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¿Qué es el multiculturalismo?
¿Tenemos que aceptarlo?


Por: Joseph Pearce | Fuente: The Imaginative Conservative/ Rel



Con frecuencia el multiculturalismo es la auténtica causa de buena parte del racismo en la sociedad. Si queremos apuntar al mal del racismo, debemos apuntar a sus causas, una de las cuales es un cierto tipo de multiculturalismo.
       

16 junio 2016

El multiculturalismo es un tema espinoso. Es asimismo un asunto en el que resulta muy difícil un debate verdaderamente racional. El problema es que mucha gente identifica la crítica al multiculturalismo con el racismo. Como nadie –con toda la razón- quiere ser acusado de racismo, es más fácil y más seguro evitar hablar de algo que podría conducirte a ser acusado de ello. Lo cual, sin embargo, resulta de muy poca ayuda en un mundo en el que con frecuencia el multiculturalismo es la auténtica causa de buena parte del racismo en la sociedad.

Si queremos apuntar al mal del racismo, debemos apuntar a sus causas, una de las cuales es un cierto tipo de multiculturalismo. Antes de que consideremos el multiculturalismo contemporáneo, podría ser útil considerar cómo ha impactado en la Historia, para bien o para mal.

Comencemos con la conquista normanda de Inglaterra, cuyo 950º aniversario conmemoramos este año. Para Hilaire Belloc, francófilo acérrimo, fue una bendición para Inglaterra, al permear la cultura inglesa con una influencia francesa que Belloc consideraba beneficiosa. Sin embargo, para J.R.R. Tolkein, no menos acérrimo defensor de lo anglosajón, la conquista normanda fue un desastre sin paliativos, al poner fin a una edad de oro de la cultura inglesa, que pervive en grandes santos y grandes obras de literatura. Para Belloc, la conquista fue el nacimiento de la verdadera Inglaterra; para Tolkien, fue la destrucción de la Inglaterra más pura.



Es indudable que la fusión multicultural de las dos lenguas, el inglés antiguo y el francés normando, que tuvo lugar a lo largo de los siguientes siglos, floreciendo plenamente con Chaucer [autor de los Cuentos de Canterbury] y alcanzando alturas imponentes con Shakespeare, nos ha dado la lengua inglesa que tanto amamos. Pero fue a costa del inglés antiguo, que murió en el proceso de la fusión, una pérdida que Tolkien y otros no dudaron en considerar un precio demasiado alto.

Si nos desplazamos a un terreno aún más complicado, tenemos el multiculturalismo en el Nuevo Mundo. Antes de la llegada de los europeos, las diversas tribus luchaban unas contra otras y, en algunos casos, sacrificaban sus propios hijos a los dioses. Tras la llegada de los europeos, las tribus se enfrentaron a los recién llegados rechazando su presencia –lo cual es bastante comprensible- y lucharon, sin éxito, para conservar su modo de vida. En este caso, la mezcla de dos culturas no dio lugar a una fusión, sino a la destrucción de una cultura por la imposición de la voluntad de la otra. En el lenguaje del salvaje oeste que inventó Hollywood, la ciudad (o el continente) no era lo bastante grande para ambas. Una tenía que eliminar a la otra.

Desde una perspectiva multicultural, podría decirse que las cosas fueron mejor tras este inicio en cierto modo desafortunado. Oleadas de inmigrantes de diversas culturas se trasladaron hasta Estados Unidos, amenazando y finalmente suplantando la hegemonía cultural de los WASP [White, Anglosaxon & Protestant: blancos, anglosajones y protestantes]. La historia de Estados Unidos desde mediados del siglo XIX en adelante podría verse como la edad de oro del multiculturalismo, el triunfo del denominado Melting Pot [olla de fusión o crisol].

El secreto de su éxito, apuntaba G.K. Chesterton, es que el crisol era lo bastante fuerte para resistir la temperatura y la fricción producida por la mezcla de las diversas culturas, permitiendo que los diferentes ingredientes étnicos se fundiesen en una nación vagamente homogeneizada. La fortaleza del crisol residía en la prosperidad económica de Estados Unidos generada durante ese periodo y en la unidad cultural que significaba en aquella época “ser americano”. El crisol se forjó, por tanto, en una aleación de prosperidad material y de cohesión patriótica.

Por tanto, el éxito y la viabilidad final del multiculturalismo tiene mucho que ver con el crisol donde sucede. Si el crisol está hecho de un material demasiado débil para soportar el calor generado por la fusión étnica resultará él mismo fundido, resultando en la anarquía que conduce a la violencia y en consecuencia la restauración tiránica de un “orden” despiadado. Si, por el contrario, hay que fabricarlo con un metal duro y tóxico conocido como "totalitario" para prevenir su fusión, el multiculturalismo sirve meramente como requisito para la tiranía. En resumen, si el crisol es demasiado débil o demasiado fuerte, se convierte en una amenaza para la libertad humna y para el florecimiento de la auténtica cultura. Ésta es la situación en la que nos encontramos hoy, especialmente en Europa.



La llegada de un gran número de musulmanes al crisol secularista de la Europa contemporánea ha producido una reacción cultural que ha elevado la temperatura de la olla a tal grado que corre peligro de derretirse. En efecto, hay un peligro muy real de una fusión cultural de proporciones posiblemente sin precedentes.

Los musulmanes han rechazado fundirse y mezclarse con el magma y la confusión secularista que les rodea. ¿Y quién puede reprochárselo? Puesto que prefieren Mahoma a Mammon, esto es, el profeta de Dios –tal como ellos lo ven- al dios del beneficio, prefieren la sharia para apartarse del resbaladizo aceite del relativismo como si fuese un vinagre acerbamente ácido. Bajo esta luz, los esfuerzos de la Unión Europea para forzar a sus secuaces –es decir, a sus estados miembros- a aceptar a millones de nuevos musulmanes en tan volátil mix debe verse como un consejo imprudente, por decir lo mínimo.

Por fortuna, así lo entienden naciones disidentes como Hungría y Polonia, que están luchando para resistir la situación sin sentido a la que la Unión Europea está intentando forzarles. Por actuar así, por atreverse a cuestionar la sabiduría de esta forma de multiculturalismo, los pueblos húngaro y polaco están siendo acusados de racismo y xenofobia. Esto es grosera y grotescamente injusto, porque su oposición no se basa en el odio a los de una raza diferente o el miedo al extranjero, sino en el deseo de preservar su propia cultura del relativismo radical de la Unión Europea y de la islamización radical que ha invadido otros países europeos, como el Reino Unido, Francia y Alemania.

Quizá la mejor forma de ponernos en la piel de los polacos y los húngaros es ponernos en la piel de los británicos, franceses o alemanes de hace setenta años, en el momento en el que comenzó la islamización de estos países.
 
Consideremos el Reino Unido, por ejemplo. En 1948, cuando se aprobó la Ley de Nacionalidad Británica que abrió las puertas del Reino Unido a niveles de inmigración sin precedentes, nadie podría haber adivinado que casi setenta años después el fundamentalismo islámico se habría extendido en el Reino Unido y que musulmanes nacidos en las Islas se convertirían en terroristas locales que odian la nación en la que han nacido. Quien hubiese anunciado entonces semejante escenario de pesadilla habría sido considerado un demente profeta de desgracias.

Ahora que la pesadilla se ha hecho realidad, parece que poco puede hacerse. Para bien o para mal, los musulmanes, como los normandos de hace casi un milenio, están en el Reino Unido para quedarse. A diferencia de los normandos, sin embargo, parecen imposibles de asimilar. Por tanto es probable que las tensiones persigan la cultura británica durante generaciones. Sea. No tiene mucho sentido verter demasiadas lágrimas sobre la leche derramada, ya se derramase en la batalla de Hastings en 1066, ya fuese en la aprobación de una desastrosa ley en el Parlamento en 1948. El asunto real no es que los británicos hayan fabricado una cama incómoda en la que están ahora obligados a tumbarse, sino si los polacos y los húngaros y otras naciones que no han sufrido esa islamización deben ser forzados a seguir ese camino. ¿Por qué quienes no han cometido tan peligroso error deben ser forzados a seguir los desastrosos pasos de quienes sí lo han hecho?

Si pudiésemos volver el reloj a 1066, Belloc y Tolkien y otros hombre de buena voluntad podrían discutir si Inglaterra habría sido un lugar mejor de haber impedido la conquista normanda. Por el contrario, ¿quién en su sano juicio podría discutir que Gran Bretaña sería mejor si no hubiese importado millones de musulmanes ampliamente anti-británicos a su propia casa, creando en consecuencia un problema quizás insoluble en los siglos venideros? Si esto es así, ¿quién, en su sano juicio, puede criticar a Polonia, Hungría y otros por aprender del error de Inglaterra?
 
Publicado en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.







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