Las enfermedades de la afectividad, y la inteligencia
Por: Dra. Zelmira Seligmann | Fuente: XII Jornadas de Psicología Cristiana

1. Introducción
Como son varios los fenómenos afectivos, voy a limitarme a hablar de dos, que me parecen muy importantes por el deterioro que causan en la inteligencia cuando están desordenados, y porque aparecen ya sea como causa o como síntoma en las enfermedades mentales. Me referiré al deseo y a la ira.
En mi exposición tomaré el pensamiento de los Padres de la Iglesia y de Santo Tomás de Aquino (1) , y lo analizaré a la luz de los estudios y la experimentación de la psicología, en la actualidad.
Tanto el deseo como la ira, como puras pasiones, o sea relacionados a bienes sensibles, si están sometidos a la razón (que busca la verdad y sigue el bien) son sanos y naturalmente buenos. Son enfermos cuando –podría decirse– no son “razonables” o desordenados de la recta razón. Pero estos afectos tienen una dimensión más amplia, que va más allá de lo sensible, y que está relacionado con la inteligencia y la voluntad que debe dirigirlos a su verdadero fin para que la personalidad sea sana. Por ejemplo, desear ser santo o en el caso de la ira, como cuando Cristo se enoja con los mercaderes que profanan el templo, revelan ser afectos sanos y ordenados.
Santo Tomás enseña que “El irascible y el concupiscible [la ira y el deseo en este caso] obedecen a la parte superior, en la cual está el intelecto o razón, y la voluntad.” (2) O sea que los afectos están sometidos a aquello que la parte superior del hombre ve como fin y decide seguirlo. Sin embargo sabemos por experiencia que muchas veces los afectos se “escapan” o se “desbordan” de lo que queremos concientemente, van más allá de lo que querríamos sentir. Por eso Aristóteles decía que el alma domina el cuerpo con poder despótico, y en cambio el intelecto debe dominar los apetitos con poder político. (3) Lo llama político porque es el poder que se usa frente a aquellos que pueden rebelarse. Esto quiere decir que uno tiene que saber “manejar” sus afectos con argumentos razonables, porque ellos pueden adquirir cierta autonomía e insubordinarse a los mandatos de lo racional, que es lo que debe regir la vida del hombre para ser plenamente humana.
2. Cuando el deseo enferma....
Primero que nada debemos definir el deseo, y entonces diremos que es un “movimiento o tendencia a un bien ausente o futuro”(4) . Es un movimiento hacia el objeto deseado y hay una relación con el placer o deleite que pensamos que nos dará ese objeto. El deseo cuando se refiere al cuerpo, a la búsqueda de bienes sensibles, es limitado y saciable (comer, beber, etc) porque se refiere sólo a lo que la naturaleza requiere; pero en cuanto se da con la participación de la inteligencia y la voluntad, es infinito e insaciable porque la cosa deseada tiene cierta razón de fin, y puede ser amada y deseada sin medida, aún cuando las cosas en sí sean limitadas, como puede pasar con la codicia de las riquezas, los placeres, los honores mundanos, etc. El deseo de las cosas como fin es infinito, mientras que el de los medios, está limitado a la medida que lleva al fin. Por eso los que ponen su fin en las riquezas, por ejemplo, tienen deseos infinitos y son insaciables, nunca se satisfacen; pero los que desean el dinero para satisfacer las necesidades propias de la vida, tienen deseos finitos y limitados a lo suficiente para satisfacer la necesidad.
Todo hombre quiere ser feliz, y este es el deseo más fundamental. Porque el hombre quiere conocer su causa, hay un deseo de Dios. El hombre fue creado para unirse a Dios, que es el sumo Bien, y es el fin de todo deseo. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 27; cfr. 1718) que “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre porque ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.
Todo deseo está ligado a un placer, a un deleite, por eso en la orientación de ese deseo de Dios, el hombre recibe una felicidad y un gozo espiritual infinito que no puede encontrar fuera de Dios, porque las cosas creadas (que son finitas) no pueden dar más que un placer o una felicidad limitadas.
Con el pecado original el hombre fue tentado a seguir otros placeres inferiores más fácilmente accesibles e inmediatos; entonces invirtió la dirección de su deseo prefiriéndose a sí mismo en vez de buscar la contemplación de las realidades divinas. Así comenzó a desear las creaturas y quiso gozar de ellas egoístamente, fuera de Dios. Por eso san Máximo dice que por el pecado el hombre quiso adueñarse de las cosas de Dios, quiso ser como Dios, pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (5). Esta desviación del deseo innato de Dios, constituye una perversión, una desnaturalización que debilita la vida racional, y que terminará en una enfermedad mental. Cuanto más se aman y desean los objetos sensibles, menos se ama y desea a Dios.
El deseo del hombre caído, el deseo que ha perdido su propio fin, busca sucedáneos en los placeres sensibles que son como burdas imitaciones de una felicidad espiritual que se ha perdido. Esto lo retoman las corrientes psicoanalistas contemporáneas, las cuales dan mucha importancia a la “función del deseo”, que es el deseo perverso, como dice Lacan, porque se refiere a un bien sensible inmediato (especialmente el placer sexual) pero que tiene un fin malo, que es la rebelión a Dios y la condenación del alma. Cuando se dejan de lado los deseos de Dios y las realidades espirituales, el hombre se vuelve hacia los objetos más bajos, carnales y sensuales.
Una característica propia del deseo es que tiene la capacidad de unificar la personalidad en base al objeto deseado y buscado. Cuando hay una inversión deseando lo inferior, la personalidad se divide, porque los seres particulares y sensibles son múltiples, y se diversifican los objetos del deseo. Incluso aparecen deseos contradictorios, porque se buscan diferentes placeres, cada vez con mayor intensidad y, podría decirse, con mayor ansiedad, porque nunca satisfacen. A nivel sensible, no se puede separar el placer del sufrimiento que causa su desaparición, por eso también para evitar el dolor se multiplican los placeres, acrecentando también el sufrimiento cuando estos terminan. Se corre de objeto en objeto, se prueba uno y otro placer sin lograr pacificar el alma, y así la frustración es permanente y cada vez más profunda.
Se nos enseña en el Evangelio que “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). El alma es dinámica, no puede dejar de estar en movimiento, tiende a una cosa o a su opuesta, invirtiendo su orientación. El que no desea a Dios y las cosas divinas, desea lo sensible y ama las cosas mundanas, porque el deseo no puede quedar vacío, no se puede dejar de desear.
Este deseo perverso, invertido, es contrario a la razón, es una especie de locura. La inteligencia no capta la realidad, ni su valor, ni su orden, ni su verdadera proporción. Hay una confusión en el conocimiento. Hace que las cosas bajas, sensibles, materiales, carnales, sean más apreciadas y valoradas que las del espíritu. Se absolutizan los deseos mundanos y los placeres terrenos. Las realidades sensibles se convierten en falsos dioses, en ídolos que invaden toda la vida, desordenada y enferma. El mundo pasa a ser una proyección de sus deseos y todos los seres –incluso los humanos– son percibidos y valuados en la medida que den satisfacción a sus deseos más bajos y sus caprichos sensuales. Entonces las relaciones humanas se vuelven relaciones de objetos; se usa a las personas como objetos para conseguir los propios fines; aunque muchas veces se haga esto en forma solapada, escondiendo el interés egoísta. Es así como entran en crisis –en la sociedad moderna– las relaciones personales, familiares, comunitarias y hasta institucionales.
Pero también es muy grave la confusión mental que se produce por el conocimiento del bien y el mal, que no se alcanza a distinguir. Y esto es propio de la cultura actual: el mal es tomado como bien y el bien como mal. Con el deseo pervertido el hombre se engaña continuamente en la búsqueda de su bien y se sumerge en la experiencia del mal, pues ve como bueno sólo lo que es agradable y placentero. Busca lo que hoy en día llaman “bienestar” y rechaza el bien porque no le causa placer inmediato. Pensemos cómo se evita hablar de mortificación, de penitencia, de generosa abnegación; y cómo se busca que todo sea divertido y entretenido (por ejemplo: las clases, las tareas, incluso... ¡¡la Santa Misa!!!). El bien y el mal adquieren un valor exclusivamente subjetivo según el deseo sensible y en función del placer. La inteligencia es continuamente inducida a error, hay una falsa visión de la realidad, por lo cual la persona se sumerge en un mundo de apariencias, ilusorio, ficticio, delirante.
Este deseo perverso lleva a la auto-destrucción. La personalidad, enceguecida frente a la verdad y la realidad, comienza un camino de sufrimientos psíquicos: angustias, inquietudes, depresiones, crisis (matrimoniales, laborales, vocacionales, etc), y trastornos en la personalidad, especialmente en la inteligencia. Porque la inteligencia pierde su función natural contemplativa de la verdad. Cuando se frustra el deseo natural de Dios, nada puede llenar la falta de Dios, ese deseo infinito de infinito, de felicidad infinita, que tiene el hombre. El pecado no destruye la capacidad desiderativa, sino que le cambia la orientación, que permanece proporcionada a su objeto divino, por lo cual cae inevitablemente en el vacío y la insatisfacción “ontológica”.
3. La enfermedad de la ira
La ira se define como el apetito de venganza frente a un daño recibido. Las causas son el dolor o tristeza y el deseo de venganza. La ira como pasión es buena en tanto tiene como finalidad luchar contra el mal, contra el pecado, pero en la naturaleza caída se ha invertido su finalidad y comprende todas las manifestaciones agresivas patológicas. Los Padres de la Iglesia y Santo Tomás le han dado mucha importancia porque es un afecto que aparece de diversas formas: exteriores o interiores, abiertas u ocultas, sutiles o groseras, pero que destruye al prójimo y a la sociedad de muchas maneras. Podría decirse que hoy en día es el gran problema de la humanidad.
La ira es un afecto muy complejo porque en ella se juntan diferentes situaciones más o menos conflictivas y varias pasiones (como el amor propio, el dolor o tristeza, el deseo de venganza, el placer, etc.).
De alguna manera puede decirse también que es la pasión en la que interviene más la razón, al menos antecedentemente, porque supone una valoración del daño recibido –que puede ser adecuado a la realidad o imaginado–, una comparación con el propio valor, y la venganza o castigo relativo al mal recibido. Justamente por esto es propio de la ira “silogizar” o usar de silogismos, de razonamientos –que pueden ser verdaderos o falsos–, pero que pertenecen a la razón(6). Ya Aristóteles habló de lo que se llama el silogismo del incontinente (7), que es un razonamiento práctico por el cual se justifica el desorden pasional.
La ira no es provocada por una pequeña molestia, sino por un daño que se estima grande o al menos se ve como tal, algo que impide lo que se quiere o desea, o cuando la persona se ve herida en su propio yo. Hay deseos frustrados o placeres impedidos. En este sentido se puede interpretar lo que la psicología contemporánea llama “tolerancia a la frustración”. Cuando estos niveles son bajos, como sucede tan a menudo en la cultura moderna, se exacerba la ira. También la susceptibilidad, el orgullo y el egocentrismo trastornan la visión de la realidad, el modo de razonar, y provocan la irritación. Muchas veces ya hay una predisposición para irritarse, incluso hereditaria, en lo que se suele llamar temperamento colérico. Pero Santo Tomás hace al respecto una aclaración muy sabia y dice: “por parte de la razón, le es natural al hombre irritarse y amansarse; en cuanto que la razón, de un lado, causa la ira, indicando su causa, y de otro, la calma”(8). Por ejemplo: uno puede pensar que el prójimo es malo y nos quiere hacer mal y entonces surge la ira, o uno elige pensar en las cosas buenas que el otro tiene, que incluso puede haberse equivocado, o haber obrado por ignorancia, y entonces uno se mantiene tranquilo. Esto es lo que han hecho tantos santos, al menos tenemos un claro ejemplo en San Francisco de Sales que, siendo de complexión colérica, pacificó tanto sus afectos que se lo ha llamado el doctor de la mansedumbre y de la dulzura.
La ira es una pasión pasajera y causa daño a otro deseando que el otro lo sienta, que le duela, y reconozca el mal que hizo por lo cual se lo quiere castigar. Por eso es más grave el odio que la ira, porque es un afecto permanente y se desea el mal sin medida ni misericordia, se desea el mal por el mal mismo. Pero advierte Santo Tomás que la ira desordenada, con el tiempo, causa odio.(9) Las personas que están siempre furiosas con los demás, no sólo deterioran su modo de percibir la realidad y de razonar, sino que van haciendo un hábito, más profundo y más universal, que es el odio. Así también se van desarrollando otros afectos más duraderos relacionados con la ira como el resentimiento, el rencor, la ironía, las rivalidades, luchas, agresiones, etc.
Lo mismo sucede con la ira dirigida hacia los animales y los seres inanimados (10) que, en sí mismos, no pueden tener la intención de dañar y por lo tanto no es razonable la venganza, porque no pueden reconocer que hicieron un mal. Pero hay personas que se enojan con todos por la más mínima cosa, lastiman los animales y hasta rompen objetos, el mundo se vuelve un irracional campo de batalla.
Para los Padres de la Iglesia, la fuente fundamental de la ira son la vanagloria y el orgullo. Sin lugar a dudas, el orgullo la consolida y la fortifica, porque el hombre se siente herido en su amor propio, humillado, ofendido, y siempre esto se da en relación a la imagen de superioridad que tiene de sí mismo. Es más, en la ira hay placer en la venganza y en el daño infligido a aquel que se atrevió a despreciarlo o injuriarlo. Por eso la causa cuasi formal de la ira es la propia excelencia (la soberbia), o superioridad real o imaginaria del que se irrita creyendo que el menosprecio es injusto, porque se considera superior.(11) Lo que provoca la ira es siempre algo que se considera injusto, por eso dice Aristóteles: “si los hombres juzgan merecido lo que sufren de parte de quien les hiere, no se irritan.” (12)
De esta manera Santo Tomás pone los remedios para la ira:
1) que es necesario despojar el acto que padecemos del sentido de menosprecio o de daño intencionalmente hecho,
2) hay que destruir la soberbia con la humildad; ser humildes, reconociendo que nosotros también muchas veces pudimos haber hecho daño a los demás, que tenemos defectos y fragilidades;
3) no dar entrada a la sospecha, sino al perdón;
4) apartar la tristeza que es raíz de la ira;
5) la contemplación e imitación de Cristo paciente y manso, y el amor a la Eucaristía, donde Dios se humilla al extremo por el bien de los hombres. (13)
La ira es considerada por los Padres de la Iglesia como una verdadera locura, porque la persona que estalla en un ataque de furia pierde el control de sus actos, dice cosas sin razón, generalmente no sabe lo que dice, se vuelve desconocido para sí mismo y para los demás, aun en sus movimientos exteriores, con una agitación psicomotriz muy característica de esta pasión. Produce trastornos fisiológicos y llega a enfermar el cuerpo, pero especialmente enferma el alma.
Principalmente perturba el uso de la razón, a tal punto que puede llegar a excluirla de sus actos. Este afecto desordenado oscurece la inteligencia, y sumerge a la persona en una confusión mental que la hace incapaz de juzgar correctamente, ya que no puede reflexionar, pierde la penetración y conocimiento de la realidad. Se parece a un ebrio o un alienado, que con una conciencia turbia deja de respetar los valores más fundamentales. Los Padres de la Iglesia comparan las formas más violentas de cólera con una posesión diabólica donde la persona ya no es dueña de sí misma, sino víctima de un espíritu maligno que la domina.
En tanto que agrava las malas pasiones y sobre todo el orgullo, aleja de Dios y de la dulzura de la caridad. La ira desordenada refuerza la agresividad y debilita la capacidad del hombre para luchar contra el mal; lo paraliza en el combate espiritual. Es un gran obstáculo para la oración y la contemplación.
Santo Tomás analizando los efectos de la ira dice que la “efervescencia de la ira va acompañada de amargura que consume, puesto que tiende al castigo del contrario”.(14) La persona se va deteriorando porque sus pensamientos están puestos en estos daños: el que supone que le hicieron y en cómo vengarse haciendo algo igual o peor.
Por eso es central entre los efectos de la ira, el hecho de que impide el uso de la razón. Dice así: “La ira entre todas las pasiones es la que más impide el juicio de la razón. (...) estorba el juicio perfecto de la razón, como no escuchándole del todo a causa de la conmoción del calor que la mueve intensamente.”(15) Como bien hace notar el santo doctor la ira por una parte se da con la razón, como ya hemos dicho, pero por otra parte la obstaculiza, y no sólo en su uso sino también a veces en su exteriorización y entonces la persona se vuelve, según Santo Tomás, “taciturna” o sea callada, cerrada, apenada, deprimida. Y cita a San Gregorio afirmando que “la ira, reconcentrada en el silencio, hierve con más fuerza dentro del alma.” (16)
Los psicólogos no podemos dejar de ver en estas descripciones hechas por Santo Tomás, algunas patologías graves (pero también bastante comunes en nuestra sociedad), como por ejemplo la psicosis maníaco-depresiva (hoy en día llamado trastorno afectivo bipolar), donde se alternan los estados de excitación maníaca (la manía es considerada por Santo Tomás como una forma de ira) y este estado de cerrazón y de pena profunda, llamado depresión.
Pero nuestro santo doctor profundiza más el tema y afirma que el crecimiento de la ira impide la razón y llega hasta “reprimir la lengua; pero otras veces va más lejos, y llega a impedir el movimiento de ésta y el de otros miembros exteriores. (...)
La perturbación del corazón puede llegar en casos extremos a impedir con su movimiento desordenado los movimientos de los miembros exteriores, y entonces sobreviene el silencio y la inmovilidad de los miembros y, en ocasiones, incluso la muerte.”(17) Nuevamente podemos ver aquí otra patología también bastante generalizada en nuestra época y es la llamada “ataque de pánico”. Sin duda estas enfermedades mentales han existido siempre, y por eso tanto los Padres de la Iglesia como también los santos doctores –con un profundo conocimiento de la psicología del hombre– le han dado tanta importancia. Quizás los psicólogos y también los psiquiatras (que tratan estas patologías con medicación) deberían tener más en cuenta esta ira reconcentrada que subyace en la mayoría de las patologías. Bien saben estos profesionales que –en muchas de las enfermedades mentales graves y siempre en las neurosis (patologías de origen psíquico)– hay rebelión y una rabia incontenible. Las razones son muchas, pero los remedios pocos: los que enunciamos más arriba citando a Santo Tomás.
La inteligencia que busca la verdad y la voluntad que sigue el bien, deben dirigir la vida para que sea plenamente humana. Y así los afectos –para ser sanos– deben ordenarse a esa Verdad contemplada. Pero este orden no puede darse en la personalidad si no es reconociéndose creatura frente al Creador, en una actitud profundamente humilde.
Notas
1)Tomaré como fuente la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino y a Jean Laude Larchet en su obra Therapeutique des maladies spirituelles, Cerf ,Paris, 2000.
2)Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Tomo III, BAC, Madrid 1959. (De ahora en adelante S. Th.) I S. Th. q 81 a 3 corpus.
3) Cfr. I S. Th. q 81 a 3 ad 2
4) I-II S. Th. q 30
5) Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 398
6)Cfr. I-II S. Th. q 46 a 4: Si la ira se da con la razón.
7)Aristóteles, Etica a Nicómaco, Libro VII
8) I-II S. Th. q 46 a 5 ad 1
9) I-II S. Th. q 46 a 3 ad 2
10) Cfr. I-II S. Th. q 46 a 7
11) Cfr, I-II S. Th. q 47 a 2
12) Aristóteles, Retórica, Libro II
13) Cfr. I-II S. Th. q 47
14) I-II S. Th. q 48 a 2 ad 1
15) I-II S. Th. q 48 a 3 corpus; ad 1
16) I-II S. Th. q 48 a 4 sc
17) I-II S. Th. q 48 a 4 ad 1, ad 3


