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Las mamás son un poco de pan y vino

Las mamás son un poco de pan y vino
Bondad, dulzura y alegría


Por: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma |



Yo creo que todas las mamás son un poco de pan y de vino.

“¡Es más bueno que el pan!”, solemos elogiar con aprecio. “¡Me lo comería!” es el mejor piropo. Por eso las mamás son como el pan: buenas, deliciosas, nutritivas. ¿Hay algo mejor que el pan? Sus corazones son blancos, tiernos y esponjosos, como el migajón. Las mamás son mansedumbre, bondad, y dulzura. Son trozos de pan. ¿Hay algo más largo y penoso que un día sin pan? El pan es necesario para la vida. No puede faltar en la mesa. El pan se parte y se distribuye entre los hijos. El pan alimenta y nutre cada jornada. ¿Hay algún manjar más humilde y más suculento? El pan nace del dolor, de la fecundidad del trigo, del sacrificio de la espiga. No podemos vivir si pan.

Las mamás son también vino. El vino alegra el corazón. El vino es alegría. El vino acompaña las fiestas y los momentos más felices de la vida humana. ¿Qué sería una boda sin vino? El vino nace de la uva, de su sacrificio en el lagar. El vino es la sangre de la uva... Un banquete sin solera, una mesa sin el añejo...

Por eso en este día tan especial, he querido llamar a las mamás: “pan y vino”. Y queriendo soñar, les otorgo el premio por mí inventado: “Título Marcelino, Pan y Vino. A la mamá más destacada del año”. No sabría a quién dárselo. Son tantas, tantas... ¿Por qué esta condecoración: Marcelino Pan y Vino? ¿En qué consiste este trofeo?

Érase una vez un huerfanito. Se llamaba Marcelino pan y vino. No había conocido a sus padres, pues murieron apenas él había nacido. Alguien lo dejó en una cestita, a la sombra de un convento. Los frailes lo recogieron muy pequeño y lo criaron con leche de cabra y los caldos que preparaba fray Papilla. Así transcurría su infancia, alegre y risueño. Nuestro protagonista es travieso, muy travieso. Juega con los animales, distrae la vida de los frailes con sus chiquilladas. Sus mejores amigos: Manuel, la cabra y el Mochito. Pero desde que ha subido al desván del viejo convento ha hecho migas con otro amigo.

Y es que este relato, desde mi más tierna infancia, lo escuché de los labios de una mamá. Despacio, con ternura, susurraba: Marcelino, Pan y Vino. Yo, tan pequeño, me emocionaba. No sabía si era verdad o mentira. Era suficiente llenar de estrellas y de ilusiones mi corazón de niño. Ahora quiero recordar mis páginas predilectas. ¿Te acuerdas? Decía así:

-¿Y cómo son las madres? -interrogó Marcelino-. Yo siempre he pensado en la mía y lo que más me gustaría de todo sería verla, aunque fuera un momento.

Entonces el Señor le explicó cómo eran las madres. Y le dijo cómo eran de dulces y de bellas. Y como querían a sus hijos siempre y de que se quitaban las cosas de comer y de beber y de abrigar para dárselas a ellos. Y a Marcelino, oyendo al Señor, se le llenaban los ojos de lágrimas y pensaba en su madre desconocida, con un cabello mucho más fino que la piel de Mochito y unos ojos mucho más grandes que los de la cabra y más dulces aún, y pensaba en Manuel, que tenía su madre y le decía “mamá”, llorando cuando Marcelino le tiró mucho de las narices con una pinza de colgar la ropa a secar.

Por fin llegó la hora de retirarse Marcelino, que fue cuando la campana tocó a comer, y el Señor se volvió a su Cruz. Tan cautivador había sido el relato de Jesús sobre las madres, que a Marcelino se le había olvidado quitarle la corona de espinas...

El Cristo llamó hacia sí al niño y, tomándole con las manos por los delgados hombros, le dijo:

-Bien, Marcelino. Has sido un buen muchacho y Yo estoy deseando darte como premio lo que tú más quieras.

Marcelino le miraba y no sabía cómo responderle. Pero el Señor, que veía dentro de él lo mismo que ve dentro de nosotros, insistía dulcemente, haciéndole presión con sus largos dedos:

-Dime: ¿quieres ser fraile como los que te han cuidado? ¿Quieres que vuelva junto a ti a Mochito, o que no se muera nunca tu cabra? ¿Quieres juguetes como los que tienen los niños de la ciudad y del pueblo? ¿Quieres, mejor, el caballo de San Francisco? ¿Quieres que venga contigo Manuel?

A todo decía que no Marcelino, con los ojos cada vez más abiertos y sin ver ya al Señor de lo mucho que lo veía y de lo cerca que lo tenía de sí.

-¿Qué quieres entonces? -le preguntaba el Señor.

Y entonces Marcelino, como si estuviera ausente, pero fijando sus ojos en los del Señor, dijo:

-Sólo quiero ver a mi madre y también a la tuya después.

 







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