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Sencillez (II)
La educación es una actividad eminentemente espiritual.


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net



Segunda pregunta: ¿Podemos tener un corazón sencillo en medio de una sociedad complicada?

Cerraba la entrega anterior apuntando que, a mi juicio, las consecuencias más graves que sufrimos por pertenecer a una sociedad complicada es que, a quienes vivimos en ella, esta sociedad nos dificulta mucho poder vivir con sencillez por dos motivos: uno, porque los criterios al uso, los que hoy se han generalizado, empujan hacia la complejidad y con ello a modelar corazones complicados; y dos, porque, según decíamos, la vida complicada artificializa en demasía al hombre poniéndole en riesgo de vivir al margen o en contra de su naturaleza. Dada la importancia del corazón en la vida de todo hombre, vamos a detenernos en ver solo la primera de estas consecuencias, dedicando nuestra atención al corazón con algún sosiego.

Según decíamos, el corazón complicado es causa y efecto de la complejidad social en la que estamos instalados con la cual corre en paralelo. Alguien podría preguntarse cuál es el problema, si es que lo hay, porque el corazón sea complicado. Ya dijimos, sin explicarlo, que en un corazón complicado no hay sitio para Dios. Podría parecer que la cuestión se reduce a un asunto privado, de carácter piadoso, pero va mucho más allá de una particular inclinación religiosa; se trata de una cuestión antropológica y por ello mismo, afecta toda persona. El corazón es demasiado importante como para reducirlo a opciones piadosas, por buenas que sean. En 2017 la ONU estableció el 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad (lo escribo con mayúsculas solo por respeto a la corrección ortográfica, pero en este caso las mayúsculas se le quedan demasiado grandes al contenido real que la expresión encierra). Libres somos para celebrar lo que nos guste y para dar cabida, hasta donde queramos, a tantas declaraciones hueras, por más eco mediático que se les dispense. Pero no nos engañemos, en torno a esto no hay más realidad que la que se quiera inventar. Por sí mismo, esto no pasa de ser un “flatus vocis”, un aire con sonoridad vacía. El corazón es demasiado importante como para nutrirlo de palabras fútiles o acciones insulsas. Con el corazón no se juega. No deberíamos jugar, ni permitir jugar a nadie que lo pretenda.

En mi opinión -y me consta que es ampliamente compartida- abunda hoy el hombre de corazón roto. Reconozcámoslo abiertamente: tenemos los corazones muy rotos, muy heridos. Muchos de los hombres y mujeres contemporáneos, los de esta sociedad “post-”, andamos/andan disimulando o enmascarando por fuera como mejor podemos/pueden, los estragos interiores de corazones muy zarandeados, muy complicados. Esta sociedad obsesionada con el brillo -le basta con que sea brillo de oropeles-, juguetea y frivoliza con el corazón sin calcular ni importarle las consecuencias.

¡Qué importante es el corazón! Merece la pena que nos paremos un poco en él. De las muchas cosas que pueden decirse del corazón humano, me parece conveniente señalar, resaltándolo, su carácter ambivalente; por una parte es un tesoro valiosísimo, nuestro gran tesoro personal; por otra, es muy falible, falla mucho, lo cual lo convierte en poco fiable. El panorama es, cuando menos, desconcertante: el corazón es muy valioso pero es de poco fiar.



Vamos con la parte buena. El pensamiento del siglo XX ligado al personalismo, ha venido a hacer justicia al papel del corazón humano dentro de la reflexión filosófica -tradicionalmente ausente-, contribuyendo a dignificarlo como corresponde. La filosofía personalista ha hecho notar que “en muchos aspectos, el corazón constituye el yo real de la persona más que su intelecto o su voluntad. En la esfera moral, es la voluntad quien posee la última palabra (...) [y por tanto] el verdadero yo lo encontramos primariamente en la voluntad. Sin embargo en muchos otros terrenos, [es decir, fuera del ámbito moral] es el corazón más que la voluntad o el intelecto, el que constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo real”(1).

Baste con este apunte para dejar constancia de esa preocupación del pensamiento por el corazón, pero aquí nos interesa más hablar del corazón por vía de experiencia. Pues bien, por esta vía, el corazón nos informa de la certeza de dos saberes fundamentales, ambos indubitables: el primero es la experiencia del yo íntimo, el segundo es la singularidad de ese yo. Todo hombre, por propia experiencia, está cierto de que su corazón no es algo secundario ni está en la periferia, sino en el centro de su ser. En ese sentido se puede hablar de él como un santuario escondido donde el hombre se reconoce y se posee a sí mismo y donde se toman las decisiones vitales definitivas. Aquí tienen su sede los fenómenos afectivos, es el “lugar” de donde brotan y en donde residen los grandes amores, los más puros, los sentimientos más nobles y los impulsos elevados, cuyo recorrido llega hasta el heroísmo. El corazón es donde el amor se gesta y se alumbra, donde se incuba y crece, donde echa raíces y toma asiento. Este modo de entender el corazón es el mismo que encontramos en “la tradición espiritual de la Iglesia, [la cual] también presenta el corazón en su sentido bíblico de «lo más profundo del ser»”(2). Dado que el corazón es el centro nuclear de la persona humana, cada uno de nosotros podemos decir en primera persona que mi corazón es lo mío más mío de cuanto tengo y soy. Ciertamente que este centro donde yo me reconozco como un ser singular es a la vez multidimensional, porque esta es otra de las grandes paradojas que concurren en cada persona, que siendo seres singulares, esa singularidad no es simple ni monolítica; al contrario se trata de una unidad compleja, psicofísica, como un manojo formado por muchos elementos diversos y complementarios: cuerpo y espíritu, biología y cultura, capacidades y carencias, influjos ajenos, experiencias, aprendizajes, expectativas, deseos, temores, logros, frustraciones, relaciones personales... Pues bien, si toda esta maraña puede constituir una unidad -y conviene mucho que la constituya- es solo gracias al corazón. El corazón unifica -debe unificar- todos las dimensiones de la persona al tiempo que da cuenta a la conciencia de esa unidad.

Ahora bien, esta joya antropológica que es el corazón, con toda la riqueza personal que alberga, esta maravilla de la creación, que es cada corazón humano, es una maravilla altamente problemática, y tal dimensión problemática es lo que confiere a la vida humana su carácter conflictivo, con frecuencia tormentoso y dramático. Hemos apuntado antes su condición ambivalente y hemos dicho algo de su cara luminosa; veamos ahora un apunte de su cara oscura. También aquí podemos echar mano de las ciencias humanas y de la experiencia subjetiva, pero prefiero acudir a la gran fuente de la sabiduría que es la Sagrada Escritura porque es una fuente absolutamente objetiva y, por tanto, mucho más fiable (las ciencias humanas en este punto de la oscuridad del corazón andan un poco perdidas).

En la Sagrada Escritura encontramos diversos pasajes en los que se da cuenta de esa cara oscura del corazón humano. Tomamos tres muestras muy relevantes, dos del Antiguo Testamento y una del Nuevo. La primera, del libro del Génesis, pertenece a la respuesta de Dios a Noé, cuando este le ofrece un gran sacrificio una vez pasado el diluvio. En ella, Dios afirma que no volverá a maldecir el suelo “porque la tendencia del corazón humano es mala desde la juventud” (Gen 8, 21).

La segunda está tomada del libro de Jeremías y en ella Dios le dice al profeta que “nada hay más falso que el corazón humano, ¿quién lo conoce?”(3).



Del Nuevo Testamento contamos con esta severísima afirmación de Jesucristo: “Del corazón del hombre salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”(4).

Ya se ve que el corazón no es trigo limpio. Lo dijo Cristo, lo confirma la historia generación a generación y tenemos experiencia sobrada (propia y ajena) de la toxicidad del corazón. Y a pesar de ello, hemos de seguir, también en cada generación, contestando a los que haciendo bandera de una ficticia bondad natural del hombre, niegan el mal llamándole error y niegan la existencia del pecado acogiéndose a la moral de circunstancias. Digámoslo claro: existen las disfunciones psíquicas, sí, y existen también mil manifestaciones del mal cuyo origen no es enfermizo, sino que proceden de dar carta de normalidad o rienda suelta a esas perversiones que sabemos que anidan en el corazón. Existen alteraciones no culpables, patológicas, pero hay otras que se corresponden con decisiones voluntarias dolosas; existe el sadismo, la protervia, la mutación del bien en mal (perversión). Existen el error y laignorancia, sí, pero al tiempo existe el pecado, la omisión y/o la acción inicua movida por la indiferencia, el odio, la envidia, el rencor, etc.

Cara y cruz, como se ve. Amores y desamores, afectos y rechazos, y todos ellos cociéndose juntos en el corazón y en cada corazón.

¡Vaya si es complejo el corazón humano! Por ser la sede afectiva del amor, es “fuerte como la muerte”(5); porque “el corazón de los hombres está lleno de maldad”(6) padece de una debilidad extrema. Esto hace que sea un hervidero de contradicciones, y por eso está dividido, y por la misma razón no es de fiar. No hay manera de conocerlo del todo, cada uno el suyo, cuánto más el corazón ajeno. Una de las pruebas incontestables de la complejidad del corazón, a disposición de cualquiera que quiera mirarse con sinceridad es la imposibilidad de llegar a un conocimiento total de uno mismo. Las dificultades para el autoconocimiento no radican solo en el corazón, sino en la totalidad de la persona, pero el corazón complica el propio conocimiento. Si toda persona es un misterio para sí misma, el corazón es el núcleo de ese misterio.

Cobra fuerza la pregunta de Jeremías: “¿quién lo conoce?” Parcialmente, cualquiera que transite por él; en totalidad, solo Dios. Solo Dios conoce el corazón humano hasta el fondo, solo para Él no hay secretos, ni rincones, ni recovecos ocultos, porque, en palabras de San Agustín, Dios es "superior summo meo et interior intimo meo"(7). Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad. Muy bellamente lo expresan también los salmos 26 y 138 en forma de petición para quien quiera rezar con ellos: “Escrútame, Señor, ponme a prueba, sondea mis entrañas y mi corazón”(8); “sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos”(9).

Creo que no es necesario insistir más en las dificultades inherentes al corazón. A las suyas propias hay que añadir ahora las que proceden del influjo de una sociedad complicada. No lo tenemos fácil los hombres de esta época y no lo tiene fácil la educación. La falta de sencillez es un escollo de difícil solución cuando se trata de educar el corazón. Educar, en su sentido más amplio y más profundo es educar el corazón: en su sentido más amplio, porque la educación del corazón dura la vida entera; en su sentido más profundo, porque la educación es una labor que se realiza en el interior del hombre. Educar es algo que se hace desde fuera, pero los efectos de la educación son interiores. La educación, afectando a la persona entera, es sobre todo un proceso de crecimiento interior. El resultado de una buena educación no es un buen adiestramiento para unas determinadas tareas (aunque se incluya). El resultado esperable de una educación digna de ese nombre es la formación del hombre exterior e interior, pero no a partes iguales, sino desequilibrado en favor de la interioridad, ya que el componente fundamental de la educación es el espiritual. La educación es una actividad eminentemente espiritual, aunque no sea solo espiritual. En la literatura pedagógica se recurre con mucha frecuencia a lo que se conoce como definición platónica de educación: “Dar al cuerpo y al alma toda la belleza de que son capaces”. Una preciosidad, como se ve, pero con un matiz importante: la belleza del cuerpo importa menos que la del alma; el cuerpo es importante, muy importante, pero el grueso de la carga educativa está destinada al alma.

Por otra parte, educar es sobre todo educar el corazón porque la educación ha de ser una labor de unificación de la persona, integral, que abarque todas sus dimensiones y ya hemos visto que nada hay en el hombre que le unifique tanto como su corazón. Educar, en fin, es dotar de todos los recursos (conocimientos, actitudes, habilidades, normas, hábitos, virtudes) para que cada uno vaya modelando su corazón a fin de obrar con rectitud de intención y con la mayor honestidad posible. Dicho con otras palabras, ayudar a tener un corazón sencillo. Misión nada fácil, como es fácilmente comprensible, porque no podemos ausentarnos del mundo en el que vivimos y el mundo en el que vivimos no ayuda a la sencillez del corazón.

Tal vez haya quien se pregunte qué se gana con la sencillez o por qué hay que tener un corazón sencillo. Según redacto la pregunta se me agolpan las respuestas, pero me quedaré con solo una: porque un corazón complicado lo tiene muy difícil para entender algo de Dios. Dios, que es infinitamente sencillo, solo es accesible para mentes y corazones sencillos que, por ser sencillos, con sencillez buscan a Dios. No digo por hombres o mujeres que han decidido volver a vivir en medio de un bosque perdido (aunque el contacto con la creación ayuda muchísimo a la relación con Dios), sino por hombres y mujeres que le buscan con sed de verdad, con nobleza, con limpieza de corazón y con decisión de vivir según su voluntad.

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(1) HILDEBRAND, D. (1996) El corazón, p. 133. Traducción por Juan Manuel de Burgos. (Madrid, Palabra)
(2) CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nº 368.
(3) Jer 17, 9.
(4) Mc 7, 21-23
(5) Cant 8, 6
(6) Ecl 9, 3
(7) SAN AGUSTÍN. Confesiones, III, 6, 11.
(8) Salmo 26, 2.
(9) Salmo 138, 23.







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