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Tiempo y eternidad
Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A).


Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net



La fiesta de Cristo Rey cierra el año litúrgico, que trata de ser un recorrido de los misterios de la vida de Cristo. Esta fiesta nos presenta a Cristo como Juez y Señor del universo que viene a nuestro encuentro para resucitarnos y estar eternamente con Él. “La Iglesia es nuestra patria metafísica -dice Pável Florenski- y en esto reside el poder de su encanto. La Iglesia es reconocida por la memoria (conforme a la anámnesis de Platón). Efectivamente, la Iglesia suscita en nosotros el recuerdo del otro mundo, refleja los rasgos del otro mundo”.

Las dos últimas semanas previas a la fiesta de Cristo Rey, la liturgia nos presenta unas parábolas “escatológicas”, que nos preparan a la consideración de esas realidades “últimas”, que vienen más allá de este mundo. Hablamos del más allá con comparaciones, con imágenes que nos ayudan a hacernos una idea de algo que supera nuestros límites y expectativas. Como lo harían los peces con comparaciones de su vida en medio del mar cuando hablaran del mundo fuera del agua. El domingo pasado Jesucristo comparó el reino de los cielos con un banquete de bodas.

Este domingo, en cambio, nos presenta un hombre poderoso que se va de viaje y reparte sus bienes a sus siervos para que se responsabilicen de ellos, mientras él está fuera. El talento era una medida de peso, de unos 37 kilos de plata que correspondía a un inmenso valor porque equivalía a la ganancia que una persona podía obtener en más de 20 años. Entonces lo que el evangelio nos presenta es una especie de rendición de cuentas que el señor exige a su regreso por el uso que cada uno ha realizado de los bienes del Reino. Así nos presenta a Jesucristo como el Rey y Juez universal y de cada uno de nosotros.

Santa Teresita del Niño Jesús decía que “Todo es gracia”. Gracia tiene la misma raíz de “gratis”. Ahora está circulando en las redes sociales un video de un payaso que narra la anécdota de un enfermo de Covid19 en los EE. UU. Por su estado grave, le tuvieron que conectar a un respirador durante más de un mes. Y al recuperarse y salir del hospital le pidieron si podía pagar doscientos dólares. Como vieron que el anciano se puso a llorar, le dijeron: “Bueno, si usted no tiene dinero, no se preocupe; no es necesario que lo pague”. A lo que él respondió: “No es eso… Yo sí tengo el dinero, pero me he emocionado de pensar cuánto debería pagarle a Dios por los casi setenta años que he vivido gratis, sin necesidad de un respirador”.

Nuestra vida es un don, pero sobre todo en la dimensión del tiempo que Dios nos regala. Yo siempre que medito en esta parábola de los talentos, termino considerándolo desde el punto vocacional y sobre todo del tiempo. La existencia del hombre es dialógica y se define entre la llamada y la respuesta. Esto presupone que alguien, externo a nosotros, nos ha llamado.  Nadie se ha dado la vida a sí mismo; es un don que hemos recibido, y que inexorablemente queda ligado a los otros.



Tampoco podemos perder de vista hacia dónde vamos; nuestro yo siempre trasciende lo que hacemos y permanece abierto hasta que concluimos la vida. Como el artista, que no considera finalizada su obra – sea cuadro, estatua o escrito- hasta la última pincelada, golpe de escalpelo o de pluma. Me parece escuchar todavía el eco de la invitación que Juan Pablo II hizo a los jóvenes en uno de sus muchos encuentros: “Tomad en vuestras manos vuestra vida y haced de ella una obra de arte”. Esa obra no se termina hasta el final del camino. Y si eventualmente en algún momento nos sentimos perdidos, siempre tendremos la posibilidad -como el caminante que consulta su GPS al salirse de su itinerario- de “recalcular” la ruta dependiendo del destino al que queramos llegar.

¡El don del tiempo, que es imprevisible, como un ladrón en la noche (dice san Pablo en la 2ª lectura)! Me parece muy ilustrativo, a este respecto, un anuncio que salió en el 2007 para promocionar la compra de un coche, y que yo he usado con frecuencia para motivar a los adolescentes en las charlas que he impartido durante muchos años de orientación vocacional. "Supongamos que cada mañana te encuentras a la puerta de tu casa 1440€. Puedes regalarlos, divertirte con ellos, o quemarlos. Pero los que no uses, al final del día desaparecerán. Así funciona la vida… La diferencia es que lo que te encuentras cada mañana no son 1440€; son 1440 minutos. Piensa bien lo que vas a hacer con ellos".

Más allá de una visión meramente materialista de la vida, incluso si somos más pragmáticos que teóricos, este mensaje no nos deja indiferentes. Creo que su fuerza persuasiva radica en el valor y el carácter irreversible de nuestro tiempo… De todos los talentos que pueda tener una persona, el primero es el tiempo. Porque es la forma de existencia de todo lo que existe. Nadie lo tiene asegurado; mas una vez recibido, es propio de sabios saber usarlo, invertirlo en algo que valga la pena.

Yo creo que el mejor modo de invertir nuestro tiempo es tratar de realizar la propia vocación, que podemos definir con san Pablo como “hacer la verdad en el amor” (Cf. Ef 4, 15). Esa verdad que contemplamos en la oración, desde el sueño de Dios sobre cada uno de nosotros, y tratamos de realizar día a día. Puedes tener muchos o pocos dones, pero al final nos examinarán del amor. Como decía la Madre Teresa de Calcuta, al final de nuestra vida Dios no nos preguntará cuántos títulos tenemos, qué empresas hemos realizado o cuánto dinero hemos acumulado, sino cómo hemos amado. Ojalá nuestro Rey y Juez nos pueda decir: “Bien, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en lo poco, entra al gozo de tu Señor”.









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