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La confianza en la Gracia
Fundamento y guía principal de la tarea del Psicólogo


Por: Zelmira Seligmann | Fuente: Universidad Católica Argentina



Hoy en día la Psicología, cumpliendo de alguna manera el proyecto nietzscheano de “señora de las ciencias”, aparece en todos los ámbitos donde se mueve el hombre mismo. Por eso nos referiremos a la tarea del psicólogo en un sentido amplio, en las diversas áreas en que se requiere generalmente su presencia, en las distintas situaciones a las que se enfrenta, y en las que los demás ponen exageradas expectativas respecto de la resolución de problemas.

La Psicología se ha forjado, en el mundo actual, para el común de la gente –y hasta en muchos de ámbitos académicos– una cierta imagen de omnipotencia. Y hasta en los ambientes más religiosos ha penetrado reemplazando la verdadera vida espiritual y la mística cristiana. Esto no nos extraña, ya que es heredera de la filosofía moderna, y realiza sus ideales antropocéntricos de superioridad de la ciencia humana y de su método. Por eso vemos que pretende dar pautas indiscutibles de conducta: en la educación, en la salud y la enfermedad, en las crisis vitales, en el discernimiento vocacional, en la elección profesional, en las relaciones familiares, institucionales, sociales, etc. Y todavía más, muchas veces se le exige al psicólogo hacer pronósticos certeros sobre la vida entera de una persona, con una proyección de futuro más propia de Dios que de los hombres.

Debido a esto, hablaremos del psicólogo como aquel que se enfrenta a un hombre que ciertamente no se encuentra en el estado de naturaleza íntegra (donde la mente estaba sometida a Dios), pero tampoco totalmente corrompido como pretende Lutero y el protestantismo, Freud y el psicoanálisis, y también muchas corrientes de psicología de raíz moderna. Nuestra posición se ubica en el reconocimiento del hombre que posee una naturaleza caída, con un severo desorden en su personalidad, pero que tiene la posibilidad de ser restaurada y sanada por la gracia.

El hombre no puede llegar a su plenitud como hombre, si no es por la gracia. No puede llegar a ser plenamente “sano” y ordenado psíquicamente, si no es con la ayuda de la gracia.

Por eso el psicólogo en su tarea, debe confiar en la gracia, es decir, deber tener fe en la realidad de la gracia de Dios, en su efectiva acción en el alma y en su dinamismo, que la eleva al fin último sobrenatural. Y esto plantea también un tema polémico y urticante para muchos –aún entre los psicólogos católicos– y es si el psicólogo es mejor si tiene fe, y hasta si es bueno que de testimonio de su fe. ¿Es lo mismo un psicólogo con fe, que uno sin fe? ¿Es mejor un psicólogo que confía más en la omnipotencia de la Psicología que uno que confía en el poder de la gracia de Dios y trata de ser un buen instrumento?

Pero avancemos en el desarrollo de los temas e iremos develando estas cuestiones.

1.El hombre y la ley natural

El psicólogo debe intentar que la persona cumpla con la ley natural y así logre su propio despliegue y sano desarrollo. Todo ser siente inclinación natural a la operación de aquello que le es propio por su forma. La forma propia del hombre es el alma racional, y la inclinación natural es a obrar conforme a la razón. Esto significa vivir virtuosamente, como hombre normal y sano, pues según Santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) “la virtud es la perfección propia del hombre” . El hombre es bueno como hombre en la medida en que su conducta es dirigida por la recta razón, o sea por una razón que dirige sus actos rectamente al fin.

La ley natural es una participación de la ley eterna en la criatura racional. Si bien todas las cosas participan de la ley eterna de alguna manera, en cuanto tienen tendencia a sus propios actos y fines, sin embargo el ser racional lo hace de modo especial en cuanto por la luz de la razón natural discierne lo bueno y lo malo. Justamente es ley porque es algo propio de la razón, con la cual el hombre es capaz de percibir lo que Dios ha grabado en su mente, y así ordenar sus conductas al fin, al bien que juzga como propio.

El hombre siente inclinación natural a aquellas cosas que son aprehendidas naturalmente por la inteligencia como buenas y practicables, y sus contrarias, como malas y prohibidas. Las inclinaciones nos muestran el bien connatural.

Primero, hay en el hombre una inclinación hacia un bien común a todos los seres: la conservación conforme a su naturaleza. Y así encontramos que pertenecen a la ley natural los preceptos relativos a la conservación de la vida y la evitación de lo que se opone a ella. En segundo lugar, hay inclinaciones hacia bienes más particulares, los que tiene en común con los animales. Pertenecen así a la ley natural la relación entre hombre y mujer, la educación de los hijos, etc. Y por último y en tercer lugar, hay una inclinación específicamente racional, y es aquella por la cual el hombre tiende naturalmente a vivir en sociedad, a conocer la verdad y más especialmente las verdades de Dios. Todo hombre tiene una profunda sed de verdad, de la contemplación de la verdad, que está conectada con la nostalgia de Dios y el deseo de felicidad.

Debemos recordar aquello que nos decía S. S. Juan Pablo II en Fides et Ratio: “Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.” Pero una verdad que no queda sólo en lo especulativo, sino que lo compromete de manera total, que se realiza prácticamente en la consecución del bien previsto. Así, cada persona conformará toda su personalidad según la honestidad de esa búsqueda y la rectitud de su obrar. Y de acuerdo a esto podríamos decir –junto a Santa Teresa– que lo propio del hombre psíquicamente sano es “andar en verdad”.
El hombre es capaz de Dios, el deseo de Dios está escrito en su corazón porque hay un deseo natural de felicidad que es de origen divino, porque Dios es el único que puede satisfacerlo y sólo en Él encontrará el hombre la verdad y la felicidad que ansía.

Pero esta búsqueda puede frustrarse. Nos enfrentamos a un mundo en que aparecen cada vez más como “normales” aquellas conductas que son irracionales (y –podría decirse– hasta monstruosas), que se oponen a las inclinaciones naturales y a la razón: la eutanasia, el suicidio, el aborto (que si consideramos que el hijo es como algo de los padres, estamos frente a un pseudo-suicidio), las relaciones homosexuales, todo tipo de vicios, la mentira pertinaz, la vida ficticia, la negación de Dios y su desplazamiento absoluto de todos los ámbitos en que se mueve el hombre, etc. Y no sólo vemos la cercanía de estos problemas, sino que hasta pretenden ser “legalizados” por la ley humana, para que puedan cometerse estos actos contrarios a la ley natural con toda tranquilidad, avalados por la misma sociedad.
Si bien la ley natural está impresa en el corazón del hombre de manera imborrable, muchas veces sus conductas son contrarias a la naturaleza y al dictamen de la razón. Y esto es la causa de los desórdenes psicopatológicos, de las enfermedades psíquicas o enfermedades del alma.

Es natural al hombre obrar según este dictamen de la razón, pero vemos que –en la práctica– esto no siempre sucede. ¿Por qué? Porque la razón procede de lo más universal a lo particular, y en este proceso la razón práctica que se ocupa de las acciones humanas, cuanto más desciende a lo particular y concreto, tiene más posibilidad de fallar y evidenciar su debilidad. Este defecto es causado por impedimentos particulares, por la razón pervertida por la pasión o las malas costumbres. En las obras concretas, la razón no aplica los principios comunes debido al desorden interior que padece, lo cual le impide –como a todo enfermo– mover las partes del alma hacia su fin.
Antes del pecado de Adán la mente humana estaba sujeta a Dios y las partes del alma en armonía y orden, lo cual suponía la subordinación de las potencias inferiores a la razón y ésta al fin último. La naturaleza compuesta de muchos elementos, recibe una determinada ordenación en sus partes. Así el hombre, en el estado de justicia original , estaba inclinado a la virtud, su razón dominaba las fuerzas inferiores y ella estaba sometida a Dios.

Con el pecado original y la pérdida de la gracia de Dios, se rompe esta armonía y el alma queda desordenada, y sus partes disgregadas tendiendo a polos contrarios (pues cada una busca su propio fin), con cierta autonomía de su fuerza rectora, que es la razón. Aparecen así –en esta naturaleza caída– muchas deformidades que son como principio de los desórdenes de la personalidad. Se pierde la unidad jerárquica que la caracterizaba en el estado de naturaleza íntegra, con todas las consecuencias que esto supone, principalmente la insubordinación de la vida sensitiva a la intelectiva, por lo cual falla en las acciones concretas.

En este sentido podemos afirmar que el pecado original es, como lo define Santo Tomás, una “disposición desordenada” que proviene de la ruptura de esa armonía constitutiva de la justicia original. La naturaleza no se corrompe totalmente, sino que disminuye la inclinación a la virtud, o sea el obrar del hombre en cuanto racional, pues obrar según la ley de la razón –como dijimos– es obrar virtuosamente. La disminución de esta tendencia natural a seguir el dictamen de la razón, se da en cuanto se ponen obstáculos que le impiden obrar rectamente.

La herida de la naturaleza, que hace que la razón no se someta a Dios y no pueda dominar las fuerzas inferiores, se intensifica con el pecado personal. Como la personalidad se va estructurando en base a las elecciones sobre su obrar concreto, ésta puede llegar –debido a este profundo desorden– a disfunciones ya claramente definidas como patologías psíquicas. Porque el vicio, que es lo contrario a la virtud, contradice la ley natural y la plenitud humana, de manera que constituye la base estructural de las enfermedades mentales. Por eso suele decirse de alguien que “perdió la razón” o sea, no se comporta razonablemente, según la razón que ya no dirige coherentemente sus acciones al fin.
Por esta herida del alma que es fruto del hábito del pecado original (igual que en los pecados personales), la razón pierde agudeza (sobre todo en el orden práctico), la voluntad se resiste a obrar el bien, cada vez se hace más difícil obrar el bien, y la concupiscencia se enardece sin cesar. El libre albedrío está impedido de hacer el bien. Todo esto dispone negativamente respecto del obrar conforme a la ley natural y a sus sanas inclinaciones. Así, el hombre es como un enfermo, que no puede desplegar todas sus potencialidades, que no puede moverse con toda la vitalidad de un sano, que no puede llevar una vida normal y plena.

Vemos entonces qué gravemente está pervertido este dinamismo de las apetencias naturales. Es la rebelión de la carne que aparta del obrar según la razón, y que se fortalece con las elecciones personales, enfermándose cada vez más. Esto es lo que se llama ley de fomes o de concupiscencia, en el sentido de que todas las potencias del alma tienden a obrar contra el bien de la razón, la cual queda sujeta a los apetitos desordenados. Esta es la raíz profunda del egoísmo, que es el principio subjetivo de los desordenes del carácter.

2.Necesidad de la gracia

Nos preguntamos, entonces, frente a esta situación ¿puede el hombre cumplir plenamente con la ley natural, tener sanas inclinaciones, alcanzando la virtud y la normalidad psíquica? ¿Puede desplegarse hasta llegar a la madurez y perfección personal? En estas condiciones debemos responder que no.

Y ¿qué es lo que puede hacer el hombre cuya personalidad está tan gravemente desordenada y enferma? Ciertamente, puede conocer algunas verdades proporcionadas a su razón natural, y también puede hacer algún bien particular como edificar casas, plantar viñas o cosas semejantes, según dice Santo Tomás. Pero no puede hacer todo el bien connatural, no alcanza a hacer aquello que es propio de su naturaleza; de tal manera que en todo obrar es de alguna manera deficiente. No puede querer ni hacer el bien con sus solas fuerzas naturales. Decíamos que es como el enfermo que puede hacer algunas cosas, pero no con la vitalidad y perfección del sano, salvo que se lo cure con algún medicamento.

Y este medicamento viene de Dios, el único que puede curar y restablecer el orden de la naturaleza. Por eso –en esta situación lamentable del hombre y de la cual muchas veces no toma conciencia– es necesaria la gracia de Dios, el don o regalo inmerecido que sana la personalidad ordenándola, curando desde sus raíces la enfermedad psíquica.
A medida que la gracia habitual va trabajando en el alma, y restaurando el orden; el apetito inferior se somete a la razón, y la razón se somete a Dios fijando en Él el fin de su voluntad. Y así todos los actos humanos se regulan por el fin, y los movimientos del apetito sensitivo se regulan por el juicio de la razón, como corresponde a la naturaleza del hombre sano.

Pero esta curación que produce la gracia, la restauración de la naturaleza, es progresiva: se da primero en la mente, antes de que el apetito carnal le esté totalmente subordinado y ordenado. Por eso con la gracia habitual el hombre ya no obrará gravemente contra el dictamen de la razón, aunque todavía no podrá abstenerse de todos los movimientos interiores de la sensualidad. Podrá dominar cada uno en particular, pero no todos todo el tiempo, y sobre todo cuando escapan a su vigilancia.
La fuerza de la gracia de Dios actúa en el alma siguiendo una determinada evolución; se va sanando de arriba hacia abajo. La razón se sujeta a Dios y la voluntad desea la Voluntad de Dios, pero los afectos continúan desordenados o con cierto desorden, hasta que se someten totalmente. Las potencias inferiores, que estaban dispersas, se recogen y unifican progresivamente hasta que el alma vuelve a tener sobre ellas la fuerza y el señorío que había perdido, dirigiendo sus conductas coherentemente hacia el fin último.

Esta es la verdadera psicoterapia que necesita el hombre, y el psicólogo puede ayudar mucho en este proceso, pero el trabajo principal lo hace Dios.
Por eso es imposible una praxis correcta de la psicología, si no se consideran los datos de la Teología, porque entonces el psicólogo estará impedido de captar a la persona que evoluciona con este perfeccionamiento interior y que se dirige dinámicamente al fin último sobrenatural, aunque el ordenamiento de la personalidad no sea aún total.

3.La realidad de la gracia

La gracia de Dios pone en el alma una realidad sobrenatural intrínseca y creada, distinta del alma y sus potencias. Pone realmente algo en quien la recibe. Dios quiere al hombre y con su Amor lo sana y eleva, lo hace agradable y bello ante sus ojos. Las facultades son elevadas y el dinamismo psíquico es potenciado porque es atraído por el Bien, que es el fin último, donde el hombre encontrará su perfección.
Contrariamente al amor humano, que ama a alguien porque es bueno, Dios lo hace bueno porque lo ama. El amor divino causa una perfección en la persona amada. En relación a esto, vemos cómo muchos psicólogos católicos esgrimen la famosa frase atribuida a Santo Tomás (y que el Aquinate jamás la dijo): “la gracia supone la naturaleza”, para manifestar que la ordenación hecha por el psicólogo atraerá luego la benevolencia de Dios. Lo cierto es que la Teología nos enseña lo contrario: el que Dios nos mire con benevolencia y nos perfeccione con su gracia, es la causa del orden y la salud psíquica. Con esto no negamos que el psicólogo sea capaz de secundar la gracia y actuar muchas veces como instrumento válido de la misericordia divina.

Esta afirmación también marca una diferencia muy importante con la posición protestante que Freud asume (y después la mayoría de las corrientes de Psicología), debido a la filosofía moderna en que se fundamenta (Kant, Nietzsche, etc.), donde el hombre es irreparablemente malo y por eso debe lograr un bienestar mundano que equilibre la infelicidad radical. Ciertamente estos autores ven al hombre en su naturaleza caída, en ese estado de corrupción y desintegración propia del pecado. El verdadero sentido de la transformación interior –que acontece dentro del alma y que se da por la gracia divina–, está excluido del pensamiento de la psicología contemporánea. Cuando mucho, la psicología actual considera que esta transformación es fruto de la acción del psicólogo y la aplicación de su método. Se introduce aquí –solapadamente– la concepción pelagiana de creer que todo lo puede el hombre con sus propias fuerzas.

La gracia es una realidad que produce un profundo cambio interior, que implica una nueva relación: ahora el hombre es amigo de Dios y a Él tiende con todas sus fuerzas. Hay un nuevo movimiento por el cual este hombre se dirige ahora hacia Dios, con todo su ser. Hay una renovación que se produce en la realidad interna del hombre. Nosotros creemos que la gracia de Dios causa, en las personas por Él queridas, una real, intrínseca y sobrenatural participación de su vida y su ser. Hay una verdadera transformación en la persona en quien viene a habitar el Espíritu Santo como en su templo. La creatura racional adquiere una nueva relación con Dios y con las Personas Divinas, y este nuevo modo de relación pone al hombre en posesión de Dios como fin último sobrenatural. La restauración implica también un nuevo dinamismo que emana de la gracia, especialmente de la caridad, que significa un cambio en los hábitos y en las operaciones, según la exigencia de este nuevo ser deificado.

La mente del hombre que crece en gracia ha ido cambiando progresivamente de tal manera, que no sólo es muy distinto del momento de iniciación del proceso, sino que es muy diferente del común de las personas. Dirá Santa Teresa que, al mirar para atrás, uno apenas puede reconocerse; como la transformación que sufre el horrible gusano de seda y se convierte luego en una bella mariposa.

Porque la gracia no sólo perfecciona la naturaleza del hombre haciendo que pueda cumplir plenamente con el bien connatural, sino que además la eleva sobre su condición natural, para hacerla participar de los bienes divinos.
La vida de la gracia es un camino de firmeza –contrario a la in-firmidad (enfermedad)– un camino seguro que afirma y confirma en el ser, donde el hombre encuentra la verdadera salud y, hasta podríamos decir valiéndonos de la metáfora de Santa Teresa, una nueva fisonomía. Por eso decimos que la gracia es creada, en cuanto que los hombres son creados según ella de la nada, o sea no por sus méritos, sino constituidos en un nuevo ser. La gracia obra como causa formal, como la blancura que hace más blanco.

Santo Tomás demuestra que el hombre recibe la ayuda gratuita de Dios de dos modos: 1) en cuanto movimiento para obtener el bien natural, así el alma es movida para conocer, querer u obrar algo; 2) como don habitual, infundiendo cualidades sobrenaturales en aquellos que mueve a conseguir el bien sobrenatural eterno, para que puedan hacerlo con suavidad y prontitud. Esta segunda forma que es la gracia o “regalo”, pone a la persona en relación con su fin último, y esto significa que va sacando los obstáculos de los fines ficticios que la enferman psíquicamente y la paralizan en su despliegue personal.

Y así Dios mueve la mente del hombre: interiormente, porque primero quería el mal y empieza a querer el bien, moviendo la voluntad con una dinámica que invierte la inercia del pecado; y exteriormente, porque lo querido ahora por la voluntad llega al acto exterior, dándole la posibilidad de obrar el bien. Por eso dice San Agustín: “Obra para que queramos, y cuando queremos, coopera con nosotros para que consumemos la operación”.

Podemos evaluar el éxito de una psicoterapia que secundó la gracia de Dios y se apoyó en ella, en base a que la persona no sólo se siente más digna y valiosa como imagen de Dios que es, sino que también en su obrar se va desplegando con una dinamicidad propia de la interioridad renovada y libremente ordenada al fin último. La persona que va siendo curada puede hacer uso de sus facultades, y moverse más fácilmente al fin deseado. El Bien que la atrae, la mueve realmente.

Dios sana al hombre y lo ayuda a querer el bien, luego hace que obre eficazmente el bien que quiere, que persevere en él y que –gracias a esto– alcance la plenitud , la contemplación y gozo de la Verdad, por la cual clamaba desde la profundidad de su ser. Porque el hombre, con la ayuda de la gracia, en cuanto hace lo que debe con su voluntad, puede esperar la recompensa prometida , lo cual cambia radicalmente su forma de vivir.

El que hace el bien merece y crece en la esperanza del premio eterno. El que tiene esperanza tiene futuro, sabe que su vida no acaba en el vacío, y así la realidad presente se hace más llevadera, más feliz. Comprende que su vida es un compromiso que responde a un llamado personal y único. Todos los acontecimientos y las vicisitudes de la vida comienzan a verse desde el verdadero fin. Así se descubre la misión propia que da sentido y unidad a la vida. De esta manera puede decirse que el camino de santidad es la única base firme de la salud mental, de la personalidad integrada y jerárquicamente ordenada.

4.El psicólogo, testigo de la confianza

La confianza en la gracia supone la fe en Cristo, que es el restaurador de la naturaleza humana; porque el Verbo Encarnado tiene esa naturaleza como está en la mente de Dios, y viene a mostrárnosla y darle plenitud. No se puede reparar aquello que no se sabe cómo era en su estado normal. No podemos saber cómo reconstruir una casa, cuando sólo tenemos un montón de escombros. Y si supiéramos cómo ordenar perfectamente al hombre, no tendríamos la fuerza necesaria para hacerlo: porque para eso tuvo que venir Cristo.

Por eso la psicología debe fundamentarse en una visión realista del hombre, y ésta se la puede dar la Teología. Porque no existe el hombre en naturaleza pura; sus acciones se dirigen dinámicamente al fin o lo contrarían. El alma no es estática, el que no adelanta, retrocede. La Teología nos dice que el hombre es imagen de Dios, y que para realizarse –aun como hombre– necesita reparar y perfeccionar esa imagen deteriorada por el pecado. Para esto necesita del mismo Dios que viene en su ayuda.

Sin embargo el hombre moderno aprendió a confiar más en sí mismo que en Dios. Cree conocer bien este hombre, y ni siquiera entiende el sentido de su vida. Considera que tiene la capacidad y los métodos suficientes para diagnosticar y curar las patologías que lo aquejan, y cada vez hay más enfermos mentales.

Y esto no sólo por vivir sumergido en el “reino del hombre” que tiene puestas todas sus esperanzas en la ciencia salvadora, como afirma S. S. Benedicto XVI en Spe salvi , sino también porque no percibe la gravedad de ese desorden. Su omnipotencia y la fe en la ciencia humana –que muchas veces menosprecia el poder de Dios– lo enceguece y no le permite ver lo mal que está. Juzga sobre la salud y la enfermedad según criterios totalmente superficiales, y entonces busca soluciones que sólo le brindan un bienestar mundano, y lo frustran cada vez más en su búsqueda profunda de felicidad. Sin lugar a dudas los síntomas de esta insatisfacción no tardan en aparecer en las sociedades que vemos cómo se van autodestruyendo: con la droga, el aborto, la homosexualidad, la violencia, etc.
Un buen psicólogo y cualquier buen consejero, sabe que penetrar en el misterio del alma humana –llamada a vivir la vida divina trinitaria– es una tarea que lo supera humanamente. Por eso tiene que saber reconocer los verdaderos límites, y abrirse a la sabiduría de la Iglesia para encarar los problemas “desde lo alto”.

Sin embargo considero que en esto pueden darse dos actitudes opuestas, pero que ambas deberían evitarse.
La primera es la de echarse atrás ante las posibilidades concretas de lo que se puede hacer como instrumento de la gracia, y por falta de confianza en la providencia divina, renunciar a seguir adelante porque no se ve que haya un cambio en la personalidad, el cual sólo Dios sabe cuándo se dará. No ver los resultados positivos de una psicoterapia, desalienta a veces no sólo al psicólogo sino también a aquellos que han puesto sus expectativas en él. Esta situación es también aplicable a muchos directores espirituales, confesores y hasta padres, que envían a las personas a los psicólogos cuando no ven progresos en su tarea, pero sin embargo creen en la omnipotencia de la psicología, sin confiar en las gracias de los sacramentos y aquellas que Dios da para cumplir la propia vocación.

La segunda, es la más común entre los psicólogos por la formación que reciben, y es la de considerarse el autor de la transformación acontecida en la personalidad, y sobre todo cuando ésta supuso un cambio radical de conductas antinaturales y de pecados mortales. Los psicólogos hemos presenciado muchas veces verdaderas conversiones, donde se invierte la voluntad perversa y la persona vuelve a vivir según la recta razón. En muchos casos las personas cuando son católicas, en la psicoterapia ven la necesidad de volver a confesarse y enfrentar una nueva vida “en gracia”. Obviamente, el psicólogo pudo ser un buen instrumento de la gracia, pero quizás no el único, porque Dios pone toda la realidad al servicio de la salvación de los hombres.
Considero que la actitud correcta es la del psicólogo que, haciendo todo lo que está a su alcance para secundar la acción de Dios y con un ardiente deseo de la salvación de las almas, se ubica en el lugar de “siervo inútil” frente al designio redentor de la Voluntad Divina.
Pero para eso es necesario confiar en el poder y la misericordia de Dios que es bueno, que no abandona a sus creaturas, y que las amó hasta el fin. Pero también es necesario tener experiencia de la gracia, con una delicada vivencia de esa transformación interior que es obra de Dios, y donde –sin lugar a dudas– hubo personas y acontecimientos, que fueron también buenos instrumentos del amor divino.

El Dios en el que creemos, debe informar toda nuestra vida. No podemos conjugar nuestro cristianismo con un ateísmo práctico, que se pone de manifiesto cuando trabajamos y atendemos a nuestros pacientes.

Por eso también es necesario considerar que nuestra confianza en un Dios que es Padre providente, puede servir de ejemplo para los demás, y de esta manera ayudar a la persona desesperanzada y abatida por la cruz que, muchas veces, se le hace demasiado pesada.
S. S. Benedicto XVI nos recuerda que hay personas que han sido verdaderas estrellas en nuestra vida, que nos han mostrado el rumbo a seguir, que fueron luces de esperanza en el viaje por el mar de nuestra historia, muchas veces “oscuro y borrascoso” .

Por eso nos dice el Santo Padre que “Necesitamos también de luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía.”
Y así contemplamos a María, Estrella del mar, que con su “sí” pleno de confianza cambió la historia del universo entero. Su “sí” confiado desafió todos los dolores, soportó todas las cruces. Aún en la terrible noche del Gólgota resonaban en su interior esas palabras del ángel en la Anunciación: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios” (Lc. 1,30). Su corazón traspasado por una espada y lleno de confianza, estuvo siempre unido al Corazón abierto de su Hijo, que derramaba abundantes gracias para dar a los hombres la verdadera salud del alma, la salud psíquica.

Pongamos en las manos de María Santísima, la “llena de gracia”, la obra que Dios nos ha encomendado.

Si tienes alguna duda, escribe a nuestros Consultores

 










 







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