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El Señor llama a preparar su venida; es más a desearla
Reflexión del domingo II de Adviento Ciclo B


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Mc 1,4).

En este segundo domingo de Adviento nos regala el Señor a través de la Iglesia una palabra de salvación con la que muestra su gran amor y su gran misericordia. Personalmente, me alegra el versículo del salmo responsorial: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 84,8), que se cumplirá plenamente en Jesucristo, «porque realmente es eterna la misericordia del Señor» (Sal 117,1), y como escucharemos en la segunda lectura de hoy, en la epístola de San Pedro: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 Pe 3,9).

Así, al rezar con esta Palabra brota de mi corazón un sentimiento de agradecimiento hacia el Señor porque es bueno, por la grandeza de su amor (Sal 117,1), sobre todo al escuchar lo que se nos proclama en la primera lectura: «Consolad, consolad a mi pueblo - dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha pagado por su culpa, pues de la mano del Señor ha recibido castigo doble por todos sus pecados. Di a las ciudades de Judá: «Ahí está vuestro Dios.» Ahí viene el Señor con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede» (Is 40,1-2.9-10).

Vuelve hoy el Señor por su gran amor y misericordia a hacer una llamada a la conversión a través de toda la Palabra, pero sobre todo en el pasaje del Evangelio: «Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Mc 1,4). Este versículo del pasaje del Evangelio de hoy hace resonar en mi corazón las palabras que proclama San Pedro en el libro de los Hechos: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38).

El Señor llama a preparar su venida; es más a desearla, tal y como se nos proclama en la segunda lectura: «Esperad y acelerad la venida del Señor, cuando los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha» (2 Pe 3,12-14). Impresionan las palabras de San Pedro, que recuerdan las palabras de San Pablo: «Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Flp 1,21.23).



El Señor nos llama a conversión porque por cualquier idolatría que el maligno nos presenta cada día, despreciamos la riqueza que nos quiere regalar el Señor, que es la Vida Eterna, con una pregustación ya SIENDO UNO CON ÉL: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). Como muy bien escribió San Cipriano: «¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo? Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama?» (Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la muerte).

El Señor tiene una paciencia que no cabe en cabeza humana. Intenta seducirnos. No se cansa de nosotros, de que le digamos mentiroso creyendo más al maligno que a Él (Gn 3), aceptando más SER UNO CON el Maligno que SER UNO CON ÉL, pero el Señor no se cansa de perdonar, no se cansa de querer SER UNO CON cada uno de nosotros. Sólo espera que de verdad le demos nuestro corazón, nuestra vida, nuestra voluntad. El Señor nos invita en este tiempo favorable (2 Co 6,2) a desear estar con Él, profundizando en la intimidad con Él, teniendo gestos de callado amor, como diría San Juan de la Cruz, gestos de amor secretos, que sólo conozcamos cada uno y Él, reforzando la oración. Pero no porque toca, sino por amor a Él. Toda nuestra vida es Adviento, una espera a su venida, al encuentro definitivo. No podemos perder ni un segundo con los espejismos que nos presenta el maligno: «Por eso, queridos, huid de la idolatría» (1 Co 10,14). No nos conformemos con meras galletitas caseras cuando el Señor nos ofrece un espléndido manjar en el cielo, en nuestra casa. Tal y como dice San Pablo: «Ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra entrada a vosotros, y cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la Cólera venidera» (1 Tes 1,9-10).

«El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). No podemos estar bailando a dos aguas. El Señor nos quiere exclusivamente para Él, y sufrimos tanto defendiendo tantas cosas que nos poseen, cuando el Señor no viene a hacernos míseros sino a enriquecernos con su pobreza (2 Co 8,9). Vienen a mi mente mientras rezo con esta Palabra unos versículos de varios salmos que ayudan a desear estar con el Señor: «¡Qué amables tus moradas, oh Señor! mi alma ansía y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre» (Sal 84,3.5); «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: morar en la Casa del Señor por años sin término» (Sal 27,4).

Así, el Señor dice con claridad qué desea que se haga ante esta llamada a la conversión que hace hoy: «La gente le preguntaba: «Pues ¿qué debemos hacer?» Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo.» Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?»  El les dijo: «No exijáis más de lo que os está fijado.» Le  preguntaron también unos soldados: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?» El les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada» (Lc 3,10-14).

«Por lo tanto, ceñíos los lomos de vuestro espíritu, sed sobrios, poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la Revelación de Jesucristo» (1 Pe 1,13). Feliz domingo de Adviento.









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