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Los protagonistas de la formación
La formación de una persona consagrada se basa en la plena y armoniosa colaboración de los tres prota­gonistas principales e imprescindibles: el Espíritu Santo, la formanda y la formadora


Por: Escuela de la Fe | Fuente: Escuela de la Fe



Un trabajo en equipo; un edificio “ladrillo a ladrillo”. La tarea de la formación de una persona, como ya seguramente hemos escuchado o leído en muchas ocasiones, puede compararse con la construcción de un edificio. Tomando por supuesto el material (es decir “antes que santa, mujer” como ya vimos)lo primero que habrá que pregun­tarse al plantear esta obra es quién puede y debe le­vantarla. Muchos podrán dar una mano; pero hay tres prota­gonistas principales e imprescindibles: el Espíritu Santo, la formanda y la formadora. Cada uno tiene su papel específi­co. La formación de una persona consagrada se basa en la plena y armoniosa colaboración de los tres.


a. El Espíritu Santo, principal artífice de la santidad.

Es muy importante que no olvidemos que la identificación de un ser humano con Jesucristo no es nunca fruto simplemente del esfuerzo humano. Es una tarea que sobrepasa y trasciende completamente las capaci­dades y habilidades humanas. Esto es verdad para cualquier cristiano, llamado a encarnar en sí a Jesucristo mismo. Pero lo es de manera especial para el alma consagrada a quien Jesucristo llama a una particular intimidad e identificación con Él. Nos dice la Instrucción “Caminar desde Cristo” en el nº 18: “El esfuerzo de formación quedaría truncada sino contá­ramosc onnla ayuda de Dios mediante la acción de su Espíritu Santificador”.

A sus primeros discípulos, Jesús les prometió el Espíritu Santo, precisamente para que les enseñara todo y les recor­dara todo lo que Él les había dicho (cf. Jn 14,26); y al confe­rirles a los apóstoles el poder sacerdotal de perdonar los pecados les comu­nicó el Espíritu Santo (cf. Jn 20, 22-23). Antes de su ascen­sión al cielo les aseguró a sus discípulos que recibirían la fuerza del Paráclito para que fueran sus testigos hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Efectivamente, poco más tarde, la irrupción impetuosa del Espíritu en la fiesta de Pentecostés les marcó definitivamente y los impulsó de modo insospecha­do para la realización de su misión de profetas del Reino de Dios (cf. Hch 2,1 y ss). Pablo comprendió profun­damente la importancia radical de la obra del Espíritu Santo en la vida de los cristia­nos: reconocía que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido da­do” (Rom 5,5); más aún, llegó a afirmar categó­ricamente que “nadie puede decir: Jesús es Señor, sino con el Espíri­tu Santo” (1 Col 12,3).

Los himnos litúrgicos de la Iglesia sobre el Espíritu San­to, como el "Veni Sancte Spiritus" o el "Veni Creator" son muy elocuentes al indicar lo que Él es para el alma: luz del corazón, consolador óptimo, dulce huésped, descanso en el tra­ba­jo, consue­lo en el llanto, don de Dios, fuente viva del amor... Él es el guía y el artífice de la santificación del alma. Él es quien, con la acción de la gracia, que trae como cortejo las virtudes y los dones sobrenaturales, va transformando a la per­sona en la medida en la que ésta se le presta.

El alma consagrada es objeto especial de la obra del Espíritu Santo. La persona consagrada es también, y ante todo, una cristiana. Y, en el fondo, lo más esencial en su formación es su santifi­cación en su esfuerzo de identificarse con Cristo. Tendrá que ser por tanto el Espíritu Santificador quien vaya iluminando en la conciencia del forman­do el camino de la adquisición de la fisonomía de un alma consagrada.

Por otra parte, si aceptamos la verdad de que la formación y educación de un niño cualquier que se va abriendo camino en la vida, pasando por las etapas de niñez, adolescencia, juventud..., es algo tardado, difícil, no nos sorprenda que la formación integral de una persona que se consagra a Dios sea un proceso lento, laborio­so, con horas de luz y de oscuridad, con momentos de alegría y de quebranto.

El Espíritu Santo es, pues, el primer protagonista en el trabajo de formación en la vida consagrada. Puede parecer obvio; pero no está de más recor­darlo y subrayarlo. Lo deberán tener en cuenta siempre tanto el for­mando como el formador y los programas educativos. Al Espíritu Santo no hará falta recor­dárselo. Él se comprometió con ambos desde el momen­to en que llamó a la vida consagrada a una y pidió la colaboración de la otra, a través de la Iglesia en la comunidad concreta, para que le ayudara en esta tarea.

Pero conviene recordar también que, aunque Dios podría santifi­carnos contra o al margen de nuestra voluntad, la ac­ción misteriosa del Espíritu Divino respeta con amor la liber­tad con que nos ha creado. Pide nuestra colabo­ración. Cola­boración que consiste no sólo en la disponibilidad pasiva para que él realice su obra santificadora, sino que exige un esfuer­zo consciente y constante, una correspondencia que se actúa me­diante el ejercicio de las virtudes que preparan y acom­pañan la recepción de sus dones. No habrá, pues, formación alguna, sin la colaboración respon­sable de los otros dos protagonistas: el formando y el formador.


b. La mujer consagrada y su respuesta a la gracia.

Desde el primer momento la persona que se está formando debe tener muy en cuenta que ella también es protagonista de su propia forma­ción; más aún, la primera interesada y la primera responsable. Es ella quien ha sido llamada por Dios para estar con Él, consagrarse a Él; es ella quien ha respondido libremente; es ella quien pronunciará su profesión de votos, consagrándose para siempre a su servicio y al servicio de las almas, y quien dará más o menos fruto en su vida según esté más o menos formada, más o menos unida a Dios. Por otra parte, pretender lograr la formación de una perso­na, en cualquier campo, sin la participación consciente y activa del propio interesado, es una vana ilusión. Se podrá lograr en todo caso que el individuo pase por unos cursos, se someta a unos reglamentos... pero no habrá, desde dentro, verdadera formación.

Es importante, pues, que desde el primer momento, la postulanta o novicia sea consciente de que nadie "la formará" ni la "hará" desde fuera. No hay lugar para la pasividad, la indife­rencia o el "dejarse arrastrar" o "ser vivi­do" por un sistema formativo establecido. La joven que aspira a consagrarse a Dios y entra a la casa de formación, lo hace no para "ser forma­da", sino para "formarse". Nada de aquella frase: “¿a dónde va Vicente? A donde va la gente“. El principio de "autoformación" que se presentará más adelante no es sino la consecuencia operativa de esta constatación.

Naturalmente, dado que el primer protagonista de la for­mación es el Espíritu Santo, la formanda debe concebir su trabajo personal como una colaboración con Él: dejar actuar al Espíritu Santo sin impedir o entor­pecer su acción: prestar­se como cera blanda para que él imprima a placer en ella la Santísima Trinidad. Esto significa que la oración, el silencio interior, la atención a sus inspiraciones, la sinceri­dad en su respuesta dócil a las mismas, forman parte inte­grante y principal de su esfuerzo por formarse.

La cultura se desarrolla, las circunstancias históricas y sociales cambian, y todo influye profundamente en la misma persona humana. Por eso escuchamos tanto las lamentaciones de las directoras de colegios, o maestras: “las chicas hoy son muy difíciles, no sé por donde comenzar”, etc. Lo mismo escuchamos de las formadoras, las maestras de novicias...”ya no son iguales; vienen muy mal...”. Estas son las almas que Dios nos está enviando para que nosotros les ayudemos formarse; a nosotros nos toca aceptarlas y ayudarlas.

Cada mujer tiene una historia personal definida, situada en un tiempo y en un lugar determinados: debemos conocer también las influencias culturales, religiosas y sociales. Cada una de nosotras somos, en cierto sentido, hijas de nuestra civilización, hijas de nuestro tiempo. Hemos asumida sus costumbres, sus valores y sus lastres característicos. Por eso nos conviene reflexionar un poco sobre algunos de los rasgos peculiares de los jóvenes de nuestros tiempos, es decir ver algo de lo que caracteriza la mujer de hoy quien llega a las puertas de las congregaciones.

Deficiencias en la fe. Se debe reconocer que - a nivel general- en nuestras culturas se manifiesta una crisis de fe. El pluralismo reinante, el descuido frecuente de la enseñanza religiosa, la confusión y el disenso en el dogma y la moral, hacen que, posiblemente, la mujer de hoy esté desprovista de un suficiente bagaje en el conocimiento y la vivencia de su fe. Un influjo decisivo proviene de los medios de comunicación social, frecuentemente utilizados para crear necesidades o actitudes que permitan la venta de productos, la formación de opiniones y de comportamientos humanos que favorecen los intereses de quienes los dirigen, al margen de los valores humanos, morales y religiosos.

Una fuerte vida de sentidos. En gran parte debido a ese influjo, la joven de hoy está frecuentemente orientada hacia una fuerte vida de sentidos. En la cultura actual se da una promoción abierta, y por tanto cultural, de la búsqueda del placer sensible. Se llega a lo que podríamos llamar un culto del goce inmediato y de la comodidad. Por doquier el hombre se ve inundado de imágenes, espectáculos, situaciones, comportamientos que lo invitan a reducir su vida a esta dimensión sensible.

Poca reflexión. Esta vida de sentidos afecta a la formación de la inteligencia y, en particular, a la formación de los hábitos de la reflexión. La sociedad de la imagen y de los resultados inmediatos, y algunos sistemas educativos hoy en boga, no favorecen la reflexión, la concentración, la capacidad de analizar, sintetizar y relacionar y el sano sentido crítico. Es frecuente constatar entre los jóvenes de hoy la tendencia marcada a la dispersión mental, a la superficialidad, a la distracción y a la divagación.

Poco esfuerzo y sacrificio. También la formación de la voluntad resulta afectada. La sociedad del consumo fácil e inmediato promueve y acentúa la tendencia humana a la comodidad y al abandono de todo esfuerzo y sacrificio.

Carencias de sensibilidad humana. No menos marcada, en algunos países más que en otros, es la carencia de sensibilidad cultural y artística. Los jóvenes concentran su atención y dedican su tiempo al estudio de las ciencias y de sus aplicaciones técnicas dejando a un lado el estudio de otras materias que les llevarían a un mayor conocimiento del hombre y a una mayor sintonía con los valores e ideales que más cercanamente le atañen, a una mayor formación de la sensibilidad humana.

Falta de sentido de autocrítica. Éstas características se reflejan también en una incapacidad de reflexionar sobre la propia vida. Es decir, falta un sano sentido de autocrítica del propio comportamiento, de los gustos, costumbres y hábitos que se van adquiriendo. Así, no pocos jóvenes se encuentran fácilmente a merced de sus sentimientos, gustos y caprichos: regulan su vida según el vaivén de las emociones, de la moda, de la presión ambiental.

Hedonismo y deformación de conciencia. Resultan inevitables las consecuencias morales. No es difícil encontrar que las conciencias han sido poco o mal informadas, o que, más radicalmente, no han sido formadas. El relativismo propio de la sociedad pluralista, el bombardeo hedonista, la disminución de la educación religiosa... llevan fácilmente a la deformación de la conciencia moral.

Mayor espontaneidad y franqueza. Pero sería simplemente falso olvidar los rasgos positivos que caracterizan también al joven y a la joven de nuestros días, y que inciden también, positivamente, en su proceso de formación en la vida consagrada. Pensemos, por ejemplo, en su mayor sentido de espontaneidad. Esa soltura con que se han acostumbrado a moverse entre ellos mismos y entre los adultos, y que favorece su franqueza, su apertura a los demás.

El sentido de solidaridad. Los mismos medios de comunicación social y los modernos medios de transporte han favorecido un aumento enorme del conocimiento del mundo, de las necesidades y de los problemas de pueblos que habitan en el otro lado del planeta. Ello ha agudizado el natural sentido de solidaridad de la juventud y su deseo de ayudar a sus semejantes.

Mayor conciencia del papel de la mujer en la sociedad. Las jóvenes están cada vez más conscientes del importante papel que son llamadas a jugar en la vida de la sociedad y de la Iglesia misma. Esta es una realidad reconocida reiteradamente por el Papa en lo últimos veinte años. Es algo que debemos tomar en cuenta al presentar la vida religiosa y al formular los programas de formación.

La religiosa, pues, es la protagonista necesaria e insustituible de su formación: toda formación es en definitiva una autoformación. Nadie nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como persona. Ciertamente debe crecer en la conciencia de que el protagonista por antonomasia de su formación es el Espíritu Santo y debe fortalecer de una manera más radical su libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu Santo. Acoger esta acción significa también abrirse a las mediaciones humanas de las que el Espíritu se sirve. Por esto la acción de las formadoras resulta verdadera y plenamente eficaz sólo si la religiosa ofrece su colaboración personal, convencida y cordial (cf Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, nº 69).


c. Las formadoras.

La formación de cualquier persona, y en cualquier campo, requiere la colaboración de alguien que pueda señalar el cami­no; un consejero experimentado, un guía, un apoyo y hasta un modelo: un "formador". San Pablo se diri­gía así a los Gálatas: “Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en voso­tros” (Gal 4,19). Se sentía él, personalmen­te, responsable de la madu­ración de los cristianos de sus iglesias. A partir de la encarnación del Verbo de Dios, hemos entendido que Dios quiere actuar, no desde la distancia de su alta atalaya, sino estando en medio de los hombres: es Emmanuel, Dios con nosotros. Pero, además, su insistencia en mandar profe­tas a su pueblo y la elección por parte de su Hijo de unos colaboradores, nos obligan a comprender que su designio salvífico y santificador incluye la participación de los hom­bres. Difícilmente podría pensarse que las cosas fueran de otro modo cuando se trata de la santificación y forma­ción de quienes Él llama a consagrarse a Él y dedicarse de manera exclusiva a colaborar en su misión de salvación.

La formadora es, por tanto, el tercer personaje de la forma­ción. Tiene que sentirse ella también plenamente responsable y comprender la importancia que tiene su misión para la Iglesia y para la sociedad. Su trabajo está destinado a dejar una profunda huella en las vidas de sus formandas. Esa conciencia le llenará de entusiasmo responsable y le llevará a poner en juego todas sus cualidades espiri­tuales y humanas, su tiempo y su esfuerzo con desinterés y abnega­ción, valiéndose de todos los medios a su alcance.

Pero sería un error que se considerara como la única o principal responsable. Conviene que sea muy consciente de que ella es una colabo­radora, una ayudante, y de que como tal debe actuar. Colaboradora, ante todo, del Espíritu Santo, el Gran Maes­tro y Pedagogo. La formadora es instrumento y canal por don­de pasa la gracia de Dios. Naturalmente, cuanto mejor sea el instrumento, cuanto más ancho y limpio sea el canal, mejor fluirá la acción de Dios. Es esa acción divina la que debe llegar a quien está en formación, a través de la formadora, a través de sus conse­jos, sus exigencias y motivaciones.

Por ello, su primera preocupa­ción consiste en estar cerca de Dios, abierta a su Espíritu. Ora íntima y profundamente para pedir luz en su actuación; es dócil a sus inspiraciones, aunque vayan contra sus gustos y deseos naturales; pide a la postulante o novicia lo que, delante de Dios, cree deberle pedir, aunque sus sentimientos vayan en otra dirección. Sabe seguir el ritmo de Dios con cada individuo. Implora la gracia divina en favor de quienes le han sido confiadas, y se sacrifica por ellas.

Con una mirada objetiva sobre sí misma, la formadora es conscien­te de las propias limitaciones y de la enorme despro­porción existente entre sus solas posibilidades y recursos humanos y la trascen­dente misión que ha recibido. De esta forma, reconoce que todo bien y todo progreso en la forma­ción de sus alumnas vienen de Dios y es fruto de su acción santificadora. No hay lugar para atribuirse a sí misma lo que corresponde a Dios, ni para considerar las propias cualida­des, inteligencia, simpatía, y ni siquiera la propia cercanía a Dios, como la causa del crecimiento en Cristo de las forman­das. Por ello, los éxitos en su labor no son ocasión de vani­dad personal, sino más bien de admiración y genuina gratitud hacia Dios, y de reconocimiento del esfuerzo que ha hecho la persona en formación en la medida de su generosidad.

Se sabe también colaboradora de quien se forma. El término “formadora” no debe engañarnos. Se puede dar forma desde fuera a una vasija de barro; pero cuando se trata de una persona, la forma surge desde dentro. El formador no "for­ma", sino "ayuda a formarse". Eso signifi­ca que no debe exigir sin motivar, guiar sin iluminar, diseñar a ciegas un molde e im­ponerlo, a ciegas, a todas por igual. Pero significa también que no puede sin más lavarse las manos y dejar que la barca flote a la deriva. Ella tiene un papel activo, imprescindible. Sólo que su papel consistirá sobre todo en lograr que la mujer cuya formación se le ha encomendado asuma plenamen­te su propio papel, que quiera formarse y tra­baje personal y responsablemente en su formación. El éxito de la labor de una formadora comienza cuando logra suscitar la iniciativa consciente y libre de quien está en formación, de modo que ésta tome las riendas de su propia forma­ción, en la docilidad al Espíritu Santo y a las orientaciones de la forma­dora misma.

Algunas cualidades de la formadora

Debe poseer, ante todo, un profundo y vital conocimiento del Santo Evangelio, para saber enmarcar toda su actividad en un marco cristocéntrico, para que sus criterios resumen la savia evangélica, su modo de comportarse sea transparente y haga manifiesta su transformación en Cristo.

Debe conocer, en segundo lugar, con no menor profundidad y vivirla con toda amplitud de exigencia, las Constituciones y Santas Reglas de su Orden o Congregación. Debe sentir hondamente esta exigencia de conocerlas y vivirlas para después poder exigirlas a las demás.

Necesita ser muy humilde, tanto en sus relaciones con sus Superioras Mayores, como con sus súbditas; aquí el ideal no puede ser otro sino el "manso y humilde de corazón" de Cristo.

Como manifestación de su humildad, la formadora debe ser en teoría y en la práctica la primera y máxima "servidora de todas"; al igual que Cristo, estando siempre en manos de sus Superioras en postura de total disponibilidad, sin condiciones, sin exigencias, sin resentimientos.

Debe tener mucha paciencia, teniendo siempre presente que está trabajando con personas, con seres humanos débiles y cambiantes, con voluntades ricas y a veces flojas, con libertades y sensibilidades particulares. Hay que saber esperar la hora de Dios sobre ellas, hay que animar siempre, manteniendo la esperanza del triunfo. Formar a un ser humano es muy difícil, pues no siempre somos piedra dócil que se deja golpear por el artista. El ser humano es libre, y se duele ante los golpes y se rebela, gime y rechaza la mano que le ayuda.

Debe esforzarse por alcanzar ese difícil arte de saber tratar a las almas que le estén confiadas con suavidad, prudencia, y al mismo tiempo con energía, excluyendo cuanto sepa a condescendencia con imperfecciones, bonachonería, blandenguería o miedo al qué dirán.

Debe imitar a Jesucristo, “Buen Pastor”, quien conoce de nombre a sus ovejas y da la vida por ellas.

Por todo esto, para ser una buena formadora, hay que ser una mujer llena de Dios, cuya vida esté fundada en las virtudes teologales - de tal manera que camine siempre por la senda de una fe viva, operante y luminosa, que le permita ser fiel y perseverar hasta la muerte en medio de las dificultades y luchas que le exija el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios sobre su vida; por la senda de una esperanza gozosa e inquebrantable, que le llene de la seguridad que sólo Dios puede dar; y por la senda de un amor ardiente y generoso que le haga comprender cuán amable es Dios y le lleva al sacrificio heroico de sí misma por la salvación de las almas y en particular el bien de las almas que le han sido encomendadas.

 

 

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