El consolador que nos fortalece
Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate

A pesar de la enemistad y del conflicto histórico entre judíos y samaritanos, Jesús había sembrado el don de la fe en aquella mujer samaritana que después del encuentro con Jesucristo en el pozo de Sicar sintió el impulso de gritar y anunciar las maravillas del Señor.
Esas semillas de la fe empiezan a florecer, pues ahora vemos a los apóstoles regresar a este lugar que había aceptado la palabra de Dios, a través de la predicación de Felipe. La Iglesia apostólica acoge con amor y esperanza esta conversión y de manera sinodal fortalece esta labor evangelizadora a través de Pedro y Juan que son enviados para imponer las manos a los convertidos y orar por ellos, a fin de que recibieran el Espíritu Santo.
Conforme a lo que meditamos la semana pasada, los apóstoles habían resuelto dedicarse de lleno a la oración y a la predicación, para que otros atendieran las dificultades que se iban presentando. ¡Cuánto bien hicieron al dedicar toda su vida al anuncio del evangelio! Aquí contemplamos los resultados de este ministerio, al evangelizar y actuar de manera sinodal para que el Señor Jesús fuera conocido, alabado y amado por todos los hombres.
La semana pasada fue dedicada a la oración por todas las vocaciones y estados de vida. Continuemos orando y alentando a nuestros sacerdotes, religiosas, seminaristas en su respuesta vocacional para servir a Dios y a la Iglesia a tiempo completo, sin distracciones u ocupaciones que limiten su misión evangelizadora.
Refiriéndose a la Iglesia apostólica el papa Francisco destaca: «El libro de los Hechos revela la naturaleza de la Iglesia, que no es una fortaleza, sino una tienda capaz de ampliar su espacio (cfr. Is 54,2) y de dar cabida a todos. La Iglesia o es “en salida” o no es Iglesia, o está en camino, ampliando siempre su espacio para que todos puedan entrar, o no es Iglesia (...). Las iglesias siempre deben tener las puertas abiertas porque son el símbolo de lo que es una iglesia. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre (...). De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas».
Estos hermanos ofrecen la acogida del amor, el calor del Espíritu que habían experimentado en las palabras del Señor después de la última cena, cuando pensando en sus discípulos, en su necesidad y en las tribulaciones que enfrentarán, les asegura que no los dejará desamparados y que rogará al Padre para que reciban al otro Paráclito.
Es como si el Señor desatendiera su propia angustia por estar más preocupado en lo que puedan vivir y afrontar sus discípulos. Los sigue amando hasta el extremo, como San Juan se referirá al amor de Jesús.
San Juan de Ávila explica de esta manera la acción del Paráclito que promete el Señor: “Así como Jesucristo predicaba, así ahora el Espíritu Santo predica; así como enseñaba, así el Espíritu Santo enseña; así como Cristo consolaba, el Espíritu Santo consuela y alegra. ¿Qué pides? ¿Qué buscas? ¿Qué quieres más? ¡Que tengas tú dentro de ti un consejero, un administrador, uno que te guíe, que te aconseje, que te esfuerce, que te encamine, que te acompañe en todo y por todo! Finalmente, si no pierdes la gracia, andará tan a tu lado, que nada puedas hacer, ni decir, ni pensar que no pase por su mano y santo consejo. Será tu amigo fiel y verdadero; jamás te dejará si tú no le dejas...” (Sermón sobre el Espíritu Santo, 30, 4).
Igual que procedieron los apóstoles, nos toca a nosotros orar, predicar y asegurarnos que los hermanos, que se convierten al Señor, reciban el don del Espíritu Santo. No podemos perder la esperanza respecto de los lugares, situaciones y personas que rechazan la palabra de Dios, pues como sucede en el caso de Samaria nos toca pasar donde Jesús se hizo presente, regresar sobre los lugares que han sido tocados por Dios, para completar la obra del Señor.
Las barreras culturales y religiosas quedaron superadas con el anuncio de la palabra y la recepción del Espíritu Santo, que en este caso concreto tiene el poder de vencer la enemistad entre judíos y samaritanos. El Espíritu Santo viene a reparar las brechas y a sanar las heridas de la división, el odio y los antagonismos entre los hombres.
Por otra parte, el Espíritu Santo también hace posible que sepamos dar razón de nuestra esperanza, como recomienda el apóstol San Pedro. No se trata simplemente de pedir habilidades discursivas ni capacidades oratorias para saber dialogar con quien no acepta la fe, sino ser capaces de irradiar el fuego del Espíritu Santo en la medida que amamos a las personas y logramos que sientan de verdad la preocupación y el amor que sentimos por ellas.
Pedro nos exhorta a defender lo que creemos, pero más que con razones, con la compasión y el amor a los demás. Por eso, ante el rechazo y los ataques debemos tener la disposición, que solo da el Espíritu, de participar del dolor y humillación del crucificado. Como dice San Pedro en su primera carta: “Pues mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal”.
Demostrando hasta el extremo su amor, el Señor Jesús les pide que le amen y cumplan sus mandamientos, para que permaneciendo en el amor puedan recibir al Espíritu Santo.


