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Hágase
El dolor es algo connatural al hombre, pero no todos lo enfrentan del mismo modo.


Por: SAntiago Mejía, L.C. | Fuente: Catholic.net



Al escuchar la palabra “dolor” hay una reacción inmediata de rechazo. Es algo totalmente normal. La muerte de un ser querido, una herida, una tragedia natural: todo cae dentro de situaciones “dolorosas” en la cual el ser humano exterioriza su aflicción en variadas formas. El tema del dolor es algo presente en las obras artísticas, tanto en la antigüedad como en tiempos modernos, pero existen diferencias profundas y reales que son consecuencia del hombre mismo: su postura ante el mismo dolor.

Ya no hay pulso. El calor se retira con agilidad del cuerpo inerte. Todavía hay gotas de sangre viva y pura que se deslizan al suelo sediento. Las venas de los brazos y las manos se desinflan con cada segundo transcurrido. Ella mira en soledad profunda, sus labios inmaculados contienen el llanto. El dolor desgarrador causado por la espada en su alma no se exterioriza. No se tensa. Aguarda en su corazón. Paz, serenidad digna y noble alumbra su vista nublada. Hágase.

“La Piedad” de Miguel Ángel capta el momento más grave de la historia de la humanidad. Tragedia de tragedias. Dios mismo, hecho carne, muerto en brazos de su madre. Sin embargo, dentro de ese dolor interno se respira calma y dominio, un criterio iniciado por maestros como Fídias y Mirón más de mil años anterior a Miguel Ángel. En este período de esplendor griego, los filósofos, artistas y literatos llevaron al hombre a la cumbre de su propio conocimiento: el humanismo clásico. En aquellas obras, como “La Piedad” se reconoce que la sobriedad, el dominio personal y dignidad serena es muestra de lo humano, lo netamente humano: capacidad de elegir, de controlar la pasión, el instinto animal y elevarlos más allá de las cadenas de la existencia terrena, confiando en el destino divino. No hay conflicto sino armonía absoluta porque se sabe criatura y se confía en el Creador.

En brusco contraste, existe una obra de Munich titulada “El Grito.” En 1988, Octavio Paz decía que la obra es “palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.” El grito caótico encuentra silencio como respuesta, hasta adversidad ante la indiferencia fría de las personas en el fondo del cuadro. La persona gritando no tiene fin, no tiene control, no tiene un regazo seguro en el cual descansar. En esta instantánea del dolor moderno sólo cabe concluir que algo ha pasado a ese concepto elevado que los humanistas tenían del hombre.

Si se ciñe al comentario de Giovanni Carducci en Opera I: “el arte es el resultado moral de la civilización, la irradiación espiritual de los pueblos”, se concluye que el hombre moderno pintado en “El Grito” carece de humanidad, dominio y equilibrio. En contraste con “La Piedad”, no hay solución para este errante desesperado. Hoy se predica la “huida del dolor.”¿Acaso no mueren o son desconectados en la eutanasia miles de personas sufrientes? ¿Acaso no existen centenares de píldoras y medicinas para aliviar, consolar o borrar la aflicción? ¿Acaso no se acude a un psiquiatra o psicólogo para mitigar el trauma? Como al personaje de “El Grito”, al hombre de hoy le horroriza el dolor y quedan cortas las soluciones propuestas.

Dice René Huyghe: “El arte siempre ha sido una expresión de la sociedad y de su religión […] La ruptura la ha producido una sociedad como la nuestra, que ha suprimido las funciones profundas del hombre, su respiración, su vida espiritual. El arte ha traducido esta desgracia y de ahí su inclinación trágica, sus imágenes obsesivas.” Por lo tanto quedan dos caminos, como se ha visto dos obras. Seguir de vagabundo por las anchas playas de la deshumanización y el rechazo violento de lo espiritual y el dolor, o volver a conocer al “hombre” en sí, aceptar su pequeñez ante el dolor y confiar en el Destino Divino con nombre y apellido. El resultado de ambos caminos se ve en la misma obra. Hágase.

 

 

 

 



 

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