El Magisterio de la amistad y la salud psíquica
Por: Hna. María Elena Schell | Fuente: VIII Jornada de Psicología cristiana

El pensamiento contemporáneo nos tiene acostumbrados a ver con ojos sospechosos toda relación afectiva.
Si bien nuestra cultura ha degenerado en una cultura hedonista que busca el placer y la satisfacción sin ningún escrúpulo, tiende paradógicamente a concebir lo afectivo como una dimensión oscura e inmanejable, teñida de torcidas intenciones.
Varias razones han contribuido tal vez a consolidar esta mentalidad.
La primera ―más remota para nosotros— es la moral de Kant para quien todo deseo o inclinación es de suyo un acto egoísta, procedente de la sensibilidad, aunque se intente cubrir bajo los velos de la inmaterialidad.(1)
Este carácter sensible y deseable hace del afecto algo subjetivo y por lo tanto incapaz de producir una ley moral objetiva. La ley moral debe liberarse de todo elemento subjetivo, es decir sensible y deleitable, para constituir una razón pura práctica, acto que le corresponde específicamente a la voluntad.(2) Lo moral es liberarse completamente de todo movimiento de la sensibilidad, llegando a la contemplación de un ley absoluta, carente de contenido y disociada de la sensibilidad, en sí misma patológica.
Esta perspectiva ―que inconcientemente está muy arraigada en ciertos ambientes— posteriormente pasó a identificarse erróneamente con la moral católica y supuso una restricción del acto voluntario al acto de imperio que a su vez es interpretado de modo coercitivo y represivo de las tendencias de la sensibilidad (3),provocando entre otras cosas, la consecuente reacción posmoderna de liberación en un sentido negativo.
De manera que esta concepción de lo afectivo no sólo ha eliminado la inclinación y el deleite como actos propios y principales de la voluntad, sino que ha erigido la elección como su función principal haciendo de ella un acto absolutamente autónomo y vacío(4). De allí que ―para esta perspectiva—todo vínculo afectivo en la medida que agrada es tendencioso y oculta un fondo oscuro que hay que develar y reprimir por el imperio de una voluntad carente de afectos.
La segunda razón ―ya más cercana a nosotros, aunque no desconectada de la mentalidad recién descripta— es la cultura de la sospecha propia de la posmodernidad o lo que han dado en llamar segunda ilustración Como sabemos son Nietzsche, Freud y Marx, quienes reciben el sugestivo nombre de “maestros” de la sospecha, aunque muchos otros se inscriben dentro de esta escuela.
Este magisterio de la sospecha ha sido ya descripto por Aristóteles quien decía que tal como es cada uno le parece el fin. Así el mentiroso cree que todos son mentirosos, el ladrón cree que todos son ladrones, etc.
La sospecha —explica Santo Tomás de Aquino—, implica una opinión de lo malo cuando procede de ligeros indicios. Esto, dice, puede suceder porque uno es malo en sí mismo, y por ello, como conocedor de su malicia, fácilmente piensa mal de los demás (5).
En algunos casos esto llega incluso a erigirse en un sistema según el cual se concibe el mundo y la realidad como algo negativo. Así se proyectan con mayor o menor amplitud y capacidad de sistematización en la cultura o en la naturaleza humana las propias desviaciones.
También puede tener origen en un mal afecto hacia otro. Pues cuando alguien desprecia u odia a otro o se irrita y le envidia, piensa mal de él por ligeros indicios, porque cada uno cree fácilmente lo que apetece.
En esto consiste precisamente la cultura de la sospecha, pues esto es lo que han inculcado en cierta manera estos autores. Todas estas doctrinas tienen este fondo común: la realidad más profunda está constituida por un fondo negativo del cual proceden todas las cosas por un movimiento dialéctico, que incluye el bien como un momento necesario que hay que superar, si no queremos caer en una posición ingenua.
Debemos despertar y descubrir, a través de un proceso interior y bajo de guía de un maestro cualificado, esta profunda verdad.
La profunda verdad es que todo es mentira, que detrás de lo que llamamos realidad no hay nada. Detrás de lo que llamamos persona o sujeto, o yo, sólo hay un devenir de impulsos contradictorios.
Así para esta mentalidad posmoderna ―explica un autor—, ni la razón constituye el núcleo de algo que se llamaría sujeto ni tampoco el corazón o la afectividad; afirmar lo contrario equivaldría a sostener la hipótesis de la existencia de algo unitario en el hombre, lo que es absolutamente falso. Razón y corazón son sólo algunas de las máscaras tras las cuales no hay nada fijo, sino una realidad tan cambiante y fluida como el puro deseo. El sujeto sería, pues, un flatus vocis con el que se intenta dar unidad al alternarse fortuito de una multiplicidad de máscaras. Según Foucault, la idea de un corazón o de una razón como centro del yo es una invención del pensamiento moderno. El desarrollo de la filología, la psicología y la biología —piensa este autor (Foucault)― pondría de manifiesto que no existe nada parecido a un yo. Cuando al ser humano se le despoja de las máscaras a través, sobre todo, de la interpretación de los signos según los contextos, se descubre la omnipresencia de un deseo polimorfo y voluble.
Freud —en opinión de Foucault― comienza la ardua tarea de demolición del yo, al concebirlo como una estructura nacida del choque entre el impulso vital impersonal o libido y el principio de realidad. Pero a pesar de batir el orgullo del yo conciente, Freud no lo elimina; es más, lo considera algo necesario, pues —según él― «en donde hay Ello debe haber Yo». Nietzsche da un paso más en la misma dirección, al reducir al sujeto a pura voluntad de potencia. Así, en lugar de un yo integrado, se descubre una pluralidad dionisíaca de personajes, simbolizados por el niño, que encarna la «inocencia» y el «juego». Lo que hasta la modernidad era un ser unitario, se fragmenta a partir de Nietzsche en «placer, apetito, violencia, depredación», manifestación poliédrica de la voluntad de potencia del superhombre. Por eso Foucault sostiene que «la promesa del superhombre significa sobre todo la inminente muerte del hombre».”(6)
Entendemos a la luz de estos principios cómo bajo el estandarte de la sospecha, se ha desarrollado toda una mentalidad en torno a las relaciones humanas que no sólo han llegado a ser concebidas en términos exclusivos de dominación, remuneración o satisfacción, engaño, lucha de clases, etc. sino que han adquirido de hecho esta modalidad.
La hipocresía se ha convertido así en el gran pecado y la sinceridad en la gran virtud. De allí que lo moral es actuar abiertamente conforme a los instintos más primitivos sin preguntarse si son o no buenos, pues eso sería ceder a la hostigación de la conciencia.
La relación amistosa, como sabemos, no ha escapado a esta condición. Los vínculos amistosos han sido hasta tal punto deformados, que han perdido todo estatuto verdaderamente humano y estamos acostumbrados a murmurar sobre las intenciones con las cuales las personas se unen afectivamente o a reaccionar con sorpresa cuando ciertos vínculos son descriptos en términos amistosos.
A lo sumo se admite la necesidad de la amistad como un entretenimiento, como algo que simplemente llena los ratos libres de nuestra vida. (7)
El ámbito de la psicología ha sido, como muchos de estos autores han profetizado y promovido, el caldo de cultivo para esta mentalidad. En la terapia o en la bibliografía de divulgación psicológica es común una interpretación
“sospechosa” de la realidad.
Así la misma relación entre el psicólogo y sus pacientes no encuentra un adecuado marco conceptual en el que inscribirse, por el carácter intrigante con el que es descripta y muchas veces desarrollada.
Ella ha pasado a ser considerada en muchas oportunidades en términos eróticos (la noción psicoanalítica de transferencia parece inscribirse dentro de esta mentalidad), en términos dialécticos, comerciales (se habla del cliente), o médicos, cuando no sucede que nos sorprende con alguna práctica escandalosa más propia de telenovelas que de un vínculo que debiera estar ordenado a favorecer la salud psíquica, antes que turbarla.
Los mismos psicólogos que son formados en esta escuela de la sospecha, adquieren una fisonomía intrigante, que los aleja de la posibilidad de entablar una verdadera relación personal, sencillamente porque la persona no existe, porque el diálogo no es posible. Pues dialogar supone que dos personas se encuentren en la verdad y la verdad tampoco existe.
Todo intento de objetivación, ya sea de la realidad afectiva como de cualquier otra dimensión de la vida humana, es por definición violenta, pues ellas no son más que máscaras con que el pensamiento occidental ha intentado enmascarar la realidad profunda que es mero devenir. De manera que la única posición razonable en este contexto es que el psicólogo ocupe el lugar del muerto.
Todos conocemos el arquetipo del psicólogo de la sospecha que ha engendrado esta mentalidad, su modo de mirar, de expresarse, los rasgos de su cara, el vocabulario que utiliza, etc.
A esto se suma el hecho de que muchos estudiantes de psicología eligen esta disciplina fascinados por esta cultura de la sospecha de la que ya formaban parte aún antes de comenzar a estudiar pues han sido introducidos en ella por expertos iniciadores y esperan pertenecer más intensamente a través de la formación “científica” que proporciona la universidad.
Por otra parte ―y como contrapartida de la situación recién descripta— llegan a la consulta psicológica innumerables casos de personas cuya problemática principal gira en torno a las relaciones afectivas perturbadas: soledad, sentimientos de vacío, vínculos enfermos o destruidos, incapacidad para comunicarse, etc.
Imaginemos por lo tanto qué sucede cuando una persona con estas dificultades es sometida a esta terapia de la sospecha, a la cual indirectamente ya estaba vinculada, por pertenecer a una cultura que ha sido concebida así.
El Beato Juan Pablo II en una Alocución dada en Roma en 1979 señalaba lo que para nosotros es una realidad cotidiana y que a la luz de lo que significa esta cultura de la sospecha adquiere mayor evidencia. El sostenía que la confusión ideológica da origen a personalidades psicológicamente inmaduras y débiles. De allí que nuestro tiempo exija serenidad y valentía para aceptar la realidad como es, sin críticas depresivas y sin utopías, para amarla y salvarla.(8).
Por eso contrariando la tendencia actual arriba descripta, en estas Jornadas no sólo se intentará reivindicar lo más auténtico, genuino y bueno de la amistad, aplicándolo al vínculo terapéutico y a toda verdadera relación humana, sino que además en esta ponencia en particular, ella será vista desde una perspectiva magisterial. Así intentaremos responder a esta exigencia de lograr una visión madura que no sucumba ni a la tentación del desaliento, ni a la ingenuidad irreflexiva.
En principio tomamos aquí la expresión amistad en una acepción muy amplia, para significar toda relación auténticamente personal, es decir, aquellas relaciones en donde se da una comunicación de bienes espirituales.
Pues lo que caracteriza toda relación humana en cuanto tal es que por ella somos capaces de comunicarnos mutuamente bienes espirituales como son la verdad, la paz, las virtudes, etc. (sin dejar de lado que también se comuniquen otros bienes). En este sentido toda auténtica relación humana es amistosa, es magisterial, y por lo tanto terapéutica.
Esta primera consideración manifiesta su profunda importancia si nos detenemos a meditar qué significa que algo sea humano, personal y proporcione un bien espiritual.
Estamos acostumbrados a ver en estas expresiones categorías filosóficas abstractas por la sencilla razón de que la mayoría de las personas sin dejar de ser tales, no tienen experiencia de esta dimensión, sino que sólo sufren las consecuencias de su olvido o abandono. No hay una conexión interior del hombre consigo mismo, ni de lo propiamente humano que hay en él, lo cual se convierte prácticamente en un impedimento para conocer íntimamente a los demás y amarlos personalmente ya que la capacidad de amar a los demás está relacionada con el grado de conocimiento de sí mismo que tiene la persona y del amor a sí mismo.
Pero basta tener contacto con alguien que tiene por su vida interior una capacidad para comunicarse más profundamente con las cosas, para que se manifieste en nosotros esta realidad y tengamos aunque sea lejanamente esta experiencia de contacto personal. El mismo título de estas jornadas, por poner un ejemplo, así como las ponencias que presenta, y la simpatía interior que genera en nosotros parece ser una confirmación de esto que decimos, pues inmediatamente nos invitar a ponernos afectivamente en contacto con algo más profundo.
Ese algo más profundo es precisamente esa realidad espiritual que se comunica en una relación auténticamente humana y personal.
Entre el psicólogo y el paciente debe existir esta relación humana, fundada sobre todo en la comunicación de este tipo de bienes. Es decir, una comunicación ordenada a favorecer el despliegue de la persona en todas sus dimensiones, sobre todo en aquellas más profundas.
Estas relaciones que nos ponen en contacto con esta auténtica dimensión profunda de la vida y de nosotros mismos son las que restauran psíquicamente a las personas.
Nosotros pertenecemos a una época profundamente marcada por lo afectivo, pero lo afectivo perturbado por todas las razones que mencionamos anteriormente. Muchas de estas perturbaciones tienen su causa en la configuración misma de la vida social y cultural y en el tipo de relaciones humanas que ella sustenta, pues no hay que pensar que todo en el hombre procede exclusivamente de su interior o de su iniciativa personal. Esto es posible cuando hay vida personal, pues de lo contrario la persona más bien está a merced del ambiente o de otros condicionamientos, aunque siempre subsiste un núcleo personal íntimo.
De hecho hay tendencias en el hombre que de no mediar un fuerte estímulo exterior no tendrían tanta fuerza y su manifestación tendría otra fisonomía. Por eso las personas no son iguales en todas las épocas o culturas.
De manera que no se puede pensar que todos los problemas psíquicos se van a resolver mediante un análisis psíquico. Es decir, mediante una meditación, más o menos racional en el mejor de los casos, sobre lo que le sucede a la persona y por qué le sucede.
Hace falta que las personas accedan además a esa experiencia interior fundamental y sean capaces de desarrollar verdaderas relaciones humanas que encaucen sus tendencias interiores y ayuden a que ellas se desplieguen sanamente
Esto es lo que debe promover el psicólogo, sobre todo el psicólogo católico, pues no es inadecuado pensar que el psicólogo debe ser una persona profunda, capaz de relacionarse profundamente con las personas. Estando en cierta manera obligado por su profesión a serlo.
Decimos que es el psicólogo quien debe ayudar a la persona a introducirse en esta dimensión interior por la sencilla razón de que las personas habitualmente no tienen relaciones humanas maduras y porque en nuestro país por lo menos la mayoría de las personas acude al psicólogo.
En otro contexto tal vez esto no hubiera sido necesario siendo por otro lado evidentemente que esta tarea no es en absoluto exclusiva competencia suya, sino de todo hombre.
Este despliegue no puede depender únicamente de la guía del psicólogo y mucho menos debe esperarse que se logre exclusivamente a través de la relación terapéutica. En muchos ambientes se observa una excesiva confianza en el rol de psicólogo, pues se pretende más o menos explícitamente que reemplace, ya sea en su desarrollo o cuando esto ha fracasado, en su corrección, la función que otras personas deben cumplir en la formación de la personalidad.
Suponiendo incluso que el psicólogo sea bueno y tenga buena formación esto no es posible e incluso puede resultar contraproducente.
Por eso decíamos anteriormente que sólo en un sentido general podemos definir la relación terapéutica en términos de amistad.
Pues no se pueden eliminar, sino por el contrario, deben fomentarse, todas las relaciones humanas en sus formas específicas.
Por ello la salud psíquica de una persona depende de muchos factores y del esfuerzo de muchos, no es un trabajo restringido ni a la psicología ni al terapeuta particularmente.
Sin embargo cuando la relación terapéutica logra esta apertura hacia algo interior, logra ciertamente mucho, pues logra de alguna manera poner en contacto a la persona con todo, pues la conecta con algo que es común a todos y que puede compartir sin perder: los bienes espirituales.
Así queda eliminada la desconfianza que genera el hecho de describir el vínculo terapéutico como algo semejante a la amistad y se despeja la tentación de pensar que así concebida, esta relación podría generar una dependencia enfermiza.
Son por el contrario las terapias de la sospecha las que encierran este peligro, pues la sospecha engendra desconfianza y enemistad, de manera que la persona paulatinamente va asimilando la idea de que todos son enemigos, menos el terapeuta, que es el que le hace tomar conciencia de lo malo que son los otros, además de incrementar el sentimiento de que no es capaz de percibir por sí mismo esta realidad, lo cual redunda en una contínua actitud sumisa y dependiente y cierra el camino para cualquier otra relación.
Decíamos entonces que una verdadera relación terapéutica, porque es humana, debe abrir a todas las personas. Debe engendrar una cierta simpatía por la humanidad.
La psicoterapia debe fomentar una auténtica apertura a lo social que debe concretarse con la inserción plena de la persona en la vida social, es decir en la convivencia con los demás, porque la vida social ordena al hombre a todas las cosas, porque sólo en ella se da la inclusión e integración y desarrollo de casi todas las funciones humanas. Es decir hay dimensiones de la vida humana que nunca se van a desarrollar adecuadamente si no hay una apertura a los demás, si no hay amistad. Así aunque el psicólogo sea amigo en un sentido amplio del término, o aunque eventualmente llegue a serlo en un sentido estricto, esto no es suficiente, debe fomentar que el paciente logre entablar relaciones amistosas.
Hay que usar de abundantes recursos, porque la naturaleza humana es multiforme y compleja. De allí que no haya que esperar la solución a los problemas humanos desde una única perspectiva que terminará absolutizándose de manera arbitraria y artificial y deformando el objetivo que se persigue. Por eso la misma organización humana en su naturaleza supone todas estas instancias y así la persona nace en una familia, va a una escuela, participa de ciertas organizaciones sociales y tiene amigos.
Evidentemente cuando esto desaparece o se destruye ― como está sucediendo actualmente—, no puede no esperarse el colapso psíquico de las personas.
Dejando para otro contexto el análisis de lo que cada una de estas dimensiones puede aportar, nos detendremos entonces en la relación amistosa y en su importancia específica para el desarrollo de la personalidad.
Y aquí si podemos hablar ahora de la amistad en sentido más estricto y comprender qué papel cumple esta dimensión dentro de la vida humana.
Toda verdadera amistad se caracteriza por tres elementos: la benevolencia; la reciprocidad; la comunicación.
Ser benevolente significa querer el bien para el otro desinteresadamente, es decir, sin buscar una retribución a cambio, querer el bien para el otro por el. La benevolencia supone que la razón del bien que se quiere es por otro, no por uno.
Esta benevolencia en la amistad se da de un modo particular, pues no sólo se quiere el bien para el otro, sino que se lo quiere como si se tratara de uno mismo, pues a la benevolencia, en la amistad, se une una estima por la otra persona que hace que forme una unidad consigo mismo.
La benevolencia es lo que debiera caracterizar toda relación humana que en cuanto tal se precie de madura. Pero es un hecho que podemos ser benevolentes con los demás sin ser amigos de todos, pues la amistad le agrega a la benevolencia la intimidad y la unión en un fin común.
De allí que el primer elemento patológico que destierra toda verdadera amistad es el egoísmo. Muchas de las situaciones arriba descriptas obedecen al hecho de que las personas no son capaces de querer el bien del otro. Quieren a los demás porque los demás les proporcionan un beneficio. Esta modalidad utilitarista de relación no sólo sofoca todo vínculo, sino que engendra una profunda desconfianza en los demás. Pues si yo uso a los demás, los demás me usan a mí, y como a nadie le gusta que lo usen, todos pasan a ser enemigos. Hay personas que adquieren este hábito de sospechar de todos porque han tenido muchas experiencias negativas en este sentido, pero también porque sólo han visto en los demás un bien utilitario, pues la sociedad enseña a ver sólo esto.
Por otra parte, esta mentalidad deriva finalmente en una actitud artificial ante la vida, porque uno termina adaptándose a los demás para responder a sus requerimientos y así obtener por una especie de transacción, lo que uno quiere.
Esta continua demanda lleva necesariamente a una visión muy pobre de sí mismo, pues el estar todo el tiempo esperando que los otros nos den cosas, supone pensar que se tiene muy poco, que se carece de todo.
La posibilidad de encontrar quien nos de sin pedir nada a cambio, que se alegre gratuitamente, revierte esta dinámica, pues alguien nos quiere desinteresadamente, es decir, porque sí. Esto es la benevolencia.
Ser benevolente significa por otro lado tener una sana estima de sí mismo pues el dar desinteresadamente produce la impresión real de que se poseen bienes. San Pablo dice que hay más alegría en dar que en recibir. Esa alegría de dar procede del hecho de que la persona experimenta que tiene un bien y hasta tal punto es abundante que tiene para ella y para otros y cuando los comparte no pierde nada.
Esta alegría procede del mismo bien que es una real perfección y en cuanto tal posee una cierta abundancia.
El bien es difusivo de sí mismo, engendra algo semejante a sí mismo y por eso el bien es fecundo y la fecundidad engendra alegría.
El hecho de que ese bien que el otro posee produzca el mismo gozo que si se lo poseyera personalmente hace que se incremente el sentido de propio valor, pues se multiplican realmente los bienes, ya que como dice Aristóteles, lo que no podemos por nosotros mismos, lo podemos en cierta manera por los amigos. Es lo contrario de la envidia que se entristece por el bien ajeno.
Hay entre los amigos identidad porque se quieren las mismas cosas y en cierta manera se tienen las mismas cosas, hay bien común.
En cambio el amor de concupiscencia, es decir aquel que sólo quiere al otro por el placer que le proporciona, disminuye los bienes. Así se pueden multiplicar las relaciones en este sentido, pero el resultado siempre será a la larga desgastante, porque realmente se va dispersando la persona y sus recursos. Como dijimos anteriormente el poder amar a los otros desinteresadamente supone una capacidad de conocerse a sí mismo, amarse a sí mismo personalmente, es decir interiormente. Es la interioridad la garante de toda verdadera amistad.
El segundo elemento es la reciprocidad. Este aspecto pone de manifiesto el carácter libre y personal que posee la amistad y la semejanza que engendra. El amigo es amigo para el amigo dice Santo Tomás. Esta reciprocidad supone también la reciprocidad en el tipo de amor que se profesan los amigos. Pues alguien puede querer a otro con amor de benevolencia y el otro sólo con amor de concupiscencia. O haber benevolencia pero no un trato íntimo recíproco.
Por eso las personas virtuosas o que tienden a la perfección de la virtud son las que tienen más capacidad de tener amigos y son quienes de hecho tienen amigos, porque son las que aman de este modo.
Finalmente la amistad está fundada en cierta comunicación. Esta comunicación no se limita al diálogo sino que hace referencia a la comunicación del bien. La amistad nos comunica bienes.
Este elemento explica y funda la reciprocidad.
Aquí aparece con mayor evidencia el carácter perfectivo que posee la amistad.
Un prestigioso pensador tomista dice que la amistad actúa con fuerza de autoridad; ella nos revela a nosotros mismos y extrae de nosotros nuestros más íntimos y ricos recursos; ella despliega las alas de nuestros sueños y de nuestras vivas intuiciones; ella fiscaliza nuestros juicios, experimenta nuestras ideas últimas, alimenta nuestros anhelos e inflama nuestros entusiasmos. (9)
Que la amistad comunica bienes significa que hay capacidades que sólo se pueden adquirir gracias a los amigos, hay vicios que sólo se vencen por los amigos, hay penas en la que sólo los amigos son consuelo, hay alegrías que sólo se comparten realmente con los amigos, hay perturbaciones que sólo ceden ante la presencia del amigo; que en fin como dice Aristóteles “la amistad es lo más necesario para la vida. En efecto, sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes; incluso los que poseen riquezas, autoridad o poder parecen que necesitan sobre todo amigos; Porque ¿de qué sirve esta abundancia de bienes sin la oportunidad de hacer el bien, que es la más ejercitada y la más laudable hacia los amigos? ¿O cómo podrían esos bienes ser guardados y preservados sin amigos? Pues cuantos mayores son tanto más inseguros. En la pobreza y en las demás desgracias, consideramos a los amigos como el único refugio.
Los amigos ayudan a los jóvenes a guardarse del error; y ayudan a los viejos, los cuales, a causa de su debilidad, necesitan asistencia y ayuda adicional para sus acciones; y los que están en la flor de la vida les presentan su apoyo para las nobles acciones «dos marchando juntos», pues con amigos los hombres están más capacitados para pensar y actuar.” (10)
Pero podemos ir más allá Cuando decimos comunicación no estamos queriendo sólo decir que se da algo sino que se comparte algo. Como vimos anteriormente, se ama al amigo como a otro yo, porque se tiene algo en común con el.
Por esta razón la amistad que está basada, en una comunicación real del bien, se convierte, por contraposición a aquel magisterio de la sospecha, en un verdadero magisterio que nos rescata de todas las anomalías y promueve lo mejor de nosotros mismos.
Es más, la auténtica amistad, es el único antídoto contra esta cultura de la sospecha pues revierte todos los elementos negativos que ésta sustenta. Pues los amigos confían unos en otros, los amigos son espontáneos entre ellos, porque la amistad es un vínculo que está fundado en una auténtica libertad interior y en la verdad; los amigos buscan juntos el bien.
Es un hecho que el hombre necesita no sólo de una tutela desde el principio de su vida, sino que además necesita de la educación.
Esta enseñanza se adquiere por una doble vía. Una de inquisición, es decir, racional. Otra de inclinación, es decir, afectiva. Es la experiencia del bien la que nos enseña. Y así como el afecto malo puede llevarnos a juzgar precipitadamente todo como malo, el afecto bueno, nos lleva a juzgar, no todo como bueno, sino bien, es decir, rectamente y también por supuesto a ver las cosas como buenas. Esto también se enseña y se experimenta a través de la amistad por la connaturalizad que produce el bien.
Así son amigos aquellos que tienen una mirada misericordiosa, que nos enseñan a ser buenos. Pues el amigo también ve el mal. Es más, tiene más elementos que los demás para conocerlo, pues participa de la vida íntima de su amigo. Sin embargo, lo repara, socorre a quien lo padece porque tiene compasión, es decir, padece junto con el que sufre, por esa connaturalidad que engendra la amistad.
A la luz de todas estas reflexiones aparece con mayor claridad cuán importante es la amistad en la vida humana, pues es precisamente eso: una relación propia y auténticamente humana, pues sólo se da en el hombre y se da en él en lo que hay de específicamente humano. Es por eso la amistad un auténtico magisterio pues enseña y despliega capacidades propias y específicas que no pueden obviarse o dejadas libradas al azar, pensando que aparecerán de todos modos.
Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté sólo. Vamos a hacerle una ayuda adecuada.” Si bien este texto habla principalmente del matrimonio, podemos sin duda aplicarlo a todas las relaciones humanas, como lo es de hecho la unión matrimonial.
No es bueno que el hombre esté sólo. Quiso Dios que ordinariamente el hombre alcance su perfección con la ayuda de otros que son adecuados para esto, porque son semejantes.
No se trata sólo de una semejanza de naturaleza, sino de una semejanza de amistad, un solo corazón y una sola alma.
Ninguna obra buena, pequeña o grande es obra de una sola persona. La misma obra de la Creación y la de la Redención fue obra de tres personas íntimamente unidas y es obra de todos los que siendo amigos de Dios por la gracia colaboran con Él.
Así como la destrucción de la familia que se opera no sólo a nivel ideológico, sino también legal, supone una ruptura en la desarrollo psíquico de las personas que trae y tendrá en un futuro consecuencias en muchos casos irreversibles, el magisterio de la sospecha destruye a través de un mecanismo más sutil todo tipo de relaciones humanas y fundamentalmente aquella de la amistad. Como no se trata de una institución formal, esta destrucción pasa ante nuestros ojos inadvertidamente.
Pensar que la psicoterapia, aún cuando esta sea buena, resolverá todas estas deficiencias es un error de perspectiva fundamental. Porque es ver a la naturaleza humana como una realidad abstracta que no significa nada, pues es creer que una cosa puede ser fácilmente reemplazada por otra con facilidad. Sin embargo la naturaleza humana es algo muy concreto, es un modo de ser, es principio de operaciones propias.
Será por el contrario, trabajo de todos comprender el sentido profundo de estas carencias e instrumentar lo medios adecuados para revertir el proceso que estamos viviendo.
El primer recurso son las personas mismas que deben ser generosas y esforzarse por fomentar lazos humanos que salgan de los estrechos límites que determinan las circunstancias. Los matrimonios deben ser amigos de otros matrimonios para que sus hijos después sean amigos entre ellos. Las familias deben acoger a los que están solos. La vida religiosa debe ser un ámbito de acogida fraterna para todos los hombres, etc.
En segundo lugar, aunque mucho más importante todavía, está el hecho de la gracia, la caridad.
La caridad ha sido definida por Santo Tomás como amistad, lo cual significa fundamentalmente que Dios nos hace semejantes a él, nos comunica sus bienes y hace que amemos de esa misma manera a los demás. Despliega en nosotros desde dentro lo mejor de nosotros y más todavía porque nos abre a la vida misma de Dios, lo cual significa entre otras cosas que realmente se restauran los bienes que se pierden por los pecados o deficiencias humanas, pues se reciben directamente de Aquel que es autor de la naturaleza humana.
Todas estas consideraciones sobre la amistad y su contrapartida negativa expresada bajo el magisterio de la sospecha descansan sobre dos hechos fundamentales que nunca es excesivo recordar: el misterio del pecado y de la redención.
Entre estos dos grandes sucesos se debate toda la historia de la humanidad y todas las relaciones humanas. Mientras dure la existencia en este mundo las cosas serán así.
El psicólogo católico debe tomar seria conciencia de esta realidad en todas sus dimensiones y comprometerse profundamente con ella y utilizando los recursos que la prudencia, las circunstancias y sus cualidades personales le proporcionan, ser verdaderamente amigo de aquellos que recibe, es decir, comunicar aquel bien espiritual interior, que toda persona necesita para desplegar su verdadera personalidad.
De allí que toda consideración sobre la vida humana que hagamos que no incluya estos elementos están condenadas a caer o en una visión pesimista del hombre, que habitualmente es presentada como realista o en una visión ingenua e idealista respecto de las verdaderas posibilidades de progreso humano en las presentes circunstancias.
Pidamos a Dios que nos conceda la gracia, es decir la amistad entre nosotros y con Él y nos libre de aquel mal que engendra la sospecha, que como enseña San Elredo es el veneno de la amistad.(11)
Notas
1) “Pero darles por móviles de la voluntad otros diferentes de los que proceden de los sentidos, cuando se supone, para explicar su posibilidad, un sentimiento que no hace propios a recibirles y que es su primera condición, es hacer como los ignorantes, que, ingiriéndose en la metafísica, sutilizan en la materia hasta el punto de experimentar, por decirlo así, su vértigo, y creen formarse así una idea de un ser espiritual y extenso sin embargo.” I. KANT, Crítica de la razón práctica, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona, 2002, p. 30.
2) “La razón determina inmediatamente la voluntad por una ley práctica, sin mediación de sentimiento alguno de placer o de dolor, ni aún de un placer ligado a esta ley, y esta facultad que tiene de ser práctica, en cuanto razón pura, es la que le da un carácter legislativo.” Ibidem, p. 31.
3) “Pero cuando se aplica a los hombres, la ley toma la forma de un imperativo; porque si se les puede atribuir, como seres racionales, una voluntad pura, como seres sometidos a necesidades y sensibles, no se les puede suponer una voluntad santa, es decir, una voluntad incapaz de toda máxima contraria a la ley moral. La ley moral es, pues, para ellos un imperativo, el cual manda categóricamente, puesto que la ley es incondicional, la relación de su voluntad con esta ley es una relación de dependencia a la cual se da el nombre de obligación, que designa una coacción pero impuesta sólo por la razón y por su ley objetiva; y la acción que así no es impuesta se llama deber, porque una voluntad sujeta a afecciones patológicas (aunque no esté determinada por estas condiciones, y aunque, por consiguiente, sea siempre libre) encierra un deseo que, resultando de causas subjetivas, puede con frecuencia ser opuesto al motivo puro y objetivo de la moralidad y, por consiguiente, provoca una oposición de la razón práctica, que puede considerarse como una coacción interior, pero intelectual, una coacción moral. Debe concebirse la voluntad, en la inteligencia soberana perfecta, como incapaz de máxima alguna que no pueda ser una ley objetiva; y el concepto de la santidad, que le conviene por sí misma, no la coloca sin duda por encima de todas las leyes prácticas, sino de todas las leyes prácticas restrictivas: por consiguiente, por encima de la obligación y del deber. Esta santidad de la voluntad no es menos una idea práctica que debe servir de tipo a todos los seres racionales finitos: la única cosa que le es permitida es aproximarse indefinidamente a él, y la pura ley moral, que por eso mismo es llamada santa, coloca siempre esta idea misma ante sus ojos. Asegurarse este progreso indefinido, hasta hacerle constante y creciente, según máximas inmutables, es la virtud; y la virtud es el más alto grado que puede alcanzar una razón práctica finita, porque ésta, al menos como facultad adquirida naturalmente, jamás puede ser perfecta; y en caso semejante, la convicción es muy peligrosa y la certidumbre jamás apodíctica.” I. KANT, Crítica de la razón práctica, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona, 2002, p. 39.
4) Cfr. P. LERSCH, La estructura de la personalidad, Editorial Scientia, Barcelona, 8ª. Edición española, 1974, p. 464: “Si volvemos ahora hacia el otro aspecto de la estructura superior de la persona, hacia la voluntad, es decir, si planteamos la cuestión de en qué modo es acuñado el perfil de un hombre por la función del Yo llamada voluntad, que en él actúa, o falta, o es defectuosa, y llamamos a esto su tipo de voluntad, los criterios esenciales para su determinación derivan de lo que dijimos sobre la estructura interna de la acción voluntaria. Para lograr la mayor variedad posible de puntos de vista hemos de partir de la forma más elevada de acción voluntaria, o sea, de la acción electiva.”
5) S. Th. II- II, q. 60, a. 3.
6) A. Malo Pé, Antropología de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 14.
7) C. S., LEWIS, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 2000, p. 70.
8) JUAN PABLO II, Alocución a los sacerdotes, religiosos y religiosas en la Parroquia de San Pío V, Roma, 28 de octubre de 1979: “Nuestro tiempo exige ante todo profundas convicciones filosóficas y teológicas. Muchos naufragios en la fe y en la vida consagrada pasados y reciente, tienen su origen en una crisis de naturaleza filosófica. Es necesario cuidar con extrema seriedad la propia formación cultural. El Concilio Vaticano ha insistido en la necesidad de tener siempre a Santo Tomás de Aquino como maestro y doctor, porque sólo a la luz y sobre la base de la filosofía perenne, se puede construir el edificio tan lógico y exigente de la doctrina cristiana. León XIII, de venerada memoria, en su célebre y siempre actual Encíclica "Aeterni Patris", (... ) reafirmó e ilustró maravillosamente de validez del fundamento racional para la fe cristiana. Por esto, nuestra primera preocupación, hoy, debe ser la de la verdad, tanto por necesidad interior nuestra, como para nuestro ministerio. No podemos sembrar el error o dejar en la sombra de la duda! La fe cristiana de tipo hereditario y sociológico se hace cada vez más personal, interior, exigente y esto es ciertamente un bien, pero nosotros debemos tener para poder dar! Recordemos lo que San Pablo escribía a su discípulo Timoteo: Guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe (ITim.6,20). Es una exhortación especialmente válida para nuestra época tan sedienta de certeza y claridad y tan íntimamente acechada y atormentada. Nuestro tiempo exige personalidades maduras y equilibradas. La confusión ideológica da origen a personalidades psicológicamente inmaduras y pobres; la misma pedagogía resulta incierta y a veces desviada. Precisamente por este motivo el mundo moderno anda en busca afanosa de modelos, y la mayoría de las veces queda desilusionado, confundido, humillado. Por esto, nosotros debemos ser personalidades maduras, que saben controlar la propia sensibilidad, que asumen las propias tareas de responsabilidad y guía, que tratan de realizarse en el lugar y en el trabajo donde se encuentran. Nuestro tiempo exige serenidad y valentía para aceptar la realidad como es, sin críticas depresivas y sin utopías, para amarla y salvarla. Esforzáos todos, por lo tanto, para alcanzar estos ideales de madurez, mediante el amor al propio deber, la meditación, la lectura espiritual, el exámen de conciencia, la recepción metódica del sacramento de la penitencia, la dirección espiritual. La Iglesia y la sociedad moderna necesitan personalidades maduras: ¡Debemos serlo con la ayuda de Dios!
Finalmente, nuestro tiempo exige un compromiso serio en la propia santificación. ¡Las necesidades espirituales del mundo actual son inmensas! Si miramos las selvas sin límites de los bloques de casas en las modernas metrópolis, invadidas por multitudes sin número, es para asustarse. ¿Cómo podremos llegar a todas estas personas y llevarles a Cristo? Viene en nuestra ayuda la certeza de ser sólo instrumentos de la gracia: quien actúa en cada una de las almas es Dios mismo, con su amor y misericordia. Nuestro compromiso verdadero y constante debe ser el de la santificación personal, para convertirnos en instrumentos aptos y eficaces de la gracia. El deseo más verdadero y más sincero que puedo expresaros es solo este: ¡Haceos santos y pronto santos!, mientras os repito las palabras de San Pablo a los Tesalonicenses: El Dios de la paz os santifique cumplidamente, y que se conserve entero vuestro espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo sin mancha para la venida de nuestro Señor Jesucristo (ITes.5,23).”
9) A. D. SERTILLANGES, La vida intelectual, Editorial sinopsis, Buenos Aires, p. 25.
10) Ética a Nicómaco, Libro VIII.
11) SAN ELREDO DE RIEVAL, La amistad espiritual, Libro III, n. 89.
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