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Reglas infantiles para adultos
Es necesario agradecer a nuestros padres y a los encargados de nuestra formación esa lista molesta y repetitiva de reglas.


Por: Yrlánder Hernández, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores



«Cuando los adultos hablan los niños se callan». «No me interrumpas cuando hablo». «Fernando, salte de aquí. Estoy ocupada» «Deja los zapatos enlodados fuera de la casa». «Panchito, saluda a tu tía Graciela». « ¡Daniela, sube a cepillarte los dientes!». «¡Enrique, a bañarte!».


Así y toda una cantilena de mandatos, órdenes y preceptos -sin excluir las frases cursis y afectadas frente a las visitas-, forman el panem nostrum cotidianum de los niños entre seis y… la edad que le guste al padre, madre o maestro y demás autoridades competentes.

¡Qué edad tan hermosa y triste a la vez! Esa edad en la que uno quiere hacer de todo pero no le dejan. Porque lo dice mamá, porque lo dice papá o porque lo dice quien sea con autoridad o sin ella. En la que uno ve a algunos “adultos” hacer lo contrario a lo que exigen. En que las reglas infantiles sólo son para ellos y no para los adultos. En la que se es tan propenso a la injusticia, a pesar de la inocencia infantil. En la que la exclamación: « ¡No es justo!» era la frase más usada después de «mío». Y en donde vislumbramos la solución: que las reglas de los niños también las cumplan los adultos.

Sin embargo, es necesario agradecer a nuestros padres y a los encargados de nuestra formación esa lista molesta y repetitiva de reglas. Pues sin ese reglamento –irritante en muchos casos-, no seríamos lo que somos. Pero es necesario distinguir entre las normas buenas y los simples caprichos personales.

Mas la libertad -que llega con el inicio de la secundaria, la preparatoria, la universidad, la mayoría de edad, el matrimonio o quién sabe cuando- nos da fuerzas para abolir esa esclavitud que nos “agobia” de chicos. Y así, mágicamente, ya podemos interrumpir al que habla, entrar donde queramos, deambular por casa con los zapatos hechos un asco o sin zapatos, saludar o no saludar -según el propio albedrío- a la tía molesta, cepillarnos los dientes a la hora que queramos y lo mismo dígase de la ducha… sin hablar del televisor, la computadora, el IPod y demás pasatiempos personales. Y aquellos ideales de igualdad desaparecen: «las reglas infantiles son sólo para los niños, yo ahora soy libre».

« ¡Igualdad!, ¡Libertad!, ¡Justicia!» De niños lo gritábamos a todo pulmón viendo la incoherencia de algunos adultos, que exigían pero no lo vivían, que prometían sin cumplir sus promesas. Este asunto legalidad-coherencia es un círculo vicioso. Círculo porque se repite constantemente, y vicioso porque cada generación se excusa con la anterior. George Orwell dibuja a la perfección esta realidad en su obra “Rebelión en la granja”, donde los animales de la granja, sublevados a impulsos de los cerdos, derrocan al granjero y luego estos cerdos alborotadores adoptan las mismas costumbres del que los “oprimía”.

Eso se puede cambiar. Ese círculo se puede romper. La mejor estrategia es que revisemos el reglamento o el conjunto de normas, legislaciones y preceptos que a lo largo de la vida hemos ido componiendo para exigirlas exclusivamente a los demás. Analicemos si lo vivimos, verifiquemos si son justos. Pero, ¡precaución!, cuidado con el peligro del “relativismo ridículo” que corroe cualquier buena costumbre. Sí, ese relativismo ridículo, relativismo: porque pone en duda cualquier, cosa especialmente los derechos universales de los hombres, y ridículo: porque cuando una persona pierde los principios morales se convierte en algo grotesco, como una burla de sí mismo, una caricatura, un monigote.

Así, las reglas infantiles serán tanto para los chicos y como para los adultos. Es decir, intentemos practicar esas reglas, para dar ejemplo a los pequeños. Pero la cúspide, la cima de la montaña se encuentra en que motivemos a esos chiquillos para que obren por auto-convicción y no por miedo al castigo o a las reprimendas. Si no, estaremos engendrando unos futuros legisladores de su capricho, unos dictadores de su hogar o, lo que es peor, unos inadaptados sociales y anarquistas. Lograr la auto-convicción en los chicos sería la gloria de nuestra tiempo, una auténtica revolución, y sin sangre ni nada. Sólo una regla para chicos y grandes.

 

 

 

 



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