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¿Agobiado o Resucitado?
Vivimos en una época en que el hombre, más que nunca, se siente profundamente agobiado


Por: Carlos M Buelba | Fuente: padrebuela.org



1. El hombre agobiado

Agobiado es un adjetivo que indica, según el diccionario de la Real Academia, al que está «cargado de espaldas o inclinado hacia delante». «Agobiar», es voz derivada del latín «gibbus=giba», o sea, joroba (del árabe «huduba»; de allí el fig. fastidiar, molestar) según su significado etimológico, no es otra cosa que «inclinar o encorvar la parte superior del cuerpo hacia la tierra» o en su segunda acepción: «hacer un peso o carga que doble o incline el cuerpo sobre que descansa». De ahí que, figuradamente, agobiado es el hombre que lleva un peso grande que lo abate, lo deprime, le hace bajar los brazos, lo deja cansado, sin ilusiones, sin ganas de luchar. Es un hombre sin «burbujas», apesadumbrado.

¿Qué cosas agobian a nuestros contemporáneos?

1º) – El hombre moderno está agobiado por las preocupaciones de este mundo: los problemas familiares, las crisis, las situaciones económicas… vive agobiado por el exceso de trabajo: vivimos en una sociedad materialista en la que el trabajo nos impide descansar y dedicar un tiempo a nuestra alma, a Dios, a nuestras familias. Poco a poco nuestro pueblo se va quizá asimilando a lo que es característico de la cultura japonesa: no trabajar para vivir sino vivir para trabajar. Desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, ¡cuántos intentos por suprimir el domingo, día instituido por Dios precisamente para el hombre agobiado, para todo el que está fatigado por el peso del trabajo semanal! Además, ¡cuántas veces y con cuánta facilidad los mismos católicos transgredimos para nuestro daño espiritual, no solamente el precepto de la misa dominical sino también el precepto del descanso dominical, ambos resumidos en el tercer mandamiento: santificarás las fiestas! Nos dice Dios, en Ex 20, 2–17: Recuerda el día del sábado para santificarlo –ahora es el domingo, por haber resucitado Cristo en este día–. Seis días a la semana trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo día descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado.

 Pero en muchos países, muchas personas se sienten agobiadas más que por este exceso de trabajo, por la falta de trabajo, la cual ha producido en muchas personas la tan actual depresión laboral, o tantas situaciones de desesperación, que incluso han llevado a suicidios motivados por la pérdida de un empleo…



2º – En nuestros días, vemos que los hombres se sienten terriblemente agobiados por muchos miedos: hoy, como nunca, se ve a la gente con tanto miedo. El miedo es una pasión que paraliza, que nos impide crecer espiritualmente. La violencia que se experimenta en las calles, que llega a nuestras casas a través del televisor, hace que el hombre tema constantemente: desde la madre que está terriblemente preocupada por la hija o el hijo que no regresa al horario en que avisó que volvería del trabajo o de la escuela, hasta los ancianos que se encierran en sus casas, con mil pasadores y candados en las puertas, por temor al ladrón, al asesino…

3º – Un fenómeno de nuestra época, aunque ha sido una angustia para todos los tiempos, desde que entró el pecado en el mundo, es el peso de la enfermedad. A pesar de los avances de la ciencia, ¡cuántos hombres viven agobiados por las enfermedades, muchas de ellas todavía incurables! Los dolores físicos son una carga muy difícil de llevar, que muchas veces vienen acompañados de otra enfermedad tan característica de nuestros días: ¡la depresión! La misma es un peso, un agobio tremendo: la depresión abate físicamente y espiritualmente al hombre, lo encorva literalmente.

4º –Pero en realidad no hay ninguna cosa que agobie tanto al hombre, como es el peso de sus pecados.

5º – Ahora bien, por la fe sabemos que por el pecado entró la muerte en el mundo, y esta muerte, originada en el pecado de nuestros primeros padres, hace que vivamos agobiados y humillados por un peso insoportable, si no tenemos una respuesta satisfactoria a nuestros interrogantes existenciales: ¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Para qué fin estoy sobre la tierra? ¡Cuántos hermanos nuestros no han logrado dar con una respuesta acertada y viven angustiosamente agobiados por el peso de la muerte de un ser querido, ya sea la madre, el padre, un hijo, un amigo…!

En definitiva, al hombre moderno le agobian todas las cosas que causan molestia o fatiga, o más aun, las cosas que le causan tristeza o dolor, y esclavitud anímica o espiritual.



2. Jesucristo resucitado libera al hombre de su agobio

 Ante todos los hombres agobiados, encorvados espiritualmente o físicamente por todas estas cargas que son consecuencia del pecado de nuestros primeros padres y de nuestros propios pecados, se nos presenta fulgurante la figura de nuestro Redentor: Jesucristo, agobiado como nadie bajo el peso de la cruz, que cargó con nuestros pecados y nuestras enfermedades, al punto que por sus heridas hemos sido curados (Is 53,5). Mas en este momento, en esta noche sublime, Cristo se nos presenta glorioso, triunfante de todas sus angustias, resucitado de entre los muertos…

¡Sí!, a todos los hombres agobiados Jesucristo resucitado les dice, hoy más que nunca: Venid a mí, todos los que estáis afligidos y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón; y encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana (Mt 11,28–30).

1– Ante el agobio de las preocupaciones de este mundo, Cristo resucitado tiene una solución: Él, como Único Maestro, le enseña a los hombres de hoy, es decir, a cada uno de nosotros: Buscad el Reino de Dios y su justicia y las demás cosas se os darán por añadidura (Mt 6,33); a tantas personas fatigadas de tanto trabajar, agobiadas, quizá nos recuerde lo mismo que a santa Marta: Marta, Marta, por muchas cosas te afanas y sola una es la necesaria (Lc 10,41). O mejor aun, nos señale con toda claridad, como lo hizo con la multitud de judíos que le buscaba ansiosa luego de la multiplicación de los panes: trabajad no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre (Jn 6,27).

«No trabajen por el alimento de cada día», sencillamente quiere expresar la prioridad de valores que debemos dar a lo espiritual por encima de lo material. ¡Tenemos que trabajar…! Para alimentar a nuestros hijos, para sustentar a nuestra familia… pero no debemos dejar esclavizarnos por tantas inquietudes, problemas familiares, etc., que nos impiden dar prioridad a lo espiritual, nos hacen olvidar del primer mandamiento.

Ante el agobio por las muchas tribulaciones, conflictos, angustias, aflicciones… Jesús resucitado nos repite individualmente en nuestra alma: Os digo esto para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16,33). El don de la paz interior en el sufrimiento, es fruto de la victoria de Cristo; por eso Él nos dejó su paz y constantemente está dispuesto a comunicárnosla. Así vemos que lo primero que dijo, luego de la resurrección a los apóstoles, que se encontraban turbados por mil remordimientos, angustias y temores, cuando se les apareció por primera vez estando las puertas cerradas del Cenáculo, fue sencillamente: ¡La paz esté con vosotros! (Jn 20,19).

2– Ante el agobio del miedo, los mismos ángeles que fueron los primeros en anunciar la resurrección del Señor, hoy nos dicen a nosotros lo que avisaron a las santas mujeres: No temáis. Yo sé que vosotras buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho (Mt 28,5). Pero no son sólo los ángeles quienes nos animan, sino que el mismo Señor, que en el camino se apareció a estas mujeres llenas de temor, hoy, como en aquella madrugada de la resurrección, nos da fuerza, nos robustece, con las alentadoras palabras que nos deben marcar definitivamente en nuestras vidas: Soy yo, no temáis (Mt 28,9). Constantemente Cristo nos dice: No temáis. Lo dijo a través del ángel a María, a José, a los apóstoles en la tempestad, luego de la resurrección, a San Pablo prisionero, cuando se encontraba lleno de temores por los peligros que le acechaban en Corinto: No temas. Sigue predicando y no te calles. Yo estoy contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para dañarte, porque en esta ciudad hay un pueblo numeroso que me está reservado (He 18,9–10). En definitiva, todo la fortaleza que nos da el Señor, se reduce a esta realidad: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar al alma (Mt 10,28).

3– Ante el agobio del pecado, la fe nos dice: «Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia»[1]. Y esto que Pablo VI señalaba en el Credo del Pueblo de Dios tiene su fundamento en aquella expresión patética del apóstol a los corintios: Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aun estáis en vuestros pecados. Por consiguiente, los que murieron en Cristo se perdieron (1Cor 15,17), lo que quiere decir que si no hubiese resucitado, nuestros pecados no habrían sido perdonados.

4– Ante el agobio de la enfermedad, el Señor resucitado nos habla por boca del apóstol San Pablo para decirnos: Y nosotros sabemos que aquel que resucitó al Señor Jesús nos resucitará junto con él y nos reunirá a su lado junto con ustedes (…) Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida. Porque no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (1Cor 4, 14–18).

 Ante el agobio de las tristezas de este valle de lágrimas, nuestra actitud debe ser la de los Apóstoles apenas vieron al Señor: Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor (Juan 20, 19). La alegría es un mandato de Cristo resucitado a todos sus discípulos. Fue lo primero que ordenó a las santas mujeres cuando se les apareció en el camino: Alegraos.

5– Finalmente, ante el agobio por el problema de la muerte, Cristo nos da la esperanza de la futura resurrección: Si solamente para esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más miserables de los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que durmieron. Puesto que por un hombre vino la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos. Porque como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados (1Cor 15, 19–22).

3. Los dos principales beneficios de la resurrección de Cristo para el hombre agobiado

La resurrección de Nuestro Señor nos trajo dos beneficios principales, en los cuales se pueden resumir los puntos anteriores: nuestra futura resurrección corporal y nuestra presente resurrección espiritual.

a) La futura resurrección corporal

De la primera, tenemos que recordar que es un dogma de fe que profesamos en el Credo cuando decimos: «Creo en la resurrección de la carne, creo en la resurrección de los muertos». Lamentablemente hay que confesar que un número muy significativo de católicos da muy poca importancia a esta verdad de fe, principalmente porque es muy poco predicada. No sucedió así con los primeros cristianos, que era una de las verdades que más tenían asimiladas. Basta leer los testimonios de fe en la resurrección de los muertos que escribían en sus sepulturas. Pero si bien no se lo dice explícitamente, San Pablo nos podría recriminar como a los corintios: ¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe… ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1Cor 15,12.14.20).

b) Nuestra presente resurrección espiritual.

Cuando el antiguo Catecismo Romano se preguntaba por qué señales se conoce que uno ha resucitado espiritualmente con Cristo, hermosamente respondía con la frase del apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios Padre (Col 3,1), claramente indica que los que desean tener la vida, los honores, la paz y las riquezas, allí sobre todo donde está Cristo, han resucitado verdaderamente con Cristo; y cuando añade: saborearos en las cosas que están sobre la tierra, agregó también como una segunda señal, para poder con ella conocer si realmente hemos resucitado con Cristo. Pues así como el gusto suele indicar el estado y la salud del cuerpo, de igual suerte, si agradan a uno todas las cosas que son verdaderas, las que son honestas y las que son justas y santas, y con el sentido interior del alma percibe en ellas el gozo de las cosas del Cielo, esto puede ser una prueba excelente de que, quién así se halla dispuesto, ha resucitado en compañía de Jesucristo a la vida nueva y espiritual»[2].

«De cómo al alma muerta por los pecados se le propone como modelo la resurrección de Cristo, lo explica el mismo Apóstol diciendo: Así como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también procedamos nosotros con nuevo tenor de vida. Pues si hemos sido injertados con Él por medio de la semejanza de su muerte, igualmente lo seremos también en la de su resurrección y pasadas algunas líneas, añade: Sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Porque la muerte que Él murió, la murió al pecado una vez para siempre; mas la vida que Él vive, la vive para Dios y es inmortal. Así también vosotros teneos muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús[3].

Porque el amor de Cristo nos apremia, al considerar que, si uno murió por todos, entonces todos han muerto. Y el murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (1Cor 5, 14–15).

Conclusión:

Hemos visto como de la resurrección del Señor, han llegado a la humanidad los bienes más grandes. Por eso, todo hombre agobiado, en definitiva, tiene que hacer suya la oración de los discípulos de Emaús, cuando le rogaron sin aun reconocerle: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba.

Debemos resucitar con Cristo: ¡Ser hombres nuevos! No hombres agobiados, sino hombres espirituales. No apesadumbrados, sino con alegría de vivir. No abatidos, sino con ansias de hacer el bien al prójimo. No con los brazos caídos, sino con gran capacidad de lucha frente al mal. Sólo empeñados en el bien, en favor de la vida, de la libertad, de la justicia, del amor y de la paz.

 No lo olvidemos nunca: Cristo resucitado nos sigue diciendo: Venid a mí, todos los que estáis afligidos y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón; y encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana (Mt 11, 28–30).

María nos lo recuerde siempre.


 

Notas:

[1] cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, BAC (Madrid 1968) 11–34.

[2] Concilio de Trento, Catecismo Romano, I, VI, 15.

[3] cfr. Ro 6,4–11.







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