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Diagnóstico prenatal y aborto
Un diagnóstico verdaderamente médico sirve no sólo para conocer si un embrión o un feto es sano o es enfermo, también para pensar en cómo curarlo, cómo amarlo, cómo acogerlo


Por: Fernando Pascual | Fuente: catholic.net



El diagnóstico prenatal permite conocer “algo” acerca de la salud y las características (no todas) del hijo que ha iniciado su vida. Las distintas técnicas informan sobre el sexo, la configuración genética, las posibles deformaciones durante los primeros meses de embarazo.

Pero algunos los diagnósticos son peligrosos. Por ejemplo, la amniocéntesis, si es realizada demasiado pronto o por personal no muy adiestrado, provoca no pocas veces la muerte de algunos hijos o serios daños en los mismos.

Otros diagnósticos no son precisos. La famosa ecografía no llega a una claridad absoluta sobre ciertas enfermedades. En no pocas ocasiones se avisa a los padres de algún defecto, cuando en realidad el feto es completamente sano. O, al revés, se dice que todo va bien, y después del parto la familia queda sorprendida al descubrir tras el nacimiento deformaciones no previstas.

Existe, además, un mal muy grave en muchos diagnósticos: programar la destrucción o asesinato (eso es cada aborto) cuando se descubran en el hijo ciertos defectos o alguna característica no deseada por los padres.

Noticias recientes confirman cómo en algunos hogares y países domina una mentalidad eugenésica, en la que sólo es acogido un hijo si “cumple” un mínimo de requisitos exigidos por los padres. Por eso, hay regiones en donde miles de hijas son asesinadas simplemente porque en el diagnóstico prenatal se descubrió que el feto era femenino y los padres querían un niño y no una ni_a. En otros lugares, se ha convertido casi en algo rutinario eliminar sistemáticamente a los embriones y fetos que tienen el síndrome de Down u otras enfermedades genéticas. También hay quienes pretenden abortar al feto cuando los padres descubren que tiene el labio leporino...

No faltan situaciones doblemente absurdas. Como la que ocurrió en Italia en los primeros meses de 2007. Después de dos ecografías, los médicos informaron a una señora que su hijo, un feto de 22 semanas, tenía una distrofia en el esófago, lo cual puede curarse en algunos casos, mientras que en otros provoca la muerte. La clínica aconsejó a los padres hacer análisis más precisos, pero estos decidieron recurrir al mal llamado “aborto terapéutico” (que en realidad es un aborto que no “cura” nada, sino que simplemente asesina al hijo enfermo).

Cuando se inició el aborto, el feto salió todavía vivo... y sano. Intentaron salvarlo a través de modernas técnicas de reanimación que hoy pueden ser aplicadas con éxito en fetos pequeños y frágiles. Con sus apenas 500 gramos, el hijo pudo sobrevivir todavía 6 días. Pero al final, en la noche entre el 7 y el 8 de marzo de 2007, falleció, aunque pudo haberse salvado si hubiera sido reanimado inmediatamente. Sobre todo, habría nacido sano si el amor y la justicia lo hubiesen defendido en el seno de su misma madre.

Muchos han levantado protestas y quejas contra un sistema sanitario que ha permitido “esta desgracia”. Las protestas eran de este tipo: “¿cómo es posible que un diagnóstico avise de una enfermedad cuando el hijo es sano?” “¿Cómo es que se procedió al aborto sin haberse asegurado antes cuál era la verdadera condición del hijo?” Pero estas protestas no tocan el error fundamental de toda esta trágica historia: ¿es que el tener ciertos daños físicos da permiso a unos padres y a unos médicos para asesinar a un hijo? ¿Habría sido “menos grave” este aborto si se hubiese constatado que el feto carecía realmente del esófago?

Un diagnóstico verdaderamente médico sirve no sólo para conocer si un embrión o un feto es sano o es enfermo. Sirve, sobre todo, para pensar en cómo curarlo, cómo amarlo, cómo acogerlo. Todo ser humano vale igual que los demás seres humanos. No podemos decir que los sanos gozan de un certificado de superioridad respecto de los enfermos. Cualquier forma de racismo y de discriminación debe ser erradicada de la sociedad si queremos, de verdad, alcanzar un mínimo de justicia.

El caso de este niño italiano es sólo una punta de iceberg de un mundo en el que existe una profunda crisis de amor y un vacío muy grave de justicia. Podremos curar males tan profundos desde una mirada profunda hacia el hijo, para descubrir en él a alguien digno de respeto, a alguien necesitado de cari_o, a alguien que vale por sí mismo, a alguien que embellece al mundo. Con su salud o sus defectos, con su fragilidad y su futuro incierto, con sus ojos vivos o su dolor: ese peque_o dentro de un útero es una belleza, amado por Dios y mendigo de amor entre sus padres. Porque es, simplemente, eso: un hijo...







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