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Evocaciones en torno a Héctor y Andrómaca

Un matrimonio, patrimonio de la humanidad
Hace unos cuantos años, a finales de siglo pasado, Homero nos habló en un telediario. En griego y con voz de mujer, para sorpresa común. Sí, el añoso poeta abandonó su lejanía de veintiocho siglos y se convirtió en mediático unos instantes.


Por: Antonio Herrero Serrano, L.C. | Fuente: http://www.regnumchristi.org/ Revista In-formarse No. 53



Y Homero habló en un telediario... Y en griego

 

Hace unos cuantos años, a finales de siglo pasado, Homero nos habló en un telediario. En griego y con voz de mujer, para sorpresa común. Sí, el añoso poeta abandonó su lejanía de veintiocho siglos y se convirtió en mediático unos instantes. Era el 14 de junio de 1986. Había muerto Jorge Luis Borges. Su esposa, María Kodama, argentina de origen griego, ataba en dos hexámetros lo que había sido para ella su marido. Y los citaba y recitaba en griego: «Tú eres para mí el padre y la venerable madre, el hermano y el floreciente marido». Homero, el ciego poeta, hablaba en la voz femenina de la esposa de un, también, ciego poeta y literato. María compartía su bella lengua con el viejo rapsoda. Importaba poco que la zanja de más de dos milenios y la natural evolución de la lengua alteraran el acento original del aedo. Otra nota asociaba aún a María con el poeta de las grandes epopeyas griegas: la ceguera de su esposo. María Kodama tomaba en préstamo las palabras de Andrómaca dirigidas a su esposo, en la despedida ante las puertas Esceas de la muralla de Troya. Dos versos que son el resumen del matrimonio ejemplar de la Ilíada: Héctor y Andrómaca. En la Odisea, la pareja centrípeta de toda la acción es Ulises y Penélope; pero estas líneas quieren, más bien, evocar el matrimonio de Troya, monumento vivo del amor matrimonial que da calor y ternura a los cantos VI y XXII de la epopeya de Ilión.

 

El encuentro junto a las Puertas Esceas



 

La batalla en torno a las murallas se recrudece. Héctor está resuelto a lanzarse al combate. El celo valeroso por su patria es explosivo: «Mi ánimo me incita a socorrer a los troyanos». Pero su temple no le lleva a olvidarse de la familia. Tiene que despedirse de su esposa y de su hijo, a como dé lugar. No los encuentra en palacio. Se dirige fuera de la ciudad y, al llegar a las Puertas Esceas, se encuentra a Andrómaca y a Astianacte –Rey de la ciudad–, su hijo. Héctor lo llamaba Escamandrio. Encuentro emotivo, patético. Sentimientos y presentimientos tejen el escenario. Andrómaca trata, corazón en la mano, de convencerle de que no se lance al combate. ¿Los motivos? El hijo común, infante aún, y ella, que ya se siente viuda. Viudez que será soledad total: no tiene ni padre ni madre; ni hermanos: a los siete los mató Aquiles. Héctor concentra y supera todos esos amores para ella: «Héctor, tú eres para mí el padre y la venerable madre, el hermano y el floreciente marido». La conclusión de su exhortación: «Compadécete y quédate aquí sobre la torre. No dejes huérfano al niño y viuda a tu mujer». Héctor está a unos pasos de una vidriosa disyuntiva: el amor y defensa de la patria o la fidelidad y el amor a su esposa y a su hijo.La primera decisión del dilema le va a traer, casi seguro, la muerte. Para la intuiciónfemenina de Andrómaca, es ya un hecho. La segunda le retendrá junto a sus seres queridos, pero a costa de la pérdida de Ilión. La pietas(ε?σ?βεια) hacia la patria, frente a la pietas para con la familia. Héctor reconoce que a él también le atormenta el dolor de su esposa, superior al de Hécuba y Príamo porque, también para él, su esposa es ya más que sus padres, incluso vivos ellos. Forcejeo mutuo de las dos salidas. La pietas, de lejanía y amplio recorrido, como veneración hacia la patria, enfrentada a la pietas, intensa igualmente, pero de cercanías, que le incita a quedarse en las cómodas paredes de su hogar. Héctor resuelve el conflicto de valores a favor de la patria, invocando la ayuda de los dioses para él y los suyos, sobre todo para su hijito.

 

Llama la atención la perspectiva de miras, masculina o femenina, de cara al destino: lo que para Héctor es valentía (θυμ?ς) racional que defiende a Ilión como valor primero, es para Andrómaca furia, ira (μ?νος) instintiva y destructora, pues no la prefiere a ella y a Astianacte. Idiosincrasia del hombre, más frío y sereno al juzgar en momentos de turbulencia, diferente de la sensibilidad femenina, más apegada a lo que afecta inmediatamente. Héctor es consciente de lo que se le vendrá a Andrómaca, su esposa, y adelanta incluso el futuro plomizo de ella como viuda. Acepta ahora el mismo presentimiento de Andrómaca. Si ella le acaba de suplicar: «No dejes viuda a tu mujer», él mismo se aventura a descorrer el telón del futuro para visualizarla a ella como viuda. Así el dolor mutuo se hace más dramático: ella, esclava, tejiendo telas para otra mujer o trayendo agua de la fuente, entre comentarios infamantes e irónicos: «¡Ahí va la mujer de Héctor, el mejor de los troyanos en el combate!». El corazón de Héctor se desgarra y se horroriza ante la visión de ese cuadro: «Se renovará el dolor, al verte privada del hombre que apartaría de ti el día de la esclavitud. Pero que a mi cadáver lo cubra la tierra, antes que escuchar tus gritos y saber que te arrastran». Futuro descarnado y lacerante el de su esposa, tanto más por cuanto el presente es aún totalmente lo opuesto. Héctor ha preferido, sin embargo, no bosquejar el porvenir de su Escamandrio, a quien Andrómaca ha antevisto como huérfano, a la vez que ha pedido a su esposo –como ya sabemos– que no lo vaya a dejar en tal condición.

 



De la tensión al humor

 

Escena intensísima, con el amor mutuo de los esposos elevado al máximo voltaje, por usar una metáfora de nuestro mundo electrificado. Homero advierte esa alta tensión, que él ha pergeñado, y quiere amortiguarla. Andrómaca es delicada esposa, pero, a la vez, ternísima madre. Junto a ella está siempre la nodriza con su hijo. El poeta elige un detalle simpático: el niño se atemoriza ante la armadura de su padre, sobre todo ante el yelmo y su ondulante cresta. Es la manera por la que Homero hace intervenir a la criatura en el drama de la escena. Él, que no puede proferir palabra –es ν?πιος, in-fante–, ve aterrorizado el atuendo de su padre e, implícitamente, su entrada en la batalla. El infante acaba de «hablar». Su discurso, sin palabras, ha sido el horror a la vista de su padre, armado y resuelto al combate. El mismo discurso de temor y temblor que sí ha proferido su madre ante su esposo. Y ese espanto de Astianacte, tan acorde con los sentimientos de su madre, se traduce ahora para el padre y la madre en una sonrisa: «Sonrieron el querido padre y la veneranda madre». El miedo del niño y el refugiarse en el regazo de la nodriza desatan la sonrisa de sus padres. Esa sonrisa ablanda lo trepidante del momento. Homero ha sabido encontrar en ella el bálsamo que da un respiro psicológico al patetismo de la escena. La catadura terrorífica de Héctor parece haberse aminorado para el niño e incluso para Andrómaca. El terror ha cedido a la ternura y a la simpatía. El hijo es ahora el eje y la unión más acendrada del matrimonio, atemperador también del doloroso torrente sentimental de los jóvenes esposos. Además, Héctor, despojado ya de su casco por mandato ingenuo de su hijo, está en condiciones de rezar ante la divinidad. Héctor es ahora devoto y humilde súbdito de los dioses, sin la altanería del escalofriante yelmo y de su penacho aterrador. El mismo infante ha sido la causa de que Héctor se quite el casco para no asustarle, pero también para que se abaje ante Zeus y los otros dioses. Así, sencillo, con la cabeza descubierta, puede entrar en oración y suplicar precisamente en favor de él, de su Escamandrio: «Zeus y los otros dioses, conceded que también este mi hijo sea, como yo, esforzado entre los troyanos [...], y que, al verlo regresar del combate, alguien diga entonces: “Es mucho más valeroso que su padre”». Así el encuentro, que inició como familiar, termina como religioso. Homero nos ha conducido por una escala de valores bien jerarquizada. Y lo ha hecho casi sin darnos cuenta: sobre la pietas de la familia, ha situado en Héctor el amor a la patria; y a la pietas hacia Ilión se sobrepone, en el héroe, la ε?σ?βεια para con Zeus y los otros dioses. En el ánimo de Héctor, el valor –la ?ρετ?– ha desembocado, ascensionalmente, en la ε?σ?βεια; se ha fundido con ella, fortaleciéndose mutuamente. Es verdad lo que le ha dicho su esposa: tiene mucho valor y arrojo varoniles –virtus, que dirían luego los latinos–, incluso algún asomo de ira, al menos así lo percibe la sensibilidad femenina. Pero ese valor busca lo mejor. Porque no es valentía bruta, sino αρετ?, asciende hasta el último peldaño, el de lo mejor; pues la ?ρ-ετ? busca lo mejor (?ρ-ιστον), la perfección, incluso más que la virtus de los latinos.

 

¿Héctor o Aquiles?

 

Cuando estudiábamos, en el aula del centro de humanidades de Salamanca, los personajes homéricos para la academia del curso 1973-74 –y también décadas más tarde, al releer a Homero–, nos atraía más Héctor que Aquiles. Al guerrero de Ilión lo sentíamos más humano y cercano. Será porque el héroe aqueo es casi pura y ruda ?νδρε?α (virtus). De audacia indiscutible, pero arisco y resentido. Rara vez deja de manifiesto la otra cara de la ?ρετ?: la bondad, la compasión. En efecto, la ?ρετ? entraña valentía y humanidad, a partes iguales y bien trabadas. Por el contrario, Héctor es aguerrido, pero muy sensible ante su esposa y su hijo, y posee un ardor que busca lo mejor, la excelencia (?ρετ?). Con esto, su personalidad, su humanitas, es más completa que la de Aquiles. Al final, la ?νδρε?αde Aquiles dará muerte a la ?ρετ?de Héctor; pero de cara al espíritu humano, Héctor –al menos así lo siento yo– triunfa sobre Aquiles. Éste, el superhombre del momento en la fantasía de los niños y también en la mente de los adultos, hacía que dos mundos, el griego y el troyano, giraran en torno a él, a su ira y a su necesaria victoria. Pero Aquiles no llegó a esa completa humanitas de Héctor, tal vez por ser hijo «híbrido»: de una diosa y de un hombre. Un semidiós, de acuerdo; pero menos humano, por eso mismo. Héctor, hijo sólo de humanos, sí la alcanzó. Es un gran héroe, lleno de valentía: «Aprendí a ser valiente siempre y a luchar entre los primeros troyanos», pero no de talla extraterrestre. Influye, sin duda, en esa vertiente humana de Héctor la coloración peculiar y el comprensible «prejuicio afectivo» de Homero. El poeta, que probablemente nació en el Asia Menor, región de Ilión, inclina la balanza del relato hacia su héroe patrio.

 

Las Puertas Esceas y las murallas de Troya son un remanso de paz y de ternura en medio del fragor de una guerra ya larga. Un escenario convulso, tan poco favorable para la intimidad, Homero se ha dado traza para convertirlo en el más adecuado para el adiós. Allí se va despedir este conocido matrimonio, patrimonio de la humanidad. Más aún, una epopeya que comenzó con la palabra ira (μ?νιν), para condensar la obra en torno a la furia de Aquiles, se ve aquí suspendida en esta cala de apacible afecto y hasta de contenido humor.

 

Actualidad de un adiós de hace más de dos milenios

 

También es propiedad de la humanidad, desgraciadamente, la circunstancia particular de ese encuentro: la guerra. ¡Cuántas veces se habrá repetido, en el curso de la historia humana, una despedida así entre esposos, cuando el clarín llamaba a los hombres al frente, a entrar en el combate! Me encontré con las páginas de Homero en los años setenta. El pasaje evocado y los lamentos posteriores a la muerte de Héctor los traducíamos –o, para ser más sincero, nos devanábamos la cabeza por lograrlo– y los comentábamos, bajo la guía de nuestro profesor de griego, el padre Pablo López, legionario de Cristo, probado helenista. La academia pública del mencionado curso fue precisamente sobre varios personajes de la Ilíada. Los representábamos unos jovenzuelos neorreligiosos. Pues bien, en ese momento en que nosotros seguíamos los avatares del joven matrimonio homérico junto a la muralla, la guerra de Vietnam (1955-1975) estaba en lo más candente y decisivo. Llevaba ya cobrando vidas el doble de años del decenio que duró la de Troya. Era noticia casi diaria. En ella se repitió con mucha frecuencia la escena de la despedida homérica: esposas vietnamitas, del norte o del sur, y esposas estadounidenses daban el adiós a sus maridos; novias que a duras penas se desprendían de sus prometidos, que iban al frente a defender lo que la patria les pedía, fuera o no atinado. Y nosotros, estudiantes celosos de las humanidades clásicas, pensábamos cómo los sentimientos humanos cosen y aúnan al instante escenarios y siglos tan diferentes: los homéricos y los nuestros. Ésa es la ventura políglota y pluritemporal de las obras y de los autores perennes como Homero.

 

 

El lamento de una viuda

 

A Andrómaca le sucedió antes. Más de dos mil años antes. Un cuadro costumbrista del gineceo del palacio real de Troya: Andrómaca está al telar; las criadas preparan el agua caliente para el baño de Héctor al regresar del combate. Allí la quería su esposo, en las ocupaciones domésticas propias de la mujer, no en preocupaciones de batallas, deber de los varones. Ésa fue la orden que le dejó al despedirse: «Ve a casa, dedícate a tus labores: el telar y la rueca, y ordena a tus sirvientas ponerse a trabajar. La guerra, en cambio, es tarea de todos los varones nacidos en Ilión; sobre todo, mía». Ánimo valiente e hidalgo el de Héctor. De pronto, un gemido traspasa las puertas de palacio. Para la esposa de Héctor, traducido en un barrunto trágico. Quiere conocer lo que ha ocasionado el grito. Como una loca, estallándole el corazón, se lanza fuera de casa, hacia la torre. Y, ante la realidad, el presentimiento es, de pronto, conocimiento y, simultáneamente, desvanecimiento de tanto dolor. Recuperada, prorrumpe en un largo lamento. Homero urde esa elegía con los tonos más oscuros y los pesares más intensos, que deja en la boca de Andrómaca. Llora ésta su suerte venidera, cuando empiece a notar, con él en la mente y en el corazón. Nacidos en lugares distintos: Héctor, en Troya; Andrómaca, en Tebas. Ya antes ha recordado ella su Tebas natal, en el encuentro de las Puertas Esceas. Origen diferente, pero el mismo destino (??α?σ?): dolores y pesares mutuos, penar de ella tras la muerte de Héctor. El lugar de este sufrimiento variará también, como el del nacimiento: las mansiones del Hades serán ahora la morada de Héctor, mientras que ella tornará, sí, al palacio, pero, ¡ay!, viuda. Por esto, los aposentos conocidos serán para ella un latigazo más en su tormento. Ni siquiera les unirá ya físicamente Astianacte. Este nombre lo pronuncia dos veces su madre en el lamento, no sin ironía, para traer a la mente la dicha del infante hasta el presente. Por la admiración hacia Héctor, los troyanos decían con respeto el nombre Astianacte–Rey de la ciudad– dado a su hijo. Pero, de ahora en adelante, lo gritarán en son de mofa, pues ha quedado huérfano. Si en el canto VI, Homero hacía que Héctor rasgara el telón del futuro de Andrómaca, ahora induce a la esposa a descorrer el velo del futuro del ya huérfano Astianacte: «No dejes huérfano al niño», había implorado a Héctor. Y si ya entonces presentía la orfandad del hijo y su contenido, ahora la describe magistralmente a golpe de datos impresionistas seleccionados y rociados luego en los versos con tintes sombríos: despedido de aquí y de allí por los antiguos amigos de su padre, que acompañan e incrementan aún más su desdén con el remoquete sarcástico: «Vete de aquí. Tu padre no es comensal nuestro». Y la reacción del huérfano, como era de esperar: «Llorando regresa el niño a su madre viuda ». Homero ha subrayado la condición de la madre, dejando intencionadamente el adjetivo (χ?ρην) para el final de un verso que ha empezado ya lúgubremente con el huérfano deshecho en llanto (δακρυ?εις). Viuda y huérfano, desvalidos sin Héctor, su antiguo amparo y valedor. Y esa hoja del díptico que adelanta el futuro, la contrapone Andrómaca, guiada por Homero, con la del pasado, lleno del cariño de su padre y de la vida regalada de un príncipe: antes comía lo mejor de las ovejas sobre las rodillas de su padre y dormía en suave lecho. De todo esto, nada ya, pues se ve privado de su querido padre. El contraste del antes –πρ?ν– de Astianacte con su ahora–ν?ν–, atrae mucho más al lector a la suerte desgraciada de Andrómaca y de su hijo, sobre todo cuando ese ahora suponga, posiblemente, una muerte deshonrada: «Ahora, en cambio, junto a las cóncavas naves, lejos de tus padres, los gusanos que se mueven te comerán una vez que los perros se sacien». Con estos recursos descriptivos y con la antítetis, favorecida por la rima consonante de los dos adverbios griegos, Homero logra la com-pasión de los que están viviendo el momento: el mismo poeta, la viuda, el huérfano, las criadas, que escuchan a su ama deshecha en llanto, y –¿por qué no?–, el lector. No importa el siglo en que viva cada uno. Impresiona que cuando Héctor y Andrómaca se despiden, ella sólo anticipa su más que posible futuro y el del hijo pidiendo a Héctor: «No dejes huérfano a tu hijo, ni viuda a tu mujer». Pero no concreta ella aspectos de los dos en esos tiempos que pueden llegar. Ha sido en ese momento Héctor quien columbrara y enunciara los pormenores humillantes de la viudez de su esposa. Dieciséis rapsodias después del coloquio a las puertas de la muralla –en la realidad cronológica, cuatro o cinco días después–, al contemplar el cadáver de Héctor arrastrado por los caballos de Aquiles, es ella quien ha desentrañado los detalles, vivos y patéticos, de la orfandad de Astianacte. Momentos transidos de amor desinteresado, como el que debe reinar en la familia, que mira más al bien del otro, y sufre más por su aflicción que por la propia. A Héctor, en el coloquio de despedida, le inquietaba la suerte de Andrómaca y del hijo mutuo, no la suya propia; a Andrómaca, muerto Héctor, le acongojan no tanto sus penas de viuda cuanto las desgracias que tenga que vivir desde ahora Astianacte.

 

Poema de batallas y de amores

 

La Ilíada, poema de iras y de batallas sangrientas. Pero también, canto al amor de los esposos. Se ha dicho que la Odisea es, en cambio, el poema de la paz, de la civilización, tras la ira y la desolación de la Ilíada y de la posterior caída de Troya. Se ha señalado que incluso es más humanístico que la Ilíada, y desde la primera palabra: ?νδρα. Se ha puesto de relieve que la Odisea es un gran poema al amor humano, mantenido fielmente en medio de mil trabas y trabajos, si bien con unas características no del todo similares a las que nosotros queremos para la fidelidad matrimonial. Pero también la Ilíada, como hemos evocado, es una oda y una loa al amor humano, sobre todo en el canto VI y en el XXII. La sensibilidad y belleza líricas de esos dos episodios superan los cuadros familiares de la Odisea. El registro de Homero es rico y variado: de lo más aguerrido y encarnizado de una guerra, se desliza suavemente a la lírica más cordial.

 

El educador de Grecia y de Occidente

 

«Tú eres para mí el padre y la venerable madre, el hermano y el floreciente marido»: síntesis y lección del amor matrimonial dibujado por la mano del poeta. Andrómaca no pudo definir mejor el amor de esposa. Y Héctor, en la despedida de las Puertas Esceas, repite ese mismo amor: Andrómaca lo es todo para ella, más que su padre Príamo y que Hécuba su madre. Héctor, Andrómaca y Astianacte: un triángulo de amor familiar, que sólo la muerte de Héctor dejará convertido en ángulo –la viuda y el huérfano–; ángulo abierto al dolor y a la afrenta, aunque con el recuerdo ejemplar de la vida del esposo y del padre. Ese recuerdo noble y agradecido recupera de nuevo, al menos espiritual y afectivamente, el triángulo familiar.

 

Esas palabras de Andrómaca nos evocan otras, más añejas, pronunciadas por un hombre, el primero de la historia humana, y repetidas por el segundo Adán: «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán uno». No distan mucho, aunque en versión masculina, de las de Andrómaca. Héctor ante Andrómaca, o –¿qué sé yo?– Jorge Luis Borges ante María Kodama, podrían haberlas personalizado: «Tú lo eres todo para mí y tú y yo somos uno. Por ti he dejado a mi padre y a mi madre».

 

Al final de estas evocaciones hilvanadas al calor de la Ilíada, se queda uno con que todo lo ha tocado y armonizado bellamente el estro y la musa del poeta. El poeta: así, sin más, llamaba Aristóteles a Homero. Y su maestro, Platón, escribió: «Homero educó a Grecia». Hay que completar la sentencia: Grecia, luego, educó a Roma. Roma, al alimón con la Hélade, troqueló el espíritu de Europa. Por lo que la frase de Platón equivale a decir que Homero educó a Occidente. El cristianismo corrigió los graves errores del paganismo, pero aprovechó también los valores del mundo grecorromano, como el de la unión del hombre y de la mujer. En esa vieja Europa, el arte de Homero forjó dos matrimonios como el de Héctor-Andrómaca, con su hijo Astianacte, y Odiseo-Penélope, con Telémaco como fruto de su amor.Luego otros literatos continuaron el surco de la grandeza –y limitaciones también– del amor humano, con parejas de novios o de esposos legendarios: Calixto-Melibea, Romeo-Julieta, Renzo-Lucía... Pero a Fernando de Rojas, a William Shakespeare, a Alessandro Manzoni... los educó Homero.

 

Hoy el matrimonio, incluso el cristiano, atraviesa momentos arriesgados. Lo sabemos y lo vemos perplejos. Lanzar una mirada evocadora a los versos homéricos y, en particular, a la pareja de Héctor y Andrómaca, es recuperar el aliento y palpar la belleza, el amor desinteresado y el imprescindible romanticismo de esa institución natural.

 







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