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El celibato ¿maldición o bendición?
¡Bendita soledad siempre acompañada! ¡Bendita fecunda castidad!


Por: H. Roberto Allison, LC | Fuente: elblogdelafe.com



“No, ven acá. No te sientes al lado del cura”. Nunca había vivido una cosa así. Sucedió mientras esperaba el tren, de noche. Había escuchado muchas historias de compañeros míos a quienes habían gritado y hasta insultado en plena calle. Pero para mí, fue la primera vez. Eran un par de jóvenes que, al parecer, les era antipático el “cuellito blanco” que portaba. Y me lo dijeron en la cara. Había experimentado, hasta entonces, miradas feas o gente que se incomodaba cuando las saludaba o me sentaba a su lado en el metro. Pero un rechazo así de claro y sin descaro, el primero en mi corta vida de religioso.

Mientras trataba de olvidar ese, pequeño “incidente”, un potente grito me retumbó los oídos. Volteo algo asustado y veo a una señora abrazando a su pobre hija de cinco años que lloraba sin consuelo. Se había dado un buen golpe al subir las escaleras. Menos mal no fue grave, y tres minutos después, la niña ya estaba riendo y jugando en los brazos de la joven madre.

A un lado, una pareja joven se encontraban de pie, abrazados, viéndose embobadamente, tan absortos que ni siquiera se inmutaron por el escándalo que hizo la niña. Hablaban en voz baja, se sonreían y cuchicheaban al oído continuamente. Seguramente eran turistas pues se les veía cansados ya que habían caminado durante todo el día visitando Roma. Ahora, al final de la fatigosa jornada, se tenían solamente el uno para el otro.

El tiempo pasaba endiabladamente lento y yo seguía esperando el tren. No traía nada, ni libros ni un celular para distraerme. Sólo mis pensamientos y el cansancio eran mi compañía. Hasta que de improviso, vino a visitarme una sensación acongojante. Me di cuenta que todos en la estación tenían a alguien: la niña a su madre, los dos chicos “anticlericales”a su grupillo de amigos. Ni qué decir de los novios. Y yo, como si fuera un leproso, aislado, en una especie de cuarentena contagiosa, me encontraba solitario asediado por todas partes por una indiferencia casi planeada, ansioso por ver un rostro amigo, por escuchar una voz conocida. Miré de nuevo y vi mi banca vacía y fue ahí cuando sentí a esa compañera -¡ay, qué duro es cuando te visita!- que irrumpía groseramente la puerta de mi vida: la soledad.

Una de las cosas que más sorprende a las personas es el que vivamos el celibato. ¡Y no sin razón! Y no me refiero sólo por la renuncia a las relaciones sexuales -¡oh, escándalo imposible para algunos!- sino por la opción por una vida que no tenga a una mujer que te quiera, que te acompañe y a la que le prometas un amor por toda la vida. O la renuncia a estrechar entre los brazos a un chiquitín, que cada mañana te salte a los brazos y te diga que eres lo máximo. Renuncia a ser esposo, renuncia a ser padre.



    ¡Insensato el que crea que el celibato nos vuelve insensible, o que nos convierte en momias con corazón de piedra!

Al menos en mi caso, no ha sido así y el haber escogido este camino, no me ha impedido sentir un puntapié en el corazón cada vez que veo una pareja joven con un niño en la carriola. Son esas heridas escondidas cuyos únicos testigos son la conciencia y Dios. Es el martirio secreto del corazón, único tesoro lacerante que constituyen la vida del consagrado y que guarda para sí sin que los demás lo noten.

He dicho tesoro. Sí, tesoro porque el celibato es un don, un regalo de Dios que da a pocos. Hoy, muy pocos creen de verdad en el amor personal de Dios, lo consideran una frase ya hecha, de corte protestante o hippie: “keep calm because God loves you”. Sin embargo, la vida alegre y fecunda de miles de consagrados y consagradas no muestran que no es un cuento. Si alguien ha renunciado libremente a cosas tan buenas y santas como lo es el matrimonio, es porque hay algo más, es porque Dios verdaderamente nos ha escogido para ser los depositarios exclusivos de su amor. Un amor real, vivencial, eterno, fiel. Nadie sacrifica algo valioso por algo falso. Y el celibato tiene sentido porque el amor de Dios es real, es fiel.

Además, ¿cómo permanecer insensibles ante el grito de tantos corazones rotos y estropeados? El mundo sufre por el egoísmo y la indiferencia, por ver a la mujer como un objeto más de consumo, por la frustración y el vacío que deja el sexo desenfrenado y las relaciones vacías. En esta sociedad ciega que se arrastra en los abismos de la falta de fe y de esperanza, ¿cómo renunciar a ser un cirio que ilumine y marque el sendero? Ante tantas personas que agonizan espiritualmente por las dudas de fe, por el escándalo del mal, ¿cómo no animarse a ser ese puente que tienda con su vida los lazos del cielo con la tierra? Es verdad, el cirio para dar luz debe consumirse, desaparecer. El puente es pisoteado y muchas veces, olvidado.

    El consagrado célibe testimonia con su vida, no con palabras, la verdadera esencia del amor, que cuando se entrega uno por el otro, desinteresadamente, sin esperar nada a cambio, es cuando la vida vale la pena y se vuelve así fecunda y con sentido.



Por fin, llega el tren. Ya es tarde y a esta hora, todos en casa duermen. Tras quince minutos de viaje, llego a mi casa, molido de cansancio. La puerta de acceso está cerrada y debo entrar por la ventana como si fuera un ladrón. Entro a mi habitación, sobra decir que no hay nadie allí, sólo mi cama y mi escritorio. Y un crucifijo. Me arrodillo delante de Él, el único testigo de todo lo que he vivido hoy, y oro. Y siento crecer, de improviso,en mí una gran sensación de paz y de una misteriosa alegría mezclada con algo de dolor. En realidad, nunca estuve sólo.
¡Bendita soledad siempre acompañada! ¡Bendita fecunda castidad!







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