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Una fragilidad que nos acomuna
El mundo ha sufrido, a lo largo de su historia, enormes calamidades naturales.


Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net



La fragilidad humana puede tocarse de muchas maneras. Hay situaciones, sin embargo, que la hacen mucho más evidente, más incisiva, casi como un recordatorio de que este mundo es caduco y vulnerable.

Basta un virus difundido por aquí y por allá para que políticos y deportistas, personajes famosos y gente desconocida, viajeros y jueces, sean incluidos en las largas listas de contagiados, hospitalizados o incluso fallecidos.

Olvidamos nuestra fragilidad cuando todo es bonanza, cuando la salud nos permite hacer mil cosas, cuando lo planeado se lleva a cabo con una precisión que debería sorprendernos.

Pero llegó algo imprevisto y todo se vino abajo. Ni los economistas, ni los expertos, ni los filósofos, ni los que se autoconsideran profetas, fueron capaces de prever lo que explotó como una epidemia incontrolada.

Descubrir esa fragilidad que nos acomuna sirve para darnos cuenta de que mucho de lo tenemos, hacemos y deseamos es relativo: todo puede cambiar rápidamente, sin haberlo previsto ni imaginado.



A la vez, esa fragilidad nos impulsa a abrir los ojos para reconocer a nuestro lado a tantos hombres y mujeres que en males “cotidianos”, quizá muy poco llamativos sufren de maneras más o menos graves y necesitan apoyo y cercanía.

El mundo ha sufrido, a lo largo de su historia, enormes calamidades naturales, y también daños inmensos por culpa de violencias humanas en guerras absurdas. Quizá largos periodos de bonanza nos han hecho olvidar esos dramas del pasado, y nos han dejado menos preparados para sorpresas no previstas.

Somos frágiles. Pero, como enseñaban algunos filósofos, tenemos un alma grande, capaz de la verdad, de la belleza, del bien, de la justicia. Somos frágiles, pero gozamos del amor y la cercanía de Dios, que ama a cada uno de sus hijos.

La fragilidad que nos acomuna, especialmente en momentos de desastres colectivos, está unida a la grandeza de nuestros corazones. Desde esa grandeza, que viene directamente de Dios, podremos afrontar pruebas de todo tipo y, sobre todo, vivir con la esperanza de lo que nos espera tras la muerte...









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