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Transparencia y discreción

Transparencia y discreción
Jaime Nubiola reflexiona sobre la transparencia informativa, la verdad y la ética que debe de primar en el trabajo informativo.


Por: Jaime Nubiola* | Fuente: Fluvium.org



Dos virtudes hermanas necesarias y poco de moda

        Leí una buena parte de las notas necrológicas del veterano bancario español Rafael Termes, que aparecieron en la prensa a lo largo del mes de agosto.

En los últimos años había tenido ocasión de tratarlo como colega de claustro académico y me resultaba muy reconfortante comprobar el aprecio unánime de todos los que como periodistas, empresarios o banqueros habían tenido ocasión de relacionarse con él. Dos rasgos que se le atribuían llamaron especialmente mi atención: su permanente defensa de la transparencia en la gestión de los bancos y, a la vez, su exquisita discreción con todo lo relativo a su trabajo en la patronal bancaria.

        La transparencia y la discreción son dos cualidades que a primera vista parecen contrapuestas, pero que, si se llega hasta el fondo, no es difícil descubrir que son dos virtudes que estrictamente se exigen la una a la otra. Quizá esto se advierte con más claridad pensando en el caso exactamente opuesto.

¡Cuántas personas –todos conocemos a varias– incurren en peligrosas indiscreciones para aparentar una transparencia de la que carecen o para lograr un protagonismo que no merecen! Rafael Termes defendía la transparencia porque era una persona discreta, esto es, porque tenía la capacidad de discernir el alcance y la oportunidad de una determinada información y porque no tenía el menor afán de protagonismo en el borrascoso mar de la banca española de los setenta y ochenta. Estaba enamorado de la verdad, estaba comprometido en la búsqueda de las verdades realmente decisivas. Sabía que no podía mentir y quizá por eso tantas veces optaba discretamente por el silencio, al que acompañaba siempre con una sonrisa amable y elegante.

        La norma primera de la vida intelectual es la de decir siempre la verdad, sabiendo que ese principio no equivale a decir toda la verdad o todas las verdades en todo momento –lo que sería agotador–, ni tampoco equivale a tener que decírsela constantemente a todo el mundo, lo que resultaría insoportable, además de injusto en algunos casos. Sí que se identifica, en cambio, con una honda aspiración a que la veracidad y la transparencia presidan siempre todas nuestras relaciones y la organización misma de la sociedad.

Cuando no pueda decirse la verdad o toda la verdad, porque ésta resulte hiriente, porque no puedan entendernos o no quieran escucharnos, o simplemente porque no tengamos derecho a decirla, si no daña a nadie, lo sabio es optar por el silencio. Esto requiere un esforzado aprendizaje y, sobre todo, una gran humildad.

Conocer con facilidad lo que sea justo conocer

        La pretensión de que no sólo la veracidad, sino incluso la transparencia, presidan siempre las relaciones humanas y la organización de la sociedad es vista a menudo con recelo por muchas personas, que suelen descalificarla como un ideal adecuado quizá para la Madre Teresa de Calcuta, pero no para quienes vivimos en una sociedad tan compleja como la nuestra. Con toda seguridad esas personas no han caído en la cuenta de que la transparencia no sólo no está reñida con la discreción, sino que en última instancia la exige.

        Esa combinación de transparencia y discreción se advierte bien en los sistemas actuales para acceder a través de Internet a la propia cuenta bancaria: necesito que el sistema informático sea del todo transparente para mí, pero pido también a mi banco que no haga público el estado de mi cuenta corriente a otras personas, pues es cosa privada. Por el contrario, todos tenemos derecho a conocer en qué invierten los gobernantes nuestros impuestos, pues la transparencia en todos los actos de la administración pública es uno de los requisitos esenciales de una sociedad democrática.

La transparencia en el servicio público se complementa con el legítimo derecho de los ciudadanos a su privacidad. Cuando cada año voy a hacer mi declaración de renta y en el banco me muestran todos los ingresos sobre los que se me ha practicado la retención establecida, me llevo la impresión de que Hacienda me ha hecho una radiografía sin previo aviso. Afortunadamente no se hacen públicas las declaraciones a Hacienda, pues eso sólo suscitaría envidias, agravios y rencores. No hace falta ni es deseable que todos sepamos todo de todos.

¿Miedo a la transparencia?

        Recuerdo bien cómo el profesor de griego en mi juventud, el hoy afamado lulista Pere Villalba, nos hacía caer en la cuenta de que la primera sílaba del verbo griego "krinomai", juzgar, se encontraba presente en los términos castellanos "criba", "criterio", "discreción", "discriminación", en el inglés "screening" o en tantos otros nombres y verbos que tienen que ver con el juzgar, el calibrar, sopesar y distinguir. Una persona indiscreta es una persona sin juicio, sin criterio, para advertir que no tiene derecho a difundir una determinada información.

        Platón en La República recoge el mito del anillo de Giges, antecesor quizá de los modernos anillos de Tolkien. Giges era un pastor al servicio del rey de Lidia que un día, después de una violenta tempestad y de un temblor de tierra, vio abrirse una grieta en el suelo. Se introdujo por la grieta y en el fondo del abismo encontró, entre diversas maravillas, un cadáver cuyo único adorno era un anillo del que se apoderó.

Durante la siguiente reunión de los pastores descubrió casualmente que volviendo el anillo hacia adentro él se tornaba invisible y girándolo hacia fuera volvía a hacerse visible. A la vista de ese poder, se hizo nombrar miembro de la comisión de pastores que debía rendir cuentas al rey. En cuanto llegó a palacio sedujo a la reina, y de acuerdo con ella mató al rey y se apoderó del reino. Como es obvio, el mito parece sugerir que nadie es justo por propia voluntad, sino sólo por el control al que los demás le someten.

Platón piensa que pocas personas serían capaces de ser justas si fueran invisibles. "Nosotros creemos –ha escrito Alberto Buela– que debemos deshacernos de este mito" que ha producido tan grandes daños, pues lleva a justificar el totalitarismo, el control de todos los ciudadanos por parte del Estado. "El mito de Giges –prosigue Buela– hay que leerlo y entenderlo como la prueba máxima para el hombre justo, quien pudiendo obrar sin temor a que lo descubran prefiere hacer el bien y no el mal". La invisibilidad sería, en este sentido, un peligroso exceso de transparencia porque desgaja al individuo de la comunidad en que su vida cobra sentido. "Considérate feliz –advirtió Séneca– cuando puedas vivir a la vista de todos".

        En un contexto muy distinto el también filósofo Josef Pieper escribió que "sólo es transparente quien es invisible". Con esto quería decir que sólo las personas que no buscan el protagonismo, que no pretenden hacerse visibles a toda costa, sólo ellas, son realmente transparentes. Rafael Termes enseñó con su vida y con su permanente sonrisa esa discreta transparencia.

* Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía
Universidad de Navarra
17 de octubre de 2005 La Gaceta de los Negocios (Madrid)







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