fuerza que las estructuras económicas y los mecanismos financieros están al servicio del hombre y no a la inversa, y que las relaciones de intercambio y los mecanismos financieros que las acompañan pueden ser reformados antes de que las estrecheces de miras y los egoísmos privados o colectivos degeneren en conflictos irremediables.

Roma, 27 diciembre 1986.

ROGER Card. ETCHEGARAY
Presidente

JORGE MEJÍA
Vice-Presidente


INTRODUCCIÓN

Dirigentes políticos y económicos, responsables sociales y religiosos, opiniones públicas, todos lo reconocen: los niveles de endeudamiento de los países en desarrollo constituyen, por sus consecuencias sociales, económicas y políticas, un problema grave, urgente y complejo. El desarrollo de los países endeudados, y aún a veces su independencia, están comprometidos. Se han agravado las condiciones de existencia de los más pobres; el sistema financiero internacional padece sacudidas que lo resquebrajan.

De una parte y de otra, acreedores y deudores se han esforzado por encontrar, caso por caso, soluciones inmediatas y a veces también de más largo plazo. Insuficientes y limitados todavía, estos esfuerzos deben proseguir en el diálogo y la mutua comprensión para aclarar mejor los derechos y deberes de cada uno.

Si la coyuntura actual ha agravado la situación de los países en desarrollo al punto que algunos de ellos se encuentran al borde de la quiebra, incapaces de asegurar el servicio de sus deudas, especialmente en América Latina y en África, las estructuras financieras y monetarias internacionales son ellas mismas en parte cuestionadas. ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cuáles cambios en los comportamientos y en las instituciones permitirán establecer relaciones equitativas entre acreedores y deudores, y evitar que la crisis se prolongue volviéndose más peligrosa?

Partícipe de esas graves inquietudes — internacionales, regionales y nacionales — la Iglesia quiere reiterar y precisar los principios de justicia y de solidaridad que ayudarán a encontrar algunas pistas de solución. Ella se dirige ante todo a los actores principales en los campos financiero y monetario; quiere también iluminar la conciencia moral de los responsables cuyas opciones no pueden ignorar los principios éticos, sin proponer, por ello, programas operativos ajenos a su competencia.

La Iglesia se dirige a todos los pueblos, especialmente a aquellos más indefensos, que sufren en primer término las repercusiones de estos desórdenes con un sentimiento de fatalidad, de aplastamiento, de latente injusticia y hasta de rebelión. Quiere devolverles la esperanza y la confianza en la posibilidad de salir de la crisis del endeudamiento con la participación de todos y el respeto de cada uno.

Estos graves problemas parecen deber ser abordados con una perspectiva global que sea al mismo tiempo una consideración ética. Por lo cual parece necesario indicar, en primer lugar, los principios éticos aplicables en esas situaciones complejas, antes de examinar las opciones particulares que los protagonistas pueden ser llevados a asumir, sea en situaciones de urgencia, sea en una perspectiva de corrección a medio o largo plazo.

El presente texto ha utilizado numerosos estudios ya publicados sobre la deuda internacional. Esta perspectiva global, de naturaleza ética, permite a todos los responsables, personas e instituciones, a nivel nacional y a nivel internacional, hacer una reflexión adecuada a las situaciones que les atañen.

A todos aquellos que le concederán su atención, la Iglesia les expresa desde ahora su convicción de que una cooperación que supere los egoísmos colectivos y los intereses particulares puede permitir una gestión eficaz de la crisis del endeudamiento y, más en general, señalar un progreso en el camino de la justicia económica internacional.

I
PRINCIPIOS ÉTICOS

1. Crear nuevas solidaridades

El endeudamiento de los países en desarrollo se sitúa en un amplio contexto de relaciones económicas, políticas, tecnológicas, que manifiestan la interdependencia acrecentada de las naciones y la necesidad de una concertación internacional para perseguir objetivos de Bien común. Esta interdependencia, para ser justa, en lugar de conducir al dominio de los más fuertes, al egoísmo de las naciones, a desigualdades e injusticias, debe hacer surgir formas nuevas y ensanchadas de solidaridad, que respeten la igual dignidad de todos los pueblos.[1] Así, la cuestión financiera y monetaria se impone hoy con nueva urgencia.[2]

2. Aceptar la corresponsabilidad

La solidaridad supone la toma de conciencia y la aceptación de una corresponsabilidad en la deuda internacional respecto de las causas y las soluciones. Las causas de endeudamiento son internas y externas a la vez; específicas de cada país y de su gestión económica y política, provienen también de las evoluciones del ambiente internacional que dependen ante todo de los comportamientos y decisiones de los países desarrollados. Reconocer que se deben compartir las responsabilidades en las causas hará posible un diálogo para encontrar en común las soluciones. La corresponsabilidad considera el futuro de los países y de los pueblos, pero también las posibilidades de una paz internacional basada en la justicia.

3. Establecer relaciones de confianza

La corresponsabilidad contribuirá a crear o a restablecer entre las naciones (acreedoras y deudoras) y entre los diversos actores (poderes políticos, bancos comerciales, organizaciones internacionales) relaciones de confianza en vista de una cooperación en la búsqueda de soluciones. Valor indispensable, la confianza recíproca debe renovarse siempre; permite creer en la buena fe del otro, aun si, en las dificultades, no puede mantener sus compromisos, y tratarlo como un copartícipe. La confianza debe apoyarse sobre actitudes concretas que la fundamentan.

4. Saber compartir esfuerzos y sacrificios

Para salir de la crisis del endeudamiento internacional, las diferentes partes deben ponerse de acuerdo a fin de compartir, de modo equitativo, los esfuerzos de reajuste y los sacrificios necesarios, teniendo en cuenta la prioridad de las necesidades de las poblaciones más indefensas. Los países mejor provistos tienen la responsabilidad de aceptar una más amplia participación.

5. Suscitar la participación de todos

La búsqueda de soluciones para superar el endeudamiento incumbe ante todo a los actores financieros y monetarios, pero incumbe también a los responsables políticos y económicos. Todas las categorías sociales están llamadas a comprender mejor la complejidad de las situaciones y a cooperar en las opciones y en la realización de las políticas necesarias. En estos nuevos campos éticos, la Iglesia es interpelada a fin de que puntualice las exigencias de la justicia social y de la solidaridad, frente a las situaciones de cada país ubicadas en el contexto internacional.

6. Articular las medidas de urgencia y las de largo plazo

Para ciertos países la urgencia impone soluciones inmediatas en el marco de una ética de supervivencia. El esfuerzo principal caerá sobre el restablecimiento dentro de un plazo fijo de la situación económica y social: reactivación del crecimiento, inversiones productivas, creación de bienes, repartición equitativa... Para evitar el retorno a situaciones de crisis, gracias a las variaciones demasiado bruscas del contexto internacional, hay que estudiar y promover una reforma de las instituciones monetarias y financieras.[3]

II
ATENDER A LAS URGENCIAS

Para ciertos países en desarrollo, el total de las deudas contraídas, pero sobre todo los reembolsos exigibles cada año, alcanza un nivel tal en relación a sus recursos financieros disponibles que son incapaces de hacerles frente sin dañar gravemente su economía y el nivel de vida de su población, sobre todo de los más pobres. Esta situación crítica es todavía agravada por circunstancias externas que contribuyen a disminuir sus ingresos de exportación (bajo precio de las materias primas, dificultad de acceso a los mercados extranjeros protegidos), u obstaculizan el servicio de sus deudas (tasas de interés elevadas e inestables, fluctuaciones excesivas e imprevisibles de las tasas de cambio de las monedas). Incapaces de satisfacer sus compromisos con sus diversos acreedores, algunos países se encuentran al borde de la quiebra. La solidaridad internacional conduce a tomar medidas de urgencia para asegurar la supervivencia de esos países.

Se trata ante todo de suscitar el diálogo y la cooperación de todos en orden a una ayuda inmediata. Se trata también de evitar las suspensiones de pago susceptibles de hacer vacilar el sistema financiero internacional con riesgo de provocar una crisis generalizada. Una ética de supervivencia debe guiar así los comportamientos y las decisiones; evitar las rupturas entre acreedores y deudores y las denuncias unilaterales de compromisos anteriores; respetar al deudor insolvente y no imponerle exigencias inmediatas que no podría sobrellevar; aunque legales, tales exigencias pueden ser abusivas. A partir del Evangelio, otros comportamientos deberían ser examinados, como la aceptación de moratorias, la remisión parcial o incluso total de las deudas, ayudar a los deudores a recobrar su solvencia.

Las necesidades inmediatas de los países afectados de este modo son prioritarias, sin olvidar por cierto las perspectivas más amplias de la comunidad internacional y la ejemplaridad de las soluciones adoptadas.

Pertenece a la responsabilidad de los dirigentes de un país seguir con atención la evolución de su deuda externa a fin de evitar, por imprevisión o gestión imprudente, el tener que afrontar bruscamente semejante situación extrema.

Prever, prevenir y atenuar tales choques, que favorecen sin razón a algunos y penalizan demasiado a otros, dando lugar a especulaciones abusivas, ayudaría a sanear las relaciones económicas internacionales y favorecería un acuerdo acerca de las necesarias medidas de urgencia. Hay que disponer rápidamente estructuras de coordinación: instituirlas de antemano permitiría su funcionamiento inmediato, a ejemplo, cabe decir, de los planes permanentes de seguridad y auxilio existentes en otros sectores de actividad para hacer frente a eventuales catástrofes y salvar muchas vidas humanas.

Entre las organizaciones internacionales algunas tienen, por razón de su mandato, una responsabilidad especial. El Fondo Monetario Internacional (FMI) está encargado, en particular, de ayudar los Estados-miembros a superar los desequilibrios de su balance de pagos y a remediar sus ocasionales dificultades. Dispone, a este efecto, de medios financieros: su función y sus diversas modalidades de intervención se han desarrollado mucho en estos últimos tiempos. No obstante, en muchos casos sus decisiones han sido mal recibidas por los países en dificultad, sus dirigentes y la opinión pública. Estas decisiones pudieron parecer impuestas de modo autoritario y tecnocrático, al margen de una suficiente consideración de las urgencias sociales y las especificidades de cada situación. Convendría que el diálogo y el servicio a la colectividad sean vistos como los valores que guían sus acciones.

Ante las medidas de urgencia, los diversos acreedores —Estados y bancos comerciales— tienen también una real responsabilidad. Para asumirla con justicia y eficacia, sin presión abusiva sobre el deudor, se requiere una coordinación que mire a la repartición de las cargas inmediatas en relación con los países en dificultad y con el FMI.

La corresponsabilidad vale para la búsqueda de las causas y para las medidas inmediatas a tomar. Así, se requiere particular atención a fin de discernir, entre las causas del endeudamiento de un país, aquellas que sean imputables a mecanismos globales que parecen escapar a todo control, como las fluctuaciones de la moneda en la que se concluyen los contratos internacionales, las variaciones de los precios de las materias primas, objeto, a menudo, de especulaciones en los grandes mercados de la Bolsa, o la brusca caída de las cotizaciones del petróleo.

Correr al remedio de lo más urgente es indispensable, pero insuficiente. Ello sería incluso ilusorio si no se crearan al mismo tiempo las condiciones de un saneamiento económico y financiero para el futuro. Muy a menudo, la crisis no depende solamente de un simple accidente coyuntural, sino de causas más profundas que el accidente no hace más que revelar. Las soluciones de urgencia deben articularse con medidas de reajuste para el mediano y largo plazo.

III
ASUMIR SOLIDARIAMENTE
LAS RESPONSABILIDADES DEL FUTURO

Las relaciones financieras y monetarias entre las naciones son complejas y cambiantes. Cada nación, por el valor de su moneda, por sus intercambios comerciales, por los recursos naturales de que dispone y su capacidad técnica de explotarlos, pero igualmente por el grado de confianza que inspira en el exterior, ocupa una posición de debilidad o de fuerza, de poder o de dependencia, también ella mudable.

Se requiere pues un análisis profundo a fin de puntualizar las responsabilidades específicas de cada nación, en lo inmediato y en un plazo determinado. Una primera consideración permite reconocer una pluralidad de actores y organizaciones en cuyo seno actúan, con funciones específicas y espacios de libertad — por consiguiente de iniciativa y de responsabilidad — más o menos vastos. Estos actores, diferentes por sus funciones y sus posiciones internacionales, son en particular: los países industrializados y los países en desarrollo; los Estados acreedores y los Estados deudores; los bancos comerciales internacionales y nacionales; las grandes empresas internacionales; las organizaciones financieras multilaterales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Bancos regionales). Atendiendo sucesivamente al papel de cada uno de esos actores, y a los medios y los márgenes de libertad de que disponen, será posible establecer mejor su responsabilidad respectiva y proponer los principios éticos que podrán guiar sus decisiones, cambiar sus comportamientos, transformar las instituciones para brindar un mejor servicio a la humanidad. Todos son llamados a edificar un mundo más justo, y uno de sus frutos será la paz. «Nosotros consideramos que la paz es como el fruto de las relaciones justas y honestas en todos los aspectos de la vida de los hombres en esta tierra, aspectos sociales, económicos, culturales y morales... A vosotros, hombres de negocios que sois responsables de los organismos financieros y comerciales, dirijo mi llamado: examinad de nuevo vuestras responsabilidades frente a vuestros hermanos y hermanas».[4]

Esta mirada nueva a las propias funciones permitirá escapar a la tentación del fatalismo o la impotencia ante la complejidad de las interdependencias, y crear nuevos espacios de libertad y, por consiguiente, de responsabilidades a asumir y a compartir.

III. 1. Responsabilidad de los países industrializados

En un mundo de crecientes interdependencias entre las naciones, una ética de solidaridad ampliada contribuirá a transformar las relaciones económicas (comerciales, financieras y monetarias) en relaciones de justicia y de servicio reciproco, mientras son con frecuencia sólo relaciones de fuerza y de interés.[5]

En razón de su mayor poder económico, los países industrializados tienen una responsabilidad más seria que deben reconocer y aceptar, incluso si la crisis económica los ha enfrentado a menudo con los graves problemas del paro y la reconversión.[6] Estamos lejos del tiempo cuando podían comportarse descuidando los efectos de sus propias políticas sobre las otras naciones. Les corresponde evaluar las repercusiones, positivas y negativas, en los otros miembros de la comunidad internacional y modificarlas si las consecuencias pesan demasiado sobre otros países, especialmente los más pobres. Descuidar tales efectos de la interdependencia o no procurar evaluarlos y dominarlos es fruto del egoísmo colectivo de una nación. Formar las opiniones a la apertura internacional y a los deberes de la solidaridad ampliada toca a los responsables sociales, económicos, educativos, religiosos, y también especialmente a los dirigentes políticos, a menudo más proclives a dar prioridad exclusiva a los intereses nacionales que a explicar a sus conciudadanos los aspectos positivos de una repartición más equitativa de los bienes a nivel internacional. El Papa Pablo VI lo indicaba ya en su encíclica sobre «El desarrollo de los pueblos» (n. 84): «Hombres de Estado, a vosotros os incumbe movilizar vuestras comunidades en una solidaridad mundial más eficaz, y ante todo hacerles aceptar las necesarias disminuciones de su lujo y de sus dispendios para promover el desarrollo y salvar la paz». Un llamado a la coparticipación, incluso a una cierta austeridad, será atendido sólo si se apela a los valores de fraternidad y de solidaridad en vista de la paz y del desarrollo.

Ante el desafío de la deuda en aumento de los países en desarrollo, la responsabilidad de los países industrializados se aplica a los siguientes campos específicos:

1. La deuda de los países en desarrollo se ha agravado a causa de la crisis económica mundial, cuyos efectos (descenso del nivel de vida de los más pobres, aumento del desempleo...) han pesado sobre sus poblaciones. Una reactivación durable y sostenida del crecimiento en los países industrializados ayudará a la economía mundial a salir de la crisis, y a los países endeudados a hacer frente a las obligaciones de su deuda a mediano y largo plazo sin comprometer demasiado su propio desarrollo. Mediante sus políticas económicas, los países industrializados se esfuerzan, por ellos mismos y sus poblaciones, por reanimar el crecimiento económico, pero deberían medir los efectos que ello produce en los países en desarrollo, y modificar si fuera necesario, las reglas actuales del comercio internacional que se oponen a una repartición más justa de los frutos de ese crecimiento. De lo contrario, ello podría marginar aún más los países más pobres y aumentar la desigualdad entre las naciones. Poner por obra políticas económicas que den un nuevo impulso al crecimiento en beneficio de todos los pueblos controlando a la par la inflación, fuente de nuevas desigualdades, es una tarea difícil, pero estimulante. Ella exige de los responsables políticos, económicos y sociales, cualidades de competencia y desinterés, apertura a las necesidades de las otras naciones, imaginación para identificar nuevas pistas.

2. Los países industrializados deben renunciar a las medidas de proteccionismo que crearían dificultades a las exportaciones de los países en desarrollo, y esto favorecerá sus posibilidades económicas, sobre todo si los conocimientos técnicos son compartidos. Los países industrializados serán llevados a prever una reconversión de sus economías atendiendo oportunamente a los efectos sociales en sus propias poblaciones. La actual competencia técnica y económica entre todos los países —ante todo entre los mismos países industrializados— se vuelve desenfrenada y asume el aspecto de una guerra sin cuartel que ignora los efectos perniciosos sobre los más débiles. La Iglesia, atenta a los llamados de éstos, invita a todos los hombres de buena voluntad, y especialmente a los responsables políticos y económicos, a buscar las vías para una mejor repartición internacional de las actividades económicas y del trabajo.[7]

3. Las tasas de interés monetario practicadas por los países industrializados son elevadas y dificultan el reembolso de la deuda en los países en desarrollo. Una coordinación de las políticas financieras y monetarias de los países industrializados permitirá rebajarlas a un nivel razonable y evitar las fluctuaciones erráticas de las tasas de cambio. Estas últimas favorecen las ganancias especulativas ilícitas y las evasiones de capitales nacionales, nueva causa de empobrecimiento para los países en desarrollo.

4. Debe hacerse nuevamente un atento examen de las condiciones del comercio internacional (en particular, la inestabilidad de los precios de las materias primas), en concierto con todos los países y utilizando las competencias de las instituciones internacionales implicadas, a fin de hacer prevalecer mejor las exigencias de justicia y solidaridad internacionales, donde dominan exclusivamente los intereses nacionales.

Tomar disposiciones para reactivar el crecimiento, reducir el proteccionismo, rebajar las tasas de interés, valorizar las materias primas, todo esto parece corresponder hoy a la responsabilidad de los países industrializados a fin de cooperar a «un desarrollo solidario de la humanidad»,[8]

III. 2. Responsabilidades de los países en desarrollo

Aceptar la corresponsabilidad internacional significa para los países en desarrollo, proceder a un examen de las causas internas que han contribuido a aumentar la deuda. Significa también contemplar las políticas necesarias de saneamiento a fin de aligerar, en lo que de ellos depende, el peso de la deuda, y promover su propio desarrollo conforme a la perspectiva de la encíclica de Pablo VI ya citada: «La solidaridad mundial, cada día más eficiente, debe permitir a todos los pueblos el llegar a ser por sí mismos artífices de su destino», con la aspiración de que «venga ya el día en que las relaciones internacionales lleven el sello del mutuo respeto, de la amistad, de la interdependencia en la colaboración y de la promoción común bajo la responsabilidad de cada uno».[9]

Un examen ex acto de la deuda actual revelará la particularidad de cada país en desarrollo, tanto respecto de las causas internas como de las soluciones y las posibilidades futuras. La diversidad de estas situaciones nace de factores múltiples: recursos naturales más o menos abundantes y más o menos bien administrados (productos energéticos y mineros, espacios cultivables, clima, facilidades de comunicación); valorización de los recursos humanos; orientaciones de las políticas nacionales (económicas, sociales, financieras, monetarias). El examen hecho caso por caso, permitirá una evaluación más justa de las responsabilidades y las soluciones adoptadas, teniendo siempre en cuenta las solidaridades entre todos los países en desarrollo que pueden concertarse, con buena razón, a nivel regional y mundial.

Es de desear que todos los responsables de un país participen en este examen de la situación, especialmente de la crisis financiera y monetaria que atraviesa. Deberán tener el coraje cívico y moral de informar, con un afán de verdad y participación, a sus poblaciones acerca de la parte de responsabilidad que toca a cada uno y a cada categoría social, con el fin de crear un consenso sobre los necesarios reajustes económicos, sobre una verdadera repartición de los esfuerzos sociales exigidos, sobre las prioridades en los objetivos. En particular, los dirigentes de un país con dificultades económicas y financieras, están a menudo tentados de cargar todas las responsabilidades sobre los otros países, a fin de ahorrarse explicaciones sobre sus propios comportamientos, sus errores y aún abusos, y evitar proponer cambios que los afectarían directamente. La denuncia de las injusticias, cometidas o consentidas por los otros, para ser escuchada, debe acompañarse de una clarificación sobre la propia conducta. «Resulta demasiado fácil echar sobre los demás las responsabilidades de las injusticias, si al mismo tiempo uno no se da cuenta de cómo está participando él mismo y cómo la conversión personal es necesaria en primer lugar»[10] También la Iglesia entra por esta vía.[11]

La línea de demarcación entre ricos y pobres no pasa solamente entre las naciones. Pasa también, en cada nación, entre las categorías sociales y las regiones. Hay ricos en los países pobres y pobres en los países ricos. En un mismo territorio nacional hay regiones más pobres y regiones prósperas. Ya en el año 1961, Juan XXIII subrayaba estos nuevos aspectos de la justicia: «El desarrollo histórico de la época actual demuestra, con evidencia cada vez mayor, que los preceptos de la justicia y de la equidad no deben regular solamente las relaciones entre los trabajadores y los empresarios, sino además las que median entre los distintos sectores de la economía, entre las zonas de diverso nivel de riqueza en el interior de cada nación, y, dentro del plano mundial, entre los países que se encuentran en diferente grado de desarrollo económico y social».[12]

Las categorías que detentan el poder en los países en desarrollo deben aceptar que sus comportamientos y sus eventuales responsabilidades en el endeudamiento de sus países sean aclarados: negligencia en la instalación de estructuras adecuadas o abuso de las estructuras existentes (fraudes fiscales, corrupción, especulaciones monetarias, fuga de capitales privados,[13] «bakshishs» —«coimas»— en los contratos internacionales...). Este deber de transparencia y de veracidad ayudaría a establecer mejor las responsabilidades de cada uno, a evitar las sospechas injustificadas y a proponer las reformas adecuadas y necesarias tanto para las instituciones como para los comportamientos. «Es verdad que las estructuras instauradas para el bien de las personas son por sí misma incapaces de lograrlo y de garantizarlo. Prueba de ello es la corrupción que, en ciertos países, alcanza a los dirigentes y a la burocracia del Estado, y que destruye toda vida social honesta. La rectitud de costumbres es condición para la salud de la sociedad. Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversión de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras...».[14]

El saneamiento de las prácticas individuales y colectivas de cara al dinero, y las reformas de las instituciones [15] favorecerán o restablecerán la confianza de los ciudadanos, y también de los demás países, en orden a aceptar las necesarias medidas de corrección y a cooperar en su aplicación eficaz. Los dirigentes políticos, económicos y sociales tienen la obligación moral de ponerse efectivamente al servicio del bien común de su país, sin buscar ventajas personales. Deben concebir su función como un servicio a la comunidad, con la preocupación de llegar a una repartición equitativa entre todos, de los bienes, los servicios, los empleos, dando la prioridad a las necesidades de los más pobres y atendiendo a las eventuales consecuencias sobre éstos de las medidas económicas y financieras que, en conciencia creen deben tomar. Esta búsqueda de la justicia social en las decisiones políticas y económicas resultará tanto más creíble y eficaz cuanto los mismos dirigentes adopten un estilo de vida próximo a aquel que sus conciudadanos se ven obligados a aceptar en las difíciles circunstancias del país. En este sentido, los dirigentes cristianos se dejarán estimular por las exigencias del Evangelio.

De cara al endeudamiento creciente, la responsabilidad propia de los países en desarrollo deberá aplicarse, en particular, a los campos siguientes, atendida la diversidad de sus respectivas situaciones.

1. Conviene movilizar todos los recursos nacionales disponibles — materiales y humanos — a fin de promover un crecimiento económico sostenido y asegurar el desarrollo del país.

El crecimiento económico no es en sí una meta: es un medio necesario para responder a las necesidades esenciales de las poblaciones, teniendo en cuenta el aumento demográfico y la aspiración legítima al mejoramiento de los niveles de vida (salud, educación, cultura, al igual que los consumos materiales). La creación de riqueza debe ser estimulada con el fin de poder asegurar una más amplia y más justa repartición entre todos.

Los factores del crecimiento económico son varios y complejos, a veces difíciles de controlar y coordinar. Es deber de los dirigentes — del sector público y privado — el atender a todos ellos en sus decisiones, lo cual implica de parte suya, competencia y preocupación por el bien común. Son, entre otros, la elección de los sectores prioritarios, la selección rigurosa de las inversiones, la reducción de los gastos del Estado (especialmente los gastos de prestigio y los armamentos), una muy estricta gestión de las empresas públicas, el control de la inflación, el sostén de la moneda, la reforma fiscal, una sana reforma agraria, las incitaciones a las iniciativas privadas, la creación de empleos; otros tantos campos donde la Iglesia, recordando la dimensión humana y ética, invita en particular los cristianos a que elaboren soluciones concretas.

La reactivación del crecimiento permitirá responder mejor paso por paso a los compromisos financieros con el exterior (deuda y servicio de la deuda) y restablecer relaciones más equilibradas y confiadas con los otros países. Atenderá también las necesidades de las generaciones futuras. Es un deber de solidaridad y de justicia respecto de ellas.

2. Para los países en desarrollo, la solidaridad internacional implica una apertura, la cual, si es justa y equilibrada, es un bien. Entre los obstáculos a superar para lograr un desarrollo solidario de la humanidad, el Papa Pablo VI señala el nacionalismo: «El nacionalismo aísla los pueblos en contra de lo que es un verdadero bien. Sería particularmente nocivo allí en donde la debilidad de las economías exige por el contrario la puesta en común de los esfuerzos, de los conocimientos y de los medios financieros, para realizar los programas de desarrollo e incrementar los intercambios comerciales y culturales».[16]

Es raro que un país disponga de todos los recursos necesarios para asegurar por sí solo su desarrollo y satisfacer las necesidades de su población. Es así llevado a recibir del exterior capitales, tecnologías, equipos. Una atenta selección de las importaciones evitará aumentar la deuda sin por eso poner trabas al desarrollo.

Una liberalización inmediata y total de los intercambios internacionales corre, al contrario, el peligro de crear una competencia peligrosa para las economías de los países en desarrollo y de forzar adaptaciones demasiado rápidas y traumáticas de ciertos sectores de la actividad. Es preciso elaborar reglas de equidad para apartar esos peligros y establecer una más sana igualdad de oportunidades. «La justicia social exige que el comercio internacional, para ser humano y moral, restablezca entre las partes al menos una cierta igualdad de oportunidades. Esta última es un objetivo a largo plazo ... ¿Quién no ve que un tal esfuerzo común hacia una mayor justicia en las relaciones comerciales entre los pueblos aportaría a los países en vías de desarrollo una ayuda positiva, cuyo efectos no serían solamente inmediatos, sino duraderos?».[17]

Hoy día, los intercambios internacionales incluyen las tecnologías, los capitales, las monedas, los servicios que requieren idénticos esfuerzos: «Crear desde ahora una igualdad real en las discusiones y negociaciones ... establecer normas generales».[18]

En particular las tecnologías modernas — si son adecuadas al nivel de desarrollo y a la cultura de un país — favorecen el crecimiento económico. Las naciones que las inventan disponen, gracias a ellas, de un capital y de un poder que hay que poner al servicio de todos.[19]

La cooperación regional, especialmente entre los países en desarrollo, es una expresión de la solidaridad que se debe promover también en los ámbitos financiero y monetario, incluso para elaborar soluciones justas a los problemas puestos por el endeudamiento.

III. 3. Responsabilidad de los acreedores respecto de los deudores

Ante las situaciones de urgencia en que pueden encontrarse los países deudores, incapaces de satisfacer el servicio de su deuda —y ni siquiera el pago de los intereses anuales— , las responsabilidades de los diversos acreedores han sido puntualizadas en el marco de una solidaridad de supervivencia. Esas disposiciones no suprimen los derechos y deberes respectivos que vinculan acreedores y deudores. El examen de las causas —externas e internas— de la deuda, de su aumento, de los reembolsos exigibles cada año, para cada país, permitirá poner en claro, mediante el diálogo, las responsabilidades del deudor y de sus diversos acreedores (Estados, bancos comerciales) en orden a la búsqueda de soluciones conformes a la equidad.

Excepto cuando los préstamos han sido consentidos con tasas usurarias, o cuando han servido para financiar proyectos acordados a precios abusivos gracias a complacencias fraudulentas — casos en que se podría en justicia solicitar una revisión — , los acreedores tienen derechos reconocidos por los deudores en orden al pago de los intereses, a las condiciones y plazos de reembolso. El respeto del contrato, de una y otra parte, mantiene la confianza. Sin embargo, los acreedores no pueden exigir su ejecución por todos los medios, sobre todo si el deudor se encuentra en una situación de extrema necesidad.

1. Los Estados acreedores examinarán las condiciones de reembolso que son compatibles con la cobertura de las necesidades esenciales de cada deudor; es necesario dejar a cada país una suficiente capacidad de financiación para su propio crecimiento y para favorecer al mismo tiempo el ulterior reembolso de la deuda.

La disminución de las tasas de interés, la capitalización de los pagos más allá de una tasa de interés mínimo, una reestructuración de la deuda en un plazo más largo, facilidades de pago en moneda nacional... son algunas de las disposiciones concretas que es preciso negociar con los países endeudados a fin de aliviar el servicio de la deuda y ayudar a una reanudación del crecimiento. Acreedores y deudores se pondrán de acuerdo sobre las nuevas condiciones y sobre los plazos de pago en espíritu de solidaridad y de repartición de las cargas que es preciso aceptar. En caso de desacuerdo sobre estas modalidades, una conciliación o un arbitraje pueden ser solicitados y reconocidos por las dos partes. Resultaría útil un código de conducta internacional para guiar, con algunas normas de valor ético, las negociaciones.

Los Estados acreedores dedicarán una particular atención a los países más pobres. En algunos casos, podrán convertir los préstamos en donaciones. Pero esta remisión de la deuda no debe empañar la credibilidad financiera, económica y política de los países «menos adelantados» y cegar nuevos flujos de capitales provenientes de los bancos.

El flujo de capitales públicos de los países industrializados debe de nuevo alcanzar el nivel de los compromisos acordados (ayuda pública al desarrollo) por vía bilateral o multilateral. Por medio de disposiciones fiscales y financieras, y con garantías contra eventuales riesgos, los Esta dos acreedores incitarán los bancos comerciales a continuar los préstamos a los países en desarrollo y por medio de políticas concertadas, monetarias, financieras y comerciales, favorecerán el equilibrio de los balances de pago de los países en desarrollo y, por ende, el reembolso de su deuda.

2. Los bancos comerciales son directos acreedores de los países en desarrollo (Estados y empresas). Si los deberes de estos bancos para quienes les confían sus depósitos son esenciales y la confianza de éstos sólo se mantiene si se los cumple, tales deberes no son los únicos y deben ser combinados con el respeto debido a los deudores cuyas necesidades son a menudo más urgentes.

Los bancos comerciales deberán participar en los esfuerzos de los Estados acreedores y de las organizaciones internacionales en orden a la solución de los problemas del endeudamiento: reestructuración de la deuda, revisión de las tasas de interés, nuevo impulso de las inversiones hacia los países en desarrollo, financiamiento de proyectos en función de su impacto sobre el crecimiento, de preferencia a otros cuya rentabilidad es más inmediata y más segura, y a otros todavía cuya utilidad es discutible (equipos de prestigio, armas...). No cabe duda que esta actitud desborda la función tradicional de los bancos comerciales, al invitarlos a un discernimiento que supere los criterios de rentabilidad y seguridad de los capitales prestados. ¿Pero por qué no aceptarían asumir una parte de responsabilidad ante el mayor desafío de nuestra tiempo: promover el desarrollo solidario de todos los pueblos y contribuir así a la paz internacional? Todos los hombres de buena voluntad son convocados a esta tarea, cada uno según su competencia, su compromiso profesional y su sentido de solidaridad. 3. Las empresas multinacionales participan en el flujo internacional de capitales, bajo forma de inversiones productivas y también de repatriación de capitales (beneficios y amortizaciones). Sus políticas económicas y financieras influyen así sobre el balance de pagos de los países en desarrollo, positiva o negativamente (nuevas inversiones, re-inversiones en el mismo lugar, o repatriación de beneficios y venta de activos).

A la par que dirigen las actividades de esas empresas a fin de hacerlas participar en los planes de desarrollo (código nacional de inversiones), los poderes públicos de los países en desarrollo establecerán con ellas convenciones que determinen sus obligaciones recíprocas, especialmente por lo que concierne al flujo de capitales y a la fiscalización.

Las empresas multinacionales disponen de un amplio poder económico, financiero y tecnológico. Sus estrategias desbordan y atraviesan las naciones. Deben participar en las soluciones destinadas a aliviar la deuda de los países en desarrollo. Actores económicos y financieros en el campo internacional, están llamadas a la corresponsabilidad y a la solidaridad, más allá de sus propios intereses.

III. 4. Responsabilidad de las organizaciones financieras multilaterales

Superadas las violencias y los desórdenes de la Segunda Guerra Mundial, las naciones se asociaron para promover la paz y la cooperación internacionales, favorecer el desarrollo de los pueblos, responder, por medio de instituciones especializadas, a las necesidades esenciales de los hombres (salud, alimentación, educación, cultura) y regular con equidad sus intercambios (comercio, industria). La Iglesia ha animado siempre esos esfuerzos en pro de la construcción de un mundo más justo y más solidario.[20]

Actualmente, las organizaciones internacionales se encuentran enfrentadas a responsabilidades nuevas y urgentes: contribuir a resolver la crisis de endeudamiento de los países en vías de desarrollo; evitar un derrumbe generalizado del sistema financiero internacional; ayudar a los pueblos, especialmente los más débiles, a asegurar su desarrollo, luchar contra la extensión de la pobreza bajo sus diferentes formas y, por este medio, promover la paz desvirtuando las amenazas de conflictos. Entre esas amenazas está, no lo olvidemos: «la imprevisible y fluctuante situación financiera con su impacto directo sobre los Países con grandes deudas que luchan por llevar a la práctica un desarrollo positivo»,[21]

Las organizaciones financieras multilaterales cumplirán su función si sus decisiones y sus acciones estarán animadas por un espíritu de justicia y de solidaridad al servicio de todos. Ciertamente, no pertenece a la Iglesia juzgar las teorías económicas y financieras que guían sus análisis y los remedios que proponen. En estos campos complejos las certezas son relativas. Por cuanto a ella toca, la Iglesia proclama la necesidad de una comprensión recíproca para iluminar mejor las realidades, como también la prioridad que cabe reconocer a los hombres y a sus necesidades, más allá de las urgencias y las técnicas financieras a menudo presentadas como el único imperativo.

En cuanto organizaciones interestatales, se preocuparán por respetar la dignidad y la soberanía de cada nación —empezando por las más pobres— , sin olvidar que la interdependencia de las economías nacionales es un hecho que puede y debe convertirse en una solidaridad conscientemente aceptada. El aislamiento no es ni deseable ni posible. «Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»,[22]

A fin de hacer frente a estas nuevas tareas algunas reorganizaciones serán sin duda necesarias: adaptación y extensión de las misiones, acrecentamiento de los medios de acción, participación efectiva de todos los miembros en las decisiones, contribución a los objetivos del desarrollo, prioridad de las necesidades de las poblaciones más pobres. Ya en 1967, Pablo VI deseaba esta reorganización en vista de un «desarrollo de los pueblos».[23]

Estas reorganizaciones reforzarán la confianza a la cual tienen derecho las organizaciones interestatales, pero que deben siempre justificar y a veces recuperar. Los pueblos que sufren más las consecuencias de la deuda necesitan signos visibles que les permitan reconocer la equidad y la eficacia de las soluciones adoptadas. La confianza, necesaria para suscitar un consenso nacional, aceptar una repartición de sacrificios y asegurar, por este medio, el éxito de los programas de rectificación no puede ser el resultado de la sola demostración económica. Ella se concede cuando el desinterés y el servicio de los demás aparecen como los motivos que guían las decisiones, y no los intereses de una nación particular o de una categoría social. En este último caso, la sospecha se infiltra, y provoca, incluso sin pruebas suficientes, el rechazo, la denuncia y hasta la violencia.

A los estados miembros, especialmente a aquellos que por su competencia económica y su aporte de capitales, tienen una influencia preponderante en las decisiones, les corresponde apoyar activamente a esas organizaciones, precisar sus tareas, ampliar sus iniciativas y transformar esos centros de poder en centros de diálogo y de cooperación en vistas del bien común internacional.

A cada una de las organizaciones multilaterales: Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial, Bancos regionales, caben funciones específicas y, por lo tanto, responsabilidades propias. Para subrayar su carácter de solidaridad y concertación, estas instancias reconocen la necesidad de intensificar la representación de los países en desarrollo y su participación en la s grandes decisiones económicas internacionales que les conciernen. Tratarán de coordinar sus esfuerzos y sus políticas a fin de responder, de modo coherente y específico, a las necesidades más urgentes del endeudamiento, con perspectivas de futuro. Procurarán igualmente acordarse con los otros actores financieros internacionales para fijar, en diálogo con los países endeudados, las medidas por tomar, y repartirse sus cargas, según las posibilidades y la función de cada uno.

Sin entrar en pormenores propios de «la vocación de los laicos que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos»,[24] la Iglesia llama la atención de las organizaciones financieras multilaterales y de aquellos que en ellas trabajan, sobre algunos puntos dignos de consideración:

— examinar de modo abierto y adaptado a cada país en desarrollo, las «condiciones» puestas por el FMI para los préstamos; integrar la componente humana en el «aumento de vigilancia» sobre la ejecución de las medidas de ajuste y los resultados obtenidos;

— estimular nuevos capitales — públicos y privados — al financiamiento de proyectos prioritarios para los países en desarrollo;

— favorecer el diálogo entre acreedores y deudores en orden a una reestructuración de las deudas y una aligeración de los montos distribuida en un año, o si es posible, en varios;

— prever disposiciones especiales para remediar las dificultades financieras que proceden de catástrofes naturales, de variaciones excesivas de los precios de las materias primas indispensables (agrícolas, energéticas, mineras), de las bruscas fluctuaciones de las tasas de cambio. Estos fenómenos, incontrolables, trastornan, por su subitaneidad, su amplitud y sus consecuencias financieras, los planes económicos, especialmente de los países en de s arrollo y crean una inseguridad internacional peligrosa y costosa;

— suscitar una mejor coordinación de las políticas económicas y monetarias de los países industrializados, favoreciendo las que tendrán una incidencia más positiva en los países en desarrollo;

— explorar los nuevos problemas, de hoy y de mañana, a fin de contemplar desde ya soluciones que tengan en cuenta las evoluciones muy diversificadas de las economías nacionales y las posibilidades de futuro de cada país. Esta previsión, difícil y necesaria, es responsabilidad de todos frente a las generaciones futuras. Ella permitirá prevenir el acceso de situaciones conflictivas graves. En un mundo de mutaciones rápidas y profundas, «si el hombre se deja desbordar y no prevé a tiempo la emergencia de los nuevos problemas sociales, éstos se harán demasiado graves como para que se pueda esperar una solución pacífica»;[25]

— ocuparse con atención de la elección y la formación de cuantos trabajan en las organizaciones multilaterales y participan en los análisis de las situaciones, en las decisiones y en su ejecución. Les cabe, colectiva e individualmente, una importante responsabilidad. El peligro existe de limitarse a meras aproximaciones y a soluciones demasiado teóricas y técnicas, incluso burocráticas, cuando se juegan vidas humanas, el desarrollo de los pueblos, la solidaridad entre las naciones. La competencia en materia económica es indispensable, así como la sensibilidad por otras culturas y una experiencia concreta y vivida de los hombres y de sus exigencias. A esas cualidades humanas, hay que agregar para mejor fundarlas, una conciencia viva de la solidaridad y de la justicia internacional que se debe promover.

Una propuesta final

Para hacer frente al grave desafío que presenta hoy la deuda de los países en desarrollo, la Iglesia propone a todos los hombres de buena voluntad que ensanchen sus conciencias a la medida de esas nuevas responsabilidades internacionales, urgentes y complejas, y movilicen todas sus capacidades de acción a fin de encontrar y poner en práctica soluciones de solidaridad.

En particular, ¿no ha llegado acaso el momento de suscitar un vasto plan de cooperación y asistencia de los países industrializados en beneficio de los países en vía de desarrollo?

Sin establecer un paralelo con lo que se hizo después de la Segunda Guerra Mundial para acelerar la reconstrucción y nuevo arranque de las economías de los países destruidos, ¿no se debería comenzar a instalar, en interés de todos, pero sobre todo porque se trata de reanimar la esperanza de pueblos que sufren, un nuevo sistema de ayuda de los países industrializados en favor de los países menos ricos? Semejante contribución, que debería constituir un compromiso por muchos años, aparece como indispensable para permitir a los países en vía de desarrollo lanzar y llevar a término, en cooperación con los países industrializados y los organismos internacionales, los programas a largo plazo que es necesario emprender cuanto antes.

¡Sea nuestro llamado atendido antes de que sea demasiado tarde!

NOTAS

[1] Cfr. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, 26 de marzo 1969, nn. 64 65, 80.

[2] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo 1986, n. 89: «La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural. Los graves problemas socio-económicos que hoy se plantean, no pueden ser resueltos si no se crean nuevos frentes de solidaridad: solidaridad de los pobres entre ellos, solidaridad con los pobres, a la que los ricos son llamados, y solidaridad de los trabajadores entre si. Las instituciones y las organizaciones sociales, a diversos niveles, así como el Estado, deben participar en un movimiento general de solidaridad. Cuando la Iglesia hace esa llamada, es consciente de que esto le concierne de una manera muy particular».

[3] «La solidaridad internacional es una exigencia de orden moral que no se impone únicamente en el caso de urgencia extrema, sino también para ayudar al verdadero desarrollo. Se da en ello una acción común que requiere un esfuerzo concertado y constante para crear una nueva mentalidad entre los hombres de hoy. De ello depende en gran parte la paz del mundo» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo de 1986, n. 91).

[4] Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1986, nn. 4 y 7.

[5] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, n. 16: «Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresión La búsqueda del propio interés parece ser la norma de las relaciones internacionales, sin que se tome en consideración el bien común de la humanidad».

[6] Cfr. Ibíd.., n. 90: «El principio del destino universal de los bienes, unido al de la fraternidad humana y sobrenatural, indica sus deberes a los Países más ricos con respecto a los Países más pobres. Estos deberes son de solidaridad en la ayuda a los Países en vías de desarrollo; de justicia social, mediante una revisión en términos correctos de las relaciones comerciales entre Norte y Sur y la promoción de un mundo más humano para todos».

[7] Cfr. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, 14 de septiembre 1981, n. 18.

[8] Cfr. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, nn. 56 a 66.

[9] Ibid., n. 65.

[10] Pablo VI, Carta Octogesima adveniens al Sr. Cardenal Maurice Roy, 14 de mayo 1971, n. 48.

[11] Cfr. Sínodo de los Obispos, Justicia en el Mundo, 1971, n. 41 a 51.

[12] Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, 15 de mayo 1961, n. 122 - Edic. BAC Madrid, 1973. Cfr. además, Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación: a Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresión» (n. 16). «Quien dispone de tecnologías tiene el poder sobre la tierra y sobre los hombres. De ahí han surgido formas de desigualdad, hasta ahora desconocidas, entre los poseedores del saber y los simples usuarios de la técnica» (n. 12).

[13] La «fuga de capitales» nacionales hacia otros países no concierne solamente a los países en desarrollo, sino que tiene consecuencias más graves para esos países cuando están endeudados , sobre todo si la fuga de capitales alcanza montos considerables . En es te ámbito nuevo, el juicio moral debe partir primero de un análisis profundo, antes de proponer respuestas.

[14] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, n. 75.

[15] Examen objetivo, saneamiento de los comportamientos y reformas de las instituciones, no conciernen solamente a los dirigentes de los países en desarrollo, sino igualmente a los de los países industrializados, en sus espacios nacionales como en las relaciones internacionales.

[16] Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 62.

[17] Ibíd., n. 61.

[18] Ibíd.

[19] Cfr. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, nn. 5 y 12; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, n. 12.

[20] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la 40a Asamblea general de la ONU, 18 de octubre 1985, nn. 2-3.

[21] Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1986 n. 2. Entre las sugerencias: reducir las tensiones entre Norte-Sur: «Pienso en las deudas que gravan sobre Naciones pobres, en una mejor y más responsable utilización de los fondos por parte de los países en vías de desarrollo» (ibid, n. 4).

[22] Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 77.

[23] Ibid., n. 64: «Esperamos también que las organizaciones multilaterales e internacionales encontrarán, por medio de una reorganización necesaria, los caminos que permitirán a los pueblos todavía subdesarrollados salir de los atolladeros en que parecen estar encerrados».

[24] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, n. 80.

[25] Pablo VI, Carta Octogesima adveniens al Sr. Cardenal Maurice Roy, 14 de mayo 1971, n. 19.







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